En 1892, llegado el momento de cumplirse el cuarto centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, se vivía un clima de celebración. Colón fue un diestro y valiente navegante que unió dos mundos y cambió el rumbo de la historia. Los Caballeros de Colón propusieron incluso su canonización.

Un siglo más tarde el ambiente general era bastante más sombrío. Se acusaba a Colón de crímenes terribles, como el genocidio y la devastación medioambiental. El autor Kirkpatrick Sale describía el acontecimiento de 1492 como «la conquista del paraíso», en el curso de la cual los pacíficos pueblos indígenas que vivían en armonía con la naturaleza fueron violentamente desplazados por los avariciosos conquistadores europeos. El aspecto más señalado del descubrimiento pasó a ser el maltrato de las poblaciones indígenas por parte de los europeos, especialmente en cuanto a su utilización como mano de obra esclava.

El debate en torno a las consecuencias de este encuentro de culturas continúa siendo controvertido. Los defensores de los europeos en general y de Colón en particular salieron al paso de afirmaciones similares a las de Kirkpatrick con el argumento de que los crímenes cometidos por los europeos se habían exagerado, que la principal repercusión para los pueblos indígenas fueron las enfermedades introducidas por los conquistadores (un hecho involuntario y por tanto neutro desde el punto de vista moral) en lugar de la explotación laboral o la fuerza militar, y que los indígenas no eran ni tan pacíficos ni tan respetuosos con el medio ambiente como sus admiradores modernos han insinuado.

Atenderemos aquí a esta cuestión desde un ángulo frecuentemente omitido. Las crónicas sobre la crueldad con que los españoles trataron a los nativos del Nuevo Mundo provocaron una grave crisis de conciencia en importantes sectores de la población española en el siglo XVI, así como entre filósofos y teólogos. Este hecho indica por sí solo que nos hallamos en presencia de una cuestión poco usual en términos históricos; nada en la Historia hace suponer que Atila y los hunos tuviesen remordimientos morales por sus conquistas, y tampoco los sacrificios humanos colectivos, tan importantes para la civilización azteca, parecen haber suscitado ni una autocrítica ni una reflexión filosófica entre los aztecas comparable a las que la actuación de los europeos provocó entre los teólogos españoles en el siglo XVI.

Esta reflexión filosófica por parte de los teólogos españoles desembocó finalmente en un logro sustancial; el nacimiento del Derecho Internacional moderno. La controversia en torno a los pueblos indígenas americanos ofreció así la oportunidad para establecer los principios generales que los Estados estaban moralmente obligados a observar en su mutua relación.

Las leyes por las que se rige la relación entre los Estados han sido generalmente ambiguas y no han llegado a articularse con claridad. Sin embargo, las circunstancias resultantes del descubrimiento del Nuevo Mundo impulsaron el estudio y el esbozo de estas leyes[1]. Los estudiantes de Derecho Internacional buscan los orígenes de su especialidad en el siglo XVI, cuando los teólogos se aplicaron a abordar seriamente estas cuestiones. Una vez más, la Iglesia católica propició el nacimiento de un concepto típicamente occidental.

El primer ataque de un sacerdote contra la política colonial española se produjo en diciembre de 1511, en la isla de la Española (actualmente Haití y la República Dominicana). Un dominico llamado Antonio de Montesinos pronunció un sermón ante la pequeña comunidad dominicana de la isla, en el que planteó una serie de críticas y condenas de la política española hacia los indígenas, afirmando ser «la voz que clama en el desierto». Según el historiador Lewis Hanke, este sermón, pronunciado en presencia de importantes autoridades españolas, «se proponía impresionar y aterrorizar a quienes lo escuchaban». Y así debió de ser:

Para que toméis conciencia de los pecados contra los indios he subido a este púlpito, yo que soy una voz de Cristo clamando en el desierto de esta isla, y es por tanto vuestro deber escuchar, no con indiferencia, sino con todo vuestro corazón y vuestros sentidos; pues ésta será la voz más extraña que hayáis oído en la vida, la más áspera y dura, la más terrible y peligrosa que hayáis podido imaginar… Esta voz dice que estáis en pecado mortal, que vivís y morís en pecado, por la crueldad y la tiranía que infligís a estas gentes inocentes. Decidme ¿con qué derecho o justicia mantenéis a estos indios en tan cruel y horrible servidumbre? ¿Con qué autoridad habéis desatado una odiosa guerra contra estas gentes que viven pacíficamente en su propia tierra? ¿Por qué los oprimís, los hacéis trabajar hasta la extenuación y no Ies proporcionáis alimento suficiente ni remedio cuando están enfermos? Pues el exceso de trabajo que exigís de ellos los hace enfermar o morir, cuando no los matáis con vuestro deseo de extraer el oro todos los días. ¿Cuidáis acaso de que reciban alguna instrucción religiosa? ¿Acaso no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como os amáis a vosotros mismos? Tened por seguro que, en este estado de cosas, os condenaréis como los moros o los turcos[2].

