Sucede en la mayoría de los países occidentales que cuando una persona es condenada por asesinato y condenada a muerte, pero pierde la razón en el período comprendido entre la sentencia y la ejecución, la condena se aplaza hasta que el acusado recupera la cordura, y sólo entonces se practica la ejecución. El motivo de esta cláusula de excepción es puramente teológico: sólo si el individuo está en su sano juicio puede hacer una buena confesión, recibir el perdón de sus pecados y confiar en la salvación de su alma. Casos semejantes han llevado a Harold Berman a observar que los sistemas jurídicos modernos de Occidente «son un residuo secular de actitudes y creencias religiosas que hallaron su expresión histórica primero en la liturgia, los ritos y la doctrina de la Iglesia, y más tarde en las instituciones y principios de los valores legales. Si no se comprenden estas raíces históricas, muchos aspectos del Derecho pueden parecer carentes de fundamento»[1].
Los trabajos del profesor Berman, particularmente su magistral Law and Revotution: The Formation of the Western Legal Tradition, han documentado la influencia de la Iglesia en el desarrollo del Derecho en Occidente. «Los principios del Derecho occidental se hallan en sus orígenes, y por tanto en su naturaleza, en íntima relación con conceptos claramente teológicos y litúrgicos, como son la expiación y los sacramentos»[2].
Nuestra historia comienza en los primeros siglos de la Iglesia. El milenio que siguió al Edicto de Milán (que ampliaba la tolerancia al cristianismo en el año 313), emitido por el emperador Constantino, estuvo salpicado por frecuentes conflictos de competencias entre la Iglesia y el Estado, a menudo en detrimento de la primera. A decir verdad, el gran obispo de Milán del siglo IV, San Ambrosio, proclamó en cierta ocasión: «Los palacios pertenecen al Emperador y las iglesias a los sacerdotes», mientras que el papa Gelasio formuló la doctrina popularmente conocida como de las «dos espadas», según la cual el orden del mundo se hallaba sometido a dos poderes, uno temporal y otro espiritual. En la práctica, sin embargo, los poderes laicos ejercieron una autoridad cada vez mayor sobre las cuestiones sagradas.
En 325 Constantino convocó el Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico en la historia de la Iglesia, con el fin de hacer frente al arrianismo divisor, una herejía que negaba la divinidad de Cristo. En siglos sucesivos se observan nuevas intervenciones de los poderes laicos en asuntos eclesiásticos. Los reyes (y más tarde emperadores) francos designaban al personal eclesiástico e incluso lo instruían en materia de doctrina sagrada. Lo mismo cabe decir de posteriores monarcas ingleses y franceses y de otros gobernantes del norte y el este de Europa. El propio Carlomagno convocó y presidió en 794 un importante concilio eclesiástico en Frankfurt, y llegado el siglo XI los reyes-emperadores de las tierras germanas ya designaban no sólo a los obispos sino también a los papas.
En el curso de los siglos IX y X la intervención del poder laico en las instituciones de la Iglesia resultó especialmente intensa. El hundimiento de la autoridad central en el Occidente de Europa durante estos siglos, como consecuencia de las oleadas de invasiones vikingas, magiares y musulmanas, ofreció a poderosos terratenientes la oportunidad de ampliar su autoridad sobre iglesias, monasterios y episcopados. Sucedió así que abades, párrocos e incluso obispos eran elegidos por hombres laicos, en lugar de por la Iglesia.
Hildebrando, como se conocía al papa San Gregorio VII antes de su pontificado, pertenecía al sector de reformistas radicales empeñados, no sólo en persuadir a los gobernantes para que designasen a hombres buenos, sino ante todo en excluir completamente a los laicos de la selección de los cargos eclesiásticos. La Reforma gregoriana, que se inició varios decenios antes de que este hombre se convirtiera en Papa, surgió como un esfuerzo por mejorar la moral del clero, insistiendo en la observancia del celibato y aboliendo la práctica de la simonía (la compra-venta de cargos eclesiásticos). Las dificultades que planteaba el intento de reformar estos aspectos de la vida eclesiástica terminaron por enfrentar al sector gregoriano con el problema real: el dominio del poder laico sobre la Iglesia. Pocas posibilidades tenía el papa Gregorio de poner fin a la decadencia en el seno de la Iglesia si carecía de poder para nombrar obispos, un poder que en el siglo XI era patrimonio de diversos monarcas europeos. Por otro lado, mientras los poderes laicos continuaran designando a los párrocos y los abades, la presencia de candidatos espiritualmente poco aptos para el puesto no hacía sino multiplicarse.
