14

Shou Kuan

Batu y uno de los generales provinciales, Kei Bot Li, estaban tendidos boca abajo en la cumbre de una colina. El acre olor de la hierba quemada los ahogaba, y notaban en la boca el sabor ácido del hollín. En otro momento, habrían evitado permanecer echados en un campo de cenizas, pero el mejor lugar para observar Shou Kuan era esta cumbre incendiada.

Los casi cinco kilómetros de terreno ondulado que había entre ellos y la ciudad estaban tan negros y pelados como la colina. Antes de escapar, los ciudadanos de Shou Kuan habían incendiado casi todas las tierras alrededor de la ciudad. Los bárbaros habían hecho pastorear a los caballos en los pocos campos que los campesinos no habían quemado, y ahora no quedaba más que la tierra pelada.

La tierra desnuda era una buena señal, pensó el general de Chukei. Al forzar al enemigo a sitiar Shou Kuan, tzu Hsuang había complicado mucho más la ya difícil tarea de alimentar a tantos animales y hombres. Los tuiganos estarían ansiosos de acabar con el sitio y trasladarse a mejores tierras.

Por lo que Batu veía, a Yamun Khahan se le había agotado la paciencia. En estos momentos, los bárbaros se preparaban para el ataque. Desde esta distancia, las murallas de Shou Kuan parecían un reborde de tierra alrededor de un hormiguero. Pero la cinta negra que rodeaba la ciudad no podía ser otra cosa que la formación enemiga.

Batu calculó que el anillo oscuro lo formaban más de cien mil guerreros.

Un detalle incluso más revelador que los jinetes era el humo delante de la puerta principal. Desde casi cinco kilómetros de distancia, el humo solo parecía un banco de niebla dispersa, pero Batu sabía que se necesitaba una hoguera muy grande para producir tanto humo. Batu se volvió hacia su subordinado y le señaló el humo.

—¿Qué opináis de aquello, Kei Bot?

El fornido general dirigió la mirada a la columna gris y la observó con mucha atención, como si pudiera ampliar la imagen a través de una observación obstinada. Batu había descubierto que era uno de los gestos típicos del general. Más que cualquier otra cosa, dicho gesto parecía simbolizar la tozudez y la firmeza que constituían la base de la personalidad de Kei Bot.

Después del ataque a Yenching, Batu lo había nombrado su segundo. Aunque había dejado a los supervivientes del ejército de Kei Bot como guarnición de la ciudad, habría sido un insulto dejar al general con sus tropas después de haber demostrado tanta valentía. En consecuencia, se había visto forzado a recompensarlo con un ascenso.

Fue una exigencia que el general de la Marca Norteña no dejaba de lamentar. Para poder controlar la desmesurada ambición de Kei Bot, Batu no se separaba del general ni a sol ni a sombra. Por desgracia, ninguno de los dos disfrutaba con la mutua compañía.

—Diría que están quemando vivos a los prisioneros —anunció Kei Bot cuando acabó con la observación de la columna de humo.

—¿Con qué fin? —le preguntó Batu, extrañado por la respuesta.

—Intimidación —contestó Kei Bot—. Lo he visto hacer antes.

—Es cierto que no vacilarían en cometer semejante atrocidad, pero los tuiganos no hacen prisioneros —objetó Batu. Señaló los jinetes que rodeaban la ciudad—. Para mí, se preparan para el ataque. El humo debe de tener alguna relación con el asalto.

—Si es lo que pensáis… —repuso Kei Bot, desabrido. Le había molestado ver rechazada su opinión—. ¿Doy la orden de avanzar?

—Todavía no —respondió Batu, sin apartar la mirada de la ciudad.

—¡Llevamos aquí tres horas! —protestó Kei Bot.

—Esperaremos un poco más. —El general se enfrentó a su subordinado—. Si nos movemos antes de que el enemigo esté comprometido del todo, frenará el ataque y se volverá contra nosotros.

—Por lo que vimos en Shihfang, superan a los nobles cinco a uno —señaló Kei Bot—. Cuanto más esperemos, más posibilidades tendrá el enemigo de saquear Shou Kuan.

—Lo sé —dijo Batu, con la mirada puesta otra vez en la ciudad—. De todos modos, no nos moveremos hasta que los bárbaros estén totalmente dedicados a la batalla.

—¡Matarán a todos los nobles! —exclamó Kei Bot, asombrado ante las palabras de su comandante—. No podrán resistir con tanta desventaja numérica.