Impresionados por tan airada reprimenda, los líderes de la isla, entre quienes figuraba el almirante Diego Colón, respondieron con enérgicas protestas y exigieron al padre Montesinos que se retractase de sus atroces afirmaciones. Los dominicos decidieron enviar de nuevo al padre Montesinos a predicar el domingo siguiente, ocasión que el sacerdote aprovechó para complacer a sus horrorizados oyentes y explicar el significado de sus palabras.

Llegado el momento de lo que Diego Colón y el resto de las personalidades esperaban que fuera el de la retractación, el padre Montesinos citó un versículo de Job: «Volveré sobre mis conocimientos desde el principio y demostraré que nada de cuanto he dicho es falsedad». Procedió a repasar las acusaciones formuladas la semana anterior y a demostrar que ninguna de ellas carecía de fundamento. Concluyó diciéndoles que ninguno de los frailes escucharía sus confesiones (puesto que los oficiales no mostraban ni contrición ni propósito de enmienda) y les animó a escribir a Castilla y contar lo que gustasen[3].

Cuando llegó noticia de estos sermones al rey Fernando el Católico, las palabras del fraile se habían distorsionado a tal punto que provocaron la sorpresa tanto del monarca como del Provincial de los dominicos. Montesinos, impertérrito, acudió a España con su superior para ofrecer su versión de la historia ante el propio rey. El intento de interferir en la determinación de Montesinos de dirigirse al rey fracasó cuando el franciscano enviado por la corte real para hablar en la Española en contra de los dominicos, fue convencido por Montesinos para que adoptase su postura.

A la vista de los dramáticos testimonios de la conducta de los españoles que llegaban del Nuevo Mundo, el rey convocó a un grupo de teólogos y juristas con el encargo de desarrollar leyes por las que habrían de regirse los oficiales españoles en su relación con los indígenas. Fue así como nacieron las Leyes de Burgos (1512) y de Valladolid (1513), y como con argumentos similares se redactaron las llamadas Nuevas Leyes de 1542. Buena parte de esta legislación en favor de los indígenas resultó decepcionante en cuanto a su aplicación y cumplimiento, habida cuenta de la gran distancia que separaba a la Corona española del Nuevo Mundo. Pese a todo, estas críticas contribuyeron a preparar el terreno para que algunos grandes juristas teológicos del siglo XVI continuaran trabajando de manera más sistemática y continuada.

Entre los más ilustres de estos pensadores figuraba el padre Francisco de Vitoria, quien con sus propias críticas a la política española sentó las bases de la teoría del Derecho Internacional moderno, por lo que en ocasiones se le ha llamado «padre del Derecho Internacional»[4], el hombre que «planteó por primera vez el Derecho Internacional en términos modernos»[5]: Con el apoyo de otros juristas teólogos, Vitoria «defendió la doctrina de que todos los hombres son libres, y, sobre la base de esta libertad natural, proclamaron su derecho a la vida, a la cultura y a la propiedad»[6]. Vitoria respaldó sus asertos tanto en la razón como en las Escrituras y así «proporcionó al mundo la primera obra maestra del derecho de las naciones tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra»[7]. Fue por tanto un sacerdote católico quien sacó adelante el primer gran tratado sobre el derecho de las naciones, un logro en modo alguno menor.

Nacido en torno a 1483, Francisco de Vitoria ingresó en la orden de los dominicos en 1504. Era versado en lenguas y buen conocedor de los clásicos. Se abrió camino hasta la Universidad de París, donde completó sus estudios de las artes liberales y estudió teología. Dio clases en esta universidad hasta 1523, momento en que marchó a Valladolid para enseñar teología en el Colegio de San Gregorio. Tres años más tarde ocupó la Cátedra Principal de Teología en la Universidad de Salamanca, una institución que desarrollaría una destacada labor intelectual a lo largo del siglo XVI. En 1532 pronunció una famosa serie de conferencias posteriormente publicadas como Lecturas sobre los indios y la ley de la guerra, donde se planteaban importantes principios de Derecho Internacional en el contexto de la defensa de los derechos de los indígenas. Cuando este gran pensador fue invitado a participar en el Concilio de Trento, indicó que prefería viajar al Nuevo Mundo, y así lo hizo en 1546.