La separación de la Iglesia y el Estado
El papa Gregorio dio un paso decisivo cuando describió al rey como un profano, lisa y llanamente, sin más función religiosa que cualquier profano. Incluso los reformistas de la Iglesia habían admitido en el pasado que, aun cuando la designación de cargos eclesiásticos menores por parte de los gobernantes laicos fuese un error, el rey ocupaba una posición excepcional. La figura real se consideraba sagrada, dotada de derechos y deberes religiosos, hasta el punto de que algunos llegaron incluso a proponer que la consagración de un rey fuera un sacramento (un ritual como el bautismo o la Sagrada Comunión, mediante el cual la gracia santificadora de Dios pasaba al alma de quien lo recibía). Para Gregorio, sin embargo, el rey era como cualquier profano, un personaje que no había recibido órdenes sagradas y por tanto carecía de derecho a intervenir en los asuntos eclesiásticos. Por extensión, tampoco el Estado sobre el cual el rey ejercía su gobierno poseía poder alguno sobre la Iglesia.
La Reforma gregoriana delimitó las fronteras que debían separar a la Iglesia y el Estado a fin de que ésta gozase de la libertad necesaria para desempeñar su misión. Poco después de este momento, comienzan a redactarse códigos legales, tanto en la Iglesia como en el Estado, en los que se definen de manera explícita los poderes y las responsabilidades de cada institución para la Europa posterior a Hildebrando. El derecho canónico, el primer código legal sistemático de la Europa medieval, se convirtió en el modelo de los diversos sistemas jurídicos laicos que emergieron en los siglos sucesivos.
Con anterioridad al nacimiento del derecho canónico, en los siglos XII y XIII, no existía en Europa occidental nada comparable a un sistema legal moderno. Desde que el Imperio romano de Occidente se disgregara en diversos reinos bárbaros, el derecho se hallaba indisolublemente unido a la costumbre y el parentesco, y no se concebía como una rama independiente de estas cosas, fruto del conocimiento y del análisis y capaz de establecer unas normas generales de conducta humana. También el derecho canónico se encontraba en parecida situación hasta finales del siglo XI. No se había realizado hasta la fecha un intento de codificación sistemática, y se hallaba disperso en las observaciones de los concilios ecuménicos, los libros de penitencia, los papas, algunos obispos, la Biblia y los padres de la Iglesia. Buena parte del derecho eclesiástico era además de naturaleza regional y no de aplicación universal en el conjunto de la Cristiandad.
La situación empezó a cambiar en el siglo XII. El principal tratado de derecho canónico fue obra del monje Graciano y se tituló, Una concordancia de cánones discordantes (también conocido como Decretum Gratiam o simplemente el Decretum), escrito en tomo a 1140. Se trata de una obra gigantesca, tanto en volumen como en alcance, que marcó un auténtico hito histórico. De acuerdo con Berman, el Decretum fue «el primer tratado legal sistemático y exhaustivo en la historia de Occidente, y acaso en la historia de la humanidad, si por “exhaustivo” entendemos el intento de abarcar la totalidad de las leyes de un sistema de gobierno y por “sistemático” el esfuerzo de presentarlas en un cuerpo común, cuyas partes se conciben en interacción con el todo»[3]. En un mundo regido por la costumbre, antes que por un conjunto de leyes de obligado cumplimiento, tanto en el ámbito eclesiástico como en la esfera de los poderes laicos, Graciano y otros canonistas desarrollaron una serie de criterios, basados en la razón y en la conciencia, destinados a determinar la validez de las costumbres y a sostener la idea de que toda costumbre legítima debía responder a una ley pre-política y natural. El derecho canónico enseñó al Occidente barbarizado a elaborar, a partir de la mezcla de costumbre, norma tipificada y otras muchas fuentes dispersas, un orden legal coherente y sólidamente estructurado en el que todas las contradicciones observadas con anterioridad quedasen sintetizadas o resueltas. Esta visión del derecho arrojaría importantes frutos no sólo para la Iglesia, como de hecho ocurrió con el trabajo de Graciano, sino para todos los sistemas legales laicos codificados a partir de este momento. Los pensadores católicos «reunieron una amplia variedad de textos —el Antiguo Testamento, el Evangelio, los trabajos de “El Filósofo” Aristóteles y “El Jurista” Justiniano, los padres de la Iglesia, San Agustín y los Concilios eclesiásticos— y, recurriendo al método escolástico y a la teoría del derecho natural, lograron crear a partir de estas fuentes tan dispares una ciencia legal coherente y racional, que atendía por igual a las costumbres de la comunidad eclesiástica y de la sociedad laica»[4].
