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El campo de sorgo

Batu aguardaba, tranquilo e inmóvil, en mitad de la ladera de la colina que marcaba el límite sur del campo de batalla. El aire traía el dulce aroma del sorgo joven y el acre olor de la sangre fresca. En el cielo, los espíritus celestes barrían las nubes con una brisa fresca, y el sol proyectaba una luz intensa sobre el campo. El general se sentía ágil y vivaz; la espada tao no le pesaba en la vaina de piel de manta. Guardaba en el bolsillo la carta que le había escrito a su esposa, lista para entregarla al mensajero. Hoy era un buen día para morir, el mejor que había visto en muchos años. Un shou joven y lampiño se acercó a Batu y le hizo una reverencia.

—General —dijo—, vuestro ejército está desplegado.

El joven era el ayudante de Batu, un oficial de rango menor llamado Pe Nii-Qwoh. El ayudante vestía un traje completo de k’ai, una armadura que consistía en centenares de placas de metal cosidas entre dos capas de seda gruesa. El traje ribeteado con terciopelo estaba decorado con bordados de colores brillantes que representaban serpientes, tigres y aves fénix. El penacho del casco consistía en dos plumas de martín pescador con una pareja de dragones en lucha cuidadosamente bordados en los pelos de las plumas.

En cambio, el traje de batalla de Batu era su sencillo chia de piel de rinoceronte. Como general, casi nunca intervenía en el combate cuerpo a cuerpo, por lo que no necesitaba una armadura tan pesada, que solo lo fatigaría durante la batalla sin darle ninguna ventaja.

El general no era el único en desdeñar las armaduras pesadas. Un poco más abajo había veinte hombres delgados que no vestían armaduras. Permanecían atentos, con los ojos fijos en Pe y Batu. Eran los mensajeros encargados de llevar las órdenes del general a los comandantes en el campo.

La presencia de los mensajeros recordó a Batu la carta para Wu, y la sacó del bolsillo. Estaba a punto de dársela a Pe, cuando decidió leerla por última vez.

Wu, comenzaba sin más, hemos encontrado a los bárbaros y nos preparamos para la batalla. Prometen ser un gran enemigo. Aunque Kwan Chan Sen rehúsa admitirlo, probablemente habrá muchas batallas ilustres en esta guerra.

Sin embargo, temo que las mejores se librarán sin mí. Me he ido de la lengua y he ofendido al ministro, que ha enviado a mi ejército a una muerte ignominiosa. Ojalá repose por toda la eternidad boca abajo en arena húmeda. ¡La muerte es demasiado buena para un loco que me ha privado de combatir en esta magnifica guerra!

Basta ya de lamentaciones. Sabes dónde está oculto nuestro oro, así que no sufrirás con mi ausencia. Nuestro tiempo juntos ha sido una bendición, y me has dado una hija hermosa y un hijo fuerte. Los echaré de menos a los dos. Has sido una buena esposa, y moriré tranquilo, sabiendo que nunca deshonrarás mi memoria tomando un amante.

Tu esposo que te quiere, Min Ho.

Satisfecho de que la carta reflejaba todo lo que quería decir, Batu la plegó y se la entregó a su ayudante.

—Para el mensajero —dijo.

Pe hizo una reverencia y cogió la carta. No preguntó el nombre del destinatario, porque la carta era un viejo ritual. En los votos matrimoniales, la dama Wu había hecho prometer a Batu que le escribiría antes de cada batalla. Hasta ahora, Batu había sido fiel a la promesa como lo había sido con todos los demás juramentos.

Pe sacó una carta igual de su propio bolsillo. El joven oficial no solía escribir a sus padres antes del combate, pero, a sugerencia de Batu, hoy había hecho una excepción.

Mientras el ayudante llevaba las cartas a un mensajero, el general estudió el panorama que tenía delante. Desde la ladera, podía ver todo el campo de batalla. Era un valle entre dos colinas pequeñas, y más grande de lo que Batu había calculado en la fuente mágica. Batu se encontraba en una de las colinas, y la otra se hallaba a unos seiscientos metros de distancia hacia el norte. En aquel momento, el general habría dado la vida de un centenar de peng por saber qué se ocultaba detrás de la colina norte.

Por el este, el campo quedaba limitado por el río. A casi un kilómetro del agua, el límite occidental se perdía entre los juncos y la maleza. A juzgar por el tamaño del campo de sorgo, debía pertenecer a algún rico terrateniente que empleaba a una aldea entera para cultivarlo.

Pe regresó junto al general y contempló el despliegue de las tropas.

—¿Queréis hacer algún cambio? —inquirió a su comandante.

—Pe —contestó el general con una sonrisa, al ver la expresión preocupada del ayudante—, si no hablas hoy con claridad, nunca más podrás hacerlo.

—Por favor, perdonadme, mi general —se disculpó el ayudante, que respondió a la sonrisa del general con otra tensa—. Me preguntaba cómo haréis para proteger el flanco. —Pe señaló hacia el límite occidental del campo. Después, como si existiera la posibilidad de que Batu no se hubiera dado cuenta del origen de su preocupación, añadió—: Está sin vigilar.

Batu sonrió. Incluso cuando se le ordenaba que hablara con toda franqueza, el joven no dejaba de expresar sus críticas en el lenguaje más inofensivo posible.

—General —insistió Pe, ansioso—, ¿algún cambio?

