El hambre y la enfermedad azotaban al ejército del emperador Constantino en los comienzos del siglo IV. Pacomio, un soldado pagano, contemplaba atónito cómo los romanos ofrecían comida a los hombres afligidos y, sin discriminación de ninguna clase, prestaban ayuda a quienes la necesitaban. Intrigado, preguntó por aquellas gentes y supo que eran cristianos. ¿Qué clase de religión era aquella, se preguntó, que inspiraba semejantes actos de humanismo y generosidad? Empezó a aprender sobre la fe y, antes de darse cuenta, ya había iniciado el camino de la conversión[1].

Las obras de caridad de los católicos han seguido suscitando el mismo asombro a lo largo de los siglos. Incluso en Voltaire, acaso el más prolífico propagandista anticatólico del siglo XVIII, causaba admiración el heroico espíritu de sacrificio que animaba a tantos hijos e hijas de la Iglesia. «Puede que no haya en este mundo nada más grande que el sacrificio de jóvenes hermosas, a menudo de alta cuna, que con su trabajo en los hospitales alivian la miseria humana, cuya visión tanto nos altera. Los pueblos separados de la religión romana han imitado, aunque imperfectamente, esta generosa caridad»[2].

Registrar en su totalidad las obras de caridad católica realizadas por individuos, parroquias, diócesis, monasterios, misioneros, frailes, monjas y organizaciones laicas exigiría muchos y extensos volúmenes[3]. Baste decir que la caridad católica no ha tenido parangón en cuanto a cantidad y diversidad del trabajo realizado y el alivio del sufrimiento y de la miseria humana. Vayamos aún más lejos: fue la Iglesia católica quien inventó la caridad tal como hoy la conocemos en Occidente.

Tan importante como su cantidad fue la diferencia cualitativa que separó la caridad eclesiástica de los ejemplos precedentes. No pueden negarse los nobles sentimientos defendidos por los grandes filósofos de la Antigüedad en materia de filantropía, ni que algunos hombres adinerados realizasen sustanciales donaciones voluntarias a su comunidad. Se esperaba de los ricos que financiasen los baños y edificios públicos, así como cualquier clase de entretenimiento para el pueblo. Así, por ejemplo, Plinio el Joven no se limitó a construir en su ciudad natal una escuela y una biblioteca.

El espíritu de generosidad en el mundo antiguo resulta pese a todo deficitario si se compara con el de la Iglesia. La caridad antigua era casi siempre interesada, antes que puramente gratuita. Las construcciones financiadas por los ricos exhibían sus nombres en lugar destacado. Los donantes actuaban movidos por el afán de notoriedad y alabanza o la intención de obtener beneficios. Su generosidad no respondía al principio rector de servir con corazón alegre a los necesitados sin esperar ninguna clase de recompensa o reciprocidad.

La antigua escuela de los estoicos, cuyos orígenes se sitúan en torno a 300 a. C. y que sobrevivió durante los primeros siglos de la era cristiana, es citada en ocasiones como una línea de pensamiento precristiano que recomendaba hacer el bien al prójimo sin esperar nada a cambio. A decir verdad, los estoicos enseñaban que un hombre bueno era un ciudadano del mundo animado por un espíritu de fraternidad hacia todos los hombres, de ahí que aparezcan como mensajeros de la caridad, aunque también postulaban la anulación del sentimiento y de la emoción, por considerarlas impropias de un hombre. El hombre debía permanecer imperturbable ante cualquier acontecimiento externo, por trágico que fuese. Debía poseer un estricto autocontrol, a fin de afrontar la peor de las catástrofes con un espíritu de indiferencia absoluta; y con ese mismo espíritu debía asistir a los menos afortunados: no con el ánimo de compartir el dolor y la pena de aquellos a los que ayuda, ni con el de establecer con ellos un vinculo emocional, sino con el espíritu desinteresado y carente de emoción de quien sencillamente cumple con su obligación. Rodney Stark afirma que la filosofía clásica «consideraba la piedad y la compasión emociones patológicas, defectos del carácter que los hombres racionales debían evitar. Porque al implicar la piedad el ofrecimiento de ayuda inmerecida, aquélla era contraria a la justicia»[4]. Así, el filósofo Séneca escribió:

