Epílogo

Había pasado una hora desde el amanecer. Batu y Jochibi se encontraban en la cumbre de una colina que se alzaba en la boca del cañón, hundidos hasta los tobillos en la nieve. Las paredes del cañón les impedían mirar hacia el norte y el sur, pero la visión era despejada por el oeste. La ligera nevada caída durante la noche había cubierto con una capa blanca inmaculada el campo de batalla del día anterior. El único testimonio de los combates eran los montículos helados donde millares de muertos yacían debajo de un velo de hielo. Desde las alturas, los montículos solo eran visibles porque la débil luz de la mañana proyectaba sus sombras por el lado oeste. Parecía como si algún espíritu de la nieve, consciente de que nadie de los dos bandos cremaría a sus muertos, hubiera decidido extender un sudario sobre los cadáveres.

Más allá de la línea de batalla se extendía una enorme llanura, suelo ideal para la caballería tuigana. Estaba cubierta por la misma nieve ligera que la colina, y resplandecía con la luz del sol como si estuviera tapizada con diamantes. En la frontera norte de la llanura, quizás a unos ochenta kilómetros, había una banda azul que solo podía ser un lago. Al otro lado del lago se alzaban las siluetas dentadas de una cordillera.

Pero Batu y Jochibi no contemplaban las montañas, sino las docenas de columnas grises que se abrían paso a través de la llanura, en dirección a la base tuigana en la entrada del valle. Aunque Batu no alcanzaba a ver detalles, la experiencia le decía que se trataba de columnas enemigas. Calculó que se encontraban a menos de veinticinco kilómetros. El número de soldados en cada una debía de ser de varios miles.

—Ochenta y dos columnas, comandante —dijo Jochibi, que señaló con un dedo a la última—. No creo que podamos salir con bien. Al parecer, Chanar acabará por ganar la apuesta.

—Chanar y un cuerno —replicó Batu, que miraba las columnas con un gesto de desprecio—. Aquí nos quedamos.

—Eso es una locura.

—Una locura gloriosa —afirmó Batu, con una sonrisa. El enemigo los haría pedazos, pero no le importaba. Ayer había librado la batalla ilustre. Ahora solo le faltaba obtener la victoria imposible.

—Esta vez no tenemos ni una sola posibilidad —protestó Jochibi—. Aun en el caso de que cada columna tenga solo dos mil hombres, nos enfrentaríamos a más de ciento sesenta mil guerreros.

—Para ser precisos, ciento ochenta y siete mil seiscientos setenta y nueve soldados —dijo una voz desconocida.

Batu y Jochibi desenvainaron los sables y se volvieron para enfrentarse al orador. Se encontraron cara a cara con un hombre demacrado y medio calvo. El pelo negro y la barba estaban salpicados de blanco, y sus enrojecidos ojos brillaban con rencor y malevolencia. Se reclinaba como si estuviera sentado en un cómodo sillón, pero parecía flotar en el aire. Detrás del hombre había otras cuatro figuras, tres varones y una mujer voluptuosa y siniestra. Los cuatro vestían las túnicas rojas de los hechiceros enemigos. Los magos permanecían de pie tomados del brazo, con los ojos cerrados en una actitud de concentración.

Sin vacilar ni un instante, Batu y Jochibi descargaron sus armas. Los sables pasaron a través del cuerpo del orador como si fuera un espejismo.

El extraño personaje echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada que sonó como un cacareo artificial.

—Vuestra audacia no deja de asombrarme.

Batu y Jochibi cambiaron una mirada mientras se apartaban del extraño de la túnica roja.

—¿Quién sois? —preguntó Batu.

—Szass Tam, zulkil de Thay —respondió el personaje, con una expresión seria y amenazante—. Supongo que sois el jefe de esta banda de salvajes.

—Estáis en un error —dijo Batu, mientras bajaba el sable aunque sin abandonar la guardia—. El honor le corresponde al poderoso Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los pueblos.

El zulkil miró hacia el este y entornó los párpados, como si intentara ver algo muy distante.

