La labor de los monjes resultó decisiva para el progreso de la civilización occidental, si bien de las primeras prácticas monásticas, difícilmente se trasluce la enorme influencia que los monasterios llegarían a ejercer en el mundo exterior. Este dato histórico sorprende menos cuando se recuerdan las palabras de Cristo: «Buscad primero el reino de los cielos, y todo se os dará por añadidura». Ésta es, sencillamente expresada, la historia de los monjes.
Los primeros indicios de vida monástica se observan ya en el siglo III. Para entonces, algunas mujeres católicas elegían consagrarse como vírgenes a una vida de oración y sacrificio, dedicada al cuidado de los pobres y los enfermos[1]. De esta temprana tradición proceden las monjas.
Otra de las fuentes de la tradición monacal la hallamos en San Pablo de Tebas y, más popularmente, en San Antonio de Egipto (conocido también como San Antonio del Desierto), que vivió entre mediados de los siglos III y IV. La hermana de San Antonio vivía en una casa de vírgenes consagradas. Él se hizo eremita y se retiró a los desiertos de Egipto en busca de la perfección espiritual, atrayendo con su ejemplo a millares de personas.
El principal rasgo del eremita era el retiro a las soledades remotas y la renuncia a los bienes terrenales, en favor de una concentración plena en su vida espiritual. Los anacoretas vivían normalmente en solitario, o en grupos de dos o de tres, se refugiaban en cuevas o en simples chozas y se sustentaban con lo que podían producir en sus pequeños campos o realizando tareas como la cestería. La ausencia de una autoridad supervisora de su régimen espiritual conducía a algunos de ellos a seguir penitencias y prácticas espirituales poco corrientes. Según monseñor Philip Hughes, un reputado historiador de la Iglesia católica: «Había anacoretas que apenas comían o dormían, otros que permanecían sin moverse semanas enteras o que se hacían enterrar en tumbas y se quedaban allí durante años, recibiendo tan sólo el mínimo alimento necesario a través de las grietas de la construcción»[2].
Los monjes cenobitas (los que conviven en un monasterio), los más conocidos para la mayoría, surgieron en parte como reacción contra la vida de los eremitas y como reconocimiento de la necesidad humana de vivir en comunidad. Esta fue la posición de San Basilio Magno, quien desempeñó un importante papel en el desarrollo de la tradición monacal de Oriente. Pese a todo, la vida del anacoreta nunca llegó a extinguirse por completo; mil años después de San Pablo de Tebas, un eremita fue elegido Papa, y adoptó el nombre de Celestino V.
La influencia de la tradición monástica de Oriente llegó a Occidente por distintas vías, como los viajes de San Atanasio y los escritos de San Juan Casiano, un hombre de Occidente con amplios conocimientos sobre las prácticas del Oriente. La influencia más destacada fue la de San Benedicto de Nursia, quien estableció doce pequeñas comunidades de monjes en Subiaco, a sesenta kilómetros de Roma, antes de desplazarse otros setenta y cinco kilómetros al sur, donde fundó Montecassino, el gran monasterio por el que es recordado. Fue en este lugar, en torno a 529, donde compuso la famosa Regla de San Benito, de cuya excelencia da cuenta el hecho de que se adoptase casi universalmente en todo el Occidente europeo en el curso de los siglos posteriores.
La moderación de la Regla de San Benito, así como el orden y la estructura que proporcionaban, propició su difusión por toda Europa. A diferencia de los monasterios irlandeses, conocidos por su extrema austeridad (que no obstante atraían a un significativo número de hombres), los monasterios benedictinos partían de la base de que el monje debía recibir alimento y sueño en cantidad adecuada, aun cuando su régimen pudiera ser más austero durante los períodos de penitencia. El monje benedictino gozaba de unas condiciones materiales comparables a las de un campesino italiano de la época.
Cada casa benedictina era independiente de las demás, y todas se hallaban bajo la dirección de un abad, responsable de sus asuntos y de su buen gobierno. Hasta entonces los monjes habían tenido libertad para deambular de un lugar a otro, pero San Benito concibió un estilo de vida monástica que exigía a los monjes permanecer en el propio monasterio[3].
San Benito invalidó asimismo la posición social del aspirante a monje, tanto si con anterioridad había llevado una vida de riqueza como de miseria y servidumbre, pues todos eran iguales en Cristo. El abad benedictino «no hará distinción entre las personas del monasterio […] No se preferirá a un hombre libre frente a otro nacido en esclavitud, a menos que exista alguna otra causa razonable. Pues tanto si estamos sometidos como si somos libres, todos somos uno en Cristo […] Dios no distingue entre unos y otros».
El propósito del monje cuando se retiraba al monasterio era el cultivo de una vida espiritual más disciplinada y dedicada al trabajo para alcanzar su salvación en un entorno y bajo un régimen propicio a tal efecto. La labor de los monjes resultó decisiva para la civilización occidental. No era su intención realizar grandes hazañas de la civilización europea, si bien, andando el tiempo, tomaron conciencia de la tarea para la cual parecían haber sido llamados.