Consolará el sabio a los que sufren, mas sin sufrir con ellos; socorrerá al náufrago, dará hospitalidad al proscrito y limosnas al pobre […] devolverá el hijo a la madre que por él llora, salvará al cautivo de la arena e incluso dará sepultura al criminal; mas en todo momento permanecerá su rostro inalterado. No sentirá compasión. Socorrerá y hará el bien, pues ha nacido para ayudar a sus semejantes, para trabajar por el bienestar de la especie humana y a cada uno dar su parte […] Ni su rostro ni su alma traslucirán emoción alguna al contemplar las piernas laceradas, los harapos, el esqueleto encorvado y escuálido del mendigo. Mas ayudará a quienes lo merezcan y, como los dioses, se inclinará siempre hacia los desvalidos […] Sólo unos ojos enfermos se humedecen al contemplar las lágrimas en otros ojos[5].

La dureza de los primeros estoicos se mitigó paralelamente al desarrollo del cristianismo. Es imposible leer las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador romano y filósofo estoico del siglo II, sin asombrarse ante la similitud del pensamiento de este noble pagano con el de los cristianos, de ahí que San Justino Mártir ensalzase más tarde a los estoicos. Sin embargo, la implacable supresión de la emoción y el sentimiento por la que esta escuela se caracterizó mayoritariamente se había cobrado ya un alto tributo. Era sin duda ajeno a la naturaleza humana negar precisamente la dimensión que le confería su humanidad. Nos retrotraemos a ejemplos de estoicismo como el de Anaxágoras, un hombre que, al enterarse de la muerte de su hijo se limitó a comentar: «Jamás supuse que había concebido a un inmortal». Tampoco podemos dejar de maravillarnos ante la vacuidad moral de Estilpo quien, ante la ruina de su país, la toma de su ciudad y la pérdida de sus hijas, arrebatadas para ser convertidas en esclavas o concubinas, proclamó que en realidad no había perdido nada, pues el hombre sabio trascendía todas sus circunstancias[6]. Era natural que hombres tan alejados de la realidad del mal no corrieran a aliviar sus efectos cuando éste afligía a sus semejantes. «Quienes se negaban a reconocer el dolor y la enfermedad como males» —señala un observador—; «difícilmente podían tener el anhelo de aliviarlos en otros»[7].

El espíritu de caridad católica no surgió de la nada sino que tomó su inspiración de las enseñanzas de Cristo. «Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado, Así todos sabrán que sois mis discípulos» (Juan 13, 34-35; también Santiago 4, 11). Explica San Pablo que quienes no pertenecen a la comunidad de los fíeles merecen también el cuidado y la caridad de los cristianos, aun cuando sean enemigos de la fe (Romanos 12, 14-20; Gálatas 6, 10). He aquí la nueva enseñanza para el mundo antiguo.

En opinión de W. E. H. Lecky, un duro crítico de la Iglesia, «no cabe la menor duda ni en la teoría ni en la práctica, ni en las instituciones que se fundaron o en el puesto que alcanzó en la escala de obligaciones, de que la caridad ocupó en la Antigüedad una posición en modo alguno comparable a la que ha alcanzado con el cristianismo. La ayuda era competencia casi exclusiva del Estado y venía dictada más por la política que por la benevolencia, y la costumbre de vender a los hijos, las duras privaciones, la presteza de los pobres a convertirse en gladiadores o las frecuentes hambrunas muestran cuánto sufrimiento quedaba sin ser aliviado»[8].

La práctica de ofrecer oblaciones para los pobres se instaura desde los comienzos de la historia de la Iglesia. Las ofrendas de los fíeles se depositaban en el altar durante la Misa, igual que se practicaban colectas, en ciertos días de ayuno, para que los fieles donasen una parte de los frutos de la tierra inmediatamente antes de la lectura de la epístola. Las contribuciones monetarias a las arcas de la Iglesia se realizaban mediante colectas extraordinarias entre los miembros más ricos de la comunidad religiosa. Los primeros cristianos ayunaban frecuentemente para ofrecer el dinero que habrían gastado en su alimento como ofrenda sacrificial. San Justino Mártir relata que muchas personas que amaban las riquezas y los bienes materiales antes de su conversión se sacrificaban luego por los pobres con espíritu de gozo[9].

