16
Renegado
Mientras cruzaba el suelo de mármol, Ju-Hay observó que era el último ministro de entrar en el Salón de la Suprema Armonía. Los otros mandarines ya ocupaban sus asientos, y el aliento salía de sus narices como nubecillas vaporosas. Excepto Ting Mei Wan, vestida con un abrigo de piel de color crema sobre el cheosong negro, los ministros se protegían del frío con los pesados waitao de cáñamo.
En el Salón de la Suprema Armonía hacía mucho frío. Como los venerables constructores habían diseñado el edificio solo para su utilización durante el verano, no habían pensado en la calefacción, ni siquiera en la del trono. El Hijo del Cielo ocupaba su sitio envuelto en una túnica de lana.
Bien arrebujado en su capa, Ju-Hay Chou saludó al emperador con una reverencia, y tomó asiento. Nadie le había explicado los motivos de esta reunión al alba, pero estaba seguro de que tenía relación con el ejército de caballería que había acampado durante la noche a las puertas de la ciudad.
—Me alegra ver que por fin estamos todos reunidos —dijo el emperador, con una mirada de enojo a Ju-Hay.
En respuesta a la irritación del Divino Señor, el ministro solo agachó la cabeza a modo de disculpa y no ofreció ninguna excusa por la tardanza. Había acudido en cuanto recibió la llamada del chambelán, pero no dudaba que el mensajero lo había dejado por el final. Gracias a Ting Mei Wan, Ju-Hay se había habituado a este tratamiento.
Después de destruir a la familia Batu, la seductora ministra de Seguridad del Estado había organizado una campaña de propaganda para convencer al emperador de que Wu había sido una espía al servicio de su marido traidor. La astuta mandarina había evitado que Ju-Hay contradijera su historia, reteniéndolo prisionero en su casa durante varias semanas. Ting había justificado esta medida extraordinaria con la excusa de que la muerte de Wu había desequilibrado al ministro de Estado. Además, había minado todavía más la influencia de Ju-Hay con el rumor de que la «espía» se había convertido en la amante del ministro. Cuando por fin Ting dejó marchar de su casa al ministro de Estado, incluso sus propios sirvientes lo habían mirado con desprecio.
Por fortuna, Ju-Hay había encontrado la manera de recuperar un poco de su credibilidad. Unos días después de ser liberado, se había enterado de que los subordinados de Ting buscaban el tubo de ébano que Wu se había llevado la noche anterior a su muerte. Convencido de que el tubo contenía las pruebas de la traición de Ting, Ju-Hay había iniciado su propia búsqueda con toda discreción, pero hasta el momento ninguno de los dos ministros lo habían encontrado. Parecía como si el tubo se hubiera desvanecido sin más. Las reflexiones de Ju-Hay se interrumpieron cuando el emperador se dirigió a Kwan Chan Sen.
—¿Cuál es nuestra situación? —le preguntó.
El anciano se puso de pie lentamente y se dirigió a todos los presentes.
—Por lo que hemos visto anoche, los bárbaros cuentan con diez mil hombres, el doble de nuestras tropas.
—Divino Señor, ¿puedo hablar? —preguntó Ju-Hay.
El Hijo del Cielo observó al ministro de Estado con una mirada impaciente, pero finalmente asintió.
—Sed breve. Tenemos que tratar asuntos muy graves.
—Muchas gracias, emperador —respondió Ju-Hay, con una rápida reverencia—. ¿No tendríamos que considerar lo que nos dijeron los mensajeros?
Un murmullo exasperado recorrió el salón. En las últimas dos semanas, habían llegado dos mensajeros de Shou Kuan. El primero se había presentado dieciséis días atrás y había informado que Batu y los ejércitos provinciales tenían atrapados a los bárbaros en Shou Kuan. El jinete había presentado una petición para el envío de equipos para el asedio, refuerzos y comida. El segundo había llegado hacía tan solo cuatro días atrás, para avisar que Batu cabalgaba hacia a Taitung con una delegación de tuiganos y una propuesta de paz.
