El Gaucho

A unos diez metros por debajo del segundo lugar más odioso de Colonia, la horrible Barbarosaplatz, se encuentra la mejor churrasquería de la ciudad, «El Gaucho», que no tiene ventanas. A juzgar por las innumerables fotos de famosos de las paredes, todas las celebridades del mundo han comido aquí como mínimo una vez. Por supuesto, no dicen si además les gustó. Me siento en una enorme barra de madera y observo cómo el maestro supremo de los filetes echa brasas frescas en la enorme parrilla. Me cabreo, ya que, por supuesto, ninguno de mis exitosos amigos ha reservado mesa. Phil pensó que lo haría Paula, Flick pensó que llamaría Phil, y Paula no pensó nada. Hasta ahí la versión oficial. El hecho es que todos llegaron a la conclusión de que yo reservaría la mesa, ya que tengo una cantidad de tiempo increíble. Estoy metiendo el formulario de reclamación debidamente cumplimentado en la vitrina cuando aparece a paso lento en el comedor mi amigo gordo Flick con un abrigo de invierno sorprendentemente a la moda. Solo porque dirige una tienda de Telekom por casualidad cree que tiene que emperifollarse como ese actor gordo de Ottfried Fischer para unos premios de televisión. Apenas dos metros por detrás aparece también Daniela, la diminuta novia de Flick, que conoció en un curso de español. Muchas gracias y cambio de tema, por favor.

Flick me ve y sonríe.

—¡Simon!

—¡Mickie!

La alegría de Flick se desvanece en un instante.

—¡Me prometiste no decirlo más!

—Venga Mickie, no seas tan duro conmigo.

Nos abrazamos y por primera vez, curiosamente, consigo abarcar a Flik con las manos. ¡Pero si ha adelgazado! Pero eso nunca se dice. Paula viene con acompañante y capa, un divertido abrigo de color pardo con unos pompones enormes. Su acompañante es poco más atractivo, podría describirse en el mejor de los casos como una salchicha presumida vestida con ropa cara y con ese peinado de proxeneta con el pelo engominado hacia atrás. No le hago caso y abrazo a Paula.

—¡Hola Paula! ¡Qué abrigo tan divertido, te queda bien!

—Gracias. Me ha costado un riñón, pero no pude resistirme. A Jakob el finolis le conoces, ¿verdad?

—Sí, pero no sé por qué enseguida me vuelvo a olvidar de él. Soy Simon, hola.

—Sí, hi!

Con un frío apretón de manos evitamos las inútiles fórmulas de cortesía. Algunos hombres simplemente no se soportan, y Jakob el finolis es uno de ellos. El traje es demasiado caro, sus maneras demasiado condescendientes y sus fanfarronadas demasiado absurdas. Además, huele siempre a esos apestosos cigarrillos de clavo, de modo que cualquier espacio se convierte en unos segundos en un burdel tailandés, algo que a él, como buen egocéntrico, por supuesto, le importa una mierda. Y lo peor de todo: Jakob el finolis es abogado, y encima de los que les gusta multar con 5.000 € a estudiantes de dieciséis años por querer subastar en eBay una camiseta usada de Abercrombie sin antes especificar los derechos sobre el logotipo de la marca.

El último en llegar, claro, es el señor «yo puedo con todo», Phil Konrad. Mira enfadado su estúpida Blackberry y luego la guarda. ¡Ya! Diez metros por debajo de Barbarosaplatz ni Bill Gates tendría cobertura.

—¿Y? ¿Habéis conseguido mesa? —‌me saluda Phil.

—¿Qué tal «me alegro de verte, Simon»?

—Vale... me alegro de verte, Simon, ¿y has conseguido ya una mesa?

—Tendríamos que esperar —‌digo con calma.

—Vaya...

—¿Cómo? ¿Vaya?

—¿Y qué esperabas oír? ¿El señor «no levanto mi culo perezoso de parado del sofá» no ha sido lo bastante espabilado para reservar mesa para los hambrientos trabajadores a jornada completa?

Cinco pares de ojos horrorizados se me quedan mirando, y replico:

—¡Yo también tengo cosas que hacer!

Flik es el único que asiente.