La tradición benedictina logró sobrevivir en una época de gran turbulencia, y sus monasterios fueron siempre oasis de orden y de paz. La historia de Montecassino, la casa madre de la Orden, simboliza a las ciaras esta pervivencia. Saqueada por los bárbaros lombardos en 589, destruida por los sarracenos en 884, sacudida por un terremoto en 1349, desvalijada por las tropas francesas en 1799 y arrasada por las bombas en la Segunda Guerra Mundial, en 1944, la casa se negó a desaparecer, y sus monjes regresaban para reconstruirla tras cada adversidad[4].
Las estadísticas no hacen justicia a los logros de la Orden, aunque es de destacar que en los inicios del siglo XIV la congregación había proporcionado a la Iglesia 24 papas, 200 cardenales, 7.000 arzobispos, 15.000 obispos y 1.500 santos canonizados. La orden benedictina llegó a tener en su mayor momento de gloria 37.000 monasterios. Sin embargo, las estadísticas no se limitan a señalar su influencia en el seno de la Iglesia; tal era la exaltación que el ideal monástico producía en la sociedad que en torno al siglo XIV más de veinte emperadores, diez emperatrices, cuarenta y siete reyes y cincuenta reinas ya se habían adherido a ella[5]. Muchos de entre los más poderosos de Europa llegaron así a cultivar la vida humilde y la disciplina espiritual que la Orden propugnaba. Aun los diversos grupos bárbaros se sintieron atraídos por la vida monástica, y personajes tan destacados como Carlomagno de los francos y Rochis de los lombardos adoptaron finalmente este estilo de vida[6].
Las artes prácticas
Si bien las personas instruidas circunscriben la contribución de los monasterios a la civilización occidental tan sólo a su actividad cultural e intelectual, no podemos pasar por alto la importante labor de los monjes en el cultivo de las artes prácticas. Un ejemplo significativo es la agricultura. A comienzos del siglo XX el presidente de lo que entonces se conocía como Colegio Agrícola de Massachusetts, Henry Goodell, celebró «el esfuerzo de estos grandes monjes del pasado a lo largo de mil quinientos años. Fueron ellos quienes salvaron la agricultura en un momento en el que nadie más podría haberlo conseguido. La practicaron en el contexto de una vida y unas condiciones nuevas, cuando nadie se habría atrevido a abordar esta empresa»[7]. Abundan los testimonios similares en este sentido. «Debemos agradecer a los monjes la recuperación de la agricultura en gran parte de Europa», observa otro especialista. «Allá donde llegaban —añade un tercero— transformaban las tierras vírgenes en cultivos, abordaban la cría del ganado y las tareas agrícolas, trabajaban con sus propias manos, drenaban pantanos y desbrozaban bosques. Alemania se convirtió, gracias a sus esfuerzos, en un país productivo». Otro historiador señala que «los monasterios benedictinos eran una universidad agrícola para la región en la que se ubicaban»[8]. Incluso en el siglo XIX, el estadista e historiador francés François Guizot, un hombre que no mostraba especial simpatía por la Iglesia católica, observaba: «Los monjes benedictinos fueron los agricultores de Europa; transformaron amplias zonas del continente en tierras cultivables, asociando la agricultura con la oración»[9]
El trabajo manual, expresamente recogido en la Regla de San Benito, era la piedra angular de la vida monástica. Pese a que se conocía a la Orden por su moderación y su aversión a las penurias exageradas, los monjes realizaban tareas duras y poco atractivas, pues eran para ellos caminos de gracia y oportunidades para la mortificación de la carne. Este extremo es especialmente cierto en lo que a la conquista y transformación de las tierras se refiere. Los pantanos se consideraban fuentes de pestilencia, desprovistas de todo valor. Sin embargo, los monjes se esforzaron por afrontar los retos que estos lugares presentaban y no tardaron en construir diques, drenar las tierras anegadas y convertir lo que antes era un foco de suciedad y enfermedades en fértiles tierras de cultivo[10].
El reputado historiador decimonónico de los monjes, Montalembert, pagó tributo a este extraordinario esfuerzo agrícola. «Es imposible olvidar —escribió— cómo supieron hacer uso de amplias regiones (llegando a abarcar una quinta parte de la superficie total de Inglaterra) no cultivadas, deshabitadas, boscosas y rodeadas de pantanos». Así eran en gran medida las tierras ocupadas por los monjes, en parte porque elegían los lugares más recluidos e inaccesibles, con el propósito de reforzar su vida en soledad, y en parte porque éstas eran las tierras que los donantes laicos podían ofrecerles con mayor facilidad[11]. Aunque a veces talaban los bosques que obstaculizaban el asentamiento humano y el uso de las tierras, intentaban conservarlos siempre que era posible y se preocupaban de plantar árboles[12].
