Que no decaiga

POR primera vez desde la reunificación alemana saco las zapatillas deportivas de la caja, que huele a cerrado. Es un domingo soleado de noviembre y el termómetro de la ventana marca unos aceptables 7 grados. ¿Por qué no correr un poco, si ÉL debe hacer deporte, relajarse un poco, si ÉL necesita tranquilidad? Como no tengo accesorios deportivos en el sentido tradicional, me deslizo en mis pantalones de correr con los que veo la televisión, amarillos y verdes, con la mancha de kétchup en la rodilla, y me pongo la camiseta con capucha. ¿No era el ex ministro de exteriores, Joschka Fischer, el que se ponía en forma de esta guisa? ¿En secreto y con una mugrienta camiseta con capucha?

Los primeros minutos transcurren bastante bien. Encuentro mi ritmo y me siento muy a gusto. Un poco como Rocky, pero sin música, porque no tengo reproductor de MP3. Giro por la calle que supongo lleva al parque y que se ve desde la terraza de la Barbie. Al cabo de dos minutos ya tengo la sensación de que corro demasiado rápido para mi estado de forma y bajo el ritmo. Aun así, el aire fresco y el mero hecho de que realmente estoy haciendo deporte, me sube la moral. Hasta que justo por detrás oigo una voz conocida.

—¿Simon?

Vuelvo la cabeza.

—¡Johanna!

—¡Holaaaa! ¡Tan pronto y haciendo deporte, es total! ¡Choca esos cinco!

Johanna levanta la mano y yo, pobre de mí, tengo que chocar la mano.

—¿Cómo... me has reconocido por detrás?

—¡Llevas los mismos pantalones que ayer por la tarde!

—¡Vale!

—¿Corres conmigo un rato?

—Eh... claro... ¿por qué no?

Igual que en los exagerados reportajes de explosivos: «Tenía que ser una tarde de domingo normal, pero se convirtió en un infierno.» Pasados unos instantes de mi absurdo «por qué no» ya me siento como en Rocky III, pesado como una locomotora de vapor del sur de Estados Unidos junto a mi vecina, perfectamente equipada, por el parque.

—Dime, Simon, ¿mis zapatillas también tienen partículas deslizantes?

«¡Es increíble que pueda hablar corriendo a este ritmo!»

—¿Tus zapatillas giran? —‌digo entre jadeos.

—No...

—¡Entonces es que no hay!

—¡Lástima!

Por supuesto, no corremos sin más, como hacen las personas normales, así tal vez habría sobrevivido, sino que cumplimos un plan de resistencia para correr elaborado por el entrenador personal de Johanna.

—¡Ese PT es total! —‌dice, entusiasmada, cuando pasamos junto a una parejita que fuma y bebe cerveza, y mi mirada de envidia se queda literalmente clavada en ellos.

—¿Y exactamente... qué... nos ha preparado... tu PT total? —‌digo, entre jadeos.

—Bueno, atento. Primero trotamos un poco como ahora, luego alternamos etapas rápidas con otras cortas. Lo genial es que así aumentas la resistencia y el ritmo al mismo tiempo.

«Qué bien —pienso—, por fin voy a aumentar la resistencia y el ritmo, porque ya noto la primera porción de plomo en la pierna.» Cruzamos el puente de peatones del parque y giramos a la derecha.

—¡Ahora!

—¿Qué?

—La primera etapa rápida. Cuatro minutos, luego una pausa.

Johanna y yo aceleramos y al cabo de unos segundos sé que jamás en la vida soportaría aquello durante cuatro minutos. A pesar de todos mis esfuerzos, apenas puedo mantener el ritmo, resoplo y jadeo, seguro que no tengo el mejor estilo. Tras lo que me parece una hora, Johanna anuncia a gritos que ya ha pasado la mitad de los cuatro minutos y pronto vuelvo a trotar tan despacio como al principio. Sin embargo, ya siento un dolor punzante en el costado derecho.

—¿Estás bien, Simon?

—¿Por qué? —‌farfullo—, ¿qué... qué me iba a pasar?

—¡Tienes la cara como un tomate!

—Todo bien. Siempre... me pongo rojo cuando corro.

—¿Seguro?

—¡Sí!

—¿En la bifurcación de ahí delante a la izquierda?

No tengo ni idea. Al fin y al cabo no había visto el parque en mi vida. Pero como, a pesar de mi escasa forma física, soy un hombre de verdad, digo:

—Exacto, a la izquierda.

Nunca me había alegrado tanto de que terminaran cuatro minutos. Siento como si la cabeza fuera una placa de vitrocerámica candente y mi pulso se viera desde Google Earth. Con la mirada rígida y al frente, voy trotando junto a Johanna e intento retrasar mi muerte unos segundos.