La lista de buenas obras realizadas tanto por los pobres como por los ricos de la Iglesia temprana sería muy extensa. Incluso los padres de la Iglesia, que legaron a la civilización occidental un gran corpus literario y erudito, hallaban tiempo para servir a sus semejantes. San Agustín fundó un hospicio para peregrinos y esclavos fugados, donde se repartía ropa entre los pobres. (Advertía a los donantes que no le diesen ropas caras, pues en tal caso las vendería para ofrecer lo recaudado a los pobres)[10]. San Juan Crisóstomo fundó una serie de hospitales en Constantinopla[11], mientras que San Cipriano y San Efrén organizaban campañas de ayuda en tiempos de hambrunas y epidemias.

También en sus primeros años de vida institucionalizó la Iglesia el cuidado de las viudas y los huérfanos, ocupándose especialmente de los enfermos cuando sobrevenía una epidemia. Las sucesivas plagas de peste que afectaron a Cartago y Alejandría, despertaron la admiración y el respeto a los cristianos por la valentía con que consolaban a los moribundos y enterraban a los muertos, en un momento en el que los paganos abandonaban a un terrible destino incluso a sus amigos[12]. El obispo y padre de la Iglesia San Cipriano, reprendía en el siglo III a la población pagana de la ciudad norteafricana de Cartago por desvalijar a las víctimas de la plaga en lugar de socorrerlas: «No mostráis compasión alguna por los enfermos, sino que con codicia saqueáis a los difuntos; y aquellos a los que el miedo impide ser clementes, se atreven sin embargo a obtener ilícitos beneficios. Aquellos que rehúsan enterrar a los muertos, corren con avaricia a apropiarse de lo que dejan». San Cipriano llamaba a los seguidores de Cristo a alimentar a los enfermos y dar sepultura a los fallecidos. Debemos recordar que la época de las persecuciones intermitentes contra los cristianos aún no había concluido, de ahí que la petición que el gran obispo hacía a los cristianos era la de ayudar a quienes en algún momento los habían perseguido. San Cipriano insistía: «Si sólo hacemos el bien a quienes nos lo hacen a nosotros, ¿podemos considerarnos mejores que los infieles y publicanos? Si somos hijos de Dios, cuyo sol ilumina el bien y el mal, y envía la lluvia sobre los justos y los injustos, hemos de demostrarlo con nuestros actos, bendiciendo a quienes nos maldicen y haciendo el bien a quienes nos persiguen»[13].

En el caso de Alejandría, que también padeció la plaga del siglo III, el obispo cristiano Dionisio relata que los paganos «arrinconaban a los que caían enfermos y se alejaban incluso de sus amigos más queridos, arrojaban en los caminos a los moribundos y allí los dejaban, tratándolos con profundo desprecio cuando morían y sin darles sepultura». También describe, sin embargo, que muchos cristianos «no se abandonaban los unos a los otros, sino que permanecían unidos y visitaban a los enfermos, sin pensar en el peligro que corrían, para ocuparse de ellos asiduamente… atrayendo sobre sí la enfermedad de sus vecinos y dispuestos a aceptar la carga de los sufrimientos de quienes los rodeaban»[14]. (Martín Lutero, quien se separó de la Iglesia católica en el siglo XVI, conserva no obstante este espíritu de sacrificio en el famoso ensayo en el que discute si un ministro cristiano está moralmente legitimado para huir de una plaga. Y concluye que no, que su lugar está junto a su rebaño, para atender sus necesidades espirituales hasta el momento de la muerte).