Los pantanos de Southampton, en Inglaterra, son un nítido ejemplo de la saludable influencia de los monjes en su entorno geográfico. Un experto describe el aspecto que probablemente tenía la región en el siglo VII, antes de la fundación de la Abadía de Thorney:
Era un enorme páramo. Los pantanos en el siglo VII tal vez fueran como los bosques de la desembocadura del Mississippi o las marismas de las Carolinas: un laberinto de cursos de agua serpenteantes y negros, con amplias lagunas, marismas que quedaban sumergidas con las mareas de primavera, grandes extensiones de cañas, juncias y helechos, amplias arboledas de sauces, alisos y álamos arraigados en la turba, que lentamente devoraban, aunque también conservaban, los bosques de abetos y robles, de fresnos y chopos, de avellanos y tejos que en otro tiempo crecían en aquellos bajíos pestilentes. Los árboles arrancados por las crecidas y las tormentas flotaban y terminaban por amontonarse, formando presas que obligaban al agua a regresar a la tierra. Las torrenteras que caían por los bosques cambiaban de curso, arrastrando arena y cieno hasta el terreno negro de la turbera. La naturaleza incontrolada causaba estragos cada vez mayores y sembraba el caos, hasta que el páramo se convirtió en una funesta ciénaga[13].
Cinco siglos más tarde, Guillermo de Malmesbury (c. 1096-1143) describía así la zona:
Es una réplica del Paraíso, en la que parece reflejarse la dulzura y la pureza de los cielos. Crecen en mitad de los páramos bosquecillos que parecen alcanzar las estrellas con sus altas y esbeltas copas; los ojos recorren con embeleso un mar de verdeante hierba y el pie que pisa las amplias praderas no encuentra obstáculo alguno en su camino. Ni un solo palmo de tierra queda sin cultivar hasta allí donde la vista alcanza. Aquí la tierra se halla oculta por los frutales; allí las viñas se arrastran por el suelo o trepan por espalderas. La naturaleza y el arte compiten mutuamente, suministrando la una todo cuanto el otro se olvida de producir. ¡Ah, gratas y profundas soledades! Por Dios habéis sido dadas a los monjes para que su vida mortal pueda acercarse cada día un poco más al cielo[14].
En todas partes introducían los monjes cultivos e industrias y empleaban métodos de producción desconocidos hasta la fecha por la población del lugar. Abordaban la cría de ganado y de caballos o las técnicas de fermentación de la cerveza, la apicultura o el cultivo de las frutas. En Suecia desarrollaron el comercio del grano; en Parma fue la elaboración del queso; en Irlanda los criaderos de salmón; y en muchos otros lugares los mejores viñedos. Almacenaban el agua en primavera para distribuirla en épocas de sequía. De hecho, fueron los monjes de los monasterios de Saint Laurent y Saint Martin quienes, tras observar que las aguas primaverales se filtraban inútilmente en los prados de Saint Gervais y de Belleville, las dirigieron hacia Paris. Los campesinos de Lombardia aprendieron de ellos las técnicas de regadío que contribuyeron a transformar asombrosamente la región en una de las más ricas y fértiles de Europa. Fueron también los monjes los primeros en practicar cruces de ganado con el fin de obtener mejores especies, en lugar de fiar el proceso al azar[15].
El buen ejemplo de los monjes sirvió en muchos casos de inspiración a otros, sobre todo en cuanto al respeto por el trabajo manual en general y las labores agrícolas en particular. «La agricultura estaba en decadencia —relata un historiador— Las marismas cubrían las tierras que en otro tiempo fueron fértiles, y los labradores abandonaban el arado, por considerarlo degradante». Sin embargo, cuando los monjes salieron de sus celdas para cavar zanjas y arar los campos, «el resultado fue prodigioso. Los campesinos regresaron a su noble aunque despreciado oficio»[16]. El papa San Gregorio Magno (590-604) nos cuenta una reveladora historia sobre el abad Equitius, un misionero del siglo VI, de notoria elocuencia. Cuando una delegación papal llegó al monasterio en busca de Equitius, los emisarios acudieron de inmediato al scnptonum, donde esperaban encontrarlo entre los demás copistas. Pero Equitius no estaba allí. Los calígrafos se limitaron a decir; «Está abajo, en el valle, cortando heno»[17].
Los monjes fueron pioneros en la producción del vino, que usaban tanto para la celebración de la Santa Misa como para el consumo ordinario, expresamente permitido por la Regia de San Benito. El descubrimiento del champán fue asimismo obra de Dom Pengnon, un monje de la Abadía de San Pedro, en Hautvilliers-del-Marne. Dom Perignon fue nombrado bodeguero de la abadía en 1688 y descubrió el champán experimentando con distintas mezclas de vinos. La fabricación de este espumoso sigue en la actualidad fiel a los principios fundamentales que él estableció[18].
Estas importantes tareas, aunque acaso no tan brillantes como la labor intelectual de los monjes, tuvieron casi el mismo impacto en la construcción y la preservación de la civilización occidental. Difícilmente puede encontrarse en el mundo otro grupo humano cuya contribución haya sido tan variada, significativa e indispensable como lo fue la de estos monjes católicos de Occidente en tiempos de gran agitación y desesperanza.