El padre Vitoria se dio a conocer principalmente por sus comentarios sobre el colonialismo español en el Nuevo Mundo y su cuestionamiento de la moral de los conquistadores. ¿Tenían derecho los españoles a hacerse con la posesión de las tierras americanas en nombre de la Corona? ¿Cuáles eran sus obligaciones para con los indígenas? Estas cuestiones suscitaron inevitablemente otro tipo de preguntas de índole más general y universal. ¿Cuál debía ser el comportamiento de los Estados en su mutua relación? ¿Bajo qué circunstancias era justo que un Estado fuese a la guerra? He aquí algunas cuestiones básicas de la teoría del Derecho Internacional moderno.

Fue y sigue siendo lugar común entre los pensadores cristianos que el hombre ocupa una posición única en la creación de Dios. Creado a imagen y semejanza de Dios y dotado de raciocinio, el ser humano posee una dignidad de la que carecen el resto de las criaturas[8]. Estas fueron las bases sobre las cuales Vitoria continuó desarrollando la idea de que, en virtud de su posición, el hombre merecía un tratamiento por parte de sus semejantes que ninguna otra criatura podía reivindicar.

La igualdad ante la ley natural

Vitoria tomó prestados de Santo Tomás de Aquino dos importantes principios: 1) la ley divina, que procede de la gracia, no anula ninguna ley humana, que procede de la razón natural; y 2) ninguna cosa natural para el hombre puede serie arrebatada u otorgada basándose en la consideración de sus pecados[9]. Seguramente, ningún católico se atrevería a decir que es menos grave asesinar a una persona sin bautizar que a alguien que ha sido bautizado. Esto es precisamente lo que afirmaba Vitoria: el tratamiento que merecen todos los seres humanos —no ser asesinados, expropiados, etc.— emana de su condición como hombres, no como miembros de la comunidad de los fieles en estado de gracia. El padre Domingo de Soto, colega de Vitoria en la Universidad de Salamanca, expuso la cuestión en términos muy claros: «Quienes están en gracia de Dios no son ni un ápice mejores que el pecador o el pagano, en lo que concierne a sus derechos naturales»[10]:

A partir de estos principios tomados de Santo Tomás, Vitoria argüyó que el hombre no podía ser privado de su dominio civil por hallarse en pecado mortal, y que el derecho de apropiarse de las cosas de la naturaleza para el propio uso (véase la institución de la propiedad privada) pertenecía a todos los hombres por igual, con independencia de su paganismo o de cualesquiera que fuesen sus vicios bárbaros. Así, los indios del Nuevo Mundo, en virtud de su condición humana, eran iguales que los españoles en materia de derechos naturales. Poseían sus tierras de acuerdo con los mismos principios que los españoles[11]. En palabras del propio Vitoria: «De todo lo anterior se desprende que los aborígenes tienen sin duda auténtico dominio en asuntos tanto públicos como privados, exactamente igual que los cristianos, y ni sus príncipes ni personas privadas pueden despojarlos de sus propiedades con el argumento de que no son legítimos propietarios»[12].

En la línea de escolásticos como Domingo de Soto y Luis de Molina, Vitoria sostenía asimismo que el gobierno de los príncipes paganos era igual de legítimo. Señaló que las conocidas admoniciones de las escrituras, que obligan a someterse a los poderes laicos, se realizaron en el contexto de un gobierno pagano. Si un rey pagano no ha cometido ningún otro delito, decía Vitoria, no puede ser depuesto simplemente por ser pagano[13]. Era con este principio en mente como la Europa cristiana debía relacionarse con el Nuevo Mundo. «En opinión del sensato y bien informado profesor de Salamanca —escribe un admirador del siglo XX— los Estados, con independencia de su tamaño, su forma de gobierno, su religión y la de sus súbditos, ciudadanos y habitantes, su civilización incipiente o avanzada, son iguales ante el sistema legal que él [Vitoria] profesa»[14]: Cada Estado tiene los mismos derechos que cualquier otro y está obligado a respetar los derechos de los demás. Según el pensamiento de Vitoria, «los remotos reinos de América eran Estados y sus súbditos tenían los mismos derechos y privilegios y se hallaban sujetos a las mismas obligaciones que los reinos cristianos de España, Francia y Europa en general»[15].