Batu alzó una mano para hacer callar a su ayudante y observó la disposición de las tropas. Había retirado a los arqueros supervivientes de la primera línea y los había situado no muy lejos, donde podían atender a sus heridas hasta que la situación se hiciera desesperada. Por debajo de los arqueros, quinientos jinetes permanecían junto a sus caballos, acariciándoles con gesto nervioso el pescuezo o alimentándolos con hojas tiernas del sorgo pisoteado. Batu había deseado muchas veces contar con más caballería, y desde luego hoy le habría venido muy bien, pero los pobres campos de cereales de Shou Lung apenas si producían lo suficiente para alimentar a la población de la provincia. El mantenimiento de una caballería más numerosa era un lujo que, desde hacía más de un siglo, el ejército no se podía permitir.

Treinta metros por delante de la caballería se encontraba el feng-li lang, el supervisor asignado a Batu por la sección de ritos del Ministerio de Guerra. Se suponía que el feng-li lang era un chamán que podía comunicarse con el mundo de los espíritus, pero hasta el momento Batu no había visto que el hombre aportara ninguna ayuda ultraterrenal.

El feng-li lang y su ayudante cavaban un pozo de casi dos metros de profundidad en la tierra arenosa y amarilla del campo. Aunque Batu no comprendía el propósito del agujero, sabía que la pareja preparaba una ceremonia para pedir el apoyo de los espíritus que habitaban en el campo de batalla. Aunque el general tenía sus dudas sobre el valor de la magia natural, los peng no compartían su escepticismo, así que, con el fin de levantar la moral de sus tropas, Batu participaba en los ritos del feng-li lang previos a la batalla cada vez que le era posible.

En el centro del campo de sorgo había tres mil quinientos soldados de infantería. Formaban una doble fila en la misma línea que habían ocupado los arqueros durante la primera escaramuza. Los soldados llevaban las ballestas comunes suministradas por el imperio y espadas rectas de doble filo, llamadas chien. En cuanto a las armaduras, los peng confiaban en las corazas denominadas lun’kia y en los chou de cuero. El vestuario de los oficiales era similar al de Pe, con brillantes y decorados k’ai y yelmos con plumas.

Tal como había observado Pe, el flanco izquierdo de la infantería estaba desprotegido. En otras circunstancias, Batu habría aprovechado cualquier característica del terreno para defender la zona vulnerable, o por lo menos habría situado allí a un pelotón de arqueros o de caballería. Pero las órdenes que había recibido eran claras, y el general era un oficial demasiado bueno como para desobedecerlas. Incluso un mal plan era mejor que un plan no cumplido.

La mirada de Batu recorrió la línea, estudiando la ruta que imaginaba que seguiría la caballería enemiga. Cuando cargara el enemigo, caerían los peng del flanco izquierdo, dejando sin protección al resto de la tropa. Batu les daría cierta cobertura con unos cuantos disparos de los arqueros, y sus jinetes organizarían un contraataque que quizá demoraría la carga durante unos minutos. Aun así, los guerreros tuiganos acabarían por aplastar la línea y matarían a los tres mil quinientos infantes.

Batu consideró la posibilidad de dar una orden que no había dado nunca antes: retirada. Si las tropas retrocedían cuando cargaran los tuiganos, su ejército tendría la oportunidad de permanecer intacto, pero solo sería un alivio temporal. Cuando la línea retrocediera, todas sus fuerzas se encontrarían atrapadas entre los juncos a lo largo de la ribera.

—Y entonces comenzará la matanza —susurró Batu para sí mismo, imaginando las aguas rojas y cubiertas con los cadáveres de los soldados.

—Perdón, general, no he escuchado vuestra orden —dijo Pe.

—No era una orden —respondió Batu, sin apartar la mirada del río—. Dije «Y entonces comenzará la matanza». —El general hizo una pausa, todavía imaginando a su ejército flotando río abajo; pero, esta vez, vivo—. A menos que podamos caminar sobre el agua.

—¿Caminar sobre el agua? —repitió Pe, extrañado.

Batu no tuvo tiempo para explicarse porque en aquel momento apareció el asistente del feng-li lang, con la túnica roja salpicada con el fango del pozo. El joven saludó a Batu con una reverencia.

—General, mi maestro requiere vuestra presencia en la ofrenda.

—Dile al feng-li lang que no tengo tiempo —replicó Batusin más, con toda la atención puesta en el marjal de la ribera.

—General, si no apaciguamos a los espíritus de la tierra, se ofenderán al ver que se derrama sangre en su casa —protestó el ayudante, perplejo.

—No me importan los espíritus de la tierra. Esos son los espíritus que debemos aplacar —contestó Batu, señalando las aguas crecidas.

—Pe…, pero —balbuceó el ayudante.

—No hagas más preguntas —lo interrumpió Batu—. Solo dile a tu maestro que haga su ofrenda al dragón del río. —Al ver que el ayudante se demoraba, el general gritó—: ¡Te he dado una orden, muchacho! —Mientras el ayudante corría colina abajo, Batu se volvió hacia Pe y le señaló el marjal—. Envía a la caballería y a los arqueros al marjal. Hasta que comience la batalla tendrán que ocuparse de cortar juncos de la altura de un hombre y hacer manojos. Diles que deberán atar los manojos bien fuerte.

Pe frunció el entrecejo, pero, a la vista del tratamiento que acababa de recibir el ayudante del feng-li lang, no se atrevió a formular ninguna pregunta.