Es de destacar igualmente la aportación de los monjes a la tecnología medieval. La orden cisterciense, surgida de una reforma de la Regla de San Benito, se estableció en Citeaux en 1098 y es particularmente conocida por su sofisticación tecnológica. La información se difundía rápidamente a través de la amplia red de comunicación que existía entre los distintos monasterios. Se observan así sistemas hidráulicos muy similares en centros separados en ocasiones por miles de kilómetros[19]. «Estos monasterios —dice un historiador— fueron las unidades económicas más eficaces que habían existido en Europa, y acaso en el mundo, hasta la fecha»[20].
El monasterio cisterciense de Clairvaux nos ha legado una crónica de sus sistemas hidráulicos en el siglo XII, que da cuenta de la asombrosa maquinaria de la Europa de la época. La comunidad cisterciense se asemejaba a una fábrica donde, mediante el uso de la energía hidráulica, se molía el grano, se tamizaba la harina, se elaboraban telas y se curtían pieles[21]. Tal como señala Jean Gimpel, esta crónica podría haberse escrito un total de 742 veces, tantas como monasterios cistercienses existían en Europa en el siglo XII. Todos ellos conocieron muy probablemente el mismo grado de progreso tecnológico[22].
Mientras que el mundo de la Antigüedad clásica no llegó a desarrollar la mecanización industrial a escala significativa, los avances en este campo fueron extraordinarios durante la Edad Media, tal como simboliza y refleja el uso de la energía hidráulica por parte de los monjes cistercienses:
El arroyo entra en la abadía por debajo de la muralla [relata una crónica del siglo XII], que permite su acceso como un centinela, y se enreda impetuosamente en el molino, donde se agita en tumultuoso movimiento para triturar primero el grano bajo el peso de las piedras y sacudir luego los linos tamices que separan las cascarillas de la harina. Pasa luego a la siguiente construcción, donde vuelve a llenar las cubas y se entrega a las llamas que lo calientan para preparar la cerveza de los monjes o su licor, cuando las viñas recompensan el esfuerzo de los viñadores con una cosecha pobre. La tarea del arroyo no concluye aquí. Los toneles instalados cerca del molino le hacen señas. En el molino se ha ocupado el arroyo de preparar el alimento para los hermanos, y es por tanto justo que atienda ahora su vestimenta. Jamás retrocede o se niega a hacer lo que se le pide. Uno a uno, levanta, sube y baja los pesados morteros, los grandes martillos de madera de los toneles… ahorrando así grandes fatigas a los monjes… ¡Cuántos caballos acabarían extenuados, cuántos hombres con los brazos exangües si este garboso río, a quien debemos nuestro alimento y nuestra ropa, no trabajase para nosotros!
Una vez ha hecho girar el eje a una velocidad muy superior de la que cualquier rueda es capaz de moverse, el arroyo desaparece en un frenesí de espuma, como si él mismo se dejara triturar por el molino. De seguido entra en la curtiduría, donde prepara el cuero para el calzado de los monjes con tanto esfuerzo como diligencia; se diluye después en multitud de arroyuelos y prosigue su curso siempre fiel a su tarea, siempre presto a atender los asuntos que requieran su participación, sean cuales fueren, ya se trate de cocinar, tamizar, girar, moler, regar o lavar, sin rehusar jamás tarea alguna. En fin, caso de recibir alguna recompensa por el trabajo que no ha realizado, se lleva los residuos y lo deja todo impoluto[23].
Los monjes: asesores técnicos
Los monjes cistercienses destacaron igualmente por su destreza metalúrgica. «En su rápida expansión por Europa», escribe Jean Gimpel, los cistercienses seguramente «desarrollaron una importante labor de difusión de las nuevas técnicas, pues su tecnología industrial alcanzó un grado de sofisticación equiparable al de su tecnología agrícola. Cada monasterio contaba con su propia factoría, a menudo tan grande como la iglesia y a pocos metros de ésta, en cuya planta desarrollaban diversas industrias, accionando su maquinaría mediante la energía hidráulica»[24]. En ocasiones, los monjes recibían como obsequio un depósito de mineral de hierro, normalmente acompañado de las forjas necesarias para extraer el metal, y otras veces adquirían ellos mismos los depósitos y las forjas. Extraían y elaboraban el metal para su propio uso y vendían a veces sus excedentes; lo cierto es que entre mediados del siglo XIII y el siglo XVII, los cistercienses fueron los principales productores de hierro de la Campaña francesa. Siempre ávidos de mejorar la eficacia de sus monasterios, empleaban como fertilizantes la escoria de sus hornos, por su elevada concentración de fosfatos[25].
Todos estos avances se enmarcaban en un contexto de desarrollo tecnológico más amplio. Según observa Gimpel, «la difusión de las máquinas en Europa durante la Edad Media alcanzó un nivel desconocido hasta la fecha por ninguna civilización»[26]. Y, de acuerdo con otro estudio, los monjes fueron «los hábiles e impagados asesores técnicos del tercer mundo de su tiempo; es decir, de la Europa posterior a la invasión de los bárbaros»[27]: Y continúa diciendo:
No había actividad alguna, ya se tratara de la extracción o la elaboración de la sal, el plomo, el hierro, el alumbre, el yeso o el mármol, de la cuchillería, de la vidriería o de la forja de planchas de metal, en la que los monjes no desplegaran toda su creatividad y todo su fértil espíritu investigador. Desarrollaron y refinaron su trabajo hasta alcanzar la perfección, y su pericia se extendió por toda Europa[28].
La maestría de los monjes abarcaba tanto las curiosidades de interés como los asuntos más prácticos. En los comienzos del siglo XI, un monje llamado Eilmer voló a más de 90 metros de altura con un planeador, realizando una hazaña por la que sería recordado en los tres siglos siguientes[29]. Vanos siglos más tarde, el padre Francesco Lana-Terzi, un sacerdote jesuita, desarrolló la técnica del vuelo más sistemáticamente y se hizo merecedor del título de padre de la aviación. Su libro de 1670, Prodromo alia Arte Maestra, fue el primer texto que describió la geometría y la física de una aeronave[30].
Hubo asimismo entre los monjes consumados relojeros. El primer reloj del que tenemos noticia fue construido por el futuro papa Silvestre II para la ciudad alemana de Magdeburgo, en torno a 996. Otros perfeccionaron el arte de la relojería en fecha posterior. Peter Lightfoot, un monje de Glastonbury, construyó en el siglo XIV uno de los relojes más antiguos que se conservan en la actualidad, albergado, en excelentes condiciones de uso, en el Museo de la Ciencia de Londres.
Ricardo de Wallingford, abad de la congregación benedictina de Saint Albans y uno de los precursores de la trigonometría occidental, es famoso por el gran reloj astronómico que diseñó en el siglo XIV para su monasterio. Se dice que hasta dos siglos más tarde no apareció un reloj que pudiera superarlo en sofisticación tecnológica. Este magnífico mecanismo, hoy desaparecido, se perdió probablemente en el transcurso de las desamortizaciones monásticas emprendidas por Enrique VIII durante el siglo XVI. Las notas que dejó Ricardo de Wallingford han permitido no obstante construir una maqueta y una réplica del reloj a gran escala. Además de señalar el paso del tiempo, este artilugio era capaz de predecir con exactitud los eclipses lunares.
Los arqueólogos continúan desvelando la destreza de los monjes y su ingenio tecnológico. A finales de la década de 1990, el arqueo-metalúrgico de la Universidad de Bradford Gerry McDonnell halló pruebas de que la Abadía de Rievaulx, en el norte de Yorkshire, Inglaterra, llegó a alcanzar un grado de complejidad tecnológica comparable al de las grandes máquinas de la revolución industrial del siglo XVIII. (La Abadía de Rievauix fue uno de los monasterios que Enrique VIII ordenó cerrar en la década de 1530, en el marco de su campaña de expropiación de los bienes eclesiásticos). La exploración de las ruinas de Rievaulx y de Laskill (una filial del monasterio situada a unos seis kilómetros de la casa madre), permitió descubrir a McDonnell un horno construido por los monjes para extraer el metal del mineral de oro.
Este tipo de horno se hallaba en el siglo XVI muy poco desarrollado con respecto a su modelo antiguo y presentaba numerosas deficiencias a la luz de los parámetros modernos. La escoria que producían estos hornos primitivos contenía una notable concentración de hierro, pues el depósito no alcanzaba la temperatura necesaria para extraer todo el hierro del mineral. La escoria descubierta por McDonnell en Laskill presentaba, sin embargo, un bajo contenido de hierro, en cantidad similar a la producida por un horno de fundición moderno.
McDonnell cree que los monjes estuvieron muy cerca de construir hornos específicamente diseñados para producir hierro fundido —el ingrediente que acaso marcó el preludio de la era industrial—, y que el horno de Laskill puede considerarse un prototipo del modelo posterior. «Un asunto fundamental es que los cistercienses celebraban una reunión anual de abades con el fin de compartir los avances tecnológicos que se producían en toda Europa. La desaparición de los monasterios supuso la destrucción de esta red de transferencia tecnológica». Los monjes «pasaron a emplear hornos de fundición capaces de producir sólo hierro fundido. Se disponían a desarrollar esta actividad a gran escala cuando la destrucción de su monopolio por parte de Enrique VIII puso fin a esta iniciativa»[31].
De no haber sido por la codicia que llevó al monarca inglés a terminar con los monasterios ingleses, los monjes habrían estado a punto de preludiar la era industrial, con su aparejada explosión de riqueza, población y aumento de la esperanza de vida. Fueron necesarios otros dos siglos y medio para que este avance se produjera finalmente.
Obras de caridad
En capítulo aparte atenderemos con mayor detalle a las obras de caridad realizadas por la Iglesia. Baste señalar por el momento que la Regla de San Benito obligaba a los monjes a dispensar limosnas y a ofrecer hospitalidad. Según la Regla: «Cualquier viajero será recibido como si de Cristo se tratara». Los monasterios eran posadas gratuitas que proporcionaban un lugar de descanso seguro y tranquilo a los peregrinos, a los pobres y a los viajeros extranjeros. Un antiguo historiador de la abadía normanda de Bec escribió: «Pregunten a españoles y borgoñeses o a cualquier viajero cómo fueron recibidos en Bec. Responderán que las puertas del monasterio están siempre abiertas para todos y que su pan es gratis para el mundo entero»[32]. La vida cotidiana se regía por el espíritu de Cristo, y cualquier forastero recibía cobijo y confort.
Se sabe que, en algunos casos, los monjes se esforzaban por seguir el rastro de los pobres que, perdidos o solos cuando caía la noche, necesitaban un lugar donde cobijarse. Así, por ejemplo, en Aubrac, donde a finales del siglo XVI se estableció un hospital monástico en medio de las montañas de Rouergue, una campana avisaba a cualquier viajero sorprendido por la intimidante oscuridad del bosque. La gente la llamaba «la campana de los caminantes»[33].
Con ánimo similar, no era infrecuente que los monjes que vivían cerca del mar idearan algún artilugio para prevenir a los marinos de los obstáculos peligrosos y contasen siempre con provisiones suficientes para acoger a los náufragos. Se dice que la ciudad de Copenhague debe su origen a un monasterio fundado por el obispo Absalón, que atendía a las víctimas de los naufragios.
En la localidad escocesa de Arbroath, los abades instalaron una campana flotante en una roca especialmente traicionera de la costa de Forfarshire. La roca quedaba casi oculta por el agua en determinadas fases de la marea, y muchos navegantes temían chocar contra ella. Las olas hacían sonar la campana, advirtiendo así a los marinos de la presencia del peligro. La roca todavía se conoce como «La roca de la campana»[34]. Éstos son tan sólo algunos ejemplos de la preocupación de los monjes por las gentes que vivían en los alrededores, a lo cual debe sumarse su participación en la construcción o la reparación de puentes, caminos y otras infraestructuras de la época.
La labor más conocida de los monjes es la copia de manuscritos, tanto sagrados como profanos, una tarea considerada especialmente honrosa para quienes la desempeñaban. Un prior cartujo escribió: «Abordar esta labor con diligencia ha de ser la principal empresa de los cartujos… Cabe decir que ésta es, en cierto sentido, una obra inmortal, que nunca pasa y siempre perdura; un trabajo que, por así decir, no es trabajo; un oficio que sobresale sobre cualquier otro como el más adecuado para los hombres religiosos y educados»[35].
La palabra escrita
La honrosa labor del copista era difícil y exigente. En un manuscrito monástico puede leerse la siguiente inscripción: «Supone el que no sabe escribir que esta tarea no entraña esfuerzo alguno, mas sucede que, si bien sólo tres dedos sostienen la pluma, el cuerpo entero se resiente». Era frecuente que los monjes trabajasen bajo un frío lacerante. Un copista apela en estos términos a nuestra simpatía en el momento de concluir la transcripción del comentario de San Jerónimo sobre el Libro de Daniel: «Tengan a bien los lectores que empleen este libro, no olvidar, se lo ruego, a quien se ocupó de copiarlo; fue un pobre hermano llamado Luis que, mientras transcribía este volumen llegado de un país extranjero, hubo de padecer el frío y de concluir de noche lo que no fuera capaz de escribir a la luz del día. Mas Tú, Señor, serás la recompensa de su esfuerzo»[36].
Casiodoro, un senador romano retirado, tuvo en el siglo VI una temprana visión de la empresa cultural que habrían de desempeñar los monasterios. En torno a los años centrales de la centuria, Casiodoro fundó el monasterio de Vivarium en el sur de Italia, al que dotó de una excelente biblioteca —a decir verdad, la única de la que a la sazón tenían noticia los eruditos de la época— y subrayó la importancia de la copia de manuscritos. Parece ser que algunos importantes manuscritos de Vivarium llegaron a la Biblioteca Laterana y a manos de los papas[37].
Sorprendentemente, no es a Vivarium sino a otras bibliotecas y scriptoria (las salas habilitadas para la copia de textos) monásticos a las que debemos el gran corpus de literatura latina que ha sobrevivido hasta nuestros días. Cuando estas obras no fueron directamente salvadas y transcritas por los monjes, debemos su supervivencia a las bibliotecas y las escuelas asociadas con las grandes catedrales medievales[38]. Así, aun en aquellos casos en los que la Iglesia no realizaba sus propias aportaciones originales, se ocupaba de conservar los libros y los documentos de importancia seminal para la civilización que se había propuesto salvar.
El gran Alcuino —el teólogo y políglota que colaboró estrechamente con Carlomagno para restablecer el estudio y la erudición en la Europa central y occidental—, mencionaba entre los fondos de su biblioteca en York obras de Aristóteles, Cicerón, Lucano, Plinio, Estatio, Pompeyo Trogo y Virgilio. Alcuino cita en su correspondencia a otros autores clásicos, como Ovidio, Horacio y Terencio[39]. Sin embargo, Alcuino no era ni mucho menos el único que conocía y apreciaba a los antiguos maestros. Lupo (aprox. 805-862), abad de Ferriéres, cita también a Cicerón, Horacio, Marcial, Suetonio y Virgilo. Abbo de Fleury (aprox. 950-1004), abad del monasterio de Fleury, era un buen conocedor de Horacio, Salustio, Terencio y Virgilio. Desiderio, a quien se tiene por el principal de los abades de Montecassino tras el propio San Benito y quien en 1086 ocupó el trono papal con el nombre de Víctor III, supervisó personalmente la transcripción de Horacio y de Séneca, así como las de la obra de Cicerón De Natura Deorum, y los Fastos de Ovidio[40]. Su amigo el arzobispo Alfano, que también fuera monje de Montecassmo, poseía una fluidez similar con las obras de los escritores clásicos y citaba frecuentemente a Apuleyo, Aristóteles, Cicerón, Platón, Varro y Virgilio, además de imitar en sus propios versos a Ovidio y Horacio. Siendo abad de Bec, San Anselmo recomendó a sus discípulos la lectura de Virgilio y otros autores clásicos, aunque instándolos a pasar por alto los pasajes moralmente reprobables[41].
El gran Gerberto de Aurillac, que escogió para su pontificado el nombre de Silvestre II, no se limitaba a la enseñanza de la lógica sino que animaba a sus alumnos a apreciar las obras de Horacio, Juvenai, Lucano, Persio, Terencio, Estatio y Virgilio. Sabemos que en lugares como Saint Alban’s y Paderbome se ofrecían conferencias sobre autores clásicos. Se conserva un ejercicio realizado por San Hildeberto, en el que se reúnen fragmentos de Cicerón, Horacio, Juvenal, Persio, Séneca, Terencio y otros; el gran historiador decimonónico John Henry Cardinal Newman, convertido del anglicanismo, sugiere que San Hildeberto se había aprendido a Horacio de memoria[42]. Lo cierto es que la Iglesia cultivó, preservó, estudió y enseñó las obras de los autores clásicos, que de otro modo habrían desaparecido.
Algunos monasterios destacaron por sus conocimientos en determinadas ramas del saber. Así, los monjes de San Benigno de Dijon impartían conferencias de medicina, el monasterio de Saint Gall contaba con una escuela de pintura y grabado, y en ciertos monasterios alemanes se pronunciaban conferencias en griego, hebreo y árabe[43], Era frecuente que los monjes ampliaran estudios en alguna de las escudas monásticas que se crearon durante el Renacimiento carolingio y en épocas sucesivas. Una vez dominadas las disciplinas que se impartían en su propia casa, Abbo de Fleury marchó a estudiar filosofía y astronomía a París y Reims; historias similares se cuentan del arzobispo de Rabán de Maguncia, San Wolfgang, y del papa Silvestre II)[44].
Montecassino, la casa madre de la Orden benedictina, experimentó en el siglo XI un resurgimiento cultural calificado como el «acontecimiento más espectacular en la historia de la erudición latina del siglo XI»[45]. Además del gran alcance de su empresa artística e intelectual, Montecassino recuperó el interés por los textos de la antigüedad clásica:
Se recuperaron de un plumazo textos que de otro modo se habrían perdido para siempre; al esfuerzo de este monasterio le debemos la conservación de los últimos Anales e Historias de Tácito (Lámina XIV), El asno de oro de Apuleyo, los Diálogos de Séneca, De lingua latina de Varro, De aquis de Frontino y treinta y tantos versos de la sexta sátira de Juvenal que no figuran en ningún otro manuscrito[46].
Junto a su esmerada conservación de las obras del mundo clásico y de los padres de la Iglesia, de importancia central para nuestra civilización, los monjes desarrollaron otra tarea de enorme relieve en su condición de copistas: la preservación de la Biblia[47]. Sin su devoción a esta tarea y las numerosas copias que produjeron, no es seguro que la Biblia hubiera sobrevivido a los ataques de los bárbaros. Los monjes iluminaban los Evangelios con exquisitas ilustraciones artísticas, como es el caso de los famosos Evangelios de Lindau y Lindisfarne, que son obras de arte además de obras de fe.
La historia de los monasterios ofrece abundantes ejemplos de la devoción que los monjes profesaban a los libros. San Benito Biscop, fundador del monasterio de Wearmouth, en Inglaterra, buscó volúmenes para la biblioteca de su monasterio por todo lo largo y ancho del mundo, embarcándose a tal fin en cinco travesías marítimas (y regresando en cada ocasión con un considerable cargamento)[48]. Lupo pidió a uno de los hermanos la oportunidad de copiar la Vida de los césares de Suetonio e imploró a otro amigo que le trajera La conspiración de Catilina y la Guerra yugurtina, de Salustio, además del Verrino de Cicerón y cualquier otro volumen que pudiera ser de interés. A otro amigo le pidió en préstamo La Retórica de Cicerón y solicitó al Papa una copia de De Oratore, del mismo autor, así como de las Instituciones de Quintiliano y algunos otros textos. Gerberto, que mostraba el mismo entusiasmo por los libros, se ofreció a ayudar a otro abad para terminar algunas coplas incompletas de Cicerón y del filósofo Demóstenes, para lo cual buscó los manuscritos de Verrino y De República[49], Sabemos que San Maieul de Cluny siempre tenía un libro en las manos cuando viajaba a caballo, tan entusiasta era de la lectura. También San Halinardo, abad de San Benigno de Dijon antes de convertirse en arzobispo de Lyon, cultivaba la misma afición y hablaba con orgullo de los filósofos de la Antigüedad[50]. «Sin estudio y sin libros —decía un monje de Muri— la vida de un monje es nada». En parecidos términos se expresaba San Hugo de Lincoln en sus tiempos de prior de Witham, el primer monasterio cartujo de Inglaterra: «Nuestros libros son nuestro deleite y nuestra riqueza en tiempo de paz, nuestras armas ofensivas y defensivas en tiempo de guerra, nuestro alimento cuando tenemos hambre y nuestra medicina cuando enfermamos»[51]. La admiración que la civilización occidental siente por la palabra escrita y por los textos de los autores clásicos es un legado de la Iglesia católica, que los preservó durante la época de las invasiones bárbaras.
Los monjes también ejercieron la docencia, con mayor o menor grado de intensidad a lo largo de los siglos. San Juan Crisóstomo nos cuenta que ya en sus tiempos (aprox. 347-407) era costumbre entre las gentes de Antioquía enviar a sus hijos para ser educados por los monjes. San Benito instruyó a los hijos de los nobles romanos[52]. San Bonifacio creó una escuela en cada uno de los monasterios que fundó en Alemania, mientras que San Agustín y sus monjes construyeron escuelas en Inglaterra y en el resto de los lugares en los que se estableció la congregación[53]. Entre los méritos de San Patricio destaca el fomento de la erudición en Irlanda, donde los monasterios se convirtieron en importantes centros de conocimiento, que dispensaban instrucción a monjes y legos por igual[54].
Quienes no ingresaban en el monacato recibían sus enseñanzas en otros lugares, como las escuelas catedralicias que se crearon durante el reinado de Carlomagno. Sin embargo, aun cuando la aportación de los monasterios se hubiera limitado a enseñar a sus monjes a leer y a escribir, el logro no habría sido en absoluto desdeñable. Cuando los griegos micénicos sufrieron una catástrofe en el siglo XII a. C. —una invasión de los dorios, según algunos historiadores— se sucedieron tres siglos de analfabetismo absoluto, conocidos como la Edad Oscura de Grecia. La escritura sencillamente sucumbió al desorden y al caos. El compromiso de los monjes con la lectura, la escritura y la educación garantizó, no obstante, que el aciago destino de los griegos micénicos no se abatiera sobre los europeos tras la caída del Imperio romano. Esta vez, gracias a los monjes, la cultura sobrevivió a la hecatombe política y social.
Los monjes hicieron mucho más que conservar la lectura y la escritura. Incluso un historiador poco amigo de la educación monástica, reconocía que: «Estudiaban las canciones de los poetas paganos y los escritos de los historiadores y los filósofos. Los monasterios y las escuelas monásticas vivieron un gran florecimiento, y cada casa se convirtió en un centro de enseñanza y de vida religiosa»[55], Otro cronista poco favorable a los monjes escribió: «No solo crearon las escuelas y se convirtieron en maestros sino que sentaron los cimientos de las universidades. Fueron los pensadores y los filósofos de su tiempo y modelaron el pensamiento político y religioso. A ellos, tanto individual como colectivamente, se debe la pervivencia del pensamiento y de la civilización del mundo clásico a lo largo de la Edad Media y el período moderno»[56].
Este esbozo de las aportaciones de los monjes apenas roza la superficie de un asunto de hondo calado. En las décadas de 1860 y 1870, mientras el conde de Montalembert escribía sus seis volúmenes de historia de los monjes en Occidente, se lamentó en ocasiones de su incapacidad para ofrecer algo más que una somera perspectiva de grandes figuras y grandes hazañas, y de continuo remitía a sus lectores a las referencias en sus notas a pie de página. La contribución monástica a la civilización occidental es, como hemos visto, inmensa. Entre otras cosas, los monjes enseñaron las técnicas de la metalúrgica, introdujeron nuevos cultivos, copiaron textos antiguos, preservaron la educación, fueron pioneros en tecnología, inventaron el champán, mejoraron el paisaje europeo, proporcionaron bienestar a los viajeros y se ocuparon de los extraviados y de los náufragos. ¿Hay alguien en la historia de la civilización occidental que pueda jactarse de tener un currículo semejante? Como veremos en el capítulo siguiente, la Iglesia que dio a Occidente sus monjes es la misma que creó las universidades.