San Efrén, un eremita de Edessa, es recordado por su heroísmo cuando el hambre y la peste asolaron la infortunada ciudad. No sólo coordinó la colecta y la distribución de limosnas sino que creó hospitales, atendió a los enfermos y se ocupó de los muertos[15]. Cuando una nueva hambruna cayó sobre Armenia durante el remado de Maximiano, los cristianos ayudaron a los pobres con indiferencia de su filiación religiosa. Eusebio, el gran historiador eclesiástico del siglo XIV, cuenta que, como resultado del buen ejemplo de los cristianos, muchos paganos «se interesaron por una religión cuyos fieles eran capaces de tanta devoción desinteresada»[16], Juliano el Apóstata, que detestaba el cristianismo, se lamentaba de la bondad de los cristianos hacia los pobres paganos: «Estos impíos galileos no sólo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros; los invitan a sus ágapes para atraerlos, tal como se atrae a los niños con un dulce»[17].

Los primeros hospitales y los caballeros de San Juan

El debate en torno a la idea de si existieron en Grecia y en Roma instituciones parecidas a nuestros hospitales continúa abierto. Muchos historiadores lo han puesto en duda, mientras que otros señalan destacadas excepciones en uno u otro lugar. Sin embargo, estas excepciones iban destinadas al cuidado de los soldados enfermos o heridos, no a la población en general. La Iglesia parece haber liderado la creación de instituciones gestionadas por médicos, en las que se hacia un diagnóstico, se prescribía un remedio y se dispensaban ciertos cuidados[18].

En torno al siglo IV, la Iglesia comenzó a patrocinar la creación de hospitales a gran escala, de tal suerte que cualquier gran ciudad contaba casi sin excepción con un centro sanitario. Estos hospitales proporcionaban inicialmente cobijo a los extranjeros, aunque también cuidaban de los enfermos, las viudas, los huérfanos y los pobres en general[19]. Según lo expresa Guenter Risse, los cristianos dejaron de lado «la hospitalidad recíproca que había prevalecido en la Grecia antigua y la devoción familiar de los romanos» para atender a «determinados grupos sociales marginados por la pobreza, la enfermedad y la edad»[20]. En términos similares, el historiador de la medicina Fielding Garrison observa que antes del nacimiento de Cristo «la actitud hacia los enfermos y los infortunados no era de compasión, y el crédito de aliviar el sufrimiento humano a gran escala corresponde enteramente al mundo cristiano»[21].

En un acto de penitencia cristiana, una mujer llamada Fabiola creó el primer gran hospital público de Roma; recorría las calles en busca de hombres y mujeres pobres y enfermos, necesitados de cuidados[22]. San Basilio Magno, conocido por sus coetáneos como el Apóstol de las Limosnas, creó en el siglo IV un hospital en Cesarea. Se dice de él que abrazaba a los leprosos que acudían en busca de cuidado y que trataba a estos proscritos con la ternura y la compasión por las que más tarde se haría famoso San Francisco de Asís. No sorprende que los monasterios también desempeñaran una importante función en el cuidado de los enfermos[23]. Según el estudio más completo sobre la historia de los hospitales:

Tras la caída del Imperio romano, los monasterios se convirtieron durante siglos en proveedores de cuidados médicos organizados que no se ofrecían en ninguna otra parte de Europa. Tanto por su funcionamiento como por su ubicación, estas instituciones eran auténticos oasis de orden, piedad y estabilidad, donde la curación podía producirse. Con el fin de cultivar estas prácticas, los monasterios se transformaron también en centros de conocimiento médico entre los siglos V y X, el período clásico de la llamada medicina monástica, y emergieron en el Renacimiento carolingio del siglo VII como principales centros de estudio y transmisión de los textos médicos antiguos[24].

Si bien la obligación de atender a los monjes enfermos queda expresamente formulada en la Regla de San Benito, no hay pruebas de que el padre de la tradición monástica occidental concibiese también la tarea de proporcionar cuidados médicos a los laicos. Sin embargo, como ocurrió con tantas otras cosas en la empresa monástica, la fuerza de las circunstancias influyó significativamente en las funciones y expectativas del monasterio.