—Sí, general —repuso.

—Después quítale el k’ai y déjalo en el suelo. No tenemos tiempo para enviarlo a la caravana de equipajes.

—¡Esta armadura ha pertenecido a mi familia durante trescientos años! —exclamó Pe.

—¡Me da igual que sean trescientos o tres mil! —contestó Batu, tajante—. Te he dado una orden.

—No puedo —respondió Pe, desviando la mirada—. Deshonraría a mis antepasados.

—¿Y una ejecución no? —preguntó Batu, con la mano puesta en el pomo de la espada.

—Mi honor es más importante que mi vida, general —afirmó.

—Entonces no lo manches desobedeciéndome —replicó Batu, apartando la mano de la empuñadura. Como si Pe no hubiese rehusado cumplir la orden, añadió—: Envía orden a los oficiales de línea de que se deben quitar los k’ai. No deben oponerse al ataque por el flanco. Cuando se produzca, se replegarán hacia el marjal. Trasladaremos el puesto de mando allá abajo, donde recibirán nuevas órdenes.

—¡Nos encontraremos atrapados contra el río! —protestó Pe, alarmado, mientras observaba la zona de juncos y cañas.

—Ese es el motivo por el cual tú y los demás oficiales debéis quitaros los k’ai —repuso Batu con una sonrisa.

Pe enarcó las cejas al comprender en aquel instante las intenciones de Batu, pero enseguida frunció el entrecejo.

—General —dijo—, el río está crecido. ¡Solo un loco intentaría vadearlo en plena persecución!

—Confiemos en que los bárbaros crean lo mismo —manifestó Batu—. Transmite las órdenes a los mensajeros, y después espérame en el marjal. —Pe comenzó una reverencia, pero Batu lo cogió por el hombro—. Una cosa más. En caso de que sus k’ai también hayan estado en posesión de sus familias durante trescientos años, recuérdales a los oficiales que deben seguir mis órdenes. Cualquiera que las desobedezca será recordado como un traidor, no como un héroe.

—Sí, general —contestó Pe. Acabó la reverencia y se volvió hacia los mensajeros. Su actitud ya no era desafiante, pero Batu sabía que a su ayudante no le hacían ninguna gracia las órdenes recibidas.

Mientras seis mensajeros transmitían las órdenes a los oficiales de línea, Pe se dirigió a la zona de juncos. El general permaneció en la ladera un poco más para observar los cambios. Cuando los arqueros y los jinetes abandonaron sus posiciones, centenares de rostros asombrados se volvieron hacia él. Batu supuso que se habían dado cuenta de que se les había ordenado preparar la retirada. Lo que no podían comprender, pensó, era la razón. Durante los ocho años que Batu había estado al mando del ejército de Chukei, nunca se había retirado. Pero tampoco se había enfrentado nunca a un enemigo capaz, ni había servido de carnada en una trampa mal preparada.

El general era consciente de que Kwan podía estar en lo cierto y que la fuerza tuigana quizá no superara los quince o veinte mil hombres mal preparados. No obstante, todo lo que sabía del enemigo, que no era mucho, sugería lo contrario. Solo un líder de gran inteligencia y astucia podía abrir una brecha en la Muralla del Dragón. Y se necesitaba una fuerza muy numerosa para aniquilar luego al ejército de Mai Yuan y arrasar las poblaciones y cultivos en centenares de kilómetros a la redonda. La prueba más convincente de la competencia del enemigo era el hecho de que hoy se libraría una batalla. Solo una maquinaria de guerra muy bien organizada podía estar lista para el combate dos semanas después de franquear la Muralla del Dragón y derrotar al ejército de Mai Yuan.

Era el tipo de combate que Batu había deseado toda su vida, y la perspectiva de su inmediato comienzo lo estremecía de deleite. El general de Chukei siempre había soñado con ganar lo que llamaba «la batalla ilustre», un encuentro desesperado contra un enemigo astuto y poderoso. Desde luego, Batu no había imaginado que su propio comandante fuera la razón de la situación desesperada, y no podía pensar que retirarse fuera ilustre. Pero, si funcionaba su plan, Batu confiaba en salvar las tropas suficientes para cumplir su sueño en otra ocasión.

Tras la marcha de los arqueros y los jinetes hacia la ribera, los oficiales de infantería comenzaron a quitarse los k’ai y apilar las diversas piezas de la armadura con esmero. Miraron a Batu con expresiones que el general no podía ver desde tanta distancia, pero que imaginó que iban desde el enfado al odio. Estaba seguro de que todos los oficiales, sin excepción, preferían morir antes que deshonrar a la familia. Pero tampoco dudaba que obedecerían, porque desobedecer una orden directa era una traición, un estigma mucho peor que la deshonra.

Sin embargo, el general comprendía su cólera. Como ellos, también valoraba el honor por encima de la vida, pero no podía permitirles el lujo de conservar sus herencias. Sin los oficiales, un ejército no era más que un conjunto de hombres armados, y cualquier oficial vestido con el k’ai moriría en la retirada que planeaba Batu.

Una línea negra apareció en la cumbre de la colina opuesta. Aunque la distancia impedía distinguir a los individuos, Batu calculó que la línea la formaban unos dos mil o tres mil caballos. Los centinelas dieron la voz de alarma, y las tropas se prepararon para el combate, rezando las últimas plegarias a Chueh y Hsu, los dioses de las constelaciones que bendecían las ballestas y las espadas.