Un camarero argentino vestido con la indumentaria oscura del Gaucho nos trae cinco cervezas Kölsch para esperar. Paula se quita el abrigo y brindamos. La diminuta Minnie me guiña el ojo con amabilidad, y por lo visto Mickie también ha decidido no hacer caso de mi pequeña efusión sentimental. Me da un golpecito amistoso en el hombro.

—¿Cómo vamos de amores, Simon?

—¿Y cómo van tus hongos en las uñas?

Silencio.

En total tengo unas diez respuestas más o menos graciosas a esa pregunta, porque las mujeres ya no juegan ningún papel en mi vida. Sin embargo, Flik me contesta.

—Tuve que tomar unas pastillas. ¡Casi se han ido!

—Genial.

—No era la pregunta adecuada, ¿no?

—No pasa nada, Mickie. Puedo soportarlo. ¡Borrón y cuenta nueva!

No sé por qué, todo es distinto con las mujeres y los amigos desde que ya no tengo un puesto fijo en la tienda de Telekom. Ya no me fío de las mujeres porque, pase lo que pase, al final todo sale mal. «Once bitten twice shy», dicen los anglosajones. Y yo digo: aquel que choque cinco veces en coche contra la pared, a la sexta que coja el tranvía. Y aunque fuera bien con una mujer: ¿qué tendría que ofrecerle? Con mis amigos ocurre algo parecido: no creo que ahora me desprecien o algo así, al contrario. Solo que parece que ya no saben cómo tratarme. Hace dos años era dependiente de Telekom y Simon Peters; ahora solo soy Simon Peters, y eso parece irritarles a todos. ¿Quién coño es Simon Peters? ¿Por qué ya no tira el dinero por la ventana? ¡Y se ha vuelto muy susceptible desde que no tiene trabajo! ¿Qué tiene que ver la amistad con el dinero? Pues mucho, por desgracia: cenas en restaurantes, vacaciones, pisos, viviendas... al final del día siempre todo vuelve al dinero. Cuando aún tenía pasta, bueno, digamos... cuando aún tenía un elevado crédito disponible, todo era mucho más fácil, para mí y para mis amigos: pagar una ronda por aquí, ir de vacaciones por allá y cada doce meses el último móvil, eso era el Simon Peters que la gente captaba, al que a veces también se podía hacer una broma, porque sabías a qué atenerte. Pero ¿ahora? ¡Inseguridad, compasión, ayuda inoportuna! A veces me parece como si fuera en silla de ruedas: el beneficiario de ayuda social Simon Peters, paralizado por un trágico accidente en la carretera. Peor que la pasta que no existe es ese rollo de las categorías, algo que me queda muy claro de repente cuando me deslumbra el brillo del Breitling de más de mil euros que lleva Jakob el finolis, el del olor a clavo, en la muñeca.

—Sorry de nuevo por la mesa —‌me disculpo con él, como si ese valioso reloj me situara de alguna manera en una posición inferior—, pero seguro que conseguimos sitio cuando se vaya gente. Volveré a preguntar...

—Ya lo arreglo yo —‌me frena Jakob el finolis, y hace una seña arrogante al camarero del Gaucho con su traje de Hugo Boss.

Al cabo de un minuto nos conducen hasta una bonita mesa en un rincón y nos dan las cartas. Una bonita mesa en un rincón gracias a un traje caro. El principio del concesionario, tendría que haberlo sabido. Pero ¿tengo que ir por ahí durante cuatro semanas con mi último traje por eso? Apenas puedo concentrarme en la carta porque en la mesa de al lado no paran de cotorrear un grupo de Barbies de negocios superdediseño. Es imposible no escuchar su conversación.

—No deberían dejar entrar en el Soho a los turistas baratos —‌se indigna una rubia escandalosa y demasiado maquillada, con jersey azul. Las otras cacatúas de negocios le dan la razón, pero lo mejor sería que bloquearan todo Manhattan. Una arpía con peinado tipo casco pelirroja y una boca enorme ha cogido una hoja de lechuga, pero no hace amago de comérsela, sino que sigue cotorreando. Si llevara gafas de aviador sería igual que la rana loca. Es más, si te fijas bien, toda la mesa parece un encuentro semanal de víctimas del bótox adictas a las compras. Sobre todo la cara de una rubia enorme, con sus risitas me recuerda a una tortuga galápago acelerada, al doble de la velocidad del sonido en una centrifugadora de la NASA.

—¿Estás bien, Simon? —‌me pregunta Paula.

