Rodillera de avena
LAS tardes las paso haciendo trabajo de campo. Por ejemplo, compruebo cuánto tiempo tengo que permanecer en los distintos concesionarios de automóviles hasta que me atiende un vendedor. Una vez en tejanos y zapatillas de deporte baratas, y otra vestido con traje. El récord negativo para los tejanos y las zapatillas de deporte lo sigue teniendo el concesionario del barrio de Igel, donde hace una semana estuve a punto de morir de abandono en un Toyota Prius. Solo gracias al potente equipo de audio (un extra) y a una mujer de la limpieza brasileña pude poner fin a mi experimento, tras siete horas y once minutos, y salir con vida de aquel coche. El segundo puesto de los «no hacemos caso de los clientes que van mal vestidos» lo ocupa el concesionario BMW de Hemmer, donde pasé tres horas y 49 minutos en un X5. El suspicaz vendedor del concesionario Peugeot en el barrio de Köln-Sülz, en cambio, me ahorró pasar tiempo sentado innecesariamente y me interceptó ya a unos pasos de un 307 Cabrio con un folleto: «Aquí lo tiene todo...»
¿Cómo lo diría? Valió la pena el esfuerzo de las pruebas de los concesionarios, solo por ver la cara de tonto que ponían los vendedores al día siguiente cuando les aclaraba, vestido de traje, que su concesionario había suspendido y les otorgaba el premio del volante furioso. De todos modos, más importantes que las grandes acciones como las del concesionario son la multitud de detalles con los que todos los días mejoro un poquito el mundo. Pueden ser transeúntes lentos, o un cajero automático que funciona a paso de tortuga, supermercados supuestamente baratos en los que ya no hay ni un solo precio reducido, o un salami dietético con la fecha de caducidad vencida. Por supuesto, durante los servicios sobre el terreno a veces también surgen disputas, como ayer en Schlecker, cuando me quedé helado por el precio de un DVD de Ice Age y la cajera me aconsejó esperar un año a que estuviera más barato. Le dije que no tenía problema en esperar, que tenía tiempo, y me senté en la silla de la caja de al lado con un Biofrutas en la mano. Tras una larga discusión con el encargado, me acompañaron a la salida. Sin DVD.
Esta tarde tengo en mi lista el supermercado biológico recién inaugurado cerca de mi casa. Camuflado como cliente con una cesta de la compra de plástico verde, entro arrastrando los pies. Lo primero que me llama la atención es que aquí todo cuesta el doble que en cualquier otro sitio. Lo segundo: que eso le importa un pijo a todo el mundo. Un ejemplo. Cien gramos de jamón: 4,99 €. Un kiwi, biológico según la normativa de la UE: 89 céntimos. Pero ¿qué demonios significa en realidad «biológico según la normativa de la UE»? Saco mi libreta amarilla del bolsillo y anoto: «¿qué demonios significa “biológico según la normativa de la UE”?».
Junto al apartado de quesos, salta a la vista una pirámide de panes dulces de avena a 7,99 €. ¿Siete euros con noventa y nueve? ¿Por un pan dulce? ¡Eso son ocho botellas de cerveza Kölsch! ¿Cómo puede permitirse eso una persona independiente?
De nuevo veo claro lo que ocurre en la querida Alemania: la clase alta se permite plátanos biológicos impolutos de las Antillas francesas, mientras que los pobres diablos como yo la diñamos por fruta de supermercado barata infestada de pesticidas. Justo al lado de la pirámide de panes dulces descubro una mesa de servicio con unas hojitas con preguntas de los clientes. Intrigado, cojo una hoja y me pongo a leerla.
«Me alegraría muchísimo que incluyeran en su surtido galletitas en forma de conejo de avena de Werz Naturkorn.»
Ya. Algo así es lo que «alegraría muchísimo» al señor Wittig, quien se ha tomado el tiempo de escribir esta imprescindible sugerencia. Miro un momento si hay algún vendedor cerca y escribo debajo mi respuesta en nombre de la marca Alnatura con bolígrafo:
«Estimado señor Wittig. Pregunte a algunas personas en la calle por qué “se alegrarían muchísimo” en esta vida. Si alguien le contesta “galletitas en forma de conejo de avena de Werz Naturkorn”, recibirá mil euros en metálico directamente de la caja.»
Leo algunas hojas más y me sorprende que preguntas igual de estúpidas hayan sido contestadas por la dirección del supermercado de forma educada y en serio. Suerte que aún encuentro algunas hojas sin contestar:
«¿Por qué no ofrecen un descuento por seis o más botellas de vino, como en Wein Depot?»
No hay vendedores al acecho. Escribo:
«Gracias por el aviso. Hemos solicitado a Wein Depot que suspendan inmediatamente esa desvergonzada forma de descuento.»
¡Aquí! Otra bonita sugerencia sin comentar:
«Lástima que no tengan piel de oveja ecológica para niños.»
