El manco de Sülz

EL estrés es asesino; con él parece que siempre vas por detrás del tiempo. Pero ¿cómo va a relajarse él si ha perdido toda una hora de oficina por culpa de una sola cita con el médico? ¿Si sigue teniendo el mismo trabajo al que suele dedicar tres horas, y ahora tiene que hacerlo solo en dos? Son las diez menos algo cuando abro la puerta del WebWorld de Shahin y corro a mi ordenador.

—Perdona —‌me disculpo, sin aliento—, ha tenido que ir al médico, no volverá a pasar.

Shahin levanta la vista de su nuevo libro.

—¿Quién?

—¡Yo! ¡Tío! Ese Parisi me ha vuelto loco del todo.

—Ya te dije que no te preocuparas, ven cuando quieras. Te he reservado el siete.

—Gracias, Shahin. De verdad que te lo agradezco mucho.

Ahora tengo tiempo para consultar los correos electrónicos. El servicio al cliente de Sony-Ericsson me propone introducir manualmente las palabras «lameculos» y «mocasín» en el diccionario del móvil. ¡Esos espabilados de los suecos! Ya sé cómo escribir manualmente «lameculos», se trata de que una palabra tan importante no está grabada de serie en el móvil. Durante la última hora de navegación barata que me queda me informo sobre el tanque para ir de compras que tiene mi sofisticada vecina Johanna risitas Stähler. Enseguida lo encuentro: es un Hummer H2. En cuanto a la ficha técnica, digámoslo así: mejor no aparcarlo delante del biosupermercado, el consumo es aproximadamente de 19 litros cada cien kilómetros. Aparte de que un Hummer de esos en la misma distancia expulsa a la atmósfera unos treinta kilos de dióxido de carbono. Solo con rozar la llave de contacto, la temperatura del planeta aumenta tres grados. Una sola vuelta a la manzana y se extinguen diez especies animales. Pero qué se le va a hacer, alguien que apoquina 70.000 pavos por un coche como mínimo puede permitirse que los Países Bajos sean arrastrados por el deshielo de los glaciares. ¡Antes del siguiente campeonato europeo de fútbol!

—Simon, son las doce. ¿Quieres seguir navegando por tres euros?

—¡Tacaño!

—¡Bichareh!

Cierro la sesión a regañadientes, recojo mi bolsa y me despido de Shahin.

—¡Hora de comer, Shahin!

—¡Adiós, Simon, hasta mañana!

Mi «hora de comer» consiste hoy en unas deliciosas espinacas hechas en casa al horno con mucho amor. Cojo un plato del armario y llaman a la puerta. ¡Joder!

—Cocinas profesionales Zack, vengo a tomar medidas. —‌Se oye una voz entrecortada por el interfono.

—¿Perdone, qué?

—¡Por la cocina!

Aparto a un lado el auricular un momento y miro enfadado hacia el pasillo para calmarme. Luego vuelvo a ponérmelo al oído.

—¿Dónde... ha llamado?

—¡Bueno, al timbre sin nombre!

Vale, lo he pillado. Por lo visto hay algo que no funciona con algún cable. Típico de Barbabucle. Medio año celebrando el carnaval de Colonia vestido de payaso de trapo, pero nada de conectar timbres.

—¿Hola?

—¡Sí!

Abro y, por supuesto por pura casualidad, saco una bolsa con botellas retornables a la escalera, al fin y al cabo uno tiene que saber quién entra. Es un joven pálido con el rostro enjuto y una bolsa de herramientas en la mano, que sube la escalera a grandes saltos.

—Buenos días. Hans de la empresa Cocinas Zack.

—Eh...

Antes de poder reaccionar, ese pobre desnutrido pasa por mi lado y entra decidido en mi cocina. Por un momento me quedo tan desubicado en la escalera como Ferran Adrià delante de una lasaña ultracongelada. Luego sigo al descarado operario hasta la cocina, donde está quieto, con pose pensativa, delante de mi caos de montañas de cacharros y cajas de pizza. Finalmente, el atornillador de cocinas famélico se mueve y se rasca la barbilla.

