Rana

EL ocaso, conforme a la normativa de la UE, se cierne sobre la ciudad justo cuando vuelvo a mi barrio tras una tarde agotadora. He estado como mínimo en diez supermercados distintos para poner en los yogures probióticos la advertencia: «contiene mierda de soldado». Lo que al principio suena chocante, en realidad es un escándalo alimentario de primer orden: la base de las bacterias de los yogures probióticos son gérmenes de defecaciones humanas, en internet se puede consultar. Para la industria de la alimentación, de hecho, es más de lo mismo, ya que los precursores de esos gérmenes de yogur probiótico los cultivaron ya durante la Primera Guerra Mundial. Toda una compañía enfermó de diarrea, solo quedó un soldado sano. Con sus excrementos cultivaron las bacterias que mezclaban con la comida para los demás soldados, para que se mantuvieran en forma. Así fue, y ahora meten a los nietos de esas heroicas bacterias fecales en todos los yogures. ¿Que da igual? No creo. Pienso que el consumidor debería estar informado de que no está desayunando un yogur de mango y melocotón, sino un yogur de caca de soldado, mango y melocotón. El director del supermercado Kaiser no opina lo mismo. Tengo prohibida la entrada. Igual que al Lidl, al Edeka y al Penny. Da igual. Hay tantos supermercados...

Tengo que pasar por el quiosco porque, debido a que mi parada en el Kaiser ha sido más breve de lo esperado, no he podido llevarme cerveza. Cansado, empujo la puerta forrada con hojas de mi habitual quiosco egipcio y entro en el minúsculo espacio, ocupado principalmente por cuatro grandes neveras.

—¡Hooooola! —‌saludo a Aset, que está de buen humor tras su mostrador.

—¿Hoy has ido de ruta otra vez?

—Sí, pero... sin mucho éxito.

Abro una de las neveras, saco cuatro botellas de cerveza y las dejo encima del mostrador repleto de cachivaches.

—También tengo falafel recién hecho, si quieres. Hecho de hoy. ¡Están muy buenos con la cerveza!

—Gracias, hoy no. Pero... tenía que darte recuerdos de una tal Annabelle Kaspar, ¿la conoces?

Por la cara que pone Aset, no parece que vaya a rebajar ni diez céntimos.

—¿Annabelle Kaspar? Eh... ¿cómo es?

—No lo sé, solo la conozco por teléfono. ¡Pero creo que es guapa! Bueno, lo digo por la voz. ¡La voz es preciosa!

—Lo siento, pero no me fijo tanto en las voces de los clientes.

—Mmmm... un momento. Dice que venía a menudo hasta el año pasado y que le encantaba tu falafel.

Poco a poco, a Aset se le fue iluminando el rostro.

—¡A todo el mundo le gusta mi falafel!

—Sí, tiene algo especial.

—Por desgracia no conozco a ninguna Annabelle. ¿Seguro que no quieres un falafel? Te los doy, de regalo.

—Muy bien. Tres, gracias.

Lástima, pienso, mientras Aset mete las bolitas de garbanzos en una papelina y las envuelve con papel de aluminio, me habría gustado decirle por teléfono a esa Annabelle Kaspar que le había dado recuerdos a su viejo conocido.

—Que tengas un buen fin de jornada. —‌Aset sonríe y yo salgo con la cerveza y el falafel del minúsculo quiosco.

—Igualmente —‌contesto, cierro la puerta y voy trotando por el asfalto mojado en dirección a mi casa.

Al cabo de un minuto vuelvo a estar en el quiosco.

—¡Siempre quería kétchup con el falafel! ¡Es una estudiante! O lo era.

Aset asoma la cabeza por la cortina de cuentas por detrás del mostrador. Sonríe.

—¿Kétchup en el falafel? Sí, ahora me acuerdo. Pero hace mucho que no viene. ¿Es amiga tuya?

El entusiasmo de Aset me desconcierta un poco.

—Bueno... «amiga» tal vez sería exagerar un poco, pero...

—¡Entonces espera un momento!

Aset desaparece en el almacén, oigo que empuja cajones de bebidas y que abre cajas. Finalmente aparece con un bolso sencillo de tela beige y me lo da.

—Aquí tienes. Ya quería tirarlo. Se lo dejó hace ya casi un año, estaba un poco achispada por una fiesta. ¿Puedes dárselo?

Cojo el bolso, no pesa, casi como si estuviera vacío.

—¡Se lo daré! —‌digo, y le deseo a Aset de nuevo que pase una buena tarde. En la calle miro el interior del bolso. Dentro hay una botellita de laca brillante, un gorro en punta de color azul claro, como los que llevan las hadas madrinas, y una rana de tela con un velcro detrás.