Vitoria creía que los pueblos del Nuevo Mundo debían permitir a los misioneros católicos predicar el Evangelio en sus territorios, si bien insistía rotundamente en que el rechazo del Evangelio no era razón de guerra justa. Como buen tomista, Vitoria recordaba el argumento de Santo Tomás de Aquino, según el cual la conversión de los paganos a la fe no debía realizarse con coerción, pues (en palabras de Santo Tomás), «creer es un acto de voluntad», lo cual implica un acto libre[16]. En parecido orden de cosas, el Cuarto Concilio de Toledo (633) ya había condenado la práctica de obligar a los judíos a recibir el bautismo[17].

El derecho natural no era para Vitoria y sus aliados patrimonio exclusivo de los cristianos, sino derecho de todos los pueblos. Creían en la existencia de «un sistema de ética natural que no dependía de la revelación cristiana ni entraba en contradicción con ella, sino que se sostenía por sí solo»[18]. Esto no significaba que las sociedades no violasen esta ley, que no lograran aplicar alguno de sus preceptos o simplemente ignorasen sus consecuencias en determinada área. Dejando a un lado estas dificultades, los teólogos españoles creían, con San Pablo, que la ley natural estaba escrita en el corazón humano, y disponían por tanto de una sólida base sobre la cual establecer unas normas de conducta internacionales moralmente vinculantes aun para quienes jamás habían oído hablar del Evangelio (o lo habían rechazado). Se atribuía a estos pueblos el mismo sentido básico del bien y del mal, tal como se resume en los Diez Mandamientos y en la Ley Dorada —que algunos teólogos casi identificaban con el derecho natural—, a partir del cual podían establecer las obligaciones internacionales.

Del reconocimiento de la posesión del derecho natural de los indígenas resultó otra importante conclusión. Ciertos teólogos definían el derecho natural como la única herencia de los seres humanos, antes que como posesión de hombres y bestias por igual. Esta idea sirvió de «base para una teoría de la dignidad humana y la distancia que separaba [al hombre] del resto de los animales y del mundo creado»[19]. Un erudito concluye que esta visión del derecho natural como algo común a todos los seres humanos, y solo en posesión de los seres humanos, condujo «a la firme creencia en que los indígenas del Nuevo Mundo, al igual que otros pueblos paganos, tenían sus propios derechos naturales, cuya violación no podía ser justificada por ninguna civilización superior o incluso una religión superior»[20].

Algunos afirmaban que los indígenas carecían de razón, o cuando menos no estaban en su sano juicio, de ahí que no pudieran poseer dominio alguno sobre las cosas. Vitoria respondió a este argumento de dos maneras. En primer lugar, decía, la carencia de razón en algunas poblaciones no podía justificar la subyugación ni el saqueo, pues su menor capacidad intelectual no anulaba su derecho a la propiedad privada. «Puesto que pueden sufrir, parece que tienen juicio; por lo tanto tienen derecho, si bien —Vitoria vacila en este punto— la cuestión de si pueden tener poder civil es algo que dejo a criterio de los juristas»[21]. En todo caso, la hipótesis era muy importante, toda vez que sugería que los indios americanos no eran irracionales. Ciertamente estaban dotados de raciocinio, la facultad característica del ser humano. Abundando en el principio aristotélico de que la naturaleza no hace nada en vano, Vitoria escribió:

La verdad de la cuestión es que no son irracionales, sino que hacen uso de la razón a su manera. Esto es claro, pues organizan sus asuntos, cuentan con ciudades ordenadas, matrimonios separados, magistrados, gobernadores, leyes… Tampoco se equivocan en cosas que son evidentes para los demás, lo que revela con evidencia que emplean la razón. Ni Dios ni la naturaleza privan a una gran parte de una especie en aquello que es necesario. Pero la cualidad característica del hombre es la razón, y una facultad que no se actualiza resulta inútil.

Vitoria señala en las dos últimas frases que no es concebible privar de razón a una parte de la raza humana, pues Dios no habría dejado de dotar a esta porción de la humanidad de ese don que concede al hombre su dignidad especial entre todas las criaturas[22].