—¿Habéis dicho Yamun Khahan? ¿Y quién es ese que está con él…, el loco que dirigió el primer ataque contra nuestras tierras?

Una vez más, Batu y Jochibi cruzaron una mirada de asombro.

—¿Se refiere a Chanar? —le susurró Jochibi a Batu.

—Chanar —repitió Szass.

No había acabado de decir el nombre cuando sonaron dos golpes fuertes junto a Batu, seguidos por unas cuantas maldiciones tuiganas.

El shou se volvió hacia la derecha y vio al khahan sentado en la nieve, atónito. Fruncía el entrecejo en un gesto de cólera mientras mantenía la boca abierta por el pasmo. Junto al khahan se encontraba Chanar, tan furioso y asombrado como su jefe.

—¡Gran Khahan! —exclamó Jochibi. El guerrero envainó el sable y corrió a ayudar a Yamun. Lo cogió por los hombros y lo sostuvo para ponerlo de pie.

En cuanto recuperó la compostura, Yamun apartó a Jochibi con un gesto y se volvió hacia Batu.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —inquirió.

—Os he traído yo —contestó Szass.

—Pues ese ha sido vuestro último error —gruñó Chanar. Con un rápido movimiento, el tuigano desenvainó el sable y se lanzó sobre el zulkil. Primero el arma y después Chanar atravesaron la imagen. El kan cayó de bruces sobre la nieve y comenzó a maldecir, perplejo.

—¿Todos vuestros súbditos reaccionan ante los extranjeros de esta manera tan beligerante? —le preguntó Szass a Yamun.

—Sí —respondió Yamun, que se volvió a Batu—. ¿Cuál es vuestro informe?

—Diezmó a un ejército de diez mil gnolls y barrió a la legión de grifos —dijo Szass Tam, dispuesto a que le hicieran caso—. Es un general muy capaz.

—Tengo muchos más como él —afirmó el khahan, que no tuvo más remedio que prestarle atención a Szass.

—Lo dudo —lo contradijo el zulkil, que señaló a Chanar—, en especial si ese inútil codicioso es un ejemplo de los demás.

—No lo es —replicó Yamun, con una mirada rencorosa a Chanar.

Al notar la hostilidad del khahan, Chanar se puso de pie y envainó el sable. Miró a Batu con el entrecejo fruncido, como si el shou fuera el culpable de su vergüenza.

—¿Me habéis traído aquí para hablar de mis generales, o queréis alguna otra cosa? —le dijo Yamun al zulkil.

—Mirad allá —contestó Szass, señalando la llanura en el oeste. Las líneas grises avanzaban lentamente a través de la nieve—. Casi ciento noventa mil hombres marchan contra vos, y podemos reunir a muchos más con solo llamarlos.

—Entonces, llamadlos —repuso Batu—. No nos preocuparían ni aunque fuesen el doble.

El zulkil miró al shou con una expresión de enfado y después se volvió otra vez al khahan.

—¿Dejáis que vuestros subordinados hablen por vos?

—Cuando dicen la verdad —afirmó Yamun con una mirada firme—. No tenemos nada que temer de vuestros lamentables tumen.

—¿De veras? —preguntó Szass Tam, extrañado.

—Sí. Al otro extremo del cañón, más de trescientos cincuenta mil guerreros esperan la orden de ataque —mintió orgulloso el khahan.

El zulkil miró hacia el este y luego respondió a la bravata de Yamun.

—Acabo de contar noventa y siete mil cuatrocientos treinta y dos, aparte de los dos mil setecientos treinta y seis que están aquí con el comandante shou. Son unos cuantos menos que los trescientos cincuenta mil que afirmáis tener.

—No me interesan vuestras cuentas ni vuestra magia —manifestó Yamun, airado—. Viajamos a través de vuestras tierras. Si no nos molestáis solo tomaremos la comida y el vino que necesitamos para vivir. Si os cruzáis en nuestro camino, ni los niños escaparán a nuestras espadas.

Szass escuchó la amenaza con una sonrisa paciente.