Reflexiono un instante. Luego escribo:
«Ya hemos encargado ovejas nuevas, está previsto que mañana las ejecuten para que su niño malcriado pueda expulsar sus biogases a la atmósfera bien calentito en su piel de lujo.»
Satisfecho, vuelvo a dejar la hoja en la mesa. Justo al lado hay otra pegada con garabatos en rojo. Solo la caligrafía y la puntuación justificarían diez sesiones de psicoterapia.
«¡¡¡Por favor, si es posible incluyan corazones de fruta de avena en su surtido, semiamargos!!!»
«Su solicitud está en curso. Como alternativa, pruebe un whopper doble con queso y extra de beicon en Burger King. El equipo de Alnatura.»
Registro toda la mesa, pero solo encuentro otra sugerencia de un cliente más sin contestar. Lástima.
«Me he hecho una herida muy dolorosa con el canto afilado del mostrador de la panadería. ¡Toda la zona de entrada es demasiado estrecha!»
¿Cómo se puede ser tan imbécil?
«Le recomendamos el uso de la nueva rodillera de avena, recién incluida en el surtido, desarrollada expresamente para el canto afilado de nuestro mostrador de panadería.»
—¿Qué está haciendo con las hojas?
Un vendedor de Alnatura flaco y bajo, pelirrojo claro y con una enorme nariz me da un golpecito. Mira mis hojas de clientes, que enseguida hago desaparecer en el bolsillo de la chaqueta.
—Yo... ¡soy un cliente y quería preguntar algo! —balbuceo.
El vendedor inclina la cabeza a un lado, desconfiado.
—¡Pues pregunte!
—¡No!
—¿Por qué no?
—La pregunta... aún no está madura, está mal formulada y... ¡es ilegible!
Conozco de algo a ese tipo, y de pronto caigo.
—Usted trabajaba en Ikea, ¿verdad?
El bioenano se queda perplejo.
—Sí, ¿y?
—30 C, ¿verdad?
—¿Perdone?
—¡La butaca Junnylund está en el pasillo 30 C del almacén para llevarse las cosas!
—Bueno, por mucho que quiera ya no lo sé.
—¡Pues yo sí! ¡Porque usted me la vendió entonces, y me tomó el pelo porque era una butaca individual!
Al vendedor se le iluminó el rostro.
—Ahora que lo dice... ¡es verdad, le conozco! ¿Y cómo le va ahora con las mujeres? ¿Por fin tiene novia?
Hace dos años ese tipo ya era idiota, ¿por qué iba a cambiar?
—Bueno, basta de charlas, ha sido estupendo volver a verle, pero ahora tengo que comprar, no tengo todo el tiempo del mundo.
Decidido, cojo un pan biológico, manoseado por niños salvajes, a ocho mil euros la unidad, lo meto en la cesta y dejo al ex dependiente de Ikea desconcertado, plantado delante de su mesa de clientes. Como si me interesara por qué trabaja ahora aquí y no en la Suecia de los muebles. A lo mejor mangó unos tornillos. De hecho, en mi última estantería faltaba uno.
Me deshago de los panes biológicos de lujo en el congelador y trepo entre siete carritos de niño de madres pijas y urbanitas hasta la calle.
Antes de comprar en el Plus, el supermercado barato, compruebo por si acaso mi efectivo. Se acerca de nuevo a cero. En total me quedan 4,57 € para la cena. De ahí su eslogan, «vive bien y ahorra». Cuando aún estoy en la entrada inicio una discusión sobre los precios reducidos, luego compro una sopa de letras y una paella congelada por 2,49 €, supuestamente ahora con más gambas. Naturalmente, en el paquete no mencionan en ninguna parte cuántas gambas había antes. ¿Y si solo había una? ¡Entonces dos gambas ya serían «aún más gambas»! En fin. Aun así, me llevo la bolsa y un paquete grande de Pringles de mi sabor favorito. Tampoco va mal algún capricho. Cuando calculo que todo junto cuesta 4,69 €, pero solo tengo 4,57 €, vuelco el contenido de una botella entera de Gerolsteiner en una tonelada de detergente, dejo la botella vacía y la pongo junto a mis compras. Muchas gracias de nuevo a la coalición ecosocialista por su chaladura con los envases. Gracias a la ayuda del diputado verde Jürgen Trittin consigo, con los céntimos que me dan por retornar el envase, que la compra me cuadre y no irme a la cama sin cenar. Como siempre, la cajera les desea a los dos clientes que van delante de mí que tengan un buen día, pero a mí no. No solo ocurre en el Plus, pasa en todas partes. No tengo ni idea del porqué, lo he probado todo: he sonreído, he bromeado, incluso ha salido de mí dar los buenos días. Aún no he obtenido respuesta nunca, como si fuera invisible.
Muy tenso, meto las Pringles en el bolsillo de la chaqueta y observo con mucha atención cómo el cliente siguiente recibe su cambio.
—Y 2,34 de cambio. Buenas tardes. —Increíble.
—¡Igualmente! —le grito, un poco rencoroso, a la cajera, y vuelvo a casa.