—¿Seguro que estás bien, Simon?

—Estoy... fenomenal.

—Guai, ¿estás preparado?

—¿Preparado para qué?

—Para tres minutos al ochenta por ciento.

Respiro hondo tres veces para reunir fuerzas para pronunciar mi frase.

—¿Cuándo... cuándo será eso, más o menos?

—¡Ahora!

¡Mierda! ¡Eso no ha sido una pausa de cuatro minutos! Voy por detrás de Johanna, que corre notablemente relajada, con mis piernas de hormigón. Dos ancianos canosos que vienen en dirección opuesta con bastones de esquí de fondo se me quedan mirando como a un conductor de Fórmula 1 que ha sufrido un accidente y está de pie junto a su vehículo en llamas. Tal vez tengan esos móviles de emergencia con tres botones y pidan ayuda... los sentidos se desdibujan, mezclan copas de árboles, el camino e ideas absurdas en una sola papilla latente. «¡Tú sigue corriendo, Simon, tu cuerpo puede mucho más de lo que crees!» «¡Tonterías! Conseguiré terminar también esta etapa rápida.» Solo unos segundos antes de un infarto seguro oigo el «¡Ya!» de Johanna y volvemos a trotar suavemente. No sé por qué sigo vivo: tengo los pulmones a punto de explotar, el pulso a cien por hora en todo el cuerpo y la lengua casi tan seca como el cruasán de la panadería menos mala de mi barrio. Corre, Simon, corre, me motivo. ¡No dejes de pensar en la respiración y de mover los brazos! ¡Levanta los pies! No hagas caso del dolor y sonríe a tu vecinita nueva. Tienes que hacer algo mejor que ella, ya que no tienes pasta. Pasará, ya no queda mucho, lo conseguirás. Solo dos sprints más. La voz de Johanna me saca de mis pensamientos.

—¿Preparado para los dos minutos al noventa por ciento?

Es mi cabeza la que asiente, no yo. Lástima, ahora preferiría vomitar o reventar. En realidad sería un buen concurso de televisión: ¡vomita o muere! Bueno, probablemente ya existe.

—¡Ya!

Quiero acelerar, pero no puedo. Es como una pesadilla en la que no te puedes mover del sitio. Lucho, hago, me esfuerzo, jadeo y cada vez voy más despacio. De pronto los ruidos a mi alrededor suenan sordos, pero al mismo tiempo siento las piernas ligeras. Mi querido Dios lo ha hecho estupendamente, ¿cómo puedes estar totalmente destrozado y sentir las piernas ligeras, cuando desearías desplomarte de manera espontánea en un sendero...?

El suelo no está tan húmedo, me encanta el suelo, me encanta porque no me obliga a correr. Puedo quedarme perfectamente en el suelo, puedo retozar todo lo que quiera y ocuparme de las cosas realmente importantes de la vida, como respirar, por ejemplo. Eh, suelo del parque, eres genial. ¡Tiene ese don! ¡Sabes lo que me pasa y me das lo que necesito!

—¡Simon! ¡Por el amor de Dios!

Una joven con una coleta rubia alborota por encima de mí y me mueve el cuello.

—¡Pero dilo, si vamos demasiado rápido!

—Eh... rápido... no... solo estoy... me he resbalado... por mis... zapatillas... vie... viejas.

—¡Madre mía, tienes el pulso como mínimo a 200!

—¿Y? ¿Eso es... bueno o malo?

Tardamos una hora entera en llegar a casa, en primer lugar porque yo apenas puedo caminar erguido, y luego porque no tengo ni idea de dónde estamos. Sorprendentemente, Johanna sigue de buen humor e incluso me elogia por haberme esforzado tanto.

—Los hombres que no dan lo mejor de sí no me merecen respeto. Los que no paran de quejarse en vez de esforzarse.

—Yo opino exactamente lo mismo —‌me oigo decir, antes de desplomarme de nuevo.

Abro la ducha, aún temblando del entrenamiento. Sin embargo, en vez de un chorro de agua, de la ducha sale un estribillo de Robbie Williams.

«Let meeeeeee... entertain you...!!!»

Estoy demasiado débil para enfadarme. De la alcachofa de la ducha, cansada, sale un cuarto de la cantidad de agua habitual. En silencio y medio duchado, salgo de la ducha y me siento desnudo en el borde de la bañera.

—¡ÉL necesita tranquilidad! —‌me digo en voz baja, y me tapo en la bañera con una toalla grande. Esperaré hasta que mi vecina haya terminado de ducharse, y luego bajaré a ver a Wellberg y le diré lo del agua y lo del timbre. Cuando, al cabo de cinco minutos, Johanna sigue duchándose, me meto en la bañera y me tapo con mi toalla de la sauna. Me duermo profundamente y sin soñar.