Chico de calendario
EL punto álgido de tristeza de mi martes que acaba de ser tan agradable es la visita al Deutsche Bank, donde solo soy cliente porque la gente del banco me regaló por mi comunión una libreta de ahorro con cinco marcos y un audiolibro juvenil. Si en aquel momento hubiera estudiado el pérfido plan que se ocultaba tras esos regalos, habría convertido los cinco marcos en una bola de helado y habría regalado la cinta. Ahora es demasiado tarde. Dos décadas después, me tienen en sus redes. Me quedo mirando, consternado, la pantalla del cajero automático.
«No es posible realizar el reintegro. Por favor, póngase en contacto con un asesor.»
Pulso la tecla «Cancelar» y hago crujir algunos tickets de compra para que la mujer joven de las botas de piel caras que espera detrás de mí piense que he recibido mi reintegro. ¡Tío! Justo hoy que he quedado con mis amigos. No puedo pedir prestado otra vez. Y tampoco puedo excusarme más, desde la última vez que vinieron todos a casa y me trajeron tanta comida que me sentí como si acabaran de liberarme después de varios años retenido como rehén. Fue patético.
—¿Puedo ayudarle en algo?
Me doy la vuelta y sonrío.
—Gracias, muy amable. La cantidad es demasiado grande para un reintegro en el cajero, tengo que ir a ventanilla.
—¡Por supuesto!
Pese a que soy consciente de lo absurdo de mi intención, entro en la sala. Mi asesora de ventanilla, una mujer mayor con gafas de lectura, fuerza una sonrisa fugaz. Intento un breve contacto visual y farfullo, apocado:
—Buenos días. Necesitaría cien euros de mi cuenta corriente.
Le entrego mi tarjeta, que ella enseguida pasa por un dispositivo de lectura. Por un momento, la mirada de la tía de la ventanilla se queda clavada en el monitor, como si apareciera la noticia: «Ha estallado una guerra nuclear. Váyanse a casa y tomen pastillas de yodo.» Luego las comisuras de los labios caen hacia el teclado y dice:
—Lo lamento, pero no se puede efectuar el reintegro, señor Peters.
—Ya sé cómo me llamo. ¿Y por qué no se puede hacer un reintegro?
—Porque ya ha superado con creces su crédito disponible.
—Solo necesito cincuenta euros.
Me devuelven la tarjeta. Sin cortar, por lo menos. Ahora me cuesta aún más sonreír.
—¿Veinte?
La señora de las gafas de lectura pone su mejor cara de «lo siento, pero no puedo hacer más por usted» y se queda callada. Tendría que irme, sin más. Ahora. No conseguiré nada. En cambio, lucho a capa y espada por veinte euros, como si me fuera la vida.
—En su pantalla puede ver que a final de mes vuelvo a recibir algo.
—Sí, pero si se trata del mismo importe de siempre, no alcanzará para su descubierto.
—¿Puedo hablar con el director de la oficina?
—El director de la oficina está en un seminario hasta el viernes, lo siento.
—¡Entonces me gustaría hablar con el director de oficina sustituto, por favor!
—Soy yo.
—De acuerdo. Entonces regáleme por lo menos un calendario del Deutsche Bank.
—Se nos han agotado.
—¡Un bolígrafo!
—Mañana volveremos a recibirlos.
—¿Un audiolibro juvenil?
—Es usted demasiado mayor para eso.
Respiro hondo.
—¿Galletas?
—¡No!
Me guardo la tarjeta en silencio y salgo a hurtadillas del banco. Recojo un paquete en correos que los profesionales de logística no me han entregado, aunque estaba en casa. Lo abro ya en la oficina de correos. Son los productos de disculpa prometidos por la Stasi de los carniceros: salchichones ahumados, conservas, gelatina en botes de vidrio, todo lo que se conserva sin refrigeración, y, por supuesto, una carta de disculpa que enseguida tiro. Estoy a punto de deshacerme también del contenido del paquete cuando se me ocurre una idea. Tras una breve pero acalorada discusión con el director del supermercado Rewe, me cambian los salchichones y la gelatina de cabeza de cerdo, el tocino y las salchichas en lata pese a haber «perdido» el ticket. Excepcionalmente. Vuelvo a casa con 11,78 €. Tengo curiosidad por ver hasta dónde llega uno con esa cantidad en la churrasquería más cara de toda Colonia.