1
El plan del ministro
El bárbaro se irguió en los estribos y colocó una flecha en el arco de cuerno de madera. Era fornido, y sus piernas patizambas se adaptaban perfectamente a los flancos del caballo. Como armadura no llevaba más que una cota de malla grasienta y una gorra cónica con ribetes de piel. Los ojos eran oscuros y oblicuos sobre los anchos pómulos. Debajo de una nariz chata, el mostacho negro del jinete enmarcaba un gesto codicioso y brutal. Respiraba con inspiraciones cortas al ritmo marcado por los cascos de su caballo.
Mientras estudiaba el aspecto del guerrero, una sensación de ansiedad dominó al general Batu Min Ho. El general se encontraba en la espaciosa tienda de sus superiores, a casi dos kilómetros del jinete. Batu estudiaba al enemigo en una fuente mágica en compañía de su comandante, un hechicero y dos de sus pares. Físicamente, el bárbaro tenía el mismo aspecto que los integrantes de las bandas de ladrones que de vez en cuando atacaban la provincia natal del general, Chukei. En cualquier caso, se apreciaba una cierta disciplina brutal que marcaba al hombre como un auténtico soldado. Por fin, después de veinte años de perseguir a grupos de bandidos nómadas, Batu sabía que participaría en una guerra real.
Batu se obligó a no hacer caso de su creciente entusiasmo y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Al mirar al interior de la fuente mágica tuvo la sensación de estar mirando en un espejo. De no ser por la estatura y el mostacho del bárbaro, el general y el jinete habrían podido pasar por hermanos. Como el jinete, Batu tenía los ojos oscuros colocados muy separados sobre los pómulos anchos, la nariz chata con orificios dilatados y una constitución poderosa. La pareja vestía de la misma manera, salvo por la chia del general, un abrigo largo de piel de rinoceronte, que estaba mucho más limpia que la cota del jinete.
—Así que nuestros enemigos no son unos diablos que se alimentan de sangre como nos quieren hacer creer los campesinos —dijo Kwan Chan Sen, ministro de la Guerra de Shou Lung, general de tercer grado y comandante inmediato de Batu. Kwan, un hombre anciano con la piel arrugada, llevaba la melena blanca recogida en un moño de guerrero. Una fina película azul le opacaba los negros ojos, aunque esto no parecía dificultarle la visión.
El anciano había sorprendido a sus subordinados, incluido Batu, al asumir personalmente el mando en el campo de operaciones frente a los bárbaros. Se rumoreaba que Kwan tenía cien años de edad, y su aspecto lo confirmaba. No obstante, se mantenía fuerte y no mostraba ninguna señal de fatiga ante los rigores del camino.
Con la mirada de sus lechosos ojos puesta en Batu, el ministro añadió:
—Si debemos juzgar por el parecido del enemigo con el general Batu, entonces solo son mortales.
Batu frunció el entrecejo, poco seguro de si el comentario era un insulto a su linaje o solo una observación. Un instante después decidió que la intención del ministro no tenía importancia.
Kwan se acomodó en su silla y movió una mano con manchas en la piel hacia la fuente mágica.
—Ya hemos visto bastante de esos bandidos —le indicó a su wu jen, el hechicero arrogante que no se había molestado en presentarse a Batu o a los demás—. Llévatela.
En el momento en que el wu jen se disponía a recoger la fuente, Batu tendió una mano.
—Todavía no, con la venia del ministro —dijo, con una reverencia cortés a Kwan.
Los comandantes compañeros de Batu lo miraron de reojo. Conocía a los otros hombres solo por los ejércitos que tenían al mando —los de Sheng Ti y Ch’ing Tung— pero ellos habían dejado claro que Batu no estaba en posición de objetar. Ambos eran generales de primer grado, cada uno al mando de un ejército provincial de diez mil hombres. Además, ambos rondaban los sesenta años de edad.