Las órdenes militares que se crearon en la época de las Cruzadas administraban los hospitales de toda Europa. La de los Caballeros de San Juan (conocidos también como los Hospitalarios), un temprano ejemplo de lo que más tarde se convertiría en la Orden de Malta, dejó especial huella en la historia de los hospitales europeos, principalmente con sus amplias instalaciones en Jerusalén. Este hospicio, fundado en torno a 1080, daba alimento a los pobres y cobijo a los peregrinos, muy numerosos en Jerusalén (sobre todo tras la victoria cristiana en la Primera Cruzada, a finales del siglo). Las funciones del hospital se diversificaron ampliamente después de que Godofredo de Bouillon, quien dirigió a los cruzados hasta Jerusalén, donase a la institución importantes propiedades. Con Jerusalén en manos cristianas y las rutas de la ciudad abiertas, las donaciones comenzaron a llegar de distintas fuentes.

El sacerdote alemán Juan de Würzburg quedó muy impresionado en su visita al hospital, tanto por los cuidados que allí se dispensaban como por su labor caritativa. Según este testigo: «Son tantos los individuos de dentro y de fuera a los que la casa alimenta, y tantas las limosnas que ofrece a los pobres que se acercan hasta sus puertas o permanecen en el exterior, que aun quienes la dirigen y sostienen no pueden calcular la cuantía del gasto», Teodorico de Würzburg, otro peregrino alemán, se maravillaba de que «al recorrer el palacio no podía juzgarse el número de personas que allí yacían, pues eran miles las camas que veíamos. No hay rey ni tirano con poder suficiente para mantener a diario a tantos como en esta casa se alimenta»[25].

En 1120 los Hospitalarios eligieron a Raimundo del Puy como administrador del hospital, en sustitución del fallecido hermano Gerardo. El nuevo administrador centró sus esfuerzos en la atención de los enfermos confiados al cuidado del hospital, una medida que impuso heroicos sacrificios a quienes allí trabajaban. En el artículo 16 del código establecido por Del Puy para la administración del hospital, titulado, «Cómo han de ser recibidos y atendidos nuestros señores los enfermos», leemos que «en la obediencia con que el director y la congregación del hospital velan por la existencia de esta casa, así habrá de ser recibido el enfermo que a ella se acerque: concédasele el Santo Sacramento, luego de que haya confesado sus pecados al sacerdote, y sea luego conducido a su cama y tratado allí como un señor». Una historia moderna de los hospitales refiere que «el decreto de Del Puy, un modelo de servicio caritativo y devoción incondicional a los enfermos, marcó un hito en la historia del hospital»[26]. En palabras de Guenter Risse:

No sorprende que con la nueva oleada de peregrinos llegados hasta el reino latino de Jerusalén, sus testimonios sobre la caridad que dispensaban los Hospitalarios de San Juan se difundieran rápidamente por toda Europa, llegando incluso a Inglaterra. La existencia de una orden religiosa que con tanta fuerza expresaba su lealtad a los enfermos inspiró la creación de una red de instituciones similares, particularmente en los puertos de Italia y el sur de Francia, donde se concentraban los peregrinos para embarcar. Enfermos agradecidos por el trato recibido, nobles caritativos y reyes de toda Europa realizaban generosas donaciones de tierras. En 1131, el rey Alfonso de Aragón legó a los Hospitaleros un tercio de su reino[27].

En el curso del siglo XII estos centros empezaron a parecerse más a un hospital moderno que a un hospicio para peregrinos. Fue entonces cuando su misión se definió más específicamente hacia el cuidado de los enfermos, frente a la provisión de ayuda a los viajeros necesitados. El Hospital de San Juan, una institución inicialmente creada sólo para cristianos, comenzó a acoger también a musulmanes y judíos.

Este centro impresionaba igualmente por su profesionalidad, su organización y su régimen estricto. En él se practicaban modestas cirugías, los enfermos recibían dos visitas médicas al día, además de un baño y dos comidas principales. Los trabajadores del hospital no podían comer hasta que los enfermos hubiesen sido alimentados. El personal femenino se encargaba de otras tareas y garantizaba que los enfermos tuvieran siempre ropa y sábanas limpias[28].