—Quizá deba mostraros algo. —El zulkil miró la llanura nevada—. Esto ocurrirá dentro de una semana.

Repentinamente una imagen de los cien mil guerreros tuiganos apareció al pie de la colina. Estaban equipados y preparados para el combate. Mientras Batu y los demás miraban, una figura corpulenta ataviada con una armadura t’ie cha se colocó al frente de las tropas.

—¡Khahan! —exclamó Chanar, que se volvió hacia su comandante—. ¡Eres tú!

Batu compartió el asombro de su rival. Incluso desde esta distancia, la figura era inconfundible. Esto demostraba que presenciaban una ilusión, pero resultaba tan real que el shou se tuvo que forzar a no creer en ella.

La imagen del khahan levantó la espada y dio la señal de cargar. Toda la línea avanzó en una de las formaciones de combate preferidas por los tuiganos. Había dos filas de caballería pesada en la vanguardia y tres de caballería ligera detrás. La carga ganó impulso y muy pronto los tuiganos cabalgaban a todo galope a través de la llanura sin encontrar oposición.

Entonces, sin que nada hiciera preverlo, la primera fila de caballos rodó por el suelo y los hombres volaron por los aires. Donde antes no había nada, apareció una fila de soldados. Desenvainaron las espadas y se lanzaron sobre los jinetes caídos.

La segunda fila tuigana lanzó su carga, pero una pared de fuego se interpuso en su camino. Aquellos que no murieron abrasados por las llamas detuvieron los caballos. Unos segundos después, aparecieron varias legiones de artillería en los flancos tuiganos. Una lluvia de proyectiles lanzados por las hondas y catapultas cayó sobre la línea enemiga.

Los bárbaros respondieron con una maniobra envolvente de la caballería ligera para rodear a la artillería. En cuanto rompieron la formación, por los flancos aparecieron varias legiones de arqueros gnolls. Un enjambre de flechas voló hacia la caballería ligera.

—¡Ya es suficiente! —gruñó el khahan—. ¡Eso no es real!

La imagen desapareció en el acto. Una vez más, al pie de la colina solo quedaba el campo de batalla cubierto de nieve.

Batu admiró la excelente concepción del plan enemigo. Por lo que el shou conocía de las tácticas tuiganas, Szass Tam había previsto todos los detalles correctamente.

—Espero con ansias el momento de luchar contra vos, zulkil —dijo Batu, con una reverencia—. Vuestro plan parece tan osado como ingenioso.

—Y ya no dará resultado —opinó el khahan, con voz ronca.

—Así es —asintió Jochibi, con un tono de sospecha—. ¿Qué razón tenéis para revelarnos vuestras intenciones?

—Porque tengo mejores cosas que hacer con vuestro ejército en lugar de destruirlo —manifestó el zulkil con una sonrisa helada.

—¡Este no es vuestro ejército como para que decidáis qué hacer con él, maldito hijo de una cabra enferma! —gritó Chanar.

—Solo un tonto necesita que se lo recuerden, Chanar —le reprochó Yamun—. Ahora cállate. Quiero escuchar las palabras del zulkil.

—Vuestra sabiduría es tan magnífica como vuestro título, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos —declaró el zulkil, con una mirada un tanto burlona—. Os he mostrado cómo sería si lucháramos. Dejad ahora que os enseñe cómo podría ser.

Una vez más, el ejército tuigano apareció al pie de la colina. En esta ocasión, estaba desplegado en un área mucho mayor, casi por toda la extensión de la llanura. El terreno parecía extraño. Había docenas de aldeas dispersas alrededor de una pequeña ciudad sin murallas. La mayoría de las aldeas, y también la ciudad, eran pasto de las llamas. Los bárbaros cabalgaban hacia un lago en el lado oeste de la llanura, y solo se detenían para saquear e incendiar las aldeas que encontraban a su paso.