En el curso de este proceso de unificación de los sistemas legales para los Estados emergentes en el Occidente de Europa, los juristas del siglo XII tomaron como modelo el derecho canónico. La misma importancia tuvo el «contenido» del derecho canónico, cuyo amplio alcance contribuyó a impulsar el Derecho occidental en aspectos como el matrimonio, la pobreza y la herencia. Berman cita «la introducción de procedimientos judiciales ele carácter racional en sustitución de las prácticas mágicas empleadas para probar la comisión de un delito, como las ordalías del fuego y el agua, los combates y otros juramentos rituales [todos ellos fundamentales entre los pueblos germánicos]; la insistencia en el consentimiento como pilar del matrimonio y en la mala fe como base del delito; el impulso de la igualdad para proteger a los pobres e indefensos frente a los ricos y poderosos»[5].
Los legisladores y juristas católicos tropezaron con una realidad poco propicia cuando se reunieron en las universidades medievales con el propósito de establecer los respectivos sistemas legales de la Iglesia y el Estado: los pueblos de Europa continuaban viviendo en el siglo XI bajo un modelo de ley bárbaro. Se enfrentaban a la situación de que «la ley preponderante era la del feudo de sangre, la del juicio mediante combates de campeones, la de las ordalías del fuego y el agua y la de la purgación»[6]. En capítulos anteriores hemos visto cómo se practicaba la ordalía: sometiendo a los acusados de un delito a determinadas pruebas desprovistas de racionalidad y sin carácter probatorio alguno. Los procedimientos racionales invocados en el derecho canónico vinieron así a acelerar el fin de estos métodos primitivos. El derecho es una de las principales facetas de la civilización occidental donde mayor es nuestra deuda con la Roma clásica. La aportación de la Iglesia no consistió en innovar sino en restaurar —una intervención de igual importancia— su propio derecho canónico, regido por unas normas para demostrar la validez de las pruebas y de unos procedimientos racionales inspirados en el modelo del orden legal romano, en un contexto histórico donde la inocencia y la culpa se establecían con demasiada frecuencia mediante la pura superstición.
Establecía el derecho canónico que para ser válido un matrimonio era preciso el libre consentimiento del hombre y la mujer, y que éste podía invalidarse cuando se celebraba bajo coacción o cuando alguna de las partes se incorporaba a la unión sobre la base bien de un error de identidad, bien de cualquier otra circunstancia reseñable en la otra persona. Berman afirma al respecto: «Vemos aquí los cimientos no sólo del derecho matrimonial moderno, sino también de ciertos aspectos básicos del moderno derecho contractual, a saber, el concepto de libre voluntad y los conceptos relacionados de error, coacción y fraude»[7]. Y al desarrollar estos principios fundamentales en las leyes, los juristas católicos fueron al fin capaces de superar la práctica habitual del matrimonio infantil, arraigada en las costumbres bárbaras[8]. Estas costumbres desaparecieron bajo el impulso de los principios católicos. La codificación y promulgación de un corpus legal sistemático hizo posible que los beneficiosos principios de la creencia católica se abriesen camino en la vida diaria de los pueblos europeos que habían adoptado el catolicismo, pero que a menudo no lo practicaban con todas sus consecuencias. Estos mismos principios siguen siendo las claves del sistema legal por las que hoy se rigen las vidas de los pueblos occidentales y de un número cada vez mayor de pueblos no occidentales.