Pese a que Vitoria fue tal vez el más sistemático de los pensadores del siglo XVI en torno a estas cuestiones, el detractor más conocido de la política española en el Nuevo Mundo es quizás el sacerdote y obispo Bartolomé de las Casas, sobre quien fiamos toda nuestra información en Montesinos, el fraile dominico que desencadenó con sus sermones esta controversia. De las Casas, cuya doctrina parece hondamente influida por los profesores de Salamanca, compartía la posición de Francisco de Vitoria sobre el raciocinio de los indígenas: si una porción considerable de la especie humana careciese de razón, no tendríamos más remedio que reconocer un defecto en el orden de la creación. Sí una parte tan considerable de la humanidad careciese de la facultad que distingue al hombre de las bestias, merced a la cual puede invocar y amar a Dios, Este habría fracasado en su intención de atraer hacia Sí a todos los hombres. Semejante conclusión era de todo punto inconcebible para un cristiano, Así respondía Bartolomé de las Casas a quienes sostenían que los indígenas eran un ejemplo de lo que Aristóteles denominaba «esclavos por naturaleza»: pues eran demasiados y, en todo caso, no mostraban el grado de envilecimiento implícito en esta idea de Aristóteles. De las Casas estaba dispuesto en última instancia a refutar a Aristóteles en este punto. Propuso que los indígenas fueran «tratados con amabilidad, según la doctrina de Cristo» y llamó a abandonar la visión aristotélica de la esclavitud, pues «contamos a nuestro favor con el mandato de Cristo: ama a tu prójimo como a ti mismo […] aunque él [Aristóteles] fuese un gran filósofo, sus conocimientos por sí solos no lo hacían digno de encontrar a Dios»[23].

En 1550 tuvo lugar un célebre debate entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, el filósofo y teólogo que defendió públicamente el uso de la fuerza contra los indígenas. Un historiador lo define como «el más claro ejemplo de poder imperial en franco cuestionamiento de la legitimidad de sus derechos y de la base ética de sus acciones políticas»[24]. Ambos hombres respaldaban la labor de los misioneros entre los indios, a quienes deseaban integrar en la Iglesia, pero De las Casas insistía en que el proceso debía producirse pacíficamente. Sepúlveda no discutía que los españoles tuviesen derecho a conquistar a los pueblos indígenas por la sencilla razón de que éstos fuesen paganos; su argumento era que su escaso nivel de civilización y sus costumbres bárbaras eran un obstáculo para su conversión, de ahí que fuera necesaria algún tipo de tutela española antes de que el proceso de evangelización pudiese abordarse en serio. Ginés de Sepúlveda era muy consciente de que las dificultades que surgen en el momento de aplicar una teoría —en este caso la teoría que justificaba moralmente la guerra contra los indios— podían obstaculizar su aplicación práctica en un momento dado. Lo que más le preocupaba era la cuestión fundamental de si la guerra contra los indios podía mostrarse como un acto de justicia teórica.

De las Casas estaba plenamente convencido de que las guerras resultaban desastrosas para los pueblos y perjudiciales para la difusión del Evangelio, A su modo de ver, la situación en América era «tan dramática y tan abrumadora que, la fría especulación académica al respecto resulta irresponsable, frívola y escandalosa»[25]. Habida cuenta de la fragilidad de la naturaleza humana, De las Casas pensaba que estas consecuencias negativas estaban implícitas en el uso de la fuerza contra los nativos, y sostenía en consecuencia que el uso de cualquier forma de coerción era moralmente inaceptable. Bartolomé de las Casas prohibió la coerción tanto en el terreno de la conversión a la fe cristiana como en el intento de crear un entorno pacífico para los misioneros, extremos que Sepúlveda hubiera consentido.

Francisco de Vitoria, por su parte, autorizaba el uso legítimo de la fuerza contra los nativos en determinados casos, como era el de protegerse de las costumbres, en ocasiones bárbaras, de sus culturas indígenas. Este argumento era para Bartolomé de las Casas una concesión excesiva a las pasiones y la codicia de hombres violentos, que a buen seguro explotarían dicha facultad potencialmente ilimitada para desencadenar la guerra. En su célebre debate con Sepúlveda, una vez hubo expuesto la extensa lista de argumentos en contra de esta posición, De las Casas señaló que aun en el caso hipotético de que Sepúlveda tuviese razón, su adversario haría mejor en reservarse sus opiniones para sí. De las Casas tenía este sentimiento, a decir de dos investigadores modernos, por «el escándalo que [Sepúlveda] estaba provocando y el aliento que daba a hombres de tendencias violentas»[26]. De las Casas creía que las múltiples consecuencias de la guerra, tanto intencionada como no intencionada, eliminarían por completo la justificación de actuar en beneficio de los indios, un argumento que hoy continúan esgrimiendo con buenos resultados quienes se muestran críticos con las actuales intervenciones militares de carácter humanitario[27].

