Diez mil
PHIL Konrad siempre se pone al teléfono: podrían llamarle de Hollywood para ofrecerle una producción de dieciocho millones de dólares. Así que no ha sido muy difícil descubrir que está tomando cócteles en Shepherd, puro negocio, claro. El cuarto de hora que tardo en llegar desde el Jägerklause me parecen diez segundos de lo emocionado que estoy con mi brillante idea para echar a la pesada. Y, mientras camino, mi plan para hacerme millonario va madurando hasta la perfección. Primer paso: necesito diez mil euros para que Barbabucle no se me escape. Segundo paso: ganar una cantidad increíble de dinero en muy, muy poco tiempo.
Tal vez en un primer momento suene poco factible, pero hace dos años también me despidieron en un solo día. ¡Tampoco nadie habría imaginado antes que lo conseguiría! Hay muchos ejemplos de personas de todo el mundo que han conseguido un millón antes de lo que tarda un equipo de primera en marcarle un gol a uno de regional. El millonario de los píxeles, por ejemplo, que vendió publicidad en su página web de mala muerte, a un dólar el píxel y se hizo millonario. Yo también lo conseguiré, porque todo es relativo. Porque un millón es lo mismo que 345 euros... bueno, eso creo.
El bar de cócteles está abarrotado de gente que parece tener éxito. Me abro paso entre rubias relucientes y señores que fuman vestidos de traje hasta el final del bar, donde Phil está con un hooligan con gorra de su equipo de fútbol y tejanos. Por lo menos hay otro tío raro que no encaja aquí, pienso, y me presentan: el tipo raro no es un hooligan, sino el jefe de programas de revista de un canal de televisión. Le digo que yo solo veo telerrealidad y me dirijo a Phil.
—¿Phil? ¡Ayuda!
Phil sorbe su pajita y me lanza una mirada penetrante.
—¿Cuánto?
—Diez mil.
Phil escupe la pajita.
—¿Qué?
—Diez mil. Necesito diez mil euros. Hasta el lunes.
El hooligan de la tele intenta hacer que no oye, pero no lo consigue del todo porque como mínimo me mira igual de fijamente que Phil.
—¿Para qué demonios necesitas diez mil euros hasta el lunes?
—Es el importe de reserva. Los necesita Barbabucle para una moratoria. Si no, no puedo comprarle el edificio por un millón y echar a la pava, ya sabes, la tía de la mesa de al lado de El Gaucho. ¡Porque ÉL necesita tranquilidad, lo dice hasta Parisi!
Bueno, ya lo he sacado todo. Si eso no es convincente, yo ya no sé qué puede serlo. Pero ni Phil ni el tipo de la tele dicen nada, me miran boquiabiertos como si me acabara de salir un gusano alienígena del pecho y les hubiera metido un cacahuete en el ojo. Finalmente es Phil el primero en abrir la boca.
—¿No te apetece primero un cóctel para calmarte? ¿Algo ligero? ¿Un Planters Punch o un Mai Thai?
El tipo de la tele tuerce el gesto y me susurra:
—Mejor tómate un cubata, aquí los cócteles no son gran cosa.
—¿Cómo? —se ríe Phil—. La gente viene hasta de Frankfurt por los cócteles.
—Para mí es un misterio —murmura el tipo de la tele.
—¡Phil! Dímelo de una vez. ¿Puedes prestármelo?
Phil deja su vaso.
—Vale, a ver si lo entiendo, Simon: ¿tengo que darte diez mil euros para que tú reserves un edificio por un millón? ¿Para así dar puerta a «la pija» y volver a estar tranquilo?
—Sí. Y me alegro mucho de que me entiendas. A lo mejor no consigo hacerme millonario y financio una parte del edificio.
—Estás en el paro, Simon. ¡No te van a financiar ni tu culo!
—¡Seguro! —digo yo, altanero—. ¡Con semejantes amigos seguro que no!
Phil suelta un bufido, un poco alterado.
—No te enfades conmigo, Simon, pero estoy en medio de una conversación sobre un guión, ¿podríamos hablarlo mañana?
—¡Bueno, a mí me parece interesante! —asiente con la cabeza el tipo de la tele—. Un parado que quiere hacerse millonario en cero coma dos segundos solo para estar tranquilo.
¡Muy bien! Ya lo tenemos. No será Phil quien me deje la pasta, sino la tele. ¡Vaya! Es increíble las fuerzas que uno moviliza cuando ha tomado una decisión.
—¡Podría escribir un guión! —me ofrezco, emocionado, y me meto entre Phil y el de la tele.
—¡Sería genial!
—¿Cuánto se pagaría...? —pregunto.