—¡Todo va estupendamente! —‌miento, y vuelvo a mirar la carta.

Al ver los precios de los segundos platos en la carta, me quedo sin aliento. ¡El filete más barato cuesta 13 euros con 50! Sin guarnición ni bebidas. Presa del pánico, mis ojos se pasean por las especialidades argentinas. Por mucho que pase páginas, apenas hay un plato con precio de una cifra. Tras revisar por tercera vez la carta, no hay duda: la pasta me llega para los champiñones picantes en salsa de ajo y la cerveza pequeña que casi me he terminado ya. Levanto la mirada y veo que Phil es el único que no pasa las páginas de la carta y enciende un cigarrillo, patrocinado por Jakob el finolis, con un Zippo dorado. Esa cosa puede ser asquerosa, pero ¿por qué no me ha ofrecido uno? ¿Porque llevo una chaqueta tejana de H&M que ya tiene tres años? Sea como sea, tengo ganas de levantarme e irme a casa.

—¿Ya sabes qué vas a pedir? —‌le pregunto a Phil.

—¿Qué?

Es obvio que la potencia de mi voz se ajusta a la conciencia que tengo de mí mismo.

—¿Sabes qué vas a pedir? —‌repito más alto.

—Claro —‌se ríe—, el solomillo Buenos Aires con ensalada Copacabana.

—¿Copacabana? ¿Eso no es una playa de Brasil?

—¡Da igual, lo principal es que esté buena!

Paso las hojas de la carta y encuentro el solomillo de Phil: Gran bistec de lomo «Buenos Aires», 29 euros, sin guarnición. En total 39 con el verde de Ipanema. Típico de Phil. Siempre pegándose la vida padre por ahí. El único consuelo es que tampoco tiene novia.

—¿Y tú qué comes, Simon?

—A decir verdad, todavía no lo sé.

—¡Pues ya te lo digo yo!

Phil coge la carta y la coloca en el banco que hay a su lado.

—Vas a comer lo mismo que yo, Simon. Yo invito, ¿qué me dices?

Intento sin éxito volver a alcanzar mi carta.

—Muy amable, pero preferiría que me invitara otro.

Phil se echa a reír y me alborota el pelo.

—¡Bueno, no pasa nada, Simon!

Entonces saca un fajo de billetes de los pantalones y le da a Flik, que está perplejo, uno de cincuenta.

—¿Flik? ¡Invita a Simon!

Flik se lo queda mirando un momento, atónito, luego asiente, me sonríe un instante y se guarda el billete.

—Gracias —‌digo—, eres muy amable.

—¡Ji ji ji ji ji! —‌Se oye un chillido penetrante desde la mesa de al lado. Es la gran arpía rubia que acaba de sufrir un ataque de risa amanerado, que refuerza con fuertes golpes en la mesa. ¡Pero qué pesada!

—¿Qué pasa? —‌me pregunta Phil, divertido.

—¡Ese monstruo rubio me pone de los nervios!

—¿Cuál?

—Esa cotorra enorme de la boca superpintada que hay junto a la rana loca.

—¿Por qué tanto odio, Simon?

—Pero ¿tú las has visto?

Phil mira de reojo hacia la mesa de al lado y enseguida sonríe satisfecho.

—Vale, ¡te entiendo!

Llega nuestro camarero, pedimos y la conversación desemboca en las inevitables vacaciones haciendo snowboard en St. Anton. Snowboard, esa cruel expresión de fantasma. ¿Es que ya nadie va a esquiar o por lo menos en trineo de madera? Hace nueve años que no hago vacaciones de invierno. Para mí el invierno es un día en que el tráfico se paraliza porque ha caído medio copo de nieve delante de la catedral.

—Sí, Simon, es caro, además con hotel con spa y el forfait para esquiar, pero solo es una vez al año. Ven, Simon, en el supermercado Tchibo siempre hay cosas de esquí superbaratas antes de Navidad.

—¿Y los 1.490 euros restantes me los transferirá la oficina de ocupación porque me reinvento profesionalmente en percha de snowboard en un telearrastre austriaco o qué?

Y de nuevo silencio en la mesa. ¿Por qué no le entra en esa cabeza de borracho que ahora mismo no tengo pasta?

—¿Eso significa que no vas a venir? —‌me pregunta Daniela en voz baja.

—Exacto. Me quedo aquí, porque no puedo permitírmelo. Punto.