Batu, en cambio, solo tenía treinta y ocho y, aunque también era un general de primer grado, mandaba un ejército de solo cinco mil hombres. En la jerarquía de los generales de primer grado, el joven comandante de Chukei ocupaba el escalón inferior. Sin amilanarse, Batu añadió:
—Con la venía del ministro Kwan, quizá podríamos beneficiarnos si vemos una vez más la línea de combate.
Kwan frunció el entrecejo y dirigió una mirada de reproche a su subordinado. Por fin, abandonó la silla y respondió:
—Como queráis, general.
Batu no pasó por alto el disgusto del ministro, pero no estaba dispuesto a que el malhumor de un viejo lo lanzara prematuramente al combate. Entrar en combate mal preparado equivalía a convertir la promesa de victoria en una derrota ignominiosa.
El wu jen movió en círculo las enjoyadas manos sobre la fuente y murmuró unas pocas sílabas en el arcano lenguaje de los hechiceros. El rostro del bárbaro se esfumó, reemplazado por un campo de sorgo verdiblanco. Por el lado sur, el campo aparecía bordeado por un largo montículo pelado. Un río angosto, con las riberas cubiertas de cañas, cerraba los lados este y noreste. Alimentada por el agua del deshielo en las montañas lejanas, la corriente era muy fuerte.
Las únicas tropas visibles de shous eran los mil arqueros de Batu, formados en una línea que se extendía desde el río hasta el otro lado del campo. Cada hombre se protegía detrás de un escudo que le llegaba al pecho y vestía un lun’kia, una especie de corsé que le protegía el pecho y el estómago. Hecho con quince capas de papel y cola, el lun’kia era una armadura barata y muy resistente. Las cabezas de los arqueros estaban cubiertas con chou, unos cascos de cuero sencillos con faldones que cubrían todo el cuello.
Incluso a través de la fuente mágica, Batu percibió la tensión en las voces de los oficiales cuando dieron la orden de preparar los arcos. Los arqueros no estaban acostumbrados a quedar expuestos; en encuentros anteriores, el general siempre los había apoyado con infantería y su pequeño contingente de caballería. Esta vez, el resto del ejército de Batu se ocultaba detrás de la colina, junto con los veinte mil hombres de los ejércitos provinciales de los otros dos comandantes. Estos refuerzos solo esperaban la orden para lanzarse al ataque al primer aviso.
Los arqueros eran el cebo y lo sabían. Si la batalla se desarrollaba de acuerdo con el plan del ministro Kwan, la caballería de los bárbaros cargaría sobre ellos. Mientras los jinetes masacraban a los arqueros, los veinte mil soldados de refuerzo escalarían la colina y barrerían a los invasores con un solo golpe. El plan podía dar resultado siempre que los jinetes fueran lo salvajes que Kwan imaginaba que eran.
Pero el enemigo no daba muestras de querer morder el cebo. Hasta el momento, solo habían avanzado y disparado unas cuantas flechas. Cuando los arqueros respondían al ataque, los jinetes daban media vuelta y huían.
Mientras Batu y los demás miraban, un trueno apagado y distante surgió de la fuente mágica. Un momento más tarde, dos mil jinetes aparecieron por el borde norte del campo, a unos quinientos metros de los arqueros. Al principio, la línea oscura avanzó al trote. Después, a una señal invisible, los dos mil hombres pusieron sus cabalgaduras al galope.
El ministro y los generales se inclinaron sobre la fuente mágica, atentos a los acontecimientos. Cuando los bárbaros llegaron a unos doscientos cincuenta metros de los arqueros, comenzaron a disparar. Pero solo algunas flechas dieron en el blanco, porque disparar desde un caballo en movimiento era difícil y la distancia era grande. No obstante, a Batu le resultó inquietante ver caer a alguno de sus hombres, pues no conocía a ningún jinete shou capaz de hacer diana desde tan lejos, y menos aún montado en un caballo al galope.