Por su parte, Batu solo rezó para que Kwan y los demás estuvieran mirando la fuente mágica.

El tronar distante de los tambores recorrió el campo, y la línea avanzó lentamente. Batu comprendió que los tambores servían para coordinar las maniobras enemigas. Permaneció en la colina mientras los jinetes avanzaban otro centenar de metros. Los tambores redoblaron otra vez, y el enemigo puso los caballos al trote. Un reborde puntiagudo sobresalió de la línea como las púas de la aleta de un pez espada. Esta vez la carga iba en serio. Las púas solo podían ser lanzas, y esto significaba que los tuiganos lucharían cuerpo a cuerpo.

Batu no podía entender por qué los bárbaros se acercaban de frente. Ningún táctico habría pasado por alto el flanco desprotegido. Pensó que tal vez el enemigo había descubierto que era una trampa. Pero, en ese caso, tampoco entendía por qué atacaban. La única explicación era que Kwan tuviera razón y los bárbaros fueran unos estúpidos. Esta era una posibilidad que Batu prefirió omitir, porque significaría que había sacrificado su carrera en vano. Además, era peligroso subestimar al adversario. Como había escrito el viejo general Sin Kow, «El hombre que no respeta al adversario no tarda en sentir el tacón de la bota del enemigo». La experiencia de Batu confirmaba sus palabras.

Los tambores volvieron a sonar, y la caballería tuigana avanzó al galope corto. Batu decidió enviar un mensajero para avisar a sus oficiales que el ataque frontal podía ser una maniobra de diversión. Como Pe estaba en el marjal, se encaminó al puesto de los mensajeros. Desde allí envió a seis hombres para transmitir la advertencia y ordenar a los oficiales que conservaran su posición hasta que se produjera el ataque al flanco desprotegido. En cuanto partieron los mensajeros, envió a los demás a que se unieran a Pe. Permaneció en la colina unos momentos más, y después los siguió.

Cuando llegó a los primeros juncos, los bárbaros se habían acercado a unos trescientos metros. Los tambores iniciaron un redoble constante, y el enemigo puso los caballos a todo galope. El general recordó que no había contribuido a apaciguar al dragón del río, y confió en que el espíritu del río, si es que existía en realidad, se conformara con la ofrenda del feng-li lang. Pe salió de entre los juncos escoltado por media docena de mensajeros.

—Cada hombre ha preparado tres manojos —informó el ayudante—. Los oficiales preguntan si ahora pueden empuñar las armas.

—No —contestó el general con la mirada puesta en la carga enemiga—. Que sigan haciendo manojos hasta que yo dé la orden.

Pe enarcó las cejas, pero de inmediato dio media vuelta y transmitió el mensaje.

Mientras avanzaba el enemigo, Batu observó el muro de plata resplandeciente y piel oscura con una mezcla de horror y asombro. Los tuiganos cabalgaban como demonios, sin perder el equilibrio a pesar de las sacudidas y los brincos de sus monturas. En la mano izquierda llevaban lanzas con punta de hierro, y en la derecha, sables curvos. Las riendas colgaban sueltas sobre los pescuezos de los caballos. Los jinetes utilizaban las rodillas para dirigir a las bestias al tiempo que proferían unos aullidos escalofriantes que ahogaban el redoblar de los tambores.

En grupos de veinte o cuarenta, los hombres de Batu comenzaron a disparar sus ballestas contra el enemigo. Docenas de dardos mortíferos dieron en el blanco. Los bárbaros caían de las monturas, y los caballos heridos tropezaban y se desplomaban en medio de los que avanzaban.

Los ballesteros no recargaban después de disparar porque el enemigo avanzaba demasiado rápido. En cambio, cogían los escudos colgados a la espalda y desenvainaban sus chien, para luego esperar en un silencio tenso. Al cabo de unos pocos segundos, todo los shous habían disparado. Ahora cada hombre aguardaba, con el escudo y la espada en la mano, la embestida enemiga.

Los ballesteros de Batu habían provocado muchas bajas. Setecientos bárbaros yacían en el campo, muertos o heridos, pero la carga continuaba. Los jinetes no parecían hacer caso de las pérdidas.

Batu lamentó haber enviado a los arqueros al marjal. De haber esperado un ataque frontal, los habría desplegado a lo largo de la colina. Doscientos cincuenta hombres no habrían conseguido detener la carga, pero sus disparos habrían desviado en parte la presión enemiga sobre los desgraciados peng acurrucados detrás de sus escudos.

La caballería alcanzó la línea de infantería, y un estampido seco y ensordecedor resonó en las colinas que bordeaban el campo. Los gritos de dolor y rabia sonaron a lo largo de la línea. Los relinchos de agonía parecían surgir de la tierra. El olor a sangre, excrementos y entrañas abiertas flotó en el aire, mientras los cuerpos se desplomaban.

Los tambores enemigos continuaban resonando con una cadencia peculiar que llenaba la cabeza de Batu y le hacía difícil pensar. Como los otros tuiganos, los treinta tambores iban montados, pero se habían detenido a veinticinco metros de la línea de combate. Cada hombre tenía dos tambores atados y colgados de la cruz del caballo delante de la silla, y batía el parche de sus instrumentos con bastones gruesos marcando un ritmo frenético e irregular. A diferencia de los otros jinetes, los tambores llevaban armaduras similares a la que Pe había abandonado.