Al analizar las reglas mediante las cuales el derecho canónico se proponía establecer la criminalidad de un acto determinado, descubrimos los principios legales que han llegado a ser la norma en todo el mundo occidental. Preocupaba a los legisladores de aquellos tiempos la intención del acto, que podía ser diversa, y las consecuencias morales de distintas conexiones causales. Con respecto a este último punto, los canonistas consideraban ejemplos como el siguiente: alguien tira una piedra con intención de intimidar al compañero, que, al esquivarla, choca contra una roca y sufre graves daños. Busca asistencia médica, pero la negligencia de un doctor le causa la muerte. ¿Hasta qué punto es el lanzamiento de la piedra la causa de esta muerte? He aquí las complicadas cuestiones legales que los canonistas intentaban responder[9].
Estos mismos legisladores introdujeron el principio igualmente moderno de circunstancias atenuantes, tendentes a eximir de responsabilidad legal. Así, cuando el autor de un delito está adormilado, confundido, intoxicado o padece un trastorno mental, no puede ser procesado por sus actos aparentemente criminales. Estas circunstancias atenuantes sólo eximen de responsabilidad legal cuando, como consecuencia de ellas, el acusado no tiene conciencia de estar cometiendo una mala acción, y sólo cuando no las ha provocado deliberadamente, como es el caso de quien se emborracha de manera intencionada[10].
Lo cierto es que el antiguo derecho romano ya distinguía entre actos deliberados y accidentales, con lo que contribuyó a introducir esta idea de intencionalidad en derecho. Los canonistas de los siglos XI y XII, junto a los legisladores coetáneos de los primeros sistemas legales de los Estados laicos de Europa occidental, se inspiraron en el recién descubierto código legal redactado en el siglo VI bajo el remado del emperador Justiniano. No obstante la adopción de este modelo, fueron de gran calado las contribuciones y mejoras propias que introdujeron en las sociedades europeas, ignorantes hasta la fecha de estas diferencias tras numerosos siglos de influencia bárbara.
Los sistemas legales laicos que aquí se describen llevan la marca distintiva de la teología católica. Examinaremos en este punto la obra de San Anselmo de Canterbury (1033-1109).
San Anselmo se inscribe en la tradición escolástica temprana, un capítulo enormemente influyente y significativo en la historia intelectual de Occidente, que alcanzó su cima con la obra de San Agustín (1225-1274) y pervivió hasta los siglos XVI y XVII. En el breve repaso de su prueba ontológica de la existencia de Dios, ya señalamos la devoción que San Anselmo tenía por la razón. Dicha prueba, un argumento a priori de la existencia de Dios, no parte en absoluto de la revelación divina sino que se basa únicamente en el poder de la razón.
Es la obra de San Anselmo titulada Cur Deus Homo la que nos interesa para estudiar la tradición legal en Occidente, toda vez que ésta se vio hondamente influida por el debate clásico sobre la finalidad de la Encarnación y la crucifixión de Cristo. San Anselmo se proponía demostrar en este libro, recurriendo para ello a la razón humana, por qué tenía sentido que Dios se hiciera hombre en la persona de Jesucristo, y por qué su crucifixión —frente a cualquier otro método de redención— fue un hecho indispensable para la redención de la humanidad tras su caída y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. El autor se proponía especialmente plantear una objeción natural: ¿por qué no podía Dios perdonar a la especie humana por esta transgresión original? ¿Por qué no volvió a abrir las puertas del Cielo para los descendientes de Adán, mediante una sencilla declaración de perdón, un acto gratuito de gracia? ¿Por qué, dicho de otro modo, fue necesaria la crucifixión?[11]
Veamos a continuación la respuesta de Anselmo[12]. Originalmente, Dios creó al hombre para que gozara de la dicha eterna. El hombre frustró en cierto sentido la intención divina al rebelarse contra Dios e introducir el pecado en el mundo. En aras de la justicia, el hombre debía ser castigado por su pecado contra Dios. Pero su ofensa contra su Dios de bondad fue tan grande que ningún castigo puede compensar a Dios adecuadamente. El castigo, además, tenía que ser severo, como el de al menos perder el derecho a la dicha eterna, si bien siendo la dicha eterna el plan que Dios había concebido para el hombre en primera instancia, este castigo daría al traste una vez más con las intenciones de Dios.