Aunque sus arqueros estaban provistos con arcos t’ai po de un metro cincuenta de largo capaces de igualar el alcance de los arcos bárbaros, no contestaron a los disparos. Les habían enseñado a no malgastar flechas en tiros poco seguros, y no dispararían las flechas de bambú hasta que el enemigo se acercara a un centenar de metros. Los jinetes continuaron avanzando sin dejar de descargar sus flechas contra la línea shou de una manera un tanto confusa que, sin embargo, tumbó a más de una docena de los hombres de Batu.
Por fin, los jinetes se pusieron a tiro. Los shous dispararon, y una nube gris oscureció la escena. Un millar de flechas sobrevoló el sorgo para encontrar sus dianas en la línea bárbara. Los jinetes cayeron de sus monturas; los caballos heridos trastabillaron y, arrastrados por el impulso, rodaron sobre sí mismos cuando les fallaron las patas.
A través de la fuente mágica, Batu escuchó los gritos de los moribundos y los aterrorizados relinchos de los caballos heridos. No eran sonidos agradables, pero tampoco lo molestaban. Era un general, y los generales no podían distraerse con los sonidos de la muerte.
Los arqueros shous dispararon otra vez, y una segunda nube gris atravesó el campo e hizo brotar más gritos y relinchos.
—¡Mirad! —exclamó el general de Sheng Ti—. ¡No se dispersan!
Tenía razón. Los bárbaros habían soportado dos descargas y continuaban el avance. A Batu se le hizo un nudo en el estómago como si estuviera junto a sus hombres.
—¿Atacamos? —preguntó el general de Ch’ing Tung, que ya se había apartado de la fuente y se dirigía a la puerta.
Batu reparó en que ninguno de los jinetes había desenvainado la espada o enarbolado la lanza, y se apresuró a sujetar al general por el hombro.
—¡No! —lo detuvo. Cuando el hombre se volvió para mirarlo, Batu añadió—: Solo ponen a prueba la disciplina de nuestra formación. Si tuvieran la intención de completar la carga, ya habrían sacado las armas para el combate cuerpo a cuerpo.
Los ojos del general relampaguearon furiosos. Comenzó a decir algo insultante, pero entonces el trueno en la fuente mágica cesó sin más, y el silencio resultante atrajo todas las miradas hacia ella. Los generales vieron que los jinetes enemigos habían detenido sus caballos a unos cincuenta metros de la línea. Batu habría dado diez mil monedas de plata por saber cuántos bárbaros más rondaban fuera del campo de visión de la fuente, pero sabía que era una pregunta sin respuesta. El wu jen de Kwan ya había explicado que su hechizo tenía un alcance de poco más de tres kilómetros.
Otra nube gris voló sobre el sorgo, esta vez disparada por los bárbaros. Los arqueros shous, ocupados en desenvainar las espadas y en prepararse para el combate cuerpo a cuerpo, no esperaban la descarga, y docenas de flechas alcanzaron sus objetivos con un golpe sordo. Más de un centenar de hombres gritaron de dolor y cayeron al suelo.
En cualquier caso, las tropas de Batu eran muy disciplinadas, y una descarga de flechas shous respondió al ataque enemigo. La siguió otra oleada de gritos y relinchos, y el general de Chukei casi percibió el olor de la sangre fresca.
Por espacio de varios minutos continuaron las descargas de los dos bandos. Dada la corta distancia, las flechas atravesaban las armaduras como si fueran de seda, y centenares de los hombres de Batu cayeron; algunos morían en el acto, pero la mayoría se revolcaba entre gritos, con las manos crispadas sobre los emplumados astiles clavados en su cuerpo.