Batu sujetó a su ayudante por el hombro y le gritó en la oreja a todo pulmón:

—¡Ordena a los arqueros que disparen contra los tambores!

Mientras el ayudante transmitía la orden, el general miró hacia la cumbre de la colina que tenía detrás. No había señales de los refuerzos. El enemigo no había atacado como esperaba Kwan, y Batu no dudaba que todo el ejército de Chukei moriría antes de que el ministro reconociera que su plan necesitaba algunas modificaciones.

Sin apartarse del borde del marjal, Batu volvió la mirada hacia el campo de batalla. Se sorprendió al ver el número de soldados shous que seguían en pie y que ahora combatían con sus largos chien. Mantenían los escudos sobre las cabezas y utilizaban el feroz filo de sus espadas para abatir a sus enemigos o, cuando se veían demasiado acorralados, cortar las patas de los caballos.

Por su parte, los tuiganos habían descartado las lanzas. Sus caballos galopaban en círculo mientras atacaban —con demasiado éxito, según Batu— a los infantes con los sables curvos. Desde lo alto de sus monturas, los bárbaros machacaban sin esfuerzo los escudos de madera de la infantería shou.

Los arqueros de Batu aparecieron entonces por un extremo del marjal, a unos veinte metros de la derecha del general, y doscientas flechas surcaron el aire. Los tambores más cercanos cayeron de sus monturas con tres o cuatro flechas clavadas en el cuerpo. Más lejos, donde las flechas no alcanzaban a atravesar las armaduras, los tambores se encontraron luchando con caballos heridos, o batiendo instrumentos perforados.

Batu se sorprendió al ver lo que ocurrió a continuación. A medida que se silenciaban los tambores, muchos tuiganos abandonaron el combate y se volvieron por donde habían venido. Más allá, donde todavía se podían escuchar tambores, los bárbaros parecían desconcertados. Algunos dejaron de combatir y se fueron. Otros no reaccionaron con la rapidez necesaria y acabaron muertos por los shous, que de pronto se vieron con superioridad numérica.

Al comprender que una pausa en el redoble de los tambores era para los bárbaros la señal de retirada, Batu adoptó una rápida decisión. Indicó a los arqueros que avanzaran y les señaló a los tambores lejanos.

—¡A ellos! —gritó. No estaba muy seguro de que pudieran escucharlo, pero tenía confianza en que el significado de sus gestos quedara bien claro.

El oficial al mando de los arqueros guio a sus hombres hacía adelante a la carrera. Al enviar a los arqueros al combate, Batu los ponía en una situación comprometida. Los arcos no podían parar a las espadas, y los arqueros no estaban preparados para la lucha cuerpo a cuerpo, pero era un sacrificio inevitable. No podía mantenerse al margen y ver cómo el enemigo destruía a todo un ejército, aunque esto fuera lo que Kwan quería.

Tal como Batu había supuesto, los arqueros no alcanzaron a los tambores restantes de inmediato. Primero cayeron los tambores más cercanos, cosa que aumentó la confusión de los bárbaros. A medida que se retiraban algunos jinetes, los infantes de Batu acababan con el resto. Los arqueros continuaron el avance y solo hacían una pausa cada vez que tenían a un tambor a tiro. Los tuiganos hicieron un esfuerzo suplementario para atacar a los arqueros, incluso a riesgo de sus propias vidas. Una docena de arqueros caía por cada diez metros que ganaban. Sin embargo, el plan de Batu funcionó. Al cabo de unos minutos, la caballería bárbara se había retirado o yacía muerta y mutilada en el campo.

La calma se extendió por el escenario del combate. Con el aire lleno con el nauseabundo olor de la muerte y los gritos de los hombres y caballos heridos, la pausa resultaba más espantosa que pacífica. La infantería shou permaneció en la línea, y solo rompían la formación aquellos que ayudaban a los heridos o reunían a los bárbaros supervivientes en grupos de prisioneros.

Batu volvió a mirar hacia la cumbre de la colina. Seguía sin haber señales de los refuerzos. El general sabía que el papel del ejército de Chukei como cebo todavía no había acabado. Se volvió hacia su ayudante y le señaló el campo cubierto de cadáveres.

—Envía un mensajero a la línea —ordenó—. Los oficiales deben reagrupar sus unidades, y enviar un solo hombre de cada diez para atender a los heridos. Que no tomen prisioneros. Si un bárbaro puede levantar la espada, que lo maten.

—Así se hará —dijo Pe, que frunció el entrecejo ante la dureza de la orden. Dio media vuelta, dispuesto a obedecer, pero Batu lo cogió del hombro.

—Una cosa más —añadió el general—. Haz volver a los arqueros que quedan. Y recuérdame que debo escribir al emperador recomendándolos por su coraje.

—Entonces, ¿vamos a sobrevivir, general? —preguntó Pe, animado.

—Sería una pena perderse el resto de esta magnífica guerra, Pe —repuso Batu, con la mirada puesta en la destrozada línea de su ejército.

Mientras Pe se encargaba de transmitir las órdenes, el general contempló los resultados de la carnicería. Dado el pequeño tamaño del grupo enemigo, se podía considerar como una batalla sangrienta. A juzgar por lo que había visto, estimó las bajas entre un treinta y un cincuenta por ciento.

