El síndrome de Tourette
DURANTE los interminables días de reforma de la azotea, también hubo jornadas, por supuesto, en las que no entraban en acción ni pulidoras ni cortadores de piedra. Para esos momentos estaba y está la iglesia vecina de St. Bimbam, que, puntualmente a las 7.57, saca a los ateos de bien de sus pesadillas con un toque de campanas frenético. No, no es un sonido bonito y tampoco tiene nada de «toque rural», como me quiso hacer creer el párroco Jörg Westhoff en incontables conversaciones. La realidad es que esas campanas de iglesia no dan una. No solo suenan tres minutos antes, lo que ya me trae loco, sino que además no lo hacen nada sincronizadas. Solo los maestros del pensamiento positivo podrían encontrar bonita esa descarga epiléptica de sonido. Sin embargo, lo peor es que, siempre que uno piensa que debe de ser la última campanada, aparece otro gong de la nada. Alguien debe de haber ideado la manera más eficaz de sacar de quicio a sus semejantes. Y así, todas las mañanas transcurren casi cinco minutos hasta que ese absurdo estrépito finalmente enmudece. Esa torre y su campanero electrónico sufren el síndrome de Tourette, de eso estoy seguro. Han perdido el control y necesitan ayuda urgente, amor, afecto, ¡algo! No, no puedo hacer oídos sordos porque el monstruo del ruido se encuentra a escasos veinte metros de mi piso. Sí, hago algo para combatirlo. ¡Todas las mañanas, y hoy también! Aún medio dormido, busco a tientas el teléfono y marco el 25 67 19. Solo se oyen tres tonos.
—¿Westhoff?
—¡Sus campanas me ponen de los nervios!
—Señor Peters. No voy a desconectar las campanas aunque me esté llamando durante un año.
—¡Ya tengo acúfenos por su culpa! ¡Y palpitaciones en los ojos! ¡Eso son lesiones!
—Que tenga un buen día, señor Peters. Que el Señor...
—Sí, sí...
Salgo refunfuñando de la cama, me coloco debajo de la ducha y disfruto del aroma de mi champú infantil. Huele tan bien a frambuesa que a veces, por la noche, me ducho solo por eso. Seguro que es un sucio truco de la industria para que los pequeños se laven el amianto de la guardería que les queda en el pelo. Como dos tostadas de trigo con mantequilla y mermelada de frambuesa, y añado dos tazas de café Senseo hechas con una sola cápsula. Tal vez la segunda taza no esté tan buena, pero se ahorra mucho dinero, y como mínimo se puede participar un poco del espíritu de la época de estas cafeteras.
De camino al tranvía me encuentro con mi casero, que es de Colonia, el señor Wellberg, al que todo el mundo llama Barbabucle por su barba retorcida varias veces. En realidad, Wellberg sería un anciano de lo más simpático, si pudiera decir una sola frase en alemán estándar. Estoy a punto de chocar con él cuando echaba del edificio a un obrero desvalido con un tsunami de frases en su dialecto. Mi pequeño plan de pasar de largo con un escueto «hola» y escabullirme hacia la parada del tranvía fracasa tras tres miserables peldaños.
—¡Ñor Peters, ejpere va yaun momento!
¿Qué? Algo de un momento y esperar. ¿Esperar? Y una mierda.
—Lo siento, pero tengo que ir a coger el tranvía.
—Spronto, ñor Peters. Pue tengo bues noticias pa usté.
No sirve de nada. Me quedo quieto.
—¿Qué noticias son?
—La queli darriba é...
—¡Perdone, señor Wellberg, pero no entiendo nada! ¿Puede repetírmelo en alemán?
—Poj claro. ¡Ara será masilencioso pa usted! Nora una situación uena, lontiendo, con martillazos y los ajpavientos, pero qué voyacer, nome loconstruyen...
Bajo un escalón. ¡No son buenas noticias, son geniales! Todo el que se ha visto despojado de un sueño húmedo poco después de las siete por un cortador de piedras chirriante sabrá cómo me siento. Medio dormido, piensas por qué chilla Angelina Jolie mientras hace un francés, y cuando no han pasado ni quince segundos estás caminando lentamente con un café matutino hacia el obrero rumano.
Barbabucle posa su mano en mi hombro en un gesto casi paternal.
—¿Quie vel nuevo piso, señor Peters?
—Como le he dicho —intento de nuevo evitar la visita—, el tranvía... siempre cojo el de las 8.46 para llegar al despacho poco antes de las nueve. —Pero entonces, por algún motivo, me intriga cómo es ese sitio que está justo encima de mí y subo con el señor Wellberg, que sigue desbarrando en su dialecto.
—Debrían habercabao cetres semanas, pro ya sabe lo que pasa consobreros, uno nunca sabel queace lotro.
Pasamos por delante de mi piso y finalmente subimos dieciséis peldaños hasta el flamante parquet de un ático como jamás habría esperado.
—¡Su puta madre, esto es una burrada! —se me escapa, y mi casero se muestra satisfecho y orgulloso. Delante de mí, a través de cuatro ventanales de madera noble hasta el suelo, se ve una enorme azotea y todo el barrio. Incluso en una mañana nubosa de otoño como esta hay muchísima luz en el salón. Orgulloso, el señor Wellberg me hace de guía.
—Aquí tál salónparquet de roble barnizado, calefacción nelsuelo, claro... cocina abierta y cesodirecto a la terraza orientadal sudoeste, ¿qué tamaño le paece que tiene?
—¿Veinte metros cuadrados?
—¡Treinta y cuatro!
Pues muchas gracias. Mi alféizar con la albahaca seca no puede hacer nada contra eso. Piso la madera de bangkirai recién colocada y dejo vagar la mirada por el barrio.