Tras cada descarga, algunos supervivientes shous arrojaban las armas y daban media vuelta con la intención de escapar, pero todos ellos encontraban la muerte bajo los afilados tao de los oficiales. A Batu le desagradaba ver a los oficiales matar a sus propios soldados, pero detestaba que los hombres bajo su mando se comportaran como cobardes y desertaran. A su juicio, aquellos que lo deshonraban con la fuga merecían morir de tal modo.
Otra descarga shou alcanzó la línea de los bárbaros, y centenares de hombres cayeron de sus monturas o saltaron cuando los caballos heridos se desplomaban. Batu observó que detrás de la línea enemiga no había oficiales para detener a los cobardes. No hacían falta. A pesar de las fuertes bajas, ni un solo bárbaro intentó escapar.
—Los bárbaros superan a nuestros arqueros dos a uno —comentó el general de Sheng Ti—. ¿Por qué no acaban la carga?
—Porque son unos salvajes ignorantes que nunca se han enfrentado a soldados disciplinados como los del ejército de Chukei —respondió el ministro Kwan, que dirigió a Batu una sonrisa de felicitación.
A pesar del cumplido, el razonamiento del anciano alarmó a Batu. Si Kwan no se daba cuenta de que el enemigo era tan disciplinado como cualquier ejército shou, entonces no merecía su cargo.
—Ministro Kwan —repuso Batu—, ¿el ejército de Mai Yuan no era disciplinado? —Inclinó un poco la cabeza con el propósito de que su comentario pareciera una verdadera pregunta.
—El enemigo cogió a Mai Yuan por sorpresa —respondió Kwan con irritación—. El general Sung no podía saber que serían capaces de superar la Muralla del Dragón.
—Con vuestra venia —dijo Batu, que hizo un gran esfuerzo por mantener la expresión serena y ocultar su creciente disgusto—, quisiera sugerir que, si los bárbaros fueron capaces de sorprender a Mai Yuan, también pueden sorprendernos a nosotros. Sería un error subestimar su preparación o su valentía.
Las arrugas en la frente de Kwan se volvieron una cuando el ministro frunció el entrecejo y fulminó a Batu con la mirada.
—Puedo asegurar al joven general que no cometeré ese error.
Mientras Kwan hablaba, la caballería enemiga volvió grupas y cabalgó hacia el extremo más alejado del camino. Batu respiró aliviado al ver que sus oficiales mantenían las posiciones y no los perseguían. Por el comportamiento de los bárbaros, el joven general sospechaba que los bárbaros intentaban llevar a sus hombres a una trampa.
Más de las tres cuartas partes de los arqueros de Batu, casi ochocientos hombres, yacían muertos o heridos. Como mandaba el protocolo militar, un tercio de los supervivientes atendía a los heridos, arrastrando lejos del campo de batalla a aquellos que no podían caminar. Los restantes permanecían de guardia, preparados para el caso de que el enemigo lanzara una carga repentina. El número de bajas inquietó a Batu, porque era una prueba evidente de la puntería enemiga. De todos modos, estaba orgulloso de la disciplina y el valor de sus tropas.
Mientras la caballería bárbara desaparecía del alcance visual de la fuente mágica, Kwan señaló el objeto con un dedo retorcido.
—¿Lo veis, general Batu? No es necesario que os preocupéis por los bárbaros. Están asustados de vuestros arqueros y con razón. —El viejo apuntó hacia donde se habían detenido los jinetes para intercambiar disparos con los arqueros shous.
Lo que vio Batu lo desilusionó. Docenas de bárbaros heridos se retiraban del campo, y los caballos espantados o heridos corrían desbocados. De las bestias y hombres incapaces de moverse se elevaban un coro de gritos y gemidos, y casi doscientos jinetes ya eran cadáver. Sin embargo, Batu calculó que las bajas enemigas no llegaban a las quinientas, menos de las dos terceras partes de las propias. Sus hombres no habían podido responder con la misma eficacia alcanzada por el enemigo.
—Vuestros arqueros han demostrado una puntería infalible —añadió Kwan, sin prestar atención a la fuente mágica—. Enviad un mensajero. Esta vez, vuestros arqueros deben permitir que los bárbaros completen la carga.
Batu miró al ministro boquiabierto, porque aquello significaba perder a los pocos arqueros disponibles.
—Quizá la vista del ministro no sea tan aguda como antes —señaló Batu, que apenas si pudo contener que la cólera se filtrara en su voz—. De lo contrario, habría visto que mis arqueros no detuvieron la última carga, y que tampoco detendrán la siguiente si el enemigo decide arrollarlos.
—Mi vista es lo bastante aguda como para ver cuando tenemos al enemigo en nuestro poder —replicó Kwan con un tono mesurado y tranquilo—. Vuestros peng son un tributo a vuestra disciplina. —El término empleado podía significar arma, soldado raso o las dos cosas, lo cual reflejaba la opinión de que los soldados eran armas—. Se merecen las alabanzas del imperio. Pero si ahora enviamos a los refuerzos, mi joven general, los bárbaros olerán la trampa y escaparán. Sin caballos, jamás los alcanzaríamos.
—El olfato del enemigo es más agudo de lo que creéis —contestó Batu—. Ya ha olido la trampa, y roba el cebo delante mismo de nosotros. —Batu miró a los otros generales—. Si los jinetes fueran tan tontos, ¿no habrían caído ya en la trampa?
Ninguno de los generales contestó. No querían contradecir la lógica de su joven colega, pero tampoco querían apoyarlo. El ministro de la Guerra estaba en desacuerdo con Batu, y los generales mayores sabían que no era prudente contradecir a su superior. Cuando los dos hombres miraron en otra dirección, Batu reconoció su cautela y comprendió que no podía contar con ellos. Se preguntó si también en el campo de batalla le escatimarían su apoyo.
Por un momento, el ministro observó pensativo a los generales de Sheng Ti y Ch’ing Tung. Después se volvió hacia Batu.
—Es posible que tengáis razón, general —dijo—. Si no hay cebo suficiente, el ratón puede oler la trampa. Por lo tanto, aumentaremos el bocado.
La concesión sorprendió a Batu, y se preguntó si su sorpresa era lógica. Aunque resultaba obvio que el ministro carecía de experiencia de combate, también era evidente que solo un político muy astuto podía alcanzar un cargo tan alto. El joven general comprendió que Kwan había interpretado correctamente el silencio de los otros dos generales, y se permitió la vaga esperanza de que, después de todo, la supervisión del ministro no acabara en un desastre.
Mientras Batu lo estudiaba, Kwan miró la escena que le ofrecía la fuente mágica. Por fin, el viejo señaló con el dedo el lugar donde el extremo de la línea de los arqueros tocaba el río.
—General Batu, reunid a vuestro ejército y reforzad a los arqueros —ordenó el ministro—. Desplegad la línea aquí, en el río, y ocupad las posiciones como si esperarais un ataque frontal. Dejad expuesto el flanco occidental.
La cólera oprimió el pecho de Batu como un puño de hierro. Miró enfadado al ministro, incapaz de dar crédito a sus oídos.
—Si lo hago —protestó—, la caballería bárbara arrollará la línea y el ejército acabará en el río.
—Así es —asintió Kwan, esbozando una sonrisa.
—¡Un plan brillante, ministro! —exclamó el general de Sheng Ti después de estudiar la fuente mágica durante un momento—. El despliegue incorrecto hará que los bárbaros entren en combate. Cuando ataquen el flanco de Batu, mi ejército… junto con el de Ch’ing Tung, desde luego… cruzará la colina y acabará con el enemigo.
—Sois muy astuto —lo felicitó el viejo ministro con una sonrisa amable—. Os aguardan muchos días de gloria en el futuro.