La razón por la que Dios no puede limitarse a perdonar el pecado del hombre sin aplicar alguna clase de castigo estriba en que, al rebelarse contra Dios, el hombre alteró el orden moral del universo. Y el orden moral debía ser restablecido. También el honor de Dios debía ser restablecido, y eso que no era posible en tanto continuase la ruptura del orden moral resultante de la rebelión del hombre.
Puesto que el hombre debe reparar el honor de Dios, pero es incapaz de hacerlo, mientras que Dios sí podía restablecer Su propio honor mediante un acto gratuito (pero no debía), el único modo de expiar el pecado original era la intervención de un Dios-Hombre. He aquí la explicación racional de Anselmo a la muerte de Jesucristo.
El derecho penal emergió en Occidente en un contexto religioso profundamente influido por la doctrina de la expiación de San Anselmo. Esta exposición se basaba fundamentalmente en la idea de que una violación de la ley era una ofensa contra la justicia y contra el propio orden moral que debía ser castigada para reparar dicho orden, de ahí que el castigo debiera adecuarse a la naturaleza y el alcance de la violación.
En opinión de San Anselmo, la expiación debía realizarse como efectivamente se hizo, toda vez que, al violar la ley de Dios, el hombre había alterado la propia justicia, y ésta exigía la aplicación de algún castigo en aras del orden moral. Con el paso del tiempo empezó a ser común pensar no sólo en Adán y Eva y en el pecado original, sino también en el autor de un delito en el reino temporal: quien ha violado la justicia en abstracto debe ser sometido a alguna clase de castigo para restablecer el orden de la justicia. De este modo se despersonalizaba ampliamente el delito, y los actos criminales pasaban a percibirse menos como acciones dirigidas contra determinadas personas (víctimas) y más como violaciones del principio de justicia abstracto, cuya aparejada alteración del orden moral sólo podía rectificarse mediante la aplicación de un castigo[13].
Los contratos, se decía, estaban para cumplirse, y quien los incumpliera debía pagar un precio por su ruptura. El agravio debía remediarse con un castigo proporcional al daño causado. Quienes violaban el derecho a la propiedad debían restablecerlo. Estos y otros principios similares estaban tan arraigados en la conciencia —y, ciertamente, en los valores sagrados— de la sociedad occidental que costaba imaginar un orden legal fundado en cualesquiera otros principios y valores. Las culturas no occidentales, sin embargo, cuentan con ordenamientos jurídicos fundados en principios y valores distintos, como la cultura europea anterior a los siglos XI y XII. Las ideas de destino y honor, de venganza y reconciliación, prevalecen en ciertos sistemas legales, mientras que en otros dominan las de consenso y comunidad y en algunos las de disuasión y rehabilitación[14].
El origen de los derechos naturales
La influencia de la Iglesia en los sistemas legales y el pensamiento jurídico occidental se extiende igualmente al concepto de derechos naturales. Los eruditos aceptaron durante mucho tiempo que la idea de derechos naturales, de privilegios o exenciones de moral universal en posesión de todos los individuos, surgió más o menos espontáneamente en el siglo XVII. Gracias a Brian Tierney, una de las principales autoridades en pensamiento medieval, esta tesis no puede continuar defendiéndose. Cuando los filósofos del siglo XVII formularon sus teorías sobre los derechos naturales, construían a partir de una tradición previa, cuyos orígenes han de buscarse en los eruditos católicos del siglo XII[15]. La noción de derechos naturales es uno de los rasgos más distintivos de la civilización occidental, de ahí que los expertos tiendan cada vez más a reconocer que también ella es un legado de la Iglesia. Antes de Tierney eran muy pocos, incluidos los expertos, los que suponían que el origen de los derechos naturales se hallaba en los comentarios al Decrelum, el famoso compendio de derecho canónico realizado por Graciano, pese a que fueron estos eruditos, conocidos como los decretistas, quienes de hecho iniciaron la tradición de la que ahora nos ocupamos.