—No subestiméis a los nobles —le recomendó Batu—. No olvidéis que tzu Hsuang es quien los manda. —En Shihfang, Batu había descubierto el motivo del prolongado silencio de su suegro después de la batalla: el espejo de Shao se había roto. Había lamentado la pérdida de un artefacto tan valioso, pero no tanto como si hubiera perdido a tzu Hsuang. Aun así, la rotura del espejo era un trastorno grave, pues Batu contaba con él para coordinar el ataque con los ejércitos nobles. Sin el espejo de Shao, el general no podía hacer otra cosa que confiar en su intuición para calcular el momento del ataque. Más para tranquilizarse a sí mismo que a Kei Bot, añadió—: Tzu Hsuang resistirá. Sus peng han disfrutado de tres semanas de descanso. Además, incluso si los tuiganos consiguen cruzar las murallas, descubrirán que las calles son un mal sitio para luchar montados.

—¿No creéis que arriesgáis a los ejércitos de Hsuang sin motivo suficiente? —preguntó Kei Bot—. Si derrotan a los nobles, los tuiganos se refugiarán en Shou Kuan cuando ataquemos.

—No perderé la ventaja de la sorpresa —replicó Batu, tajante. Señaló el anillo que rodeaba la ciudad—. Por lo que veo, los bárbaros todavía cuentan con más de cien mil jinetes. Nuestra única oportunidad de acabar con ellos es pillarlos completamente desprevenidos.

—Si debéis correr este riesgo —insistió Kei Bot, sin dejarse intimidar—, al menos enviad aviso de que las tropas se preparen para el combate.

Batu hizo una mueca, pero comprendió que la sugerencia del general provincial tenía sus méritos.

—No veo en ello ningún inconveniente —dijo, con un tono seco. Sin desviar la mirada del rostro de su subordinado, llamó a Pe con una seña.

El ayudante esperaba junto con cincuenta soldados de la escolta de Batu al pie de la colina, donde no podían ser vistos. Pe solo tardó unos momentos en arrastrarse hasta la cumbre. En cuanto llegó, se quitó la gorra cónica y se rascó con furia el pelo enredado.

—Ahora comprendo por qué los bárbaros se afeitan la cabeza —comentó. Al igual que Batu y las tropas de los ejércitos provinciales, Pe vestía el atuendo tuigano. Además de la gorra forrada de piel, llevaba una cota mugrienta larga hasta las rodillas y pantalones de lana. La cota tenía un agujero de flecha y manchas de sangre en el pecho, y los pantalones estaban tan sucios que el arrastrarse por las cenizas no había hecho más oscuro su color. A diferencia de Batu, que se sentía cómodo con el nuevo vestuario, Pe se veía molesto y torpe. De pronto, el ayudante apartó la mano de la cabeza. Cogido entre el pulgar y el índice tenía un insecto blanco del tamaño de un grano de arroz. El joven aplastó el piojo y se limpió la mano en el pantalón. Mientras volvía a rascarse, masculló—: ¡Bichos asquerosos!

Batu no entendió muy bien si Pe se refería a los piojos o a los bárbaros. Después de la victoria en Yenching, Batu había enviado a la caballería a reunir los caballos del enemigo. Mientras tanto, ordenó a las tropas del Muy Magnífico Ejército de Shou Lung que se vistieran con el atuendo tuigano.

La orden no había aumentado la popularidad del general. El solo hecho de pensar en tener que ponerse las ropas de los tuiganos le había revuelto el estómago a todo el ejército, incluido los borrachos y los asesinos. Sin embargo, Batu insistió en el cumplimiento de la orden.

Al cabo de dos días, la caballería había reunido más de ochenta mil caballos de los bárbaros. El número era más que suficiente para montar a las tropas de los cuatro ejércitos que estaban en condiciones de combatir. Después de un día de clases de equitación, Batu había iniciado la marcha hacia Shou Kuan al frente de ochenta mil soldados disfrazados como guerreros tuiganos.

El general de la Marca Norteña sabía que Yamun Khahan no tardaría en enterarse de la presencia de un gran ejército shou. Por esta razón había disfrazado a las tropas como bárbaros. La presencia de otra fuerza bárbara no provocaría demasiados comentarios. Aun cuando el khaan se enterara, Batu pensaba que el jefe consideraría los informes como simples rumores, o exageraciones. La última cosa que se le ocurriría pensar, esperaba Batu, sería que cuatro ejércitos shous se hacían pasar por tuiganos para llegar hasta él.

Por desgracia, para que el disfraz resultara convincente, los soldados debían actuar como bárbaros. Por ello, en varias ocasiones los exploradores habían perseguido a los campesinos aterrorizados. Una vez, incluso, habían llegado a atacar e incendiar una aldea shou que los bárbaros habían pasado por alto. Fue entonces, comprendió Batu, cuando comenzó a sentirse a gusto con las prendas de los bárbaros.

Unos días después del incendio de la aldea, las avanzadillas de Batu vieron señales de los exploradores del enemigo. Dado el gran número de hombres que el Khahan había dejado en Yenching, Batu había pensado que el líder tuigano se sentiría seguro y no se preocuparía en vigilar la retaguardia. Era obvio que estaba en un error y que Yamun Khahan era un comandante precavido.