«Para acabar con cualquier clase de violencia contra los indios —escribe un historiador actual— De las Casas necesitaba demostrar que, por una u otra razón, toda guerra contra ellos era injusta». De las Casas realizó enormes esfuerzos para desmontar cualquier argumento que, con el propósito de limitar la guerra, pudiera abrirle las puertas como opción lícita[28]. Estaba convencido de que semejantes medidas de «pacificación» serían ciertamente nocivas para el esfuerzo de los misioneros, pues la presencia de hombres armados predispondría a los indígenas en contra de cualquier miembro del bando invasor, incluidos los misioneros[29]. Los misioneros debían desempeñar su tarea «con palabras amables y divinas, y con ejemplos y obras de santidad»[30]. Tenía la firme creencia de que los indios llegarían a aceptar la civilización cristiana merced a un esfuerzo sincero y persistente, y de que la esclavitud, o cualquier otra forma de coerción, era tan injusta como contraproducente. Sólo una relación pacífica garantizaba la sinceridad de ánimo de quienes optaban por la conversión.

Además de su actividad literaria, evangelizadora y política, De las Casas dedicó medio siglo a exigir un trato justo para los indios y agitar a la población en contra del sistema de encomiendas, que era fuente de innumerables abusos. Fue en este punto donde señaló un importante ejemplo de la injusticia con que los españoles se conducían en el Nuevo Mundo. El encomendero se hallaba a cargo de un grupo de indios, a quienes debía proteger y proporcionar educación religiosa. Los indígenas, a su vez, debían pagar tributo al responsable de su encomienda. La encomienda no equivalía inicialmente a una concesión de soberanía política sobre los indios, aunque en la práctica así fuese, y el requerido tributo se convertía demasiadas veces en exigencia de trabajos forzados. De las Casas conocía de primera mano las injusticias y los abusos del sistema de encomiendas y se esforzó, con éxito limitado, en acabar con lo que consideraba un grave mal.

En 1564, reflexionando sobre sus décadas de trabajo como abogado de los indígenas, Bartolomé de las Casas redactó su voluntad:

En Su bondad y Su demencia, Dios juzgó correcto elegirme como ministro, aun cuando yo no lo mereciese, para rogar por todos esos pueblos de las Indias, poseedores de reinos y de tierras, contra las injurias y los males, jamás vistos u oídos, que nuestros españoles les infligían… y para restablecer la libertad primitiva de la que fueran injustamente privados… He trabajado al servicio de los reyes de Castilla desde 1514, yendo y viniendo de allí a las Indias en numerosas ocasiones por espacio de casi cincuenta años, únicamente por Dios y por compasión, al ver perecer a tantas multitudes de hombres racionales, sirvientes, humildes, seres humanos de suma docilidad y sencillez, bien dotados para recibir nuestra fe católica… y para asimilar todas las buenas costumbres[31].

De las Casas es considerado hoy casi como un santo en gran parte de la América hispana y sigue siendo admirado por su coraje y su ardua tarea. Su fe católica, que le enseñó un único código moral de obligado cumplimiento para todos los hombres, le permitió emitir un juicio sobre la conducta de sus propios compatriotas con un espíritu de estricta imparcialidad. Sus argumentos, escribe el profesor Lewis Hanke, «fortalecieron las manos de todos aquellos que, en sus tiempos y en los siglos venideros, trabajaron con la creencia de que todos los pueblos del mundo son seres humanos dotados de las facultades y las responsabilidades propias de los hombres»[32].

Hemos hablado hasta el momento de los orígenes del Derecho Internacional, de la norma por la que habían de regirse las relaciones entre los Estados. La dificultad de fortalecer el Derecho Internacional merece capítulo aparte, y la solución al problema queda más o menos abierta en la obra de los teólogos españoles[33]. La respuesta de Vitoria estuvo al parecer relacionada con la idea de guerra justa: esto es, cuando un Estado ha violado las normas del Derecho Internacional en su relación con otro Estado, el primero podría tener motivos para librar una guerra justa[34].