—La «Modoplus Manhattan» no le cabe. ¡Y menos un módulo intermedio!

Me lo quedo mirando.

—¿Podría explicarme en una o dos frases cortas qué demonios hace aquí?

Tocado y hundido. Ahora es él quien me mira.

—¿Tomar medidas a su cocina?

Le señalo en silencio la cocina de 599 euros que mi casero hizo instalar varios años antes.

—¿Y qué es eso, según usted?

—¿Su antigua cocina?

—Error. Mi cocina actual. Tal vez no sea una cocina maravillosa, y puede que no esté muy bien distribuida, pero es mi cocina. Me parece genial y absolutamente suficiente. Pregunta del millón: ¿por qué iba a querer que usted tomara medidas?

—Bueno, su mujer...

—¡No tengo mujer!

El hombre de las cocinas mira alrededor perplejo, como si buscara en el piso indicios de una mujer. Luego hojea su libreta de pedidos.

—Pero es correcto, ¿no?, estoy en Sülzburgstrasse 138, ¿verdad?

—En Sülzburgstrasse 138, sí, pero correcto, no.

—¿No es correcto?

—¡Correcto! Porque si usted tuviera razón, yo habría pedido una cocina.

—¿Y no la ha pedido?

—¡No!

—¿Y su mujer?

—No tengo mujer. No. Se deletrea N de ninguna y O de onanista. ¡No hay mujer!

—¿Usted no es el señor Stähler?

—No.

—¿Y tampoco vive aquí la señora Stähler?

—Mire alrededor tranquilamente. Si encuentra una mujer, dígale, por favor, que estoy soltero.

Salta a la vista que con cada palabra mía aumenta la confusión del maestro de las cocinas Zack.

—Mmmmm...

Le pongo la mano en el hombro y lo acompaño con cautela en dirección a la puerta.

—Y yo de usted me iría a la cafetería de la esquina y me tomaría un delicioso café con leche. Luego puede volver tranquilamente a su caótica empresa y anular el pedido.

—Pero estoy relativamente seguro porque mi colega personalmente habló con la señora Stähler...

Ya estamos casi en la escalera.

—No es tan grave, estas cosas pasan. Todos los días nos bombardean con multitud de información, llamadas de teléfono, correos electrónicos, códigos pin, tráileres de dudosa factura de comedias nacionales cutres... también a veces hay errores de comunicación.

—¿Dónde dice que está la cafetería?

—Según sale del edificio, a la derecha, y luego por la Berrenrather Strasse a cien metros en dirección a la ciudad.

—De acuerdo, gracias. Y disculpe el malentendido.

—No pasa nada. ¡Buenos días!

—Igualmente.

Qué capullo. Como mínimo podría haber preguntado por el ático, o si existe una señora Stähler. Quien hace preguntas absurdas, recibe también respuestas absurdas. Cierro la puerta y vuelvo con una sonrisa de satisfacción a la cocina, donde compruebo el grado de bronceado de mi filete gourmet. Vuelvo a colocar el plato en el armario porque el filete gourmet ya viene con un recipiente. Luego vuelvo a mirar el horno. Un par de minutitos más y lo liberaré de su infierno de calor y me lo comeré. O eso creo, porque vuelven a llamar a la puerta.

—¡Jodeeeeeeeer! —‌gimo en voz alta—. ¿Por qué aquí ni Dios acepta que ÉL necesita tranquilidad?

»¿Síííí? —‌digo por el interfono, pero en vez de responder golpean la puerta.

Abro y me encuentro de frente con la reina rubia de la clase baja. Me sonríe como si acabara de encontrar a aquel hijo perdido en 1977 en los pasillos de la paradisíaca Ikea.

