Conclusión
Un mundo sin Dios
La religión es un aspecto fundamental de cualquier civilización, y la influencia de la Iglesia católica en la percepción que el hombre occidental tiene de Dios ha sido decisiva.
Cuatro características distinguen principalmente la visión católica de Dios de la idea que las antiguas civilizaciones del Oriente Medio tenían de lo divino[1]. La primera de ellas es que Dios es uno. Los sistemas politeístas, de acuerdo con los cuales una serie de divinidades casi omnipotentes se encargan de custodiar determinados fenómenos naturales o lugares físicos, parecen ajenos a la cultura occidental, acostumbrada a concebir a Dios como único ser dotado de poder supremo sobre todos los aspectos de su creación.
La segunda de estas características es que Dios es absolutamente soberano, puesto que Su existencia no procede de un reino anterior y no se halla sometido a fuerza alguna. Ni la enfermedad, ni el hambre o la sed, ni el poder del destino —circunstancias que en mayor o menor medida pueden afectar a los dioses del Oriente Próximo— tienen poder sobre Él.
La tercera característica es que Dios es trascendente, que abarca mucho más allá de su propia creación. No reposa en ningún espacio físico, ni ha dotado de alma a las cosas que ha creado, como sucede con los dioses de la naturaleza en las religiones animistas. Esta condición permite el surgimiento de la ciencia y el progreso de la idea de que la naturaleza se rige por unas leyes cíclicas, puesto que priva a la naturaleza material de atributos divinos; y como los distintos objetos del mundo creado carecen de voluntad propia, es posible concebir que siguen unas pautas de conducta regulares.
Por último, Dios es bueno. A diferencia de los dioses de la antigua civilización sumeria, quienes en el mejor de los casos se mostraban indiferentes al bienestar de los hombres, o a diferencia de los dioses de la antigua Grecia, que se mostraban mezquinos y vengativos en su trato con los seres humanos, el Dios del catolicismo ama a la humanidad y desea el bien del hombre. Le complace recibir sacrificios rituales —el Sacrificio de la Santa Misa— como a los dioses paganos, pero también, a diferencia de muchos de éstos, le agrada el buen comportamiento de los hombres.
Todas estas características son evidentes en el Dios del Antiguo Testamento del judaísmo, si bien la concepción católica de Dios se distancia de esa tradición por la Encarnación de Jesucristo. Con el nacimiento de Cristo y su permanencia en este mundo, aprendemos que Dios no solo busca la veneración del hombre, sino también su amistad. El gran escritor católico del siglo XX Robert Hugh Benson escribió un libro titulado The Friendship of Christ (1912), y Soren Kierkegaard llega a comparar a Dios en sus Fragmentos filosóficos con un rey que deseaba conquistar el amor de una mujer corriente.
Si se acercaba a ella como rey, la mujer se asustaría y no le ofrecería la clase de amor que se intercambia espontáneamente entre iguales. También podría ocurrir que ella se sintiese atraída por la riqueza y el poder del rey, o, simplemente, que no se atreviera a rechazarlo.
De ahí que el rey se acercase a la mujer corriente bajo la apariencia de un hombre corriente. Sólo de este modo podía obtener el amor sincero de ella y solo así saber que ese amor era en verdad auténtico. Esto, dice Kierkegaard, es lo que hace Dios cuando llega al mundo encamado en Jesucristo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Dios busca nuestro amor no sobrecogiéndonos con la majestuosidad de la visión beatífica (que no está a nuestro alcance en este mundo sino en el mundo venidero), sino condescendiendo a relacionarse con nosotros a nuestro nivel, adoptando nuestra naturaleza y nuestra carne[2]. Esta idea, que constituye una excepción en la historia de las religiones, ha calado de tal modo en la cultura occidental que apenas nadie se para a pensarlo dos veces.
Tal es el arraigo de los conceptos católicos en el mundo que incluso los movimientos contrarios aparecen frecuentemente imbuidos de ideas cristianas. Murray Rothbard señalaba hasta qué punto el marxismo, una ideología implacablemente laica, tomaba ciertas ideas religiosas de las herejías cristianas del siglo XVI[3]. Los intelectuales progresistas estadounidenses de principios del siglo XX se jactaban de haber abandonado su fe (ampliamente protestante), pese a lo cual su discurso seguía claramente impregnado del lenguaje cristiano[4].
Estos ejemplos sólo subrayan lo que ya hemos visto: que la Iglesia católica no se limitó a contribuir al desarrollo de la civilización occidental sino que «construyó» esta civilización. Naturalmente, tomó prestados conceptos del mundo clásico para transformar y mejorar la antigua tradición. No hubo apenas empresa humana en los albores de la Edad Media en la que no participasen los monasterios. La revolución cristiana arraigó en el Occidente europeo gracias a que sus fundamentos teológicos y filosóficos, esencialmente católicos, proporcionaron un terreno fértil y propicio para el desarrollo de la empresa científica. Y es a los últimos escolásticos a quienes debemos tanto la idea de Derecho Internacional como otros conceptos esenciales para el surgimiento de la teoría económica.