El siglo XII fue un tiempo de gran interés y preocupación por los derechos de ciertas instituciones y ciertas categorías de individuos. A partir de los controvertidos procedimientos de investidura que se seguían en el siglo X3, reyes y papas se enfrentaron en enérgico debate sobre sus respectivos derechos, un debate que seguía en curso y lleno de vida dos siglos más tarde, tal como demuestra la guerra de panfletos que estalló entre los defensores del papa Bonifacio VIII y el rey de Francia Felipe el Hermoso, en una seminal batalla Iglesia-Estado. Los señores y vasallos de la Europa feudal se hallaban vinculados por una serie de derechos y deberes, mientras que los pueblos y ciudades que comenzaban a salpicar el paisaje europeo a la luz del renacimiento urbano en el siglo XI insistían en sus derechos frente a otras autoridades políticas[16].
En realidad no se trataba de reivindicaciones que pudieran calificarse de derechos «naturales», puesto que afectaban en cada caso a los derechos de determinados grupos, no a los derechos inherentes por naturaleza a todos los seres humanos. Fue sin embargo de este contexto cultural que esgrimía frecuentemente el concepto de derechos de donde los canonistas y otros juristas extrajeron el vocabulario y el aparato intelectual que hoy asociamos con las teorías modernas del derecho natural.
Todo ocurrió como a continuación se relata. Las distintas fuentes citadas en los primeros capítulos del Decretum de Graciano —que abarcaban la Biblia, los padres de la Iglesia, concilios eclesiásticos de diversa importancia, declaraciones papales, etc.— aludían muy a menudo al término ius naturale, o derecho natural. Estas fuentes, sin embargo, ofrecían distintas definiciones del término, en ocasiones aparentemente contradictorias. De ahí que los comentaristas intentasen dilucidar todos sus significados posibles. Según Tierney:
Lo que aquí nos importa es que, al explicar los distintos sentidos posibles de ius naturale, los juristas descubrieron un significado nuevo, que no estaba presente en los textos antiguos. La lectura de los textos antiguos a la luz de una cultura nueva, más personalista y basada en los derechos, permitió a estos pensadores incorporar una nueva definición. Definían en ocasiones el derecho natural en un sentido subjetivo como un poder, una fuerza, una capacidad o una facultad inherente a los seres humanos… Una vez el viejo concepto de derecho natural quedó subjetivamente definido, era fácil que el argumento desembocara en las correctas normas de conducta prescritas por el derecho natural o «en los legítimos privilegios y poderes inherentes al individuo que hoy llamamos derechos naturales»[17].
Los canonistas, arguye Tierney, «comenzaban a vislumbrar que una noción correcta de justicia natural debía incluir el concepto de derechos individuales»[18].
No tardaron en identificarse ejemplos concretos de derechos naturales. Uno de ellos fue el derecho a comparecer ante un tribunal de justicia y defenderse de las acusaciones que pudieran formularse contra una persona. Los juristas medievales negaron que este derecho fuese una concesión que el gobierno hacía a los ciudadanos, e insistieron en que se trataba de un derecho natural de todos los individuos, derivado de la ley moral universal. Poco a poco fue así ganando peso la idea de que los individuos poseían ciertos poderes subjetivos o derechos naturales, por el mero hecho de ser humanos. Ningún gobernante podía limitarlos. Tal como explica el historiador Kenneth Pennington, en tomo a 1300 los juristas europeos «habían desarrollado un sólido vocabulario de derechos derivados de la ley natural. En el período comprendido entre 1150 y 1300 definieron el derecho a la propiedad, a la defensa, al matrimonio y al procedimiento legal como raíz de una ley natural, no positiva, así como los derechos de los no cristianos. Situando oportunamente estos derechos en el marco de la ley natural, podían afirmar, y así lo hicieron, que ningún príncipe humano podía privar a los individuos de estos derechos naturales. El príncipe carecía de jurisdicción sobre los derechos basados en la ley natural; y en consecuencia, estos derechos eran inalienables»[19]. Estos principios tienen resonancias claramente modernas, si bien tienen su origen en los pensadores católicos medievales que, una vez más, sentaron los cimientos de la civilización occidental tal como hoy la conocemos.
