Punto débil

YA en el vestíbulo oigo que suena el teléfono. Subo corriendo, meto la llave en la cerradura y entro corriendo en casa. Con un intrépido salto al estilo Flik con el cisne llego al teléfono en el último segundo.

—¿Sí?

Se oye una voz alegre, casi divertida.

—Servicio de atención al consumidor de Procter & Gamble, queríamos preguntarle si tiene problemas con nuestros productos.

Necesito un instante para situarme.

—¡Annabelle! ¿De dónde has sacado mi número?

—De la base de datos.

—Pero... ¿cómo ha llegado hasta ahí?

—Me lo dictaste. El 18 de septiembre a las 18.37. Palabras clave: «El Wick azul huele a limpiador de WC.»

Es odioso cómo le echan a uno en cara el pasado. Pero estoy contento de por fin volver a hablar con Annabelle.

—¿A las 18.37? Eh... no puede ser. Yo no llamo mientras ponen Los Simpson para quejarme por unos caramelos para el cuello.

—Es verdad. —‌Annabelle se ríe—. Normalmente llamas durante los anuncios de Ven a cenar conmigo...

Un poco contrariado, intento quitarme la chaqueta y seguir hablando por teléfono a la vez. Es curioso. Mr. Bean lo hizo una vez, lo vi hace años en un avión cuando iba de vacaciones.

—He recibido la foto de la rana. Está graciosa en la batidora.

—Bien. Y perdón otra vez por la historia de carnaval...

—Ya está olvidado.

—Menos mal. Ahora mismo no tengo ningún problema grave con vuestros productos.

No sé cómo, me he quedado completamente atascado con la chaqueta. Tengo un brazo casi liberado, pero por desgracia la mano sigue fija en la parte delantera de la manga, y hay un nudo rebelde que parece el responsable.

—Oh, lástima, estaba bastante segura de que sí tendrías algún problema. Entonces mejor que cuelgue, ¿no?

—¡No, para! ¡Espera! ¡Ahora mismo tengo un problema! Esta... cosa... ¡ayúdame!

Tengo un brazo libre y puedo cambiar de lado el auricular.

—¿Los recambios de mopas?

—No... eh... lo de la cabeza, cuando te duchas...

—¡Champú!

—Eso. Y el vuestro... está ese...

Con el auricular entre el hombro y la oreja intento quitarme la otra parte de la chaqueta, pero también fracaso en el nudo, al que ya no llego porque me he atascado en la manga.

—¿Pantene Pro V, Wella, Head & Shoulders, Wash & Go?

—¡Wash & Go!

—¿Qué le pasa?

—Está... vacío.

—¿Vacío? —‌Anabelle se ríe—. En ese caso, por supuesto, le enviaremos un bote nuevo.

¡Sí! Me he deshecho de la chaqueta. Aliviado, me deslizo en mi sofá.

—¿Cómo estás?

—Voy tirando.

—Voy tirando significa no muy bien, ¿no?

—A veces en realidad no sé por qué estoy aquí.

—Bueno, eso es porque tu mamá y tu papá se querían muuuuuucho.

—Muy gracioso, pero me refiero a Maastricht.

—Bueno, eso me lo contaste. Porque tu novio el del surtidor... ¡Para! ¡No vuelvas a colgarme!

—No temas. A lo mejor últimamente estoy un poco sensible. No paro de preguntarme como puede alguien ser tan imbécil para irse de una ciudad por un tío.

—¿Solo te fuiste por él?

—Sí. Había acabado de estudiar cuando... entonces pensé, «búscate un trabajo una temporada en Holanda. Por lo menos no te lances a sus brazos». Bueno, de momento la temporada dura casi un año.

—Un exilio amoroso, por así decirlo. Puedes llamar al primer canal, seguro que harán un reality de siete capítulos enseguida: Mi nueva vida XXL: Mañana a Maastricht.

—Me parecería mejor un reality sobre mi ex. Ahora tiene un niño con una educadora de 43 años de la zona de Taunus. Y todo por dos minutos de diversión en carnaval. ¿Es gracioso, no?

—¿Vas a colgar si me parece gracioso?

—No.

—¡Entonces me parece gracioso! Sí, Annabelle, así somos los hombres. Después de treinta cervezas, el tema de la fidelidad no necesariamente ocupa el primer puesto de la lista.