Batu sabía que el combate no había acabado. Al matar a los tambores, los arqueros habían desbaratado una retirada muy bien organizada. El enemigo no habría planeado una operación de este estilo a menos que tuviera la intención de hacerla coincidir con otra maniobra, como podía ser el ataque contra el flanco desprotegido. Aunque le desagradaba reconocerlo, Kwan había hecho bien en no cerrar la trampa cuando los bárbaros habían cargado. Si el ministro hubiera enviado los refuerzos, los otros ejércitos shous —no los bárbaros— habrían soportado el ataque.

Batu aprovechó la espera para inspeccionar el marjal. Excepto por una delgada cortina en el borde del campo de batalla, la tropa de caballería había cortado todos los juncos. Los manojos estaban apilados al alcance de la mano y listos para ser usados. Cuando regresó Pe, el general le dio otra orden.

—La caballería puede dejar su tarea. Que quiten las bridas a los caballos y las aten a los manojos de juncos. Después deben soltar a los caballos. —No era la compasión por las bestias lo que inspiraba la orden del general. Si los hechos se desarrollaban como pensaba, quinientos caballos representarían una molestia considerable en el marjal.

—¿Cómo contraatacaremos? —protestó Pe.

—Si el plan del ministro funciona, no hará falta un contraataque —contestó Batu, con la mirada puesta en la cima de la colina—. En caso contrario, no habrá oportunidad. —Pe asintió y envió un mensajero con la orden. Tras marcharse este, Batu añadió—: Vamos, Pe. Necesitamos un punto de observación mejor para ver lo que ocurrirá. —El general caminó en dirección a la colina.

La tierra comenzó a temblar.

—¿Qué ocurre? —exclamó Pe, que miró al suelo, asustado.

Batu frunció el entrecejo. Primero miró sus pies, y después el campo de batalla. Los arqueros supervivientes, menos de un centenar, corrían hacia el marjal. Se detuvieron y miraron el suelo; entonces se volvieron. Un murmullo recorrió la línea de combate. Los infantes miraron hacia el oeste, hacia el flanco desprotegido. Aquellos que conservaban las ballestas comenzaron a cargarlas, y los restantes desenvainaron las espadas.

—¿Magia guerrera? —preguntó Pe, que a duras penas consiguió disimular su espanto.

—Más caballería, mucha más —contestó Batu, que echó a correr colina arriba seguido por Pe y un puñado de mensajeros. Se detuvieron unos treinta metros más arriba. El suelo se sacudía como en un terremoto, y el retumbar de los cascos sonaba como un trueno. Más allá del flanco desprotegido, una horda de jinetes cargaba a todo galope. Las siluetas oscuras cubrían toda la llanura. Desde la perspectiva de Batu, parecían más una manga de langostas que un ejército invasor. Calculó que debían de ser unos veinticinco mil—. ¿Por qué envía tantos? —reflexionó Batu en voz alta, incapaz de apartar la mirada del enemigo—. ¡Si ni siquiera podríamos detener a la tercera parte!

Pe estaba demasiado asombrado para contestar, pero Batu adivinó la respuesta a su propia pregunta en cuanto la formuló. El comandante enemigo sabía que enviaba a sus jinetes a una trampa, y mandaba tropas adicionales para protegerse a sí mismo.

—Saben que es una trampa —le dijo Batu a su ayudante—. Quieren que nuestros otros ejércitos salgan al descubierto. —Todavía hipnotizado por el espectáculo, Pe guardó silencio. Los bárbaros estaban a doscientos metros del flanco desprotegido, que se replegaba sobre si mismo para enfrentarse a la carga. El general cogió a su ayudante por los hombros y lo sacudió con fuerza para sacarlo del trance—. Envía mensajeros a Kwan y a los generales de Shen Ti y Ch’ing Tung. El mensaje es este: «Los bárbaros conocen nuestros planes. La retirada sin contacto puede ser la medida más sabia».

—Pero… ¡tendremos que hacerles frente nosotros solos! —tartamudeó Pe.

—Ya estamos solos —gruñó Batu, consciente de que la caballería tuigana se le echaría encima antes de que pudieran llegar los refuerzos—. ¡Envía el mensaje!

Mientras el ayudante cumplía la orden, Batu observó la carga. La caballería se encontraba a un centenar de metros del flanco desprotegido, pero los oficiales, dispuestos a no revelar la estrategia del comandante hasta el último minuto, no ordenaron la retirada. Por primera vez en su vida, Batu deseó que sus subordinados no fueran tan valientes. Si no se retiraban pronto, sería demasiado tarde. Los jinetes los rebasarían y los atacarían por la espalda. En aquel momento, Pe regresó junto a Batu.

—He enviado el mensaje —informó el ayudante—, pero ya es demasiado tarde —añadió, señalando hacia la cumbre de la colina.

El general miró hacia lo alto y vio las vanguardias de los ejércitos de Sheng Ti y Ch’ing Tung que coronaban la cima. Llevaban con ellos la artillería, y treinta catapultas de tamaño mediano asomaban en la cumbre. Detrás de cada catapulta había varias carretillas cargadas con brea ardiente. Los artilleros llevaban antorchas.

—Locos —exclamó Batu—. ¿Creen que incendiando el campo podrán detenerlos?

—Quizá piensan pegar fuego a las catapultas y lanzarlas colina abajo para entorpecer la carga —opinó Pe en son de burla.