—Lo que veis es Rashemen —dijo el zulkil, mientras se sucedían las escenas imaginarias—, un país en la frontera norte. Hace muchos años que intentamos destruirlo, pero un gran lago nos separa. Cuando aparecisteis por la región de los páramos, pensé que no erais más que un ejército de bandidos. Ahora que conozco la astucia de vuestros generales y el poderío de vuestro ejército, sé que estaba equivocado.

»Seréis destruidos si atacáis mi tierra, que nosotros llamamos Thay —prosiguió el zulkil, que una vez más les señaló el espejismo—. Pero no será una tarea fácil, y la batalla nos debilitará mucho.

Mientras Szass hablaba, las fuerzas tuiganas continuaban la cabalgata hacia el lago. Avanzaban con tanta celeridad que Batu comprendió que veía en minutos lo que en tiempo real habría demorado días.

—Al estudiar esta situación tan desagradable —añadió el zulkil—, pensé que vos podíais ser la herramienta que necesitamos para acabar con Rashemen.

—¡No somos la herramienta de nadie! —exclamó el khahan.

—Desde luego que no —reconoció el zulkil, impaciente—. Me refería a que juntos quizá consigamos aquello que ninguno de los dos podría obtener por separado.

—Podéis continuar —dijo el khahan, después de una pausa—. Os escucho.

—Bien. Mi propuesta es la siguiente: Thay atacará el flanco sur de Rashemen. Mientras tanto, vos cabalgaréis hacia el norte para invadir a Rashemen por el este. Con las tropas enemigas combatiendo en el sur, no encontraréis oposición a vuestro avance.

En la imagen, el ejército tuigano llegó al borde occidental del lago y comenzó a reagruparse.

—¿Qué sacaréis de todo esto? —inquirió Jochibi.

—Una buena pregunta —reconoció el zulkil—. La respuesta, espero, es Rashemen. Mientras lo cruzáis, le destrozaréis las entrañas, y no dejaréis más que desolación a vuestras espaldas. Después, nosotros nos encargaremos de acabar el trabajo.

—Un plan pérfido —comentó el khahan, pensativo. Se volvió hacia Batu—. ¿Cuál es vuestra opinión?

—Pelearé allí donde vayan los tuiganos —respondió el shou en el acto—. Pero pienso que es en Thay donde encontraremos las grandes batallas…

—Junto con las mayores derrotas —lo interrumpió el zulkil.

—¿Y eso qué importa? —contestó Batu, que encogió los hombros—. Al final, todos los soldados caen en el mismo campo de batalla.

—Muy bien dicho —afirmó el khahan. Después se dirigió a Jochibi—. ¿Y tú?

—Thay es una trampa mortal —contestó el guerrero, lanzando una rápida mirada a Batu—. Sin embargo, ¿cómo podemos confiar en que el zulkil cumpla su palabra? ¿Cómo sabemos que lo que nos muestra es real?

—Si no lo fuera, ¿por qué os mostraría esto? —replicó el zulkil, que señaló el espejismo.

Batu miró una vez más la escena mágica. La mayoría del ejército tuigano se había reagrupado y ahora se encontraba acampado a las orillas del lago. Los armazones de una flota de barcos comenzaban a tomar forma. Un momento más tarde, una masa de soldados desastrados apareció por el flanco sur de los tuiganos. La carga tomó a los bárbaros por sorpresa y se vieron arrinconados contra las heladas aguas del lago.

—¿Quiénes son? —preguntó el khahan—. ¿Qué significa esto?

—Son las tropas exhaustas de Rashemen —contestó el zulkil—. En cuanto al significado, no lo sé. Quizá sea un ejército en desbandada que huía de nuestro avance. Tal vez Thay ha perdido la guerra, y los soldados de Rashemen han vuelto al norte para detener vuestra invasión. No puedo responder porque esa parte del futuro está cerrada a mis ojos.

—Si ese será nuestro destino, no hay ninguna razón para que os ayudemos —señaló Jochibi—. ¿Por qué habríamos de cambiar una muerte por otra?

—Porque sois buenos guerreros. Por lo tanto, lo que veis en Rashemen no es una muerte segura —repuso Szass Tam—. En cambio, lo que habéis visto en Thay… —Dejó la frase inconclusa.