Estos dos últimos logros son fruto de las universidades europeas, creadas en la Alta Edad Media bajo los auspicios de la Iglesia. A diferencia de las academias de la antigua Grecia, cada una de las cuales tendía a estar dominada por una escuela de pensamiento independiente, las universidades medievales eran lugares de intenso debate e intercambio intelectual. Así lo cuenta David Lindberg:
Hay que señalar con toda claridad que el maestro medieval gozaba de amplia libertad en el seno de este sistema educativo. El estereotipo describe al profesor medieval como un individuo débil y servil, un esclavo de Aristóteles y de los padres de la Iglesia (aunque evita explicar cómo se puede ser a un tiempo esclavo de ambos), temeroso de distanciarse una coma de los dictados de la autoridad. Existían, claro está, unos límites teológicos, pero dentro de esos amplios límites el profesor gozaba de notable libertad de pensamiento y de expresión; no había apenas doctrina alguna, ya fuese filosófica o teológica, que los intelectuales de la universidad medieval no sometieran a un minucioso escrutinio crítico[5].
El afán del escolasticismo católico en su búsqueda de la verdad a través del estudio y el manejo de fuentes muy diversas, junto con una ciara voluntad de abordar las posturas contrarias con cautela y precisión, dotaron a la tradición intelectual medieval —y por extensión a las universidades en las que ésta se desarrollaba y maduraba— de una vitalidad de la que Occidente puede enorgullecerse legítimamente.
El pensamiento económico, el Derecho Internacional, la ciencia, la vida universitaria, la caridad, las ideas religiosas, el arte y la moral constituyen los cimientos de una civilización, y en Occidente, todo ello surgió del núcleo de la Iglesia católica.
La importancia de la Iglesia en la civilización occidental ha resultado paradójicamente más clara a veces cuando su influencia se ha debilitado. En el siglo XVIII, la Ilustración cuestionó hasta un extremo sin precedentes en la historia del catolicismo la posición privilegiada de la Iglesia y el respeto que hasta el momento había merecido. Los ataques contra el catolicismo continuaron en el curso del siglo siguiente, especialmente con la Kulturkampf alemana y el anti-clericalismo de los nacionalistas italianos. Francia secularizó la enseñanza en 1905, y, aunque la Iglesia floreció en Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX, los ataques a la libertad eclesiástica en el resto del mundo occidental causaron un daño indecible[6].
El mundo del arte ofrece tal vez la prueba más dramática y notoria de las consecuencias del eclipse parcial de la Iglesia en el mundo moderno, Jude Dougherty, decano emérito de la Escuela de Filosofía de la Universidad Católica, habla de una relación entre «la filosofía antimetafísica y empobrecida de nuestro tiempo y su efecto debilitador en el mundo del arte». En opinión de Dougherty existe un nexo entre el arte de una civilización y su creencia y conciencia de lo trascendente. «Sin un reconocimiento metafísico de lo trascendente, sin el reconocimiento de un intelecto divino que es simultáneamente la fuente del orden natural y la culminación de las aspiraciones humanas, la realidad se construye en términos puramente materiales. El hombre se convierte en la medida de todas las cosas y queda eximido de responsabilidad ante el orden objetivo. La vida se vacía y carece de sentido. Esta aridez encuentra su expresión en la perversión y la esterilidad del arte moderno, desde la Bauhaus hasta la posmodernidad, pasando por el cubismo». La afirmación del profesor Dougherty es más que plausible; es decididamente convincente. Cuando la gente cree que la vida carece de sentido y es tan sólo fruto del azar, desprovista de cualquier otra fuerza o principio superior que la guíe, ¿a quién sorprende que esta percepción del sinsentido se refleje en el arte?
Esta sensación de absurdo y de desorden se intensifica a partir del siglo XIX. Friedrich Nietzsche escribió en La gaya ciencia: «El horizonte se extiende al fin libre ante nosotros, aun cuando hay que reconocer que no es luminoso; al menos el mar, nuestro mar, se abre ante nuestra vista. Puede que jamás haya existido un mar tan abierto». Es decir, no hay en el universo más orden ni sentido aparte del que el propio ser humano, en su más supremo y libre acto de voluntad, decida darle. El gran historiador de la filosofía Frederick Copleston resume así el punto de vista nietzscheano: «El rechazo de la idea de que el mundo ha sido creado por Dios con un propósito o de que es la manifestación espontánea de la Idea o el Espíritu absolutos, deja al hombre libertad para que asigne a la vida el sentido que prefiera. Y ésta no tiene ningún otro sentido»[7]:
El modernismo literario se ocupaba entretanto de sacudir los pilares del orden en el ámbito de la palabra escrita, anulando el planteamiento, el nudo y el desenlace de una novela o de un relato. Los escritores ideaban extrañas tramas donde el protagonista se enfrentaba a un universo irracional y caótico, que no lograba comprender. Así, La Metamorfosis de Franz Kafka comienza diciendo: «Cuando Gregor Samsa despertó una mañana, después de haber tenido sueños perturbadores, descubrió que mientras dormía se había transformado en un insecto gigantesco».