«Y el mío será muy corto», pensó Batu. El general de Sheng Ti no había mencionado la parte más astuta del plan de Kwan: la eliminación de un subordinado problemático. Incluso si Batu no perecía en combate, la deshonra de perder todo un ejército acabaría con su carrera.
No obstante, aun sabiendo las consecuencias, el instinto de Batu era seguir las órdenes sin preguntar. A su modo de ver, los soldados eran hombres muertos. Sus comandantes sencillamente les permitían caminar por la tierra de los vivos hasta que sus cuerpos se necesitaban en el combate. A este respecto, Batu se consideraba a sí mismo igual que cualquier otro soldado, por lo que, si Kwan le ordenaba que saliera solo, desnudo y desarmado al encuentro del enemigo, él estaba obligado a obedecer.
Sin embargo, un soldado tenía derecho a soñar con un final glorioso. El joven general no veía gloria alguna en dejar que los jinetes masacraran a su ejército como cerdos, sobre todo cuando Kwan no se había tomado el tiempo necesario para saber más cosas del enemigo y no podía estar seguro de conseguir ventajas con el sacrificio. Confiado en que podía convencer a los generales de Sheng Ti y Ch’ing Tung para que lo ayudaran, Batu decidió señalar los errores del plan de Kwan.
—Si bien vuestro plan tiene muchos aspectos elogiables, ministro —dijo—, debo señalar que puede resultar en la destrucción de mi ejército sin conseguir cumplir la voluntad del emperador.
Kwan se sentó una vez más, apoyó los codos en los brazos de la silla y entrelazó los dedos delante de su pecho.
—Por favor, proseguid, general —le indicó, sin apartar la mirada del rostro de Batu—. Os aseguro que todos estamos interesados en conocer vuestra opinión.
El general de Chukei miró a sus pares. Se mantenían bien apartados, con el rostro inexpresivo vuelto hacia él. Después de inspirar con fuerza, Batu se volvió hacia Kwan.
El ministro había cambiado la dirección de la mirada hacia un punto por encima de la cabeza de su subordinado.
—Subestimáis la fuerza y la preparación de los bárbaros —prosiguió Batu—. Al dejar indefenso el flanco de mi ejército, lo único que conseguiréis es una destrucción inútil. —El ministro no cambió de expresión. Permaneció sentado en silencio, esperando las próximas palabras de su subordinado, como si lo dicho hasta el momento careciera de importancia. Batu señaló hacia el campo de batalla—. Suponéis que los bárbaros carecen de planes propios, y que entrarán con los ojos cerrados en cualquier trampa que se les tienda. —El joven general gesticuló hacia sus colegas—. Si el enemigo nos supera en número, los escuadrones del flanco se enfrentarán a los ejércitos de Sheng Ti y Ch’ing Tung en la cumbre de la colina. ¡Jamás llegarán al campo de batalla!
Kwan continuó inmóvil y en silencio, con la mirada clavada en algún punto por detrás de la cabeza de Batu. Al principio, el joven general se preguntó si el ministro había escuchado alguna de sus palabras. Por fin comprendió que poco importaba si lo había oído o no. Batu se había ganado la animosidad de su superior cuando había manifestado su desacuerdo y, al parecer, la represalia de Kwan sería rápida y contundente.
Al darse cuenta de que seguir por esta línea solo serviría para empeorar la situación, el general de Chukei optó por contener la lengua y buscar la manera de salir del apuro. Si el único deseo de Kwan era librarse de él, al menos podía intentar conseguir una muerte honrosa.
—Ministro —dijo, haciendo una profunda reverencia—, he formulado muchas preguntas impertinentes y por ello merezco un castigo. Pero ningún soldado merece una muerte inútil. Permitidme que ponga a prueba la fuerza del enemigo, de forma tal que podáis saber exactamente a qué se enfrenta Shou Lung.
Por primera vez desde que Batu había comenzado su protesta, Kwan lo miró a los ojos. La expresión del ministro era casi compasiva.