La esmerada organización del Hospital de San Juan, junto a su decidida vocación de servicio a los enfermos, sirvió como modelo para Europa, donde tanto en pequeños pueblos como en grandes ciudades surgieron centros inspirados en el gran hospital de Jerusalén. Llegado el siglo XIII, la Orden de los Hospitalarios administraba ya cerca de veinte hospicios y leproserías[29].

Tan impresionantes han sido las obras de caridad católica que incluso los enemigos de la Iglesia se han visto en la obligación de reconocerlas. El escritor pagano Luciano (130-200) observaba con asombro: «Es increíble el celo con que quienes profesan esta religión se ayudan unos a otros en la necesidad, para lo cual no escatiman esfuerzos. Su dador de la rey inculcó en ellos la idea de que todos eran hermanos»[30]. Juliano el Apóstata, el emperador romano que en la década de 360 realizó el enérgico aunque fútil intento de reinstaurar el paganismo en el Imperio, reconocía que los cristianos superaban con creces a los paganos en devoción por la caridad. «Mientras que los sacerdotes paganos desprecian a los pobres —escribió— los odiados galileos testo es, los cristianos] se entregan a obras de caridad y, en un alarde de falsa compasión, establecen y cometen los más perniciosos errores. Ved sus banquetes de amor y sus mesas dispuestas para los indigentes. Esta práctica es común entre ellos y provoca desprecio hacia nuestros dioses»[31]. También Lutero, el más inveterado enemigo de la Iglesia católica, se vio forzado a admitir: «Bajo el papado, la gente era al menos caritativa y no era preciso recurrir a la fuerza para obtener limosnas. Hoy, bajo el reinado del Evangelio [con lo que se refería al protestantismo], en lugar de darse se roban los unos a los otros, y parece que nadie cree poseer nada hasta que se hace con la propiedad de su vecino»[32].

El economista del siglo XX Simon Patten se refería a la Iglesia en estos términos: «Proporcionaba alimento y refugio a los trabajadores, caridad a los desposeídos, y aliviaba la enfermedad, la plaga y la hambruna, tan comunes en la Edad Media. Si atendernos al número de hospitales y enfermerías, a la prodigalidad de los monjes y al sacrificio de las monjas, no cabe duda de que quienes sufrían en esa época eran tan bien atendidos como lo son quienes sufren hoy»[33]. Fredenck Hurter, biógrafo del papa Inocencio III en el siglo XIX, llegó a declarar: «Todas las instituciones benéficas para solaz de los que sufren que la especie humana conoce hoy, todo cuanto se ha hecho para proteger al indigente y al afligido en las vicisitudes de su vida y en toda clase de sufrimiento, procede directa o indirectamente de la Iglesia de Roma. Ella marcó el ejemplo, continuó la tarea y a menudo puso los medios necesarios»[34].

El alcance de la caridad de la Iglesia se aprecia a veces con mayor claridad cuando esta labor se interrumpe. Sucedió en la Inglaterra del siglo XVI que Enrique VIII prohibió los monasterios y confiscó sus propiedades, distribuyéndolas a precios ínfimos entre hombres de influencia en el reino. Como pretexto para tomar esta medida esgrimió que los monasterios se habían convertido en fuente de inmoralidad y escándalo, si bien caben pocas dudas de que tan artificiosas acusaciones no hacían sino ocultar la codicia real. Las consecuencias sociales de la disolución de los monasterios debieron de ser notorias. Las Sublevaciones del Norte en 1536, una rebelión popular conocida también como la Peregrinación de la Gracia, tuvieron mucho que ver con la ira que causó en el pueblo la desaparición de la caridad monástica. Un peticionario del rey manifestaba dos años más tarde:

La experiencia vivida con estas casas hoy suprimidas demuestra a las claras que será grande el dolor y grande la decadencia que en adelante se cernirá sobre vuestro reino, y grande el empobrecimiento de tantos pobres súbditos obedientes, pues faltará la hospitalidad y el sustento con los que estas casas proporcionaban gran alivio a los pobres de todas las [zonas] próximas a los mencionados monasterios[35].