—¡Allí delante hay un parque! —me asombro.
Wellberg me mira perplejo.
—¡Usté é un raro! ¿Nové dabajo?
—¿Qué?
—¿No ve usté el parque desdejupiso?
Sacudo la cabeza.
—Sí, a veces nosmetros son impotantes. Venga, tieque vel dormitorio.
No sé si «tengo que» ver el dormitorio, en realidad no me gusta llegar tarde al trabajo. Un cuarto de hora menos al principio y luego lo arrastras todo el día. Y pensar en todo lo que tengo que hacer hasta las doce... sigo al señor Wellberg hasta el dormitorio y veo a cinco pasos de mí dos claraboyas enormes que dan justo al cielo.
—Tá bien ver las ejrellas desla cama, ¿verdá, señor Peters?
—No lo sé —intervengo—, ¿y si un pájaro se te caga en el ojo?
—¡Tonces cierrla pueta! Venga, le enseñaré los baños.
¿Ha dicho baños? ¿En plural? Lo ha dicho. Inspecciono los dos baños con luz natural, mobiliario de gran calidad, uno de ellos con bañera esquinera, la habitación de invitados y el despacho y un espacio que hace de trastero. En algún momento volvemos al principio y hago reír por primera vez al señor Wellberg con la pregunta:
—Y... ¿cuánto cuesta la broma?
—No é pa usté.
—¿Qué?
—¡No es para usté!
¿Entonces por qué me enseña el piso? ¿Para humillarme?
—Pero ¿puede decirme cuánto sube el alquiler?
—2.145 euros. Más o menos.
En mi mente, cuatro cifras gruesas de color verde neón caen en el parquet de madera de verdad: el 2, el 1, el 4 y el 5. Una cosa está clara: no estamos hablando de precios reducidos.
2.145 euros. Más o menos.
Por supuesto, pierdo el tranvía y tengo que coger el de las 8:56. Pesco un sitio junto a una persona, supuestamente de género femenino, con pantalones elásticos.
2.145 euros. ¡Más o menos!
Ni siquiera mi amigo Phil podría permitirse ese piso, y eso que es el director de la empresa. No es que esté celoso ni nada de eso, en ese caso querría tener la misma cantidad de dinero, y no quiero porque los ricos tampoco son felices, como los pobres. Solo hay que ver a Dieter Bohlen, uno de esos dos que formaban Modern Talkin. ¿Alguien puede explicarme qué ha hecho con toda esa pasta? No paran de tirarle cosas a la cara inútiles adictos a los castings que no saben cantar, y su casa sufre más asaltos que un convoy estadounidense en Irak.
—Parece muy enfadado, ¿se encuentra bien?
Miro a la tipa de mi derecha.
—Todo bien. Solo he tenido miedo por un momento de que me metiera en su panecillo y me engullera.
Bajo del autobús y cruzo la Zülpicher Strasse en dirección al WebWorld. Shahin casi ha terminado su libro sobre mediciones y hace burbujas en una pipa de agua de manzana, relajado.
—Lo siento, Shahin. Esto... hoy llego un poco tarde, ¡he tenido un imprevisto!
—No pasa nada, Simon. Vienes cuando quieres. Por lo demás, ¿todo bien?
—Acabo de ver un piso de alquiler por 2.145 euros.
—¿Y? ¿Te lo has quedado?
Me quedo mirando a Shahin.
—Sabes qué, conéctame el siete.
Después de cerciorarme en spiegel.de de que no ha pasado nada, busco en Google la bionorma de la UE y me entero de que los productos que cumplen la biodirectriz de la UE no son tan estupendos. Mucho más estricta que esas biocondiciones, por ejemplo, es la asociación ecologista Demeter, ya que los biocampesinos tienen que abonar sus campos con los excrementos de sus propios animales. Genial. Por la misma regla de tres, uno puede mear en su bar habitual y luego escribir «bio» en la entrada.
Inicio sesión en el correo electrónico y compruebo mi bandeja de entrada. Sony Ericsson y KVB confirman la recepción de mis mensajes, y Daniel, el muy idiota, vuelve a recomendar un reloj falsificado. Phil me ha enviado un enlace a una noticia de prensa que dice que alguien ha recibido una reducción del cincuenta por ciento del alquiler ante un tribunal porque no paran de entrar y salir parados en la casa, y eso reduce el valor del objeto. «Muy delicado por tu parte, Phil, muchas gracias.» El resto de mi mañana de trabajo la paso en la página web de la asociación en defensa del silencio y en un foro sobre ruido de campanas, donde reúno nuevos argumentos contra el cura Westhoff. Un usuario del foro sobre ruido de campanas opina que el ruido de las campanas contraviene la Biblia, según la cual hay que amar al prójimo. Pero ¿y si ese prójimo dice que no le gusta oír campanas y aun así siguen sonando? También me parece interesante una aportación en la que se explica que una asociación cultural turca del barrio berlinés de Kreuzberg quería poner un minarete en el techo de su local de reunión y provocó una enorme discusión sobre la libertad religiosa.
—Dime, Shahin —le llamo—, ¿eres musulmán, verdad?
—¿Por qué?
Me levanto de la silla y me acerco al mostrador.
—¿Y también sabes árabe?
—¿Árabe? Soy de Irán. Allí hablamos persa.
Ups. He metido la pata.
—Ya lo sé, claro. ¡Por eso te pregunto si sabes árabe!
—No muy bien. Mi alemán es mejor.
—Pero ¿podrías traducirme algo con tu árabe?
—¿El qué?
Media hora después salí de WebWorld aún riéndome. Shahin también tenía lágrimas en los ojos cuando me saludó a través del cristal del mostrador.
Por desgracia, ese estado de ánimo no duró mucho...