—General Batu —dijo con voz pausada—, no es necesario perder nuestro tiempo poniendo a prueba a esa banda de ladrones. En cuanto al castigo que os merecéis, mi decisión es estrictamente militar. No tiene nada que ver con nuestras rivalidades imaginarias.
Batu se quedó perplejo ante las palabras del ministro, en especial por el tono sincero con que las había pronunciado. Si Kwan mentía, era el mejor mentiroso que el general había conocido en toda su vida. Si en cambio decía la verdad, entonces era el tonto más grande del mundo. Antes de que Batu pudiera contestar, el ministro añadió:
—Ahora, explicadme por qué creéis que hay tantos bárbaros bien entrenados en el campo.
A Batu se le hizo un nudo en la garganta. La poca información sobre los bárbaros de que disponía distaba mucho de ser sólida o fiable, pero tenía la seguridad de que era más de lo que sabía cualquier otro de los presentes.
—Primero —dijo Batu—, consideremos la fuerza del enemigo. Sabemos que hay por lo menos cien mil bárbaros, porque con menos no habrían podido destruir el ejército de Mai Yuan. Los testimonios de la batalla dicen que el número real es todavía mayor.
—Un ejercito parece mayor de lo que es a los vencidos —afirmó el general de Ch’ing Tung—. Los informes son exagerados.
—¿Lo son? —replicó Batu—. Durante varios años han corrido rumores de que Yamun Khahan ha conseguido reunir a las tribus nómadas. Si es cierto, y por lo que nos enteramos en el consejo de Semfar lo es, los bárbaros cuentan con unos doscientos mil hombres.
—¡Doscientos mil! —exclamó el general de Ch’ing Tung, con desprecio—. Dudo mucho que entre todas las tribus puedan sumar tantos hombres.
—¿Cuántos kilómetros de frontera con las tribus bárbaras recorren vuestras patrullas? —preguntó Batu, con una mirada de reto al otro general.
El ministro levantó una mano para hacer callar al comandante de Ch’ing Tung antes de que pudiera responder y dijo:
—Nadie pone en duda que vos vigiláis la frontera más extensa, general Batu. Por favor, continuad.
—Durante siglos, las tribus bárbaras han cruzado la frontera de Chukei para dedicarse al pillaje. Los grupos siempre han sido pequeños y no ha costado mucho expulsarlos. Observad que he dicho «expulsarlos», no «capturarlos». Los bárbaros siempre han sido unos bandidos muy astutos y la mayoría de las veces lo único que podemos hacer es expulsarlos de la provincia. Cuando los atrapamos, luchan con valor e inteligencia, y lo hacen sin dar ni pedir cuartel.
—Sí, eso ya lo sabemos. Vayamos al grano —insistió Kwan, que se movió en la silla impaciente.
Batu vaciló. El siguiente punto era el más crítico y el que podía dejarlo en el ridículo más total. Sin embargo, si quería convencer a sus pares de que no tomaran a la ligera a los bárbaros debía manifestarlo, así que se armó de valor y continuó.
—Sin duda os habréis dado cuenta de mi parecido con los bárbaros.
—Es evidente —bufó el general de Ch’ing Tung.
Batu consiguió dominar una réplica acalorada y cuando habló lo hizo con serenidad.
—Mi bisabuelo era tuigano, que es el nombre que se dan los bárbaros a sí mismos. Se instaló en la provincia de Chukei después de que su clan fuera destruido en una guerra tribal.
—Qué osado de su parte reconocerlo —manifestó el general de Sheng Ti.
El desdén que dejó traslucir su tono no era nuevo para Batu. Aunque la mayoría de los shous se enorgullecían de carecer de prejuicios, tampoco ocultaban que consideraban a todas las demás culturas inferiores a la suya. En consecuencia, no podían evitar el desprecio hacia aquellos que no eran shous de pura sangre.