Por lo tanto, durante los últimos tres días, las tropas de Batu solo habían avanzado al anochecer y con la protección de una gruesa capa de nubes creadas por los wu jen. Los ejércitos habían marchado por lechos de rieras y valles aislados, a lo largo de las rutas escogidas por los exploradores durante el día. Desde luego, los exploradores se habían cruzado más de una vez con las avanzadillas tuiganas. En la mayoría de los casos, los disfraces habían demostrado su utilidad. Después de un saludo amistoso, el enemigo se había alejado al galope.

Pero, en cuatro ocasiones, las patrullas enemigas se habían acercado a los exploradores shous. En cada una, los hombres de Batu habían emboscado a los jinetes tuiganos antes de que estos advirtieran el engaño. Ni un solo soldado enemigo había escapado con vida.

Por fin, los ejércitos provinciales habían llegado la noche anterior a un valle aislado en las colinas al sudoeste de Shou Kuan. Batu les ordenó detenerse cuando estaban a ocho kilómetros de la ciudad. Al amanecer, había cogido un grupo para ir a espiar al enemigo.

El ejército todavía esperaba en aquel valle. Pese a no estar allí, Batu estaba seguro de que sus subordinados compartían la impaciencia de Kei Bot. El general no los culpaba. El riesgo de ser descubiertos aumentaba con el paso de las horas. Ya había recibido el informe de que habían matado a una patrulla enemiga que se había acercado demasiado a los ejércitos shous. Si desaparecían más patrullas tuiganas, Batu sabía que el khahan acabaría por sospechar que pasaba alguna cosa.

No obstante, con un jefe tan capaz al mando de las tropas enemigas, Batu tenía la obligación de extremar las precauciones. Aunque ahora los ejércitos shous iban montados, no serían rivales para los bárbaros en un combate abierto. Los tuiganos llevaban arcos cortos, ideales para el combate desde la montura, y eran muy certeros con sus armas. En cambio, los soldados de Batu conservaban las pesadas ballestas y estaban acostumbrados a pelear manteniendo una formación rígida. Solo un tonto podía creer que porque ahora tenían caballos podían equipararse a los bárbaros.

Como el general de la Marca Norteña sabía desde el principio, las mayores posibilidades de victoria de Shou Lung estaban en atacar cuando el enemigo tenía toda su atención concentrada en otra cosa. Por este motivo, el plan original de Batu se basaba en que los nobles salieran de Shou Kuan mientras sus fuerzas atacaban por la retaguardia. Sin embargo, con el espejo de Shao roto, resultaba imposible coordinar las dos maniobras. Por fortuna, parecía que el enemigo se disponía a complacer a Batu, iniciando un ataque contra Shou Kuan. Batu se volvió hacia Pe.

—Comunica a los ejércitos que se preparen para el ataque —ordenó a su ayudante.

—Esta guerra está a punto de acabar —comentó Pe, sonriente.

—De una forma o de otra —asintió Batu, con el pulso acelerado por el entusiasmo. Con un poco de suerte, pensó, quizás había llegado la ocasión de librar la batalla ilustre.

—El enemigo todavía no sabe que estamos aquí —señaló Pe, con una expresión de absoluta confianza—. No podemos perder.

—En el combate, nunca hay nada seguro —le advirtió Kei Bot.

Pe miró al rechoncho general con un desprecio apenas disimulado. El ayudante no ocultaba su poco aprecio por el segundo de Batu.

—Con vuestro permiso, general. Lo que decís no es cierto en esta batalla.

—Pe, la única cosa de la que estoy seguro es de que hoy libraremos una gran batalla —intervino Batu, que puso una mano sobre el hombro de su ayudante con un gesto paternal. Después metió una mano debajo de la cota y sacó la carta para Wu que había escrito antes del amanecer. Aunque no había enviado la carta habitual desde Yenching, hoy no había ningún motivo para no cumplir con su promesa. Batu se la entregó a Pe—. Ya sabes lo que debes hacer con esto.

—Se la enviaré a la señora Wu.

—Ignoraba que fuerais tan sentimental, general —comentó Kei Bot, extrañado.

El general de la Marca Norteña enrojeció. No se cansaba de repetir a sus subordinados que solo debían pensar en el combate hasta acabar con los bárbaros. Batu se sintió como un mentiroso.

—No lo soy —replicó tajante. Miró a Pe—. Transmite la orden.

Pe se arrastró colina abajo hasta la escolta, y Batu se volvió una vez más hacia Shou Kuan. El viento todavía arrastraba el humo sobre las murallas de la ciudad. El general de Chukei estudió el tentáculo nebuloso durante un buen rato. Cuanto más lo observaba, más le parecía que algo se movía por la cinta gris.

Batu deseó tener a su lado al wu jen del ministro Kwan, ya que el hechicero habría encontrado la manera de mostrarle con mayor claridad lo que ocurría frente a Shou Kuan. No era la primera vez que el general deseaba la compañía del hechicero. Después de montar el último campamento, lo primero que quiso Batu fue establecer algún sistema mágico que le permitiera espiar al enemigo. Por desgracia, ninguno de los wu jen del ministerio de la Magia conocía el hechizo adecuado, y el feng-li lang no quiso pedir a los espíritus que realizaran una misión tan prosaica. Por lo tanto, el general se vio forzado a confiar en la exploración física. Batu estudió la escena durante otros diez minutos. Por fin, Kei Bot señaló la cinta negra de los jinetes que rodeaban Shou Kuan.

—¡El enemigo se mueve! ¿Doy la orden de avanzar?

—Todavía no —contestó Batu, que sujetó la muñeca de su subordinado. Aunque parecía que el anillo de los bárbaros se estrechaba, el general era de la opinión de que aún no habían iniciado el ataque.

—¿A qué esperáis? —preguntó Kei Bot—. Tal como están las cosas, nuestros ejércitos tardarán media hora en llegar al campo de batalla.

—Pero el enemigo no tardará tanto en saberlo —replicó Batu. Señaló el valle donde esperaban sus ejércitos—. Cuando los ochenta mil caballos galopen hacia la ciudad, levantarán una nube de polvo que tapará el sol. Si los tuiganos no están en plena batalla, vendrán a nuestro encuentro.

—El padre de vuestra esposa está en Shou Kuan —dijo Kei Bot, con el entrecejo fruncido—. ¿Cómo podéis permitir que los nobles soporten solos este ataque?

—Puedo permitirlo porque ello aumenta nuestras posibilidades de victoria —afirmó Batu con un tono helado sin dejar de observar la ciudad sitiada.

—Sois un hombre frío e insensible —manifestó Kei Bot, que miró a su comandante con mal disimulado disgusto.

—¿Acaso alguien que no lo sea puede destruir a los tuiganos?

Kei Bot desvió la mirada, molesto con su propio comentario y la naturalidad de la respuesta de Batu.

Un momento más tarde, el círculo de los bárbaros dejó de estrecharse. Batu calculó que los jinetes se encontraban dentro del campo de tiro de los arcos apostados en las murallas. Aunque no podía verlo, sabía que miles de flechas volaban desde las almenas hacia el enemigo.

—¿Lo veis? —dijo Batu, que señaló el círculo—. Los tuiganos nos habrían visto acercarnos. Ahora falta muy poco.

El general advirtió que los tuiganos atacaban con todas sus fuerzas. Las andanadas de flechas shous abrían huecos en el anillo, pero, en lugar de retirarse a una distancia prudencial, los bárbaros se apresuraban a tapar las brechas. Delante de la entrada, el humo se mantenía por encima de la muralla. Batu continuaba teniendo la impresión de que algo se movía por la cinta gris, pero no conseguía imaginar qué podía ser.

Durante varios minutos, él y Kei Bot contemplaron en silencio el desarrollo del combate. A medida que pasaba el tiempo, más se convencía Batu de que había tomado la decisión correcta. El enemigo maniobraba con tanta precisión que habrían podido responder fácilmente a cualquier otro ataque.

En el lado sur de la ciudad, los jinetes comenzaron a agruparse en masa. En cuestión de segundos, se lanzaron como una tromba contra la entrada principal.

—¡Han iniciado el asalto! —gritó Kei Bot, al tiempo que gesticulaba en dirección a la masa enemiga—. ¡Han tomado la entrada!

—Sí —asintió Batu. Llamó a su ayudante. Por primera vez desde el comienzo del combate, se sentía preocupado. Los bárbaros habían superado las defensas de Shou Kuan mucho más rápido de lo que esperaba. En cuanto Pe llegó a su lado, el general de Chukei le dio las órdenes sin perder un segundo—. Envía la orden de ataque. El ejército de Wak’an debe asegurar el perímetro occidental y el de Hai Yuan, el oriental, para cortar el paso de la retirada enemiga. El ejército de Kao Shan debe destruir la horda de la entrada, con el apoyo de las tropas de Wang Kuo.

—Sí, general —respondió Pe. Se disponía a bajar por la ladera cuando Batu lo sujetó por un hombro.

—Transmite las órdenes en persona —le indicó—. Recuérdales a los generales que nadie debe atacar montado.

Que desmonten y ataquen en formación. Después de todo, no debemos olvidar que no somos bárbaros auténticos, ¿no es así?

—Sí, general —contestó Pe, con una sonrisa.

—Ahora, márchate —le ordenó Batu, atento otra vez al combate.

Después de contemplar el asalto durante unos momentos, el general de Chukei comprendió que alguna cosa iba muy mal en el interior de la ciudad, pues la horda de la entrada disminuía de tamaño a un ritmo constante.

A Batu se le cayó el alma a los pies. Lo que veía solo podía significar que los bárbaros entraban en la ciudad casi sin encontrar resistencia. Cuando los ejércitos provinciales atacaran, el enemigo no tendría más que refugiarse detrás de las murallas de Shou Kuan. Batu se levantó.

—¡Venid, general!

—¿A qué viene ahora tanta prisa? —preguntó Kei Bot.

—Teníais razón —contestó Batu, que ya corría colina abajo.

—Desde luego…

—No es este el momento para ofenderme —lo interrumpió Batu, que se detuvo en seco—. Sería una lástima ejecutaros cuando todavía podéis servir al emperador.

—¡No os atreveríais! —exclamó Kei Bot.

—Claro que sí —afirmó Batu—. En estos momentos, tengo demasiadas preocupaciones como para ocuparme de vuestra perfidia.

Kei Bot apretó las mandíbulas y miró a Batu furioso, pero el joven general no se dejó intimidar.

—¿Qué queréis que haga? —inquirió por fin Kei Bot.

Batu sujetó a su subordinado por el hombro y lo guio colina abajo, mientras le explicaba su nuevo plan.

—Podemos evitar que los bárbaros ocupen Shou Kuan si actuamos deprisa. Entraremos en la ciudad detrás de ellos.

Batu habló muy rápido, más entusiasmado con cada nueva palabra. Aunque la derrota de los nobles significaba un grave problema, estaba dispuesto a superar los escollos. Después de todo, difícilmente se podía considerar ilustre una batalla si un comandante no tomaba una o dos decisiones desesperadas.

—Este es mi plan —dijo Batu, sin soltar el hombro de su subordinado—. Iré al encuentro de los ejércitos de Kao Shan y Wang Kuo para cambiar sus órdenes. Organizaremos una carga de caballería y seguiremos a los bárbaros al interior de la ciudad.

—¿Atacaremos dentro de Shou Kuan? —exclamó Kei Bot.

—Así es —confirmó Batu—. Los tuiganos son jinetes nómadas. El combate urbano les es tan desconocido como a nosotros el pelear montados. Las posibilidades quedarán niveladas.

Kei Bot miró al general de la Marca Norteña como si este hubiera perdido el juicio.

—¿Qué queréis que haga? —repitió.

—Necesitaremos toda las fuerzas posibles dentro de la ciudad —explicó Batu—. Debéis ir al encuentro de los otros dos ejércitos. Enviad al ejército de Wak’an para que apoye la carga. Deben permanecer montados y seguirme pisándome los talones, o el ataque no tendrá el impulso suficiente para tomar la ciudad.

Wak’an debe seguiros, y vos estaréis con Wang Kuo.

—Bien —dijo Batu—. Vos cogeréis el último ejército y rodearéis la ciudad a una distancia de unos ciento veinte metros. Utilizad la movilidad de los caballos para aseguraros de que nadie escape de nuestra trampa.

—Como ordenéis —contestó Kei Bot, sin disimular su escepticismo.

En cuanto llegaron al pie de la ladera, Batu se volvió para mirar a Kei Bot.

—Una cosa más —añadió—. Si caigo, vos asumiréis el mando.

En el primer instante, Kei Bot lo miró extrañado, porque Batu insistía en lo que era una práctica militar normal. Sin embargo, poco a poco, comprendió lo que significaban en realidad las palabras de su superior.

—¿Esperáis estar en el centro del combate? —preguntó Kei Bot, con un brillo de ambición en la mirada.

—Iré al frente de la carga de caballería —respondió Batu sonriendo—. En cuanto entremos en la ciudad, los ejércitos me necesitarán. —Aunque el razonamiento parecía lógico, el general de Chukei tenía un motivo mucho más profundo para participar en la carga. No quería perderse la mejor parte de la batalla.

Durante unos minutos, Kei Bot miró a Batu con expresión inescrutable.

—¿Alguna cosa más? —inquirió al cabo.

—Solo esto: haya estado equivocado o no en demorar el ataque, ahora nuestra mejor posibilidad de triunfo se encuentra en las calles de Shou Kuan. Espero que estéis de acuerdo conmigo.

—Que esté o no de acuerdo, no tiene importancia —señaló Kei Bot mientras iba en busca de su caballo—. Tengo mis órdenes.

Batu montó su cabalgadura, con la duda de si podía confiar en el regordete general. Había algo en la actitud del hombre que intranquilizaba al general de Chukei, pero ahora no era momento de preocuparse. Batu espoleó su caballo, y encabezó a Kei Bot y los restantes escoltas en una loca carrera hacia sus ejércitos.

Por fin Batu y los demás llegaron al valle. Incluso montado, el general de Chukei notaba el temblor del suelo. Al otro extremo del valle, detrás de la cresta ennegrecida, una inmensa nube de polvo ocultaba el horizonte. Al comprender que la aproximación de su ejército era el responsable de lo que veía y sentía, Batu frenó su caballo.

Una línea de jinetes de casi mil seiscientos metros de ancho apareció en lo alto del risco y se lanzó ladera abajo. Al cabo de unos segundos, la colina se veía cubierta de jinetes vestidos con cotas mugrientas y gorros con ribetes de piel. La mayoría se tapaba el rostro con pañuelos o trozos de trapos para no respirar el polvo. Aunque la tropa avanzaba al trote, los cascos levantaban tanto polvo que una nube impenetrable ocultaba la mayor parte del ejército.

La multitud estaba dividida aproximadamente en cuatro grupos. Un centenar de hombres de cada grupo llevaba banderolas tuiganas que los shous utilizaban ahora en lugar de sus propios estandartes. Batu señaló a uno de los portaestandartes.

—Allí está Wak’an, general. No me falléis. —Apenas si consiguió hacerse oír en medio del tronar de la caballería. Kei Bot se alejó al galope sin decir ni una palabra. Batu esperó un poco más; buscaba el estandarte de la cola de yac dorada que ahora era la nueva insignia de Wang Kuo. Por fin, vio el estandarte y espoleó su caballo.

En cuanto Batu alcanzó la línea, el polvo y las cenizas le llenaron la boca hasta sofocarlo, por lo que se apresuró a taparse la cara con el cuello de la túnica tuigana, aunque daba asco de sucio que estaba. Encontró al comandante del ejército de Wang Kuo cuando el ejército comenzaba la subida por el otro extremo del valle, y le explicó el cambio de planes gritando como un descosido. De inmediato, enviaron un mensajero al ejército de Kao Shan con las nuevas órdenes.

Por fin, los ejércitos shous alcanzaron la cumbre de la colina. Los veinte mil peng de Kao Shan ocupaban la vanguardia, seguidos por Batu y el ejército de Wang Kuo. El general de Chukei ya no alcanzaba a ver a los ejércitos de Wak’an y Hai Yuan, pero daba por hecho que lo seguían de cerca.

Cuatrocientos metros más abajo, diez mil tuiganos a caballo formaban una doble fila en la base de la colina. Se volvieron de cara al ejército de Batu sin levantar los arcos. Detrás de las filas había una loma con cincuenta hogueras en la cumbre. Varios centenares de hombres se ocupaban de mantenerlas encendidas. Más allá de la loma se levantaba el campanario de Shou Kuan. La entrada principal estaba abierta de par en par, y en las calles se veían miles de soldados.

Un puente de humo de casi veinte metros de ancho comenzaba en la cumbre de la loma y pasaba por encima de las murallas. Ya nadie pasaba por él, pero había varios hombres y caballos muertos sobre la calzada mágica. Batu se desesperó al comprender lo fácil que había sido para el enemigo cargar a través del puente y apoderarse de la entrada principal.

El general volvió su atención al primer obstáculo entre él y la reconquista de la entrada: los diez mil bárbaros que aguardaban al pie de la colina. A medida que los ejércitos shous bajaban la ladera, los tambores de señales de los tuiganos tocaron una cadencia lenta y rítmica. Los jinetes permanecieron impasibles e inmóviles, sin siquiera levantar los arcos. Finalmente, un oficial se adelantó y movió los brazos para ordenar al ejército en marcha que se detuviera.

Comprendiendo que los tuiganos no sabían que estaban a punto de ser atacados, Batu se estremeció de entusiasmo. Era obvio que los intrigaba la súbita aparición de un ejército enorme por la retaguardia, pero no sospechaban que no era suyo.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, general? —le preguntó Wang Kuo, con una sonrisa.

Era una pregunta que no necesitaba respuesta. Batu no había acabado de gritar: «¡A la carga!», que ya los hombres que encabezaban el ataque habían desenvainado las armas y avanzaban al galope. En lugar de los sables corvos de los guerreros tuiganos, empuñaban las chien rectas de los infantes shous. Al ver las espadas de doble filo, el oficial enemigo advirtió su error, y regresó a todo galope a sus filas. Batu sabía que, en cuanto comenzara el combate, la diferencia en las armas sería la única manera de distinguir entre amigo y enemigo.

Cuando el ejército de Kao Shan profirió su grito de combate, un rugido ensordecedor resonó en los oídos del general. El corazón de Batu comenzó a latir más fuerte. Su caballo resopló enardecido, y galopó con la velocidad del viento.

Al pie de la ladera, los tuiganos levantaron los arcos y dispararon. La andanada pareció colgada en el aire como una niebla oscura. Los atacantes shous tenían la impresión, no de que las flechas volaran a su encuentro, sino de que ellos cabalgaban entre una cortina de flechas. Miles de hombres y bestias cayeron a tierra, y la carga flaqueó por un instante, pero enseguida continuó más rápido que antes. El sudor corría a chorros por el cuerpo de Batu. Vio a los tuiganos guardar los arcos y desenvainar los sables. El general cogió con la mano sudorosa el mango de la espada, e hizo algo que no había hecho en muchas, muchas batallas: desenvainó su arma.

El ejército de Kao Shan alcanzó las líneas enemigas, y Batu notó el estrépito del encontronazo en la boca del estómago. Delante de él, miles de tuiganos caían abatidos por los mandobles de los shous. Un segundo más tarde, relampaguearon los sables de los bárbaros, y cayeron un número parecido de shous. Por todas partes sonaban los gritos de miedo y alaridos de dolor. El caballo de Batu galopó con todos sus bríos, como si se sintiera atraído por el olor de la sangre y de la muerte.

Mientras cabalgaba hacia el combate, Batu comprendió que se había convertido en un soldado más. Sus escoltas habían desaparecido en el tumulto, y tampoco se veía al comandante de Wang Kuo. A la izquierda del general cabalgaba un rudo veterano con el pelo grasiento que cualquiera habría podido confundir con un tuigano de no haber sido por su arma. A la derecha tenía a un jinete sin casco que llevaba el moño de los oficiales shous.

Batu ya no alcanzaba a ver a los bárbaros porque había llegado al fondo del valle. Delante solo tenía las espaldas de sus propias tropas. Más allá se alzaba la loma con el puente de humo, y miles de peng cabalgaban ya colina arriba. Centenares iban desplomados en las sillas, muertos o heridos, arrastrados por el impulso de la carga. En lo alto de la colina, un tuigano solitario vestido con la túnica de los chamanes gesticulaba enloquecido hacia el puente de humo, mientras sus escoltas escapaban en todas las direcciones.

El caballo de Batu comenzó a dar saltos y a desviarse, cosa que lo obligó a prestar atención a su avance. Había alcanzado las filas enemigas, aunque eran muy pocos los bárbaros que quedaban. El suelo estaba cubierto de muertos y heridos, y el caballo tenía que esquivarlos para no caer.

Mientras el general cruzaba el lugar, un bárbaro se levantó de pronto y buscó su arco. Batu lo abatió de un sablazo y se sorprendió del placer que le producía matar a un enemigo, porque habían pasado muchos años desde su último combate como soldado. De todos modos, no llegó a ver al tuigano caído porque el caballo continuaba con su carrera.

La montura de Batu comenzó a subir la loma al trote rápido, y el general aprovechó el cambio de ritmo para espiar por encima del hombro. Al punto soltó una maldición. Había esperado ver a un tercer ejército a sus espaldas; en cambio, Wak’an avanzaba hacia el perímetro occidental y Hai Juan hacia el oriental. Era obvio que Kei Bot no había informado a los comandantes del cambio de planes.

Batu reflexionó por un momento si Kei Bot habría desobedecido adrede las órdenes o si sencillamente no había encontrado a tiempo a los otros dos generales. Fuera cual fuera el motivo, ello significaba que Kao Shan y Wang Kuo se verían superados en número en cuanto entraran en la ciudad. Ahora no podía hacer nada. Detener el asalto era tan imposible como conseguir un mensajero entre la caballería al galope.

El general conservó la calma y se dijo que después de entrar en la ciudad enviaría un mensajero en busca del ejército de Wak’an. Mientras sus tropas pudieran defender la entrada, la demora no plantearía demasiados problemas. Batu llegó a la cumbre de la loma, y el caballo se desvió a la izquierda para evitar una hoguera donde se chamuscaba medio cordero. A Batu le pareció un lugar poco apropiado para cocinar, pero se despreocupó del tema. Delante de él, el puente de humo se vino abajo en ese momento, y docenas de cadáveres cayeron sobre los peng. Hombres y caballeros rodaron por el suelo, pero el ejército de Kao Shan no se demoró. Cuando la vanguardia se acercó a una treintena de metros de la puerta, los bárbaros comenzaron a disparar desde el campanario y las almenas. Una columna de jinetes tuiganos salió de la ciudad para enfrentarse a la carga shou.

Al cabo de unos momentos, Batu vio otro grupo de jinetes —alrededor de cinco mil— que cabalgaban hacia la entrada. El segundo grupo pasó sin problemas entre los tuiganos que avanzaban para contener a los shous. De inmediato comprendió que la formación era la guardia personal del khahan, porque todos llevaban armaduras negras y sus monturas eran blancas. Únicamente el más rico de los emperadores podía permitirse equipar a sus guardias con tanto esplendor.

El general de Chukei llegó a la conclusión de que Yamun Khahan había estado fuera de Shou Kuan mientras los shous atacaban. Sin duda el emperador bárbaro había esperado a que sus tropas acabaran con los últimos focos de resistencia antes de entrar en la ciudad.

Mientras Batu comenzaba el descenso, al pie de la loma se escuchó el estrépito de los aceros y los alaridos de los hombres. El ejército de Kao Shan hacia frente al contraataque tuigano.

Desde lo alto de las murallas, las arqueros desviaron los disparos hacia la carga shou, y las flechas comenzaron a llover alrededor de Batu. Sonó un grito muy cerca y el veterano que cabalgaba a la izquierda del general cayó de la montura. Un relámpago negro pasó junto a la cabeza de Batu, y después algo rozó la armadura de cuero a la altura de la clavícula. Gritó alarmado, pero no sintió ningún dolor. Instintivamente, pasó las riendas a la mano de la espada y buscó la herida con la mano libre. Encontró un corte profundo en el cuero donde una flecha había rozado la armadura. Al comprender lo cerca que había estado de la muerte, al general se le encogió el corazón.

Al instante siguiente, pasó más allá de la lluvia de flechas y entró en el combate que se libraba delante de la puerta. Un jinete descargó un sablazo contra su cabeza. El general soltó las riendas y levantó el tao en una parada desesperada. Cuando las dos espadas chocaron, sintió un golpe tremendo en el brazo. El bárbaro se encontró sosteniendo la empuñadura de un sable roto. Batu contraatacó con un golpe lateral y vio cómo la hoja cortaba la armadura de cuero. El tuigano se desplomó con un aullido.

Batu intentó coger las riendas sin conseguirlo. Lo aterraba la idea de no poder dominar su cabalgadura durante el combate, pero lo atacó otro bárbaro y el general se despreocupó de las riendas.

El comandante desvió el golpe enemigo para después deslizar su espada por el hombro del tuigano hasta alcanzar la garganta del rival. El bárbaro soltó un grito ahogado, dejó caer el arma y luego se alejó al galope. La batalla se convirtió en un torbellino de sablazos y hombres que caían. Una y otra vez, Batu se defendió y atacó, muchas veces casi sin saber contra quién peleaba. En una ocasión, consiguió esquivar por los pelos el golpe de un soldado al que había tomado por shou hasta que vio el sable curvo pasar junto a su cabeza. En otras dos oportunidades, solo el ver en el último momento las espadas de doble filo impidió que matara a sus propios hombres. Mientras el general levantaba la espada por enésima vez, el profundo redoble de los tambores tuiganos sonó en la ciudad. El oponente de Batu descargó un golpe salvaje, y después dio media vuelta para alejarse al galope. El hombre ya estaba lejos antes de que el general pudiera reaccionar.

Por todas partes, los tuiganos seguían el ejemplo del adversario de Batu y abandonaban la batalla. Unos pocos peng reaccionaron con la rapidez suficiente para tumbar a los jinetes en retirada con terribles mandobles o decapitándolos de un sablazo. Pero la mayoría de los shous se encontraron de pronto que no tenían con quién luchar.

Un instante después, un grito de triunfo espontáneo se alzó entré las filas shous. Aunque Batu sospechaba otra cosa, para sus soldados la súbita retirada era señal de derrota. Mientras lanzaban sus gritos de guerra, los peng intentaron la persecución. Pero cuando clavaron los talones a sus caballos, el resultado fue el caos. Al igual que Batu, la mayoría había soltado las riendas durante la batalla, así que no tenían ningún control sobre las excitadas bestias. Los caballos salieron al galope en una desbandada general, con lo que chocaban entre ellos o se alejaban en cualquier dirección.

Batu se apresuró a recuperar las riendas de su caballo para no verse arrastrado por la confusión reinante entre sus tropas. En cuanto dominó a su cabalgadura, volvió la atención a Shou Kuan. Los últimos bárbaros cruzaban la puerta que se cerraba. No había ninguna señal de Yamun Khahan o de su escolta, y Batu comprendió que el comandante enemigo había conseguido refugiarse en la ciudad.

Por el momento, la batalla había concluido. Los soldados muertos o heridos, shous y tuiganos, cubrían el suelo como una alfombra desde la loma a la puerta. Más de un centenar de peng habían desmontado y se ocupaban de rematar a los tuiganos heridos. Ni siquiera se les ocurrió tomar prisioneros, excepto los pocos oficiales que podían tener alguna información.

Desde lo alto de las murallas de Shou Kuan, miles de tuiganos contemplaban la matanza de sus camaradas heridos. No parecían furiosos ni sorprendidos, sino que se mantenían imperturbables. Batu pensó que, si hubiese sido a la inversa, ellos habrían hecho lo mismo con los supervivientes shous.

Pero el general estaba interesado en algo más que las expresiones de los tuiganos. Buscaba en las murallas los puntos débiles que podrían ser útiles para acabar pronto con el asedio que estaba a punto de comenzar.

Mientras Batu estudiaba las fortificaciones, los tuiganos apostados en las almenas levantaron sus arcos, y una lluvia de flechas puso fin a la inspección del general. Entre un coro de gemidos y lamentos, dio media vuelta y se alejó al galope de la entrada de la ciudad.