El espíritu de los tiempos se dejó sentir especialmente en la música atonal de Arnold Schoenberg y en los caóticos ritmos de Igor Stravinski, muy en particular en su famosa Consagración de la primavera, aunque también en algunas de sus obras posteriores, como la Sinfonía en tres movimientos de 1945. Casi huelga señalar la degeneración que experimentó la arquitectura, palpable hoy incluso en edificios destinados a ser iglesias católicas[8].
No se trata aquí de cuestionar el mérito de estas obras, sino de mostrar que reflejan un medio intelectual y cultural contrario a la creencia católica en un universo ordenado y dotado de sentido. El día aciago llegó a mediados del siglo XX, cuando Jean-Paul Sartre (1905-1980) y sus seguidores de la escuela existencialista proclamaron que el universo era profundamente absurdo y la vida carecía por completo de sentido. ¿Cómo vivir la vida en tales circunstancias? Afrontando el vacío con valentía y reconociendo con franqueza que nada tiene significado y que no existen valores absolutos. Y, claro está, construyendo cada cual sus propios valores y viviendo en consecuencia (la sombra de Nietzsche es más que evidente).
Las artes visuales no quedarían libres de la influencia de este ambiente filosófico. El artista medieval, consciente de que su misión consistía en comunicar algo más grande que él mismo, nunca firmaba sus obras. No se proponía llamar la atención sobre su persona sino sobre los temas que trataba. En el Renacimiento surge una nueva concepción del artista, que alcanza plena madurez con el romanticismo, en el siglo XIX. Como reacción a la frialdad científica de la Ilustración, el romanticismo ponía el acento en los sentimientos, la emoción y la espontaneidad. Así, eran las propias emociones, conflictos y peculiaridades del artista las que hallaban expresión por medio de su arte, y éste se convertía en modo de expresión de la propia personalidad. El trabajo del artista se desvió entonces hacia la descripción de su disposición interior, una tendencia que se vería reforzada a finales del siglo XIX con la invención de la fotografía, que, al convertir la representación fiel del mundo natural en una tarea fácil, permitió al artista concentrarse en su mundo interior.
Esta preocupación por el individuo, que arranca en el romanticismo, degeneró con el paso del tiempo en el narcisismo y el nihilismo puros del arte contemporáneo. En 1917, el artista francés Marcel Duchamp conmocionó al mundo artístico exponiendo un váter como obra de arte. El hecho de que una encuesta dirigida a quinientos expertos en arte y realizada en 2004 distinguiera la Fountain de Duchamp como la obra más influyente del arte moderno habla por sí solo[9].
Duchamp ejerció una influencia notable en el artista afincado en Londres Tracey Emin, durante sus años de formación. La obra de Emin titulada My Bed, seleccionada para el prestigioso Premio Turner, consistía en una cama deshecha sobre la que se veían botellas de vodka, preservativos usados y ropa interior manchada de sangre. Cuando la obra se exhibió en la Tate Gallery en 1999, dos hombres desnudos se pusieron a saltar en la cama y a beberse el vodka. Habida cuenta de cómo es el arte contemporáneo, el público presente en la galería aplaudió el acto vandálico, dando por supuesto que formaba parte de la exposición. Emin es hoy profesor en la European Graduate School.
Estos ejemplos simbolizan el alejamiento de la Iglesia por parte de muchos occidentales en los últimos años. La Iglesia, que llama a sus hijos a ser generosos en la transmisión de la vida ve cómo incluso este mensaje fundamental cae en oídos sordos, según pone de manifiesto el dato de que la tasa de natalidad en Europa occidental no basta siquiera para garantizar el relevo generacional. A tal punto ha abandonado Europa la fe que ni siquiera la Unión Europea ha sido capaz de reconocer en su Constitución la herencia cristiana del continente. Muchas de las grandes catedrales que en otro tiempo daban testimonio de las convicciones religiosas de un pueblo se han convertido en museos o en meras curiosidades de interés para un mundo que no cree.
La amnesia histórica que Occidente se ha impuesto no puede borrar ni el pasado de la Iglesia ni su función decisiva en la construcción de la civilización occidental. La filósofa francesa Simone Weil escribió: «No soy católica, pero creo que no es posible renunciar a las ideas cristianas sin degradarse; unas ideas cuyas raíces se hallan en el pensamiento griego y en el proceso secular que ha alimentado nuestra civilización europea durante siglos». He aquí una lección que la civilización occidental, cada vez más distanciada de sus orígenes católicos, está en vías de aprender con gran dificultad.