Paula mira un momento al grupo y luego a mí.

—Bueno... hemos estado hablando, Simon, y... bueno, podríamos contribuir con algo. Estaría muy bien que vinieras con nosotros.

—Muy amables, pero no, gracias. Id vosotros a beber champán a sorbos en St. Snob, yo mientras veré cómo refloto.

Me alegro mucho cuando uno de los folclóricos camareros de la pampa nos trae los filetes. Sin embargo, el siguiente cambio de tema tampoco es mejor. Phil me pincha cuando quiero llevarme el primer bocado de carne a la boca.

—¿Llamaste a mi colega Guido por lo de las prácticas?

—¡No te ofendas, Phil, pero no voy a hacer unas prácticas en un programa infantil! —‌A modo de protesta, corto un pedazo de carne enorme, tal vez así no tenga que hablar durante un rato.

—Pero ¿por qué no? —‌pregunta Paula—. ¡Querías hacer algo creativo!

—¡Sí —‌contesto—, pero no como una copia de payaso para un programa infantil para dementes!

—¡Ji ji ji ji ji! —‌Suena con estridencia desde la mesa contigua, acompañado de frenéticos golpes en la mesa, y hago un gesto de impaciencia, nervioso.

—¡Jodeeeeeeeer!

Phil posa una mano sobre mi hombro con prudencia.

—Tranquiiiilo, Simon. Respira hondo y piensa en algo bonito.

—No conozco nada bonito.

Silencio.

—Bueno, eres muy amable, Phil, pero necesito un trabajo y no unas prácticas. ¡Tengo treinta y dos años!

—Eso da igual, lo importante es que salgas de la calle. —‌Es la maldita primera aportación a la conversación de Jakob el finolis. Como mínimo se da cuenta al instante de que habría sido mejor no decir nada.

—No soy ni un sin techo ni un parado, ¿de acuerdo? —‌me sulfuro.

Phil vuelve a posar la mano en mi hombro para apaciguarme. Un comentario más en ese sentido y le cogeré al abogadito de Paula su Breitling brillante y lo apretaré con tanta fuerza en ese cuello de clavo recién afeitado que ya no sabrá si su loción para después del afeitado es de Clinique o del Aldi.

—¿Ah, sí? ¿Qué estás haciendo? —‌pregunta Jakob el finolis, con prudencia.

—¡Escribe correos electrónicos de reclamación! —‌contesta Phil por mí.

—¿Podríamos hablar de otra cosa? —‌digo entre dientes, y me acabo la cerveza de Flik. Le agradezco mucho que no diga nada.

—Con mucho gusto —‌Phil asiente—, ¡hablemos de un trabajo adecuado para ti!

—¿No puede trabajar en la productora, Phil? —‌propone Paula, y Phil se apresura a sacudir la cabeza.

—No creo que a Simon le importe lo que yo le diga, además, ahora mismo hemos vendido solo un formato.

Ahora incluso la diminuta Daniela deja a un lado el tenedor.

—¿Y qué pasa con el reciclaje? Simon aún es joven, puede aprender otra cosa, como... a ser panadero, por ejemplo, o... ¿jardinero?

—¡Ji ji ji ji ji! —‌chilla el monstruo rubio de la mesa de al lado. Me levanto, tiro la servilleta junto al plato y salgo corriendo a la calle. Al cabo de un rato viene Paula detrás y me abraza.

—Todo volverá a su cauce —‌me consuela—. Los demás... no lo dicen en serio.

Asiento en silencio y la aprieto hacia mí. El abrazo me sienta bien, y por unos segundos imagino cómo sería abrazar así a mi chica y no a una chica. Estamos como una pareja de enamorados entre la puerta de entrada de El Gaucho y las luces del tráfico parpadean. En algún momento Paula me suelta.

—¿Bajas con nosotros?

Sacudo la cabeza en silencio.

—No te enfades, pero no puedo más.

—De acuerdo.

—¿Te inventas algo para los demás?

—Claro. Y...

—¿Sí?

—Quedemos a solas. Yo te entiendo, Simon.

—¡Gracias!

Recibo dos besos, luego Paula me para un taxi. Subo y, cuando Paula ya no me ve, bajo. Pago 4,20 € y vuelvo a casa a pie. Es bonito que por lo menos tu mejor amiga te entienda.