—Al menos conseguirían matar a unos cuantos más —replicó Batu, que miraba furioso las catapultas.

Un griterío se alzó en el extremo oeste del campo. Por fin, con los caballos del enemigo a unos cincuenta metros, el flanco comenzó la retirada. Mientras la línea se replegaba, las compañías comenzaron a retirarse en todo el largo. Batu soltó una maldición. Su intención era que la línea se replegara sobre sí misma de forma escalonada, no en masa, pero no había tenido la oportunidad de explicar el plan en persona. Ahora, los oficiales situados en el centro de la línea daban las órdenes antes de tiempo, y el general comprendió que el resultado sería un desastre.

En cuestión de segundos, las líneas shous se convirtieron en un caos a medida que las unidades en retirada tropezaban las unas con las otras. Al ver el desorden descomunal, los oficiales comenzaron a insultar a sus hombres y después se increparon mutuamente. El enfrentamiento entre los comandantes echó abajo la moral de los hombres, que comenzaron a huir de los jinetes en cualquier dirección. Tal como les había ordenado Batu, los oficiales intentaron llevar a sus tropas hacia el marjal, pero centenares de hombres corrían por instinto colina arriba, para unirse a los refuerzos.

Batu no podía salvar a esos hombres. Cuando los ejércitos de Sheng Ti y Ch’ing Tung se lanzaron a la carga, los cobardes que habían desobedecido a sus oficiales serían pisoteados: un destino que Batu consideraba merecido.

Por otro lado, aquellos que habían mantenido la serenidad lo necesitarían cuando llegaran al marjal. Batu llamó a Pe y a los mensajeros, y echó a correr hacia los juncos. Mientras descendían por la ladera, la tierra se sacudió violentamente. Alaridos de terror y angustia sonaron al otro extremo del campo. El general no necesitó mirar para saber que la primera línea enemiga había alcanzado a sus hombres.

Al acercarse al final de la pendiente, Batu vio a una masa de infantes shous reunidos en el marjal. El general se detuvo a diez metros, directamente por encima de la cortina de juncos, y señaló hacia los manojos apilados al tiempo que ordenaba a los mensajeros:

—Decidles a esos hombres que cojan un manojo cada uno y se tire al río.

Los mensajeros intercambiaron una mirada, pero de inmediato hicieron una reverencia y partieron a transmitir la orden de Batu a la tropa.

—¿Creéis que los hombres cumplirán la orden? —le preguntó Pe, que miraba preocupado las turbulentas aguas del río.

Batu miró hacia el oeste. Los jinetes atacaban la línea casi sin impedimentos: pisoteaban y degollaban a todo ser vivo que encontraban a su paso.

—¿Crees que no? —replicó.

Una serie de detonaciones sonaron en lo alto de la colina. Batu miró en esa dirección y vio las cucharas de las catapultas que se estrellaban contra las crucetas. Docenas de bolas de brea ardiente cruzaron los aires para ir a caer en el extremo más alejado del campo de batalla. El sorgo se incendió de inmediato.

Un oficial con menos experiencia habría pensado que las catapultas habían fallado el blanco, pero el general sabía que era imposible errar a la horda tuigana. Los artilleros habían recibido la orden de apuntar más allá de los bárbaros, para atrapar al enemigo entre una pared de fuego y los ejércitos de Sheng Ti y Ch’ing Tung.

Aunque la táctica significaba el sacrificio del ejército de Batu, el plan era correcto, o al menos lo habría sido si Kwan se hubiera tomado la molestia de conocer a su enemigo. Pero, tal como estaban las cosas, el ministro había encerrado un tigre en una jaula de papel.

Mientras los artilleros bajaban las cucharas de las catapultas para cargarlas, cuatro mil arqueros aparecieron en la cumbre de la colina. Se situaron en posiciones que dominaban el campo de sorgo y comenzaron a lanzar andadas de flechas contra los jinetes tuiganos. Los soldados que escapaban colina arriba se arrojaron al suelo para evitar interponerse entre los arqueros y sus objetivos.

Los bárbaros no hicieron caso de estos acontecimientos y continuaron con la carga. Los soldados de Batu morían por docenas.

—¡Mi general! —exclamó Pe, incapaz de contener su horror ante la destrucción del ejército de Chukei.

—No desesperes, Nii Pe —lo tranquilizó Batu, apoyando una mano sobre el hombro de su ayudante—. ¿Acaso los ejércitos no están para esto?

En los minutos que siguieron, alrededor de dos mil peng llegaron al marjal y se lanzaron al río sujetos a los manojos de juncos. Aparte de la continua llegada de heridos, las otras tres quintas partes del ejército de Chukei yacían en el campo de sorgo. La sangre había transformado el amarillo de la tierra en un color óxido. Con el ejército disperso, Batu no podía hacer otra cosa que observar la batalla. Él y Pe permanecieron donde estaban, diez metros por encima del marjal.

El combate comenzó entonces a tornarse favorable a los shous, a medida que la carga de los bárbaros se detenía cuando los caballos tropezaban con la masa de cadáveres. Los arqueros shous disparaban una andanada tras otra contra la horda que se arremolinaba. Pequeños grupos de tuiganos intentaron escalar la colina, pero fueron rechazados por la lluvia de flechas. Los jinetes que encontraban la muerte rodaban ladera abajo y arrollaban a los camaradas que los seguían. Los bárbaros no podían escapar de las flechas alejándose por el campo de sorgo porque el valle estaba envuelto en una cortina de fuego. Tampoco podían regresar por donde habían venido, porque sus compañeros continuaban el avance sin darse cuenta de lo que ocurría en la vanguardia.