No debemos presuponer despreocupadamente que los teólogos españoles habrían apoyado una institución afín a la Organización de Naciones Unidas. Tengamos en cuenta el problema original que el Derecho Internacional se propone resolver. De acuerdo con el filósofo británico del siglo XVII Thomas Hobbes, la sociedad humana, en ausencia de un gobierno capaz de funcionar como árbitro entre todos los hombres, está abocada al caos y a la guerra civil. La creación de una institución soberana, cuya función primordial sea la de mantener el orden y forzar el cumplimiento de la ley es, en opinión de Hobbes, el único mecanismo merced al cual podemos liberarnos de la inseguridad y del desorden crónicos propios del así llamado estado natural. En este mismo sentido se ha afirmado en ocasiones que en ausencia de alguna clase de gobierno mundial, las naciones se encuentran en la misma situación ante las demás que los individuos de una nación ante su gobierno. Sin un soberano que gobierne a las naciones, nos dice el análisis hobbesiano, cabe esperar que surjan entre las naciones los mismos conflictos y desórdenes que se darían entre los ciudadanos en ausencia de un gobierno civil.

Ahora bien, el establecimiento del gobierno no resuelve el problema descrito por Hobbes sino que sencillamente lo traslada a otro plano. El gobierno puede imponer la paz y prevenir la injusticia entre sus súbditos, pero el pueblo se encuentra en una situación de igualdad frente a su propio gobierno, toda vez que no existe un árbitro común que se interponga entre ambos. Si el gobierno posee la autoridad soberana recomendada por Hobbes, será quien tenga la última palabra sobre el alcance de sus propios poderes, sobre el bien y sobre el mal, y aun sobre la resolución de discrepancias entre sí mismo y los propios ciudadanos. Pese a que Hobbes creía en la democracia, el mero hecho de votar difícilmente podría limitar el poder de una institución semejante. Sin embargo, si existiera un poder superior al gobierno y al pueblo, destinado a garantizar que el gobierno no abusara de sus poderes, éste sólo serviría para trasladar el problema a un plano distinto, pues no habría ninguna autoridad por encima de este nuevo poder.

He aquí uno de los problemas que plantea la existencia de una institución nacional con poderes coercitivos para imponer el Derecho Internacional. Los defensores de esta idea sostienen que la existencia de semejante autoridad liberaría a las naciones del estado de naturaleza hobbesiano en el que se encuentran. Mas, aun cuando llegara a crearse una autoridad así, el problema de la inseguridad persistiría: las naciones del mundo se hallarían en un estado natural ante esta nueva autoridad, cuyo comportamiento serían incapaces de controlar.

Así pues, el cumplimiento del Derecho Internacional no es tarea simple, y el establecimiento de una institución global no hace sino trasladar el problema identificado por Hobbes, lejos de resolverlo. Existen, sin embargo, otras opciones. A fin de cuentas, las naciones civilizadas fueron capaces de respetar las reglas de la llamada guerra civilizada durante dos siglos, a raíz de la guerra de los Treinta Años (1618-1648). La amenaza del ostracismo puede tener efectos muy positivos.

Sean cuales fueren las dificultades prácticas que entraña el cumplimiento de la ley, el concepto de Derecho Internacional que surgido en forma embrionaria como resultado del debate filosófico suscitado por el descubrimiento de América es de la máxima importancia. Sugiere que ninguna nación es un universo moral en sí misma, sino que su comportamiento debe regirse por unos principios básicos acordados por todos los pueblos civilizados. Dicho de otro modo, el Estado no es moralmente autónomo.

En los comienzos del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo presagió el advenimiento del Estado moderno en su breve libro El príncipe (1513). El Estado era ciertamente para Maquiavelo una institución moralmente autónoma, cuya conducta, en aras de su propia conservación, no podía ser juzgada por parámetros externos, ya fuesen éstos los decretos de un Papa o cualquier código de principios morales. No es de extrañar que la Iglesia condenase con tanta dureza la filosofía política de Maquiavelo: fue precisamente esta visión la que negaron enfáticamente los grandes teólogos católicos de España.

El Estado, en su opinión, podía ciertamente ser juzgado de acuerdo con unos principios externos, y no debía actuar sobre la base de la mera conveniencia o el beneficio si en el proceso se veían pisoteados los principios morales.