El khahan levantó una mano para pedir silencio. Después, hizo una pausa antes de dar a conocer su decisión.

—Nos pagaréis un tributo de diez mil barriles de vino —anunció Yamun—. Por ese precio, invadiremos Rashemen y dejaremos a Thay vivir en paz.

—Es un insulto pedir tributo —respondió el zulkil, aunque para ser un hombre ofendido se mostraba muy tranquilo—. No nos habéis conquistado.

—Yo conquisto todo lo que veo —afirmó el khahan, con la mirada puesta en el zulkil—. Además, como vos mismo habéis reconocido, aun cuando fracasara, Thay quedaría muy debilitada. Quizá después de todo será Rashemen la que os conquiste y no al revés.

El zulkil entornó los párpados. Miró al khahan con un respeto no exento de rencor.

—Propongo una alianza, no una rendición.

—Como han dicho mis generales —replicó Yamun—, todos los soldados mueren en el mismo campo de batalla. —El khahan encogió los hombros—. No veo ninguna razón para que el nuestro no sea Thay.

—Una elección gloriosa —intervino Batu, con una sonrisa de entusiasmo—. Los mejores combates están aquí.

Szass Tam frunció el entrecejo al ver la ansiedad del shou. Después se dirigió al khahan.

—No os daré ni un solo barril de vino como tributo, ni ahora ni nunca —afirmó.

—Entonces que decida el destino —proclamó Yamun.

—Un momento —dijo el zulkil, que levantó una mano como si quisiera detener al khahan—. Esto es lo que haré. —Señaló a los hechiceros que estaban a sus espaldas—. Enviaré a estos cuatro magos para que os sirvan de guías.

Por primera vez desde su aparición, los hechiceros reaccionaron. La mujer abrió los ojos y los tres hombres se quedaron boquiabiertos. De inmediato, la imagen del zulkil perdió fuerza y comenzó a fluctuar.

—¡Mirad! —gritó Jochibi, y todos se volvieron para mirar el espejismo en la llanura.

Tal como ocurría con el zulkil, el espejismo había perdido nitidez y se ondulaba. No obstante se podía ver a los cuatro hechiceros junto a la orilla de lago. Gracias a su magia, las aguas se habían separado y las tropas tuiganas avanzaban a todo galope por el cañón de agua hacia el otro lado del lago, para escapar de los soldados de Rashemen.

—Propongo que aceptemos a los magos —dijo Batu—. Me parece que valen mucho más que diez mil barriles de vino.

—Una recomendación muy inteligente —comentó el zulkil—. ¿Hacemos un trato? —le preguntó al khahan.

—Hecho —respondió Yamun, muy serio. Se volvió hacia el shou al tiempo que le señalaba a Chanar—. Batu, enviad a vuestro escudero a buscar a vuestras tropas. Deben regresar a mi campamento.

Chanar iba a protestar, pero una mirada del khahan lo silenció. Con el rostro rojo de furia, se volvió para obedecer la orden antes de que Batu tuviera el placer de repetírsela. Mientras Chanar bajaba la colina, el zulkil se dirigió a Yamun.

—Antes de que os marchéis, khahan, está por resolver la compensación por los hechiceros que os cedo.

—¿Qué compensación? —gruñó el khahan.

—Os presto a mis ayudantes —repuso Szass—. Es justo que me deis algo del mismo valor. —El zulkil miró a Batu—. ¿Quizá podría disponer de los servicios del general shou?

El khahan frunció el entrecejo pero, antes de que pudiera decir nada, se le anticipó Batu.

—No estoy interesado, zulkil.

—¿Estáis seguro, general? Pensad en lo que podríais lograr con cincuenta mil gnolls y cincuenta hechiceros.

—Ni todos los gnolls y hechiceros juntos de Thay pueden igualar a un centenar de soldados del khahan en espíritu guerrero —contestó Batu, mirando a Yamun—. No me interesa vuestra oferta. Yo cabalgo con los tuiganos.