—Ojalá lo hubiera sabido antes. ¿Y tú?

—Yo iba de caja de periódicos, pero no me tiré a ninguna mujer. Un pingüino borracho me tiró cincuenta céntimos, eso es todo.

—En realidad quería saber si tú también caes tan bajo.

—En primer lugar, no tengo novia, y en segundo lugar, no tengo dinero para treinta cervezas.

—¿Y? ¿Si tuvieras dinero y una novia? ¿Harías lo mismo?

—¿Cómo voy a saberlo? Sin dinero no conseguiré novia.

—¿Qué piensas hacer, comprarte una?

—Claro que no, pero... sigue siendo así. Estoy en el paro, me tiembla el ojo y desde hace poco vive justo encima de mí una pija histriónica del sector discográfico. Es rica, ruidosa y me pone muy nervioso.

—¿Y cómo es? —‌me interrumpe Annabelle.

—Más o menos como un perchero rubio barnizado de esos que siempre aparecen en esas series americanas, preferentemente en redacciones de revistas femeninas de Nueva York: escandalosas, completamente aceleradas y siempre con un montón de maquillaje en la cara.

—Noto cierto rechazo...

—Odio se acercaría más a la palabra correcta. Imagínate: al principio fue muy amable conmigo, pero desde que ha visto que no tengo pasta, soy invisible. Y además se pone algo en la cara, napalm o arsénico, porque no tiene ni una arruga, ¡y eso con treinta y dos años!

—Belleza natural o bótox.

—Bótox. De todos modos, voy a comprar el edificio y la echaré.

—¿Qué?

—Exacto. ¡Voy a comprar el edificio y a echarla!

—¿En serio?

—Completamente en serio.

—¿Qué tipo de edificio es?

—Un edificio de viviendas. Siete inquilinos, ochocientos metros cuadrados de superficie, buena situación.

—Bah, costará una fortuna, ¿no?

—Un millón.

—Y... ¿tienes tanto dinero?

—Tengo que conseguirlo de alguna manera.

—Pero no eres un criminal, ¿verdad?

—Chorradas.

—Pero... si esa mujer te pone tan nervioso, ¿por qué no te mudas a otro sitio?

—Sabía que dirías eso. Eso me dicen todos.

—¿Y qué les dices tú?

—Les digo que no voy a dejar que una Barbie esquiadora nueva rica me eche de mi casa. Les digo que es una cuestión de honor y que yo también tengo algo que decir. Vale, a la mayoría les digo que no les importa una mierda, claro.

—Suena muy absurdo, la verdad. Pero... bueno. En cierto modo también lo entiendo. A mí también me dice todo el mundo que tengo que volver a Colonia. Y yo también les digo que no les importa una mierda.

—A mí no me has dicho eso.

—Es verdad, a ti no.

Por un instante nos quedamos callados. Un compañero asesor está soltando al fondo la frase de saludo de bienvenida a clientes, y me pregunto si Annabelle sigue ahí. Sí que está.

—¿Qué haces el jueves?

Trago saliva.

—Intentaré hacerme millonario, por lo demás no tengo más planes. ¿Por qué?

—Porque iré a Colonia.

Me pongo el auricular en la otra oreja del susto. Sabía que en algún momento pasaría.

—¿Y? ¿Qué harás aquí? ¿Qué planes tienes? —‌pregunto con cautela.

—Voy a visitar a Steffi y Lara, mis antiguas compañeras de piso. Queríamos ir al DeLite más tarde, si te apetece puedes venir.

—¿Por qué no? —‌Me río, con la esperanza de que no suene demasiado artificial—. ¡Así nos veremos por fin!

—Exacto.

—Exacto —‌digo, en voz baja. Luego nos quedamos en silencio un momento.

—¡Muy bien! —‌Annabelle pone fin a nuestra pausa en la conversación—. Entonces, digamos, ¿hasta el jueves hacia las diez?

—Vale.

—Adiós, Simon.

—Adiós, Annabelle.

Cuelgo, y me corre una lágrima por la mejilla derecha porque sé que nunca volveré a hablar con Annabelle, la del servicio de atención al consumidor. Ni tampoco la veré. El siguiente paso es el más lógico también para ella: no puedo ir a verla. Pero lo realmente decepcionante del asunto es que la idea de ir de visita a Colonia se le ocurrió cuando le conté que iba a ser millonario.