—¡Holaaaaaa! ¡Soy la vecina nueva! —‌resuena por el rellano del edificio su voz estridente de chiflada. Acepto su mano fina bastante enjoyada y me obligo a poner cara de amabilidad. Mi vecina nueva parece acabada de salir de una sesión fotográfica de conejitas de invierno de Playboy: chaqueta de esquiar rosa y blanca, gorra con visera colorida y con estampado de renos y unas botas chillonas y adornos de piel dorada.

—Solo quería presentarme un momento, porque... pronto me mudaré al piso de arriba. Me llamo Stähler. Johanna Stähler.

Y yo me llamo Bond. James Bond. Enseguida apretaré el botón de mi reloj de última generación y te lanzaré una flecha de polonio latente a esa gorra de ganchillo. Mascullo en voz baja «Simon Peters» en el pasillo y le estrecho la manita helada.

—¿Tiene frío o acaba de coger algo del congelador?

Veo un signo de interrogación rubio encima de la cara de mi vecina.

—No le entiendo.

—Bueno, es que tiene las manos muy frías.

—Pero ¿qué congelador? Aún no me he mudado.

—Olvídelo.

—Si lo dice por la ropa de invierno, es que voy con prisas para ir a St. Moritz, por una reunión y tal, y, como soy una persona friolera, pues he pensado: ¡Johanna, abrígate bien!

Yo también se lo recomendaría. Sobre todo por la voz. Suena como si después de cada frase aspirara helio a hurtadillas.

—¿St. Moritz?

—¿Lo conoce?

—No, pero ya no debe de ser tan...

—Es solo por negocios. Una cosa, ¿no habrá visto por casualidad a un operario de la empresa de cocinas en el edificio?

—No. Acabo de llegar a casa.

—Mierda. Entonces no he llegado a tiempo. Quería arreglar lo de la cocina sin falta antes de instalarme.

—¿Entonces cuándo se muda?

—¡Mañana a primera hora! Bueno, no lo haré yo, claro, sino una empresa de mudanzas. Espero que los operarios no hagan mucho ruido.

—Depende de cuántas veces dejen caer el piano de cola.

—¿Qué piano de cola?

Debería olvidarme de los chascarrillos.

—Solo era una broma.

—Pero yo no tengo piano de cola.

—Vale, sin piano de cola.

Intento poner fin a la conversación con una sonrisa y retrocedo un pasito hacia mi casa para reforzar el gesto. Pero la Barbie esquiadora de rosa y blanco adelanta el mismo paso, de modo que nos quedamos a la misma distancia de antes.

—Sé que quizás es un poco descarado, pero me gustaría hacerle una proposición.

Simon, no. Nada de bromitas con la palabra «proposición».

—¿Cuál?

Muy bien, Simon. ¡Tú puedes!

—Es por la mudanza, pero solo si no le importa. Estaré fuera hasta mañana por la tarde, y usted seguro que se pasa todo el día en casa. ¿Podría dejar entrar a la gente de las mudanzas en mi piso mañana por la mañana, hacia las siete? ¡Sería genial!

Ya empezamos.

—¿Por qué cree que me paso todo el día en casa?

Una palabra en falso de mi vecina nueva y le cierro la puerta en las narices.

—Porque... bueno... ahora mismo está aquí.

¡Eso ha sido muy ruin!

—Es una excepción.

—Solo dejarles entrar, nada más. Todo está preparado, los operarios saben dónde tienen que dejar cada cosa, he puesto notas en los paquetes y las puertas.

Conduce un coche de 70.000 euros, pero hace trabajar gratis a su vecino, hundido económicamente, en una mudanza.

—¿Me ayuda? Sería superguai.

«¿Sería superguai? Otra de esas y estás acabada.»

—Para que yo me aclare: mientras usted está en St. Moritz en una reunión, ¿otra gente le hace la mudanza?

—No he estudiado seis años en Londres para cargar con armarios por pasillos.