Aunque sus cartas llevaban los sellos correctos, los mensajeros no habían provocado más que sospechas. En ambas ocasiones, Kwan Chan Sen había sugerido que Batu los había enviado para preparar el terreno para una trampa. El emperador y los demás mandarines habían estado de acuerdo, y los mensajeros habían muerto a manos de los interrogadores de Ting.
Ahora, los mandarines que no habían creído a los mensajeros tampoco estaban dispuestos a escuchar a Ju-Hay Chou. Sin excepción, recibieron la propuesta del ministro de Estado con un coro de protestas y manifestaciones de impaciencia. El emperador no pasó por alto la reacción de los demás mandarines.
—Ministro Ju-Hay, hemos considerado las palabras de los mensajeros y todos hemos llegado a la misma conclusión. —El Hijo del Cielo se volvió hacia el ministro de Guerra—. ¿Cuál es vuestro plan para defender la ciudad, general?
—Con la excepción de vuestra guardia —respondió el viejo de inmediato—, he puesto a todas las tropas de Taitung bajo mi mando personal…
—Coged también mi guardia —lo interrumpió el emperador—. Si cae la ciudad, no me servirá de nada.
—Muchas gracias, Divino Señor —repuso Kwan, con una inclinación de cabeza—. Serán de mucha uti… —Una vez más, el anciano ministro de Guerra no pudo concluir la frase, interrumpido ahora por la aparición del chambelán.
—Perdonadme, honorables —dijo el burócrata, mientras se acercaba al centro del salón—. Os informo que el general Batu se encuentra ante la puerta de la ciudad y reclama ser admitido.
—¿Se atreve a aparecer personalmente? —El emperador se sentó en el borde del trono.
—Va vestido como un bárbaro —contestó el chambelán—, pero algunos guardias lo han reconocido.
—Si cree que abriremos las puertas a diez mil enemigos, debe tomarnos por imbéciles —protestó Kwan.
—¡Desvergonzado bribón! —exclamó Ting, que hasta el momento no había dicho nada—. ¡Que un arquero clave un dardo en su pecho!
—¡No! —gritó Ju-Hay, que se levantó de un salto—. ¿No tendríamos que escucharlo primero?
—¡El traidor solo hará promesas que no podemos creer! —replicó Ting, furiosa.
Un coro de voces secundó a la ministra, y Ju-Hay comprendió que nada de lo que dijera convencería a sus pares. Para conseguir que Batu entrara a Taitung, tendría que apelar directamente al emperador. Arriesgaba el poco prestigio que le quedaba, porque el soberano ya había manifestado su desagrado hacia Ju-Hay una vez durante la mañana. No obstante, el ministro de Estado sabía que Batu no era un traidor. El joven general no habría regresado a Taitung si no considerara que era en el mejor interés de Shou Lung. Ju-Hay se volvió hacia el emperador.
—Divino Señor, ¿qué mal puede haber en admitir a Batu? ¿Alguien cree que un hombre solo puede derrotar a toda una ciudad?
—Existe la magia —apuntó Kwan—. Con la ayuda de la hechicería, un hombre puede conseguir muchas cosas.
—Batu no es un wu jen —le recordó Ju-Hay.
—Ni vos tampoco —afirmó Ting—. ¿Cómo sabéis que no trae algún artilugio para evitar el cierre de la puerta cuando la abramos?
—¡Entonces, dejad que escale el muro! —respondió Ju-Hay tajante con la mirada puesta en el emperador—. Está acusado de traición. Dejadlo entrar y que hable en su defensa. ¡Si sus palabras no nos convencen de su inocencia, entonces al menos lo tendremos en nuestras manos para castigarlo!
El hijo del Cielo observó a Ju-Hay durante unos instantes, con el rostro inescrutable. Por fin, se volvió hacia el chambelán.
—Que los guardias le bajen una escala al general Batu.
Después de la salida del chambelán, Kwan explicó sus planes para la defensa de Taitung. El emperador le formuló unas cuