El distinguido profesor de Historia y Estudios Religiosos de la Universidad de Pensilvama, Philip Jenkins, señala que el anticatolicismo es el único prejuicio residual aún aceptable hoy día en Estados Unidos. Esta afirmación es difícilmente refutable. Es poco lo que nuestra cultura popular y mediática prohíbe cuando se trata de ridiculizar o de parodiar a la Iglesia. Mis propios alumnos, que lo desconocen casi todo acerca de la Iglesia, están al corriente de su supuesta «corrupción», gracias a las innumerables historias de diversa credibilidad que sus profesores de instituto les han contado. La historia del catolicismo es para ellos un compendio de ignorancia, represión y estancamiento. Que la civilización occidental tenga una gran deuda con la Iglesia por la existencia de las universidades, las instituciones benéficas, el Derecho Internacional, las ciencias y otros importantes principios legales, entre otras muchas cosas, no parece que les haya sido inculcado con especial rigor. La civilización occidental debe a la Iglesia católica mucho más de lo que la mayoría de la gente, incluidos los católicos, tiende a pensar. Lo cierto es que la Iglesia construyó la civilización occidental.

Naturalmente que la civilización occidental no tiene su origen sólo en el catolicismo; no puede negarse la importancia de Grecia y de Roma o de las distintas tribus germánicas que heredaron el Imperio romano de Occidente, como influencias de notable peso fundacional en nuestra civilización. Sin embargo, lejos de repudiar estas tradiciones, la Iglesia las ha asimilado y ha aprendido lo mejor de todas ellas. Sorprende así que la sustantiva y esencial aportación católica haya pasado relativamente inadvertida en la cultura popular.

Ningún católico serio discutiría que los hombres de la Iglesia tomaron en todo momento las decisiones más adecuadas, pero, si bien los católicos creen que la Iglesia conservará la integridad de la fe hasta el fin de los tiempos, esta garantía espiritual no implica en modo alguno que las actuaciones de los papas y del episcopado hayan sido siempre irreprochables. Antes al contrario, los católicos distinguen entre la santidad de la Iglesia como institución guiada por el Espíritu Santo y la naturaleza inevitablemente pecaminosa de los hombres, incluidos aquellos que sirven a esta institución.

Pese a todo, ciertos intelectuales han revisado con contundencia en los últimos tiempos algunos acontecimientos históricos tradicionalmente citados como prueba de la maldad de la Iglesia. Así, por ejemplo, hoy sabemos que la Inquisición no fue ni mucho menos tan dura como hasta el momento se la ha pintado y que el número de personas condenadas por el tribunal fue notablemente inferior —en orden de magnitud— de lo que las exageradas versiones del pasado afirmaban. Esto no es un simple alegato del autor, sino la conclusión a la que claramente han llegado algunos de los estudios eruditos más recientes[1].

Lo cierto es que en nuestro actual medio cultural resulta fácil olvidar —o no aprender en primera instancia— lo mucho que nuestra civilización debe a la Iglesia católica. A decir verdad, la mayoría de la gente reconoce la influencia de la Iglesia en la música, el arte y la arquitectura. El objetivo de este libro, sin embargo, es demostrar que su huella en la civilización occidental va mucho más allá de estos ámbitos. Con la excepción de los eruditos de la Europa medieval, la mayoría de la gente cree que los mil años que precedieron al Renacimiento fueron tiempos de ignorancia y represión, carentes de un debate enérgico y de un intercambio intelectual animado, y que todas las comunidades intelectuales vivían sometidas a una estricta conformidad implacablemente impuesta. No puedo culpar a mis alumnos por tener esta visión, pues, a fin de cuentas, es lo que se les ha enseñado en la escuela y lo que les ha llegado a través de la cultura popular.

Hay todavía autores profesionales que sostienen este punto de vista. En el curso de mis investigaciones, topé con un libro publicado en 2001 y titulado El segundo Mesías, de Christopher Knight y Robert Lomas. Estos autores ofrecen un retrato de la Iglesia católica y de su influencia en la civilización occidental que no puede ser más equivocado. Lo consiguen gracias a los fuertes prejuicios en contra de la Edad Media, así como al desconocimiento general de este período histórico entre la opinión pública. En el citado libro, leemos por ejemplo que: «El establecimiento del cristianismo romano marcó el comienzo de los Tiempos Oscuros: ese período de la historia occidental en el que la luz estuvo ausente de todo aprendizaje y la superstición sustituyó al conocimiento. Esta época se prolongó hasta que el poder de la Iglesia romana fue socavado por la Reforma»[2]. Y continúan diciendo: «Se despreció todo cuanto era bueno y verdadero y se ignoraron todas las ramas del conocimiento humano en nombre de Jesucristo»[3].

Soy consciente de que es precisamente esto lo que muchos lectores aprendieron en la escuela, aunque hoy apenas quede un historiador que no manifieste una mezcla de desprecio y diversión ante este tipo de comentarios. Las afirmaciones formuladas en este libro hacen caso omiso de todo un siglo de investigaciones, y Knight y Lomas, que no son historiadores, parecen ignorar alegremente que los viejos bulos en los que insisten hasta la saciedad no merecen hoy el crédito de un solo historiador profesional. Debe de resultar muy frustrante ser historiador de la Europa medieval: por más que uno se esfuerce en recabar pruebas en sentido contrario, todo el mundo sigue creyendo que el Medioevo fue un yermo intelectual y cultural de principio a fin y que la Iglesia católica no ha llegado a Occidente nada más que represión.

Knight y Lomas no mencionan que, en los «Tiempos Oscuros», la Iglesia desarrolló en Europa el sistema de las universidades, un verdadero regalo de la civilización occidental al resto del mundo. Causa verdadero asombro entre los historiadores el extremo que llegó a alcanzar el debate intelectual, libre y sin cortapisas, en estos centros de enseñanza. La exaltación de la razón humana y sus capacidades, el compromiso con un debate racional y riguroso, y el impulso de la investigación intelectual y el intercambio académico —todo ello patrocinado por la Iglesia— proporcionaron el marco necesario para la extraordinaria revolución científica que habría de producirse en la civilización occidental.

La mayoría de los historiadores de la ciencia —entre los que figuran A. C. Crombie, David Lindberg, Edward Grant, Stanley Jaki, Thomas Goldstein y J. L. Heilbron— han concluido en los últimos cincuenta años que la revolución científica se produjo gracias a la Iglesia. La aportación católica a la ciencia no se limitó a la esfera de las ideas —también las teológicas—, toda vez que muchos científicos en ejercicio eran a la sazón sacerdotes. El padre Nicholas Steno, un luterano convertido al catolicismo y ordenado sacerdote, es comúnmente considerado el padre de la geología, mientras que el padre de la egiptología fue Athanasius Kircher. La primera persona que midió el índice de aceleración de un cuerpo en caída libre fue otro sacerdote, el padre Giambattista Riccioli. Y a Roger Boscovich se le suele atribuir el descubrimiento de la moderna teoría atómica. Los jesuitas llegaron a dominar el estudio de los terremotos a tal punto que la sismología se dio en llamar la «ciencia jesuita».

Y esto no es todo, ni mucho menos. Aun cuando cerca de treinta y cinco cráteres lunares llevan el nombre de científicos y matemáticos jesuitas, la contribución de la Iglesia a la astronomía es prácticamente desconocida para el estadounidense con una educación media. Sin embargo, tal como señala J. L. Heilbron, de la Universidad de Berkeley, California: «La Iglesia católica-romana ha proporcionado más ayuda financiera y apoyo social al estudio de la astronomía durante seis siglos —desde la recuperación de los conocimientos antiguos en el transcurso de la Edad Media hasta la Ilustración— que ninguna otra institución y probablemente más que el resto en su conjunto»[4].

Si bien la importancia de la tradición monástica ha sido más o menos reconocida por la Historia occidental —todo el mundo sabe que los monjes preservaron la herencia literaria del mundo antiguo, por no decir la propia existencia del alfabetismo, tras la caída del Imperio romano—, el lector descubrirá en este libro que la aportación de los monjes fue en realidad mucho mayor. Es difícil señalar una sola empresa significativa para el progreso de la civilización a lo largo de la Edad Media en la que la intervención de los monjes no fuera decisiva. Según se describía en un estudio sobre el particular, los monjes proporcionaron «a toda Europa […] una red de fábricas, centros para la cría de ganado, centros de investigación, fervor espiritual, el arte de vivir la predisposición a la acción social […] en resumidas cuentas una avanzada civilización que surgió del caos y la barbarie circundantes, Sin duda alguna, San Benito [el principal arquitecto de los monasterios occidentales] fue el padre de Europa; y los benedictinos, sus hijos, fueron los padres de la civilización europea»[5].