Le cojo la llave.

—¡Démela, ya lo solucionaré yo!

—¡Eh, qué guai! Gracias. Entonces hasta mañana por la tarde. ¡Chao!

—Ah, una cosa... —‌le digo a la Barbie esquiadora tamaño industrial cuando ya ha bajado varios escalones en dirección a St. Moritz.

—¿Sí?

—No sé... ¿conoce el barrio?

—No, ¿por qué?

—Entonces tenga cuidado por la noche. ¡Ya sabe, todavía no le han cogido!

—¿A quién no han cogido?

—¡Al manco de Sülz!

¿He dicho «manco»? ¡Mierda! ¡Seré idiota! ¡Quería decir «maníaco»! Johanna vuelve a subir unos peldaños con una expresión divertida.

—¿El manco de Sülz?

—Un tipo que acecha a las mujeres de noche y... bueno, ya sabe... ¡las señala con el muñón! —‌intento salvar la situación. Podría darme un puñetazo en la cara de la rabia.

—Muchas gracias, siempre va bien saber esas cosas. Aún no conozco Colonia.

—No hay de qué, solo quería avisarla. También... tenemos bandas de ladrones en el barrio.

—Gracias por el consejo. ¡Haré que me vengan a poner una alarma.

Seré idiota.

—Claro.

—Por cierto, huele un poco a quemado, ¿es en su casa?

Soy un completo idiota.

—Mierda, mi... mi... salmón noruego biológico con... cosas... ¡salsa de trufa!

—Bonne app! ¡Chao!

Bonne app? ¡Que le corten la cabeza! Con la sangre hirviendo de la rabia, veo por la ventana de la cocina cómo la pija Stähler sale tronando en su Hummer H2 color rojo rubí y tiro el filete de gourmet completamente carbonizado. No he dejado la carrera después de dos semestres para comer ese bloque de carbón. ¡Será fantasma la tía! ¿Y qué tipo de negocios se cierran en St. Moritz? Pero qué pregunta, si ya lo sé: ¡la pensión de su ex marido suizo! Me hago un bocadillo de estudiante con cuatro rebanadas de pan con margarina, queso del Aldi y una loncha pasada de salami que sin embargo huele bastante bien. Luego recojo mis cosas para el trabajo de campo: libreta, boli, refresco y pañuelos de papel, por si me vuelve a sangrar la nariz de la exasperación. Sin embargo, cuando veo la llave del piso de Johanna en mi zapatero no puedo evitar la tentación. ¿Acaso no tengo todo el derecho, como vecino, de echarle un vistazo al estado actual del nido de la pija. Subo las dos escaleras y abro la puerta. Entro y me quedo quieto en el enorme salón, donde hay uno, dos, tres, cuatro, cinco (¡) ventanales que dan a la azotea. En el suelo de parquet descubro una botella de champán, y al lado dos copas y una cinta métrica. Por lo demás, está vacío. Cuando paso al dormitorio para abrir la claraboya que reina el techo y permitir que puedan entrar las cacas de pájaro, veo que Johanna ha colocado un folio con los nombres de las habitaciones en cada una de las puertas: salón/comedor, dormitorio, cuarto de invitados, despacho, sala de fitness. ¿Sala de fitness? ¡Esa tía no está bien de lo suyo! Esto es Köln-Sülz, no Santa Mónica.

Quito la hoja del cuarto de invitados y la pongo en la puerta del salón. Luego cambio la hoja de la sala de fitness con la del dormitorio, y la del baño uno con la del baño dos. ¡Toma ya! ¡El cuarto de invitados tiene cincuenta metros cuadrados y el salón once! Salgo del ático riendo y me dirijo a hacer mi trabajo de campo. ¿No es increíble los errores tontos que cometen los empaquetadores de muebles en los traslados cuando el nuevo inquilino está bebiendo prosecco en Suiza, en vez de ayudar como mínimo un poquito?