En resumidas cuentas, los teólogos españoles del siglo XVI sometieron la conducta de su propia civilización al escrutinio crítico y la encontraron deficiente. Propugnaron que en asuntos de derecho natural el resto de los pueblos del mundo eran sus iguales, y que la comunidad de los pueblos paganos merecía el mismo trato que las naciones de la Europa cristiana se otorgaban las unas a las otras. Es extraordinario que los sacerdotes católicos proporcionasen a la civilización occidental las herramientas filosóficas necesarias para acercarse a los pueblos no occidentales con un espíritu de igualdad. Si analizamos la época del Descubrimiento con rigor y perspectiva histórica, debemos concluir que la capacidad de los españoles para juzgar con objetividad a estos pueblos extranjeros y reconocer su humanidad no fue en absoluto desdeñable, especialmente si la comparamos con el provincianismo que tan a menudo ha teñido la opinión que unos pueblos tienen de otros.

Esta imparcialidad no podía haber surgido de las culturas indígenas americanas. «Los indios de la misma región o familia lingüística carecían de un nombre común para sí mismos», explica el historiador de Harvard Samuel Eliot Monson. «Cada tribu se refería a sí misma con algo parecido a “Nosotros, el pueblo” y designaba a sus vecinos con una palabra que significaba “bárbaros”, “hijos de perra” o algo igualmente insultante»[35]. El hecho de que enseguida nos venga a la cabeza el ejemplo contrario de la Confederación Iroquesa es indicativo de su carácter excepcional. La noción de orden internacional de Estados grandes y pequeños, con distintos grados de civilización y de refinamiento, sobre la base del principio de igualdad no podía encontrar un terreno fértil en aquel clima de chovinismo. La visión católica de la unidad fundamental de la especie humana modeló por su parte las deliberaciones de los grandes teólogos españoles del siglo XVI, que insistían en los principios universales por los que debe regirse la relación entre los Estados. Si ahora criticamos los excesos cometidos por los españoles en el Nuevo Mundo es gracias a los instrumentos morales que nos proporcionaron los propios teólogos católicos de España.

El novelista peruano Mano Vargas Llosa aborda la relación europea con los pueblos indígenas del Nuevo Mundo desde una perspectiva similar:

El padre Bartolomé de las Casas fue el más activo, aunque no el único, entre los inconformistas que se rebelaron contra los abusos infligidos a los indios. Estos hombres lucharon contra sus compatriotas y contra las políticas de su propio país en nombre de un principio moral que para ellos estaba por encima de cualquier concepto de Estado o nación. Esta determinación no podía ser posible entre los incas u otros pueblos de las culturas prehispánicas. Según su concepción del mundo, tal como se observa en el resto de las grandes civilizaciones no occidentales, el individuo no estaba moralmente autorizado a cuestionar el organismo social del que formaba parte, pues no existía sino como un átomo de dicho organismo, y las leyes del Estado no podían separarse de la moral. La primera cultura que se interrogó y cuestionó a sí misma, la primera en separar a las masas en seres individuales que con el tiempo ganaron progresivamente el derecho a pensar y actuar por sí mismos, habría de convertirse, gracias a ese desconocido ejercicio que es la libertad, en la civilización más poderosa de nuestro mundo[36].

Ninguna persona seria puede negar que se cometieron injusticias durante la conquista del Nuevo Mundo, y que los sacerdotes de la época las divulgaron y condenaron. Es natural, sin embargo, que busquemos el modo de envolver o mitigar la tragedia demográfica que padecieron los indígenas americanos en la época del Descubrimiento. Y el modo de envolverlo es que el encuentro entre dos culturas distintas proporcionó una ocasión especialmente oportuna para que los moralistas pudieran discutir y desarrollar los principios fundamentales que deben presidir la relación entre los gobiernos. Estos hombres recibieron el gran apoyo del arduo análisis moral llevado a cabo por los teólogos católicos que enseñaban en las universidades españolas[37]. Tal como atinadamente concluye Hanke: «Los ideales que algunos españoles intentaron aplicar en el Nuevo Mundo jamás perderán su esplendor mientras los hombres sigan creyendo que todos los pueblos tienen derecho a la vida, que existen métodos justos para regular las relaciones entre los pueblos y que todos los pueblos del mundo comparten la misma esencia humana»[38]. El mundo occidental se ha identificado durante siglos con estas ideas que proceden directamente del mejor pensamiento católico. He aquí otro de los pilares de la civilización occidental construidos por la Iglesia católica.