Los monasterios se distinguían por ser generosos y buenos terratenientes, pues ofrecían tierras a rentas bajas y en usufructo de larga duración. «El monasterio era un propietario que nunca moría; sus tierras eran las de un señor inmortal; ni sus tierras ni sus casas cambiaban jamás de propietario; quienes las arrendaban no se hallaban sujetos a ninguna de las muchas […] incertidumbres que afrontaban otros arrendatarios»[36]. De ahí que la desaparición de los monasterios y la redistribución de sus tierras sólo pudieran significar «la ruina para decenas de miles de campesinos pobres, el hundimiento de las pequeñas comunidades que constituían su mundo y un futuro de miseria segura»[37].

Con la desaparición de los monasterios se esfumaron también en gran medida las buenas condiciones en que los campesinos habían trabajado estas tierras. Según un historiador, «los nuevos propietarios —tenderos, banqueros o nobles necesitados— no tenían ningún vínculo con el pasado rural y explotaban las tierras con un espíritu exclusivamente comercial Las rentas se elevaron, las tierras de cultivo se convirtieron en pastos y grandes zonas quedaron cerradas. Miles de labradores sin empleo se vieron arrojados a las calles. Las diferencias sociales se intensificaron y la pobreza creció de un modo alarmante»[38].

Los efectos de la disolución de los monasterios se dejaron sentir igualmente en el ámbito de la caridad y la atención a los más necesitados. Hasta hace relativamente poco tiempo, el consenso histórico en torno a la labor de caridad de los católicos en Inglaterra se asentaba sobre una frecuente crítica protestante: que el alivio de la pobreza por parte de los monasterios no había sido ni tan sustancial en lo cuantitativo ni tan beneficioso en lo cualitativo como los defensores católicos sostenían. Antes al contrario, según este argumento, la caridad monástica había sido más bien escasa, y sus exiguas limosnas se distribuían con desorden y sin la debida atención para distinguir entre los auténticamente necesitados, los crónicamente imprevisores y los simplemente vagos. Así, lo que en realidad hacían (y con ello aumentaban las diferencias) era favorecer la situación que supuestamente aliviaban.

Los historiadores modernos han empezado al menos a revisar esta manifiesta distorsión histórica que data de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII y es consecuencia del sesgo protestante de Gilbert Burnet en su History of the Reformation of the Church of England[39]. En palabras de Paul Slack, un investigador moderno: «La disolución de los monasterios, los gremios religiosos y las fraternidades en las décadas de 1530 y 1540 supuso una reducción drástica de las fuentes de caridad. Bien es verdad que la importante ayuda que habían proporcionado a los pobres se hallaba geográficamente localizada, pero fue más sustancial de lo que a menudo se ha pensado, y su destrucción dejó un vacío real»[40].

En términos similares, Neil Rushton ofrece pruebas significativas de que los monasterios en verdad dirigían su ayuda a los verdaderamente necesitados. Y cuando no era así, explica Barbara Harvey en su estudio revisionista Living and Dying in England, 1100-1340, la culpa no debía buscarse en el conservadurismo o la bondad de los monjes, sino en las limitaciones establecidas por los donantes para el uso de los fondos monásticos. Algunos donantes disponían en su testamento la distribución de limosnas, es decir, donaban al monasterio una suma de dinero para que éste la distribuyera entre los necesitados. Sin embargo, aunque estos donativos tenían en parte el propósito de aliviar el sufrimiento de los pobres, también se proponían llegar al mayor número posible de personas, que tras recibir la limosna rezarían por el descanso del alma de su benefactor. De ahí que estos donativos favoreciesen la distribución indiscriminada de limosnas, aunque con el tiempo los monasterios se volvieron más cautos y discriminadores con sus ingresos ordinarios[41].