El desarrollo del concepto del Derecho Internacional, asociado en ocasiones con los antiguos estoicos, se atribuye a menudo a los pensadores y teóricos del Derecho de los siglos XVII y XVIII. No obstante, lo cierto es que este concepto jurídico surgió en las universidades españolas en el siglo XVI, y fue Francisco de Vitoria, un profesor y sacerdote católico, quien mereció el título de padre del Derecho Internacional. Ante el maltrato que los españoles infligían a los indígenas del Nuevo Mundo, Vitoria, junto a otros filósofos y teólogos católicos, empezó a especular sobre los derechos humanos y las correctas relaciones que debían existir entre los pueblos. Estos pensadores católicos originaron la idea del Derecho Internacional tal como hoy lo concebimos.

El Derecho en Occidente es en gran medida una aportación eclesiástica. El Derecho Canónico fue el primer sistema legal moderno surgido en Europa que demostró la posibilidad de reunir en un cuerpo legal coherente y completo el batiburrillo de estatutos, tradiciones y costumbres locales, a menudo en contradicción, con el que tanto la Iglesia como el Estado habían de enfrentarse en la Edad Media. Según el experto Harold Berman: «Fue la Iglesia quien enseñó por primera vez al hombre occidental lo que es un sistema legal moderno. Fue la Iglesia quien enseñó que costumbres, estatutos, casos y doctrinas en mutuo conflicto pueden reconciliarse mediante el análisis y la síntesis»[6].

La noción de unos «derechos» ordenadamente formulados tiene su origen en la civilización occidental. Más concretamente, no procede de John Locke y de Thomas Jefferson —tal como muchos podrían suponer—, sino del Derecho Canónico de la Iglesia católica. Otros importantes principios legales de la civilización occidental son fruto de la influencia eclesiástica, toda vez que los hombres de la Iglesia decidieron introducir una serie de procedimientos judiciales de corte racional, además de complicados conceptos legales, para acabar con las ordalías, arraigadas en la superstición, que caracterizaban el orden legal germánico.

Estudios algo antiguos atribuyen la creación de la economía moderna a Adam Smith y otros teóricos de la economía del siglo XVIII. Investigaciones más recientes subrayan, sin embargo, la importancia del pensamiento económico de los últimos escolásticos, en particular los teólogos católicos españoles de los siglos XV y XVI. Algunos, como el gran economista del siglo XX Joseph Schumpeter, han llegado a calificar a estos pensadores católicos de fundadores de la moderna ciencia económica.

La mayoría de las personas sabe de la obra de caridad desarrollada por la Iglesia católica, aunque desconoce el extraordinario compromiso de la Iglesia con esta labor. El mundo antiguo nos ofrece algunos ejemplos de liberalidad hacia los pobres, si bien dicha liberalidad busca la fama y el reconocimiento para el que da y tiende a ser indiscriminada, en lugar de centrarse en aquellos que la necesitan. A menudo se trataba a los pobres con desprecio, y la idea de ayudar al destituido sin esperar algún tipo de reciprocidad o beneficio personal estaba fuera de lugar. Incluso W. E. H. Lecky, un historiador decimonónico sumamente crítico con la Iglesia, reconocía que el compromiso eclesiástico con los pobres —tanto en lo espiritual como en lo material— era un fenómeno nuevo en el mundo occidental y constituía un avance sustancial sobre los modelos de la Antigüedad clásica.

La Iglesia ha dejado en todas estas áreas una huella indeleble en el núcleo de la civilización europea, a la que ha forzado significativamente hacia el bien. Un reciente volumen de historia de la Iglesia católica lleva por título Triumph[7], un título muy adecuado para relatar la vida de una institución que se honra de contar con tantos hombres y mujeres heroicos y de haber conseguido tantos logros históricos. Es muy poca, sin embargo, la información que en este sentido proporcionan los libros de texto que el alumno medio estudia en nuestros institutos y nuestras universidades. Y ésa es en buena medida la razón de ser de este libro. La Iglesia católica ha configurado nuestra civilización y nuestra actitud como personas de modos mucho más diversos de lo que la gente cree. Aunque los típicos manuales universitarios no lo digan, la Iglesia católica ha sido indispensable para la construcción de la civilización occidental. No sólo puso fin a prácticas del mundo antiguo moralmente repugnantes, como el infanticidio o los combates de gladiadores, sino que, tras la caída de Roma, fue la Iglesia quien restableció la civilización y permitió su progreso. Todo empezó enseñando a los bárbaros; y a los bárbaros nos dirigimos en este momento.