El papa Inocencio IV consideró la cuestión de si los derechos fundamentales de propiedad y establecimiento de gobiernos legítimos pertenecían exclusivamente a los cristianos o eran patrimonio de todos los hombres. Se observaba por aquel entonces una exagerada opinión pro-papista en algunos círculos, según la cual el Papa, como representante de Dios en la tierra, era el señor del mundo entero, de ahí que sólo quienes reconocieran la autoridad papal podían ejercer legítimamente el poder y tenían derecho a la propiedad. Inocencio rechazó esta postura al afirmar que «la propiedad, la posesión y la jurisdicción pueden pertenecer lícitamente a los infieles… pues estas cosas no se han creado sólo para los fieles sino para cualquier criatura racional»[20]. Este texto sería citado con buenos resultados por posteriores teóricos del derecho católico.
El lenguaje legal y la filosofía del derecho continuaron su evolución en el transcurso del tiempo. De especial significación fue el debate entablado a comienzos del siglo XIV en torno a los franciscanos, una orden de frailes mendicantes fundada cien años antes que despreciaba los bienes terrenales y abrazaba una vida de pobreza. Tras la muerte de San Francisco, en 1226, y la continua expansión de la orden por él fundada, algunos se mostraron partidarios de moderar la insistencia tradicional en la pobreza absoluta, una realidad percibida como poco razonable para una congregación de tan amplio alcance. El ala más extrema de los franciscanos, conocidos como «espirituales», se negaba a cualquier clase de compromiso, insistiendo en que sus vidas de absoluta pobreza eran una réplica fiel de las vidas de Cristo y los apóstoles, y por tanto el modo de vida más elevado y perfecto para un cristiano. Lo que empezó siendo una controversia sobre si Cristo y los apóstoles en verdad despreciaban cualquier clase de propiedad, se transformó más tarde en un importante y fructífero debate sobre la naturaleza de la propiedad, al hilo del cual surgieron algunas de las principales cuestiones que dominarían los tratados de teoría del Derecho en el siglo XVII[21].
Lo que en verdad reforzó la tradición de los derechos naturales en el seno de Occidente fue el descubrimiento de América y las cuestiones planteadas por los teólogos escolásticos españoles respecto de los derechos de los pueblos del nuevo continente, tal como ya hemos contado. (Estos teólogos se referían con frecuencia a la citada afirmación de Inocencio IV). Al desarrollar la idea de que los indígenas americanos poseían unos derechos naturales que los europeos debían respetar, los teólogos del siglo XVI retomaron una antigua tradición intelectual que tiene sus orígenes en la labor de los legisladores canónicos del siglo XII.
Fue por tanto el derecho canónico el que proporcionó a Occidente el primer ejemplo de sistema legal moderno, y fue sobre la base de este modelo como posteriormente se construyó la tradición legal del Occidente moderno. De modo análogo, el derecho penal en Occidente recibió una fuerte influencia no solo de los principios legales consagrados por el derecho canónico sino también de las ideas teológicas, en particular la doctrina de la expiación formulada por San Anselmo. Finalmente, la propia noción de derechos naturales, cuya paternidad se atribuyó durante largo tiempo a los pensadores liberales de los siglos XVII y XVIII, procede de los canonistas, papas, profesores de universidad y filósofos católicos. Cuanto más crece el número de eruditos que investigan el Derecho occidental, mayor resulta ser la huella de la Iglesia católica en nuestra civilización, y más convincente la necesidad de reclamar su autoría.