En el curso de los siglos posteriores a la muerte de Carlomagno, en 814, el cuidado de los pobres, hasta entonces principalmente a cargo de la iglesia parroquial, se desplazó hacia los monasterios. Los monasterios eran, en palabras del rey Luis IX de Francia, patrimonio pauperum; lo cierto es que era costumbre desde el siglo IV hablar de las posesiones eclesiásticas como patrimonio pauperum. Sin embargo, los monasterios se distinguieron especialmente en este contexto. «En cada distrito» —dice un historiador—, «tanto en las grandes montañas como en los valles, se alzaban monasterios en torno a los cuales se articulaba la vida religiosa de la comunidad, se instalaban escuelas, se ofrecían modelos de agricultura, industria, piscicultura y técnicas forestales, se acogía a los viajeros, se aliviaba a los pobres, se criaba a los huérfanos, se atendía a los enfermos y se daba refugio a los acuciados por la miseria espiritual o corporal. Los monasterios fueron durante siglos el núcleo de toda la actividad religiosa, caritativa y cultural»[42]. A diario se repartían limosnas entre los necesitados. W. E. H. Lecky describe así la actividad monástica: «La caridad fue adoptando formas muy diversas con el paso del tiempo, y cada monasterio se convirtió en un centro de caridad. Los nobles quedaban impresionados por los monjes: los pobres eran protegidos, los enfermos atendidos, los viajeros acogidos, los prisioneros rescatados, las más remotas esferas del sufrimiento exploradas. En el período más oscuro de la Edad Media, los monjes fundaron un refugio para peregrinos en medio del horror de las nieves alpinas»[43]. Los benedictinos, cistercienses y premonstratenses, como más adelante las órdenes mendicantes de los franciscanos y los dominicos, se distinguieron por su dedicación a las obras de caridad.

Los viajeros pobres podían confiar en la hospitalidad monástica, y las crónicas señalan que incluso los viajeros adinerados eran bienvenidos, de conformidad con la Regía de San Benito, según la cual el visitante debía ser recibido por los monjes como si de Cristo se tratara. Los monjes no se limitaban a esperar a que el pobre se cruzara en su camino sino que salían a buscarlo en las zonas circundantes. Lanfranc, por ejemplo, otorgaba al limosnero (el distribuidor de las limosnas) la responsabilidad de descubrir al enfermo y al pobre en las inmediaciones del monasterio para proporcionarle la ayuda necesaria. Se sabe que, en algunos casos, los pobres llegaban a recibir alojamiento indefinido en el monasterio[44].

Además de otro tipo de ayuda institucionalizada, los monjes ofrecían a los pobres las sobras de su propia comida. Gilberto de Sempringham, que contaba con sobras en abundancia, las dejaba en un plato al que llamaba «la fuente del Señor Jesús», bien a la vista de sus hermanos monjes, con la ciara intención de instarlos a emular su generosidad. Era también tradicional disfrutar de comida y bebida en conmemoración de los monjes fallecidos para, una vez terminada la celebración, repartir la comida entre los pobres. Esta práctica se realizaba durante un mínimo de treinta días y un máximo de un año a raíz de la muerte del monje, e incluso a perpetuidad cuando el difunto era un abad[45].

Tal como el ataque de la Corona contra los monasterios en el siglo XVI debilitó la red de caridad que estas instituciones habían creado, el ataque de la Revolución francesa contra la Iglesia puso fin en el siglo XVIII a una abundante fuente de buenas obras. En noviembre de 1789, el gobierno revolucionario nacionalizó (es decir, confiscó) los bienes eclesiásticos. El arzobispo de Aix en Provence advirtió que semejante robo amenazaba la educación y el bienestar del pueblo francés. Naturalmente, tenía razón. En 1847, Francia contaba con un 47 por ciento de hospitales menos que en el año de la confiscación, y en 1799 los 50.000 estudiantes matriculados en las universidades diez años antes se vieron reducidos a 12.000[46].

Aunque la mayoría de los textos históricos de la civilización occidental lo han omitido, la Iglesia católica revolucionó la práctica de la caridad, tanto en su espíritu como en su aplicación. Los resultados hablan por sí solos: una cantidad sin precedentes de acciones caritativas e institucionalización de los cuidados a viudas, huérfanos, pobres y enfermos.