—A lo largo de la niñez, mi bisabuelo me contaba historias de la vida entre los nómadas —prosiguió Batu—. Desde luego, no puedo recordarlas todas, pero lo que recuerdo es atemorizador.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Kwan. Su atención permanecía fija en el joven general, pero era difícil saber si el interés del ministro era genuino o si solo era compasión hacia un hombre condenado.
—Las tribus tuiganas están dedicadas única y exclusivamente a una cosa: hacer la guerra. Sus hijos cabalgan antes de aprender a caminar y saben disparar flechas desde un caballo al galope antes de que les salga la barba. Cuando no están en guerra con los pueblos civilizados, sostienen combates tan sangrientos entre clanes que exterminan a tribus enteras. Como diversión, reúnen a centenares de guerreros y eliminan a toda bestia viviente en un sector de veinte kilómetros cuadrados.
—Los pendencieros y los cazadores no son rivales para soldados entrenados —opinó el general de Ch’ing Tung.
—Habéis oído mis palabras, general, pero ¿las habéis escuchado? —replicó Batu con dureza—. Digo que nuestros enemigos son asesinos natos, que no saben lo que es rendirse ni conocen la compasión. Si alguien los ha entrenado y les ha dado un objetivo, Shou Lung está ante el mayor peligro de toda su existencia.
—No se pueden hacer ejércitos con la escoria asesina —proclamó el general de Ch’ing Tung, que se interrumpió al ver la mano alzada del ministro.
—¿Qué sugerís, general? —le preguntó Kwan a Batu.
—Que actuemos con mayor cautela en nuestro primer enfrentamiento —respondió Batu—. Montar trampas está muy bien siempre que sepamos cuál es la presa. Pero el hombre que pone un cepo para zorros y coge a un oso, puede acabar desollado.
—Entonces, ¿qué sugerís? —insistió Kwan.
Deleitado y sorprendido por las insistencias de Kwan en saber su opinión, Batu respondió con entusiasmo y sin perder un segundo.
—Una serie de ataques de prueba, seguidos de repliegues rápidos, al menos hasta que averigüemos el tamaño y la naturaleza del enemigo.
Kwan asintió; después se acarició la barba pensativo. Por fin, se puso de pie y escudriñó los ojos de Batu.
—Era lo que suponía —dijo el ministro—. Nos habláis de rumores y de partidas de caza, y luego nos decís que debemos retirarnos a una distancia prudente mientras el enemigo quema nuestros campos y saquea nuestras aldeas. Lo que proponéis no es el proceder de un oficial del imperio, general Batu. ¡El proceder de un oficial del imperio es enfrentarse a los enemigos de Shou Lung y aplastarlos en nombre del emperador!
Batu miró los ojos del ministro durante varios segundos, pero comprendió que Kwan era incapaz de sentir el fuego de su cólera a través del velo lechoso que le ocultaba la realidad.
—Los ejércitos aplastados no vencen al enemigo, ministro —respondió al cabo.
El rostro de Kwan se puso rojo, y sus arrugas se movieron como gusanos. Por un instante, Batu pensó que al viejo le daría un ataque, pero el ministro recuperó el control poco a poco. Después de un momento, con voz muy mesurada, Kwan preguntó:
—¿Guiaréis a vuestro ejército en la batalla, general Batu, o debo buscar a un soldado leal para que ocupe vuestro puesto?
—Iré —contestó Batu en el acto—. Si mi ejército tiene que morir, entonces quiero ser quien lo lleve a la destrucción.
Con la misma rapidez con que se había distorsionado, el rostro de Kwan recuperó la calma. El ministro se acercó al joven general y apoyó una mano arrugada sobre el hombro de Batu.
—Bien —dijo—. Mi plan funcionará. Antes de que tengáis tiempo de comprender lo que ocurre, cargaremos colina abajo y esa banda de ladrones dejará de molestar el sueño del emperador. Ya lo veréis.