—En realidad no es mi área, pero supongo que lo mismo de siempre, cuando una persona que no es del ramo presenta una idea.
Veo cómo Phil sonríe con su copa.
—¿Y qué es lo mismo de siempre? —pregunto, entusiasmado.
—¡Nada!
Los dos se echan a reír y yo me quedo ahí como un oso canadiense en la autopista. Pero no por mucho tiempo. Me pongo la chaqueta en un tiempo récord y dejo que me resbalen los lamentables intentos de disculpa de mi ex amigo Phil y el empleado del canal privado de televisión de mayor éxito en Alemania.
—¡Simon! No era nuestra intención. ¡Hemos bebido un poco! —chilla Phil, y el hooligan de la tele lo remata:
—¡Ya pasó la época de los buscadores de oro!
—Sí, pero los cócteles valen ocho euros.
—¡Doce euros!
—¡Y me parece una mierda tu equipo de fútbol!
Furioso, salgo del bar de cócteles y me voy a ver a Flik y Daniela. Dudo un momento si puedo llamar a la puerta hacia las tres de la madrugada, pero lo hago igualmente. Al fin y al cabo, solo se consiguen resultados extraordinarios con esfuerzos extraordinarios. Es Daniela, y no Flik, la que me abre la puerta con los ojos soñolientos.
—Simon. ¿Ha pasado algo?
—¡Sí!
—Dios mío, pasa. ¡Voy a buscar a Flik!
Al cabo de unos minutos estamos sentados en un sofá de tela marrón que, en cuanto a fealdad, solo se ve superado por el pijama de Flik, que consta básicamente de perros grises sobre un fondo verde.
—Pero ¿qué es ese pijama?
—Regalo de la revista de caza. Está bien, ¿eh?
—¿Lees revistas de caza?
—Mi padre. ¡Bueno, cuéntame!
Tras mi experiencia con los cócteles elijo una historia un poco modificada.
—Flik, tengo LA idea de negocio. Es tan seguro que solo es comparable con un banco suizo, un Mercedes Cabrio o un supermercado polaco.
—Muy bien, me alegro mucho por ti. ¿Y de qué se trata?
—Eh... me encantaría contártelo, Flik, pero aún no puedo por... ¡mi socio!
—¡Vaya! Y... querías decírmelo justo ahora a las... ¿tres y pico?
—¡Flik, necesito diez mil euros de capital inicial!
Flik asiente en un gesto de aprobación. Casi como si ya le hubiera explicado mi fantástica idea de negocio. Se ha quedado inmóvil del susto.
—Diez mil. Casi nada. Y... ¿cómo quieres conseguir el dinero?
Bebo un trago de agua y me inclino hacia delante en el sofá.
—Eh... ¡en realidad estaba pensando en ti!
Ya he visto a Flik mirar como un bobo, pero nunca con una expresión como la de ahora. Diría que un pingüino mira así cuando le tatúan en una ala el calendario de recogida de residuos del departamento de Colonia. O George W. Bush si el FBI le envía un mensaje diciendo que Bin Laden se está meando, vivito y coleando, en su Jim Beam. Flik se queda callado durante una pequeña eternidad, solo mira.
—Pero... no puede ser, Simon. No puedo prestártelo. Estamos poniendo hasta el último euro en nuestro nuevo piso.
—Justamente por eso os alegraréis cuando esos diez mil se conviertan en once mil en solo dos semanas, ¿no? Flik, he pensado mucho en a quién pedírselo. Porque... es un hecho que la idea es brutal. Yo no tengo pasta para hacer rico a todo hijo de vecino. Prefiero pedírselo a alguien que de verdad necesite el dinero.
—No sé...
—Por favor, Flik. Si no consigo el dinero...
—¿Qué?
—No pasa nada. Yo tampoco se los prestaría a alguien como yo.
Nos quedamos en silencio por un instante, al final me levanto con un suspiro y le doy una palmadita en la espalda a Flik.
—No te comas la cabeza. Ya... ya los conseguiré de otra manera.
Cuando Flik vacía su vaso y dice «¿Cariño?» mirando al dormitorio, sé que me los dará.
Me meto en la cama hacia las cinco. Sigo oyendo voces aisladas por arriba y risas sofocadas de la fiesta. El perro pastor se ha ido o está en el sofá de diseño con la cadera dislocada. Por lo menos vuelve a sonar Robbie Williams, en vez de Roger Cicero. Por un momento pienso en bajar los fusibles generales del sótano, pero me quedo dormido con la dulce perspectiva de que muy pronto le entregaré a Johanna el aviso de que debe abandonar el piso. A poder ser en el kilómetro 28 de una carrera de tres horas por el parque.