Batu no ocultaba el asombro ante la eficacia del plan del ministro ni tampoco la amargura por el sacrificio de su ejército. No había esperado que la trampa del anciano funcionara tan bien. Aunque Kwan había sacrificado a un ejército pequeño, al parecer conseguiría acabar con la mayor parte de la fuerza bárbara sin arriesgar en el combate a los ejércitos de Sheng Ti y Ch’ing Tung. La batalla era una increíble manifestación táctica, y el general tenía que reconocer la capacidad de su superior.

Los pensamientos de Batu se vieron interrumpidos por un griterío ensordecedor en la cumbre de la colina. Una vez más, se estremeció el suelo, y quince mil infantes shous cruzaron la cima gritando a todo pulmón. Al pasar junto a las catapultas, arrastraron a los atónitos artilleros en una carrera desesperada ladera abajo. Centenares de hombres cayeron y fueron pisoteados por sus camaradas, pero la marea no se detuvo. Cuando la masa alcanzó a los arqueros, los aplastó como quien aplasta a un mosquito. Batu nunca había visto una carga tan enloquecida.

Un momento más tarde, vio la razón de tal carrera. De pronto, veinte mil jinetes aparecieron en la cima. Pasaron junto a las catapultas y cargaron por la ladera disparando mientras cabalgaban. El cielo se oscureció con sus flechas. Los shous caían por centenares, y los sobrevivientes corrían como caballos desbocados.

Batu comprendió en el acto lo que había ocurrido. Los tuiganos habían jugado con ellos desde las escaramuzas iniciales. Los primeros asaltos solo habían sido pruebas de fuerza y organización. Habían servido para mantener la atención de los comandantes shous en el campo de sorgo.

Mientras Batu y los demás se ocupaban de hacer frente a las escaramuzas, los bárbaros habían rodeado a los ejércitos shous, probablemente a una distancia de muchos kilómetros para no ser descubiertos. Cuando llegó por fin el ataque contra el ejército de Chukei, solo había sido una diversión para hacer creer a los shous que el plan funcionaba. En el ínterin, los ejércitos tuiganos avanzaban para lanzar el ataque después de que Kwan comprometiera finalmente a las tropas de Ch’ing Tung y Sheng Ti. Cuando el ministro comprendió lo que sucedía ya era demasiado tarde. Los jinetes avanzaban al galope. Toda esta increíble cadena de acontecimientos desfiló por la mente de Batu mientras contemplaba cómo los bárbaros perseguían a los shous por la ladera.

—Una planificación magnífica —murmuró el general para sí mismo—. Una ejecución brillante.

—¿Cómo decís, general? —preguntó Pe abstraído, sin mirar a su comandante. Observaba nervioso a los shous que huían colina abajo. Los más rápidos estaban ya a unos cincuenta metros por arriba de su posición. Unos cincuenta metros más atrás, la primera línea de bárbaros acababa con los retrasados. Los jinetes de la retaguardia avanzaban con lentitud, disparando una lluvia de flechas contra los ejércitos fugitivos.

—Es hora de que… —respondió el general, pero lo interrumpió el silbido de una flecha que pasó junto a la cabeza de Batu y se clavó en el hombro izquierdo de Pe. El ayudante gritó y cogió el astil de la flecha, pero entonces le flaquearon las rodillas. Batu tendió los brazos y sujetó al muchacho antes de que cayera al suelo.

—No, general —jadeó Pe, con la mirada puesta en el enemigo—. No hay tiempo.

—¡Silencio! —le ordenó Batu. Rompió el astil de la flecha y después cargó a Pe sobre un hombro—. No tienes permiso para morir. ¡Todavía necesito un ayudante!

Los silbidos de las flechas tuiganas eran constantes. Batu corrió los últimos diez metros de la ladera y entró en el marjal. Dejó a Pe sobre un manojo de juncos junto al borde del río; después se atrevió a mirar por encima del hombro.

Los primeros soldados de Ch’ing Tung y Sheng Ti se encontraban casi al final de la ladera, a menos de quince metros de distancia. Los jinetes los seguían unos doce metros más atrás, repartiendo sablazos a diestro y siniestro para abrirse paso hacia la vanguardia.

Batu comprendió que si quería volver a enfrentarse con los tuiganos no le quedaba tiempo para atar a Pe a la balsa improvisada. Cogió al muchacho de las muñecas y le guio las manos hasta la cuerda que ligaba los juncos.

—Sujétate —le ordenó.

El general empujó a Pe y el manojo al río, y a continuación chapoteó detrás de la balsa. Cuando casi no tocaba el fondo, enganchó la muñeca a la cuerda y pateó con todas sus fuerzas. La corriente empujó la balsa y la apartó rápidamente de la costa.

Detrás de Batu sonó un coro de gritos guturales. El general dejó de patear lo suficiente para mirar hacia atrás. Los bárbaros habían atrapado a los shous en el marjal. Batu vio el relámpago de mil espadas y escuchó mil gritos de agonía. Un momento después, la corriente hizo girar la balsa y Batu ya no pudo ver más el campo de sorgo incendiado. El dragón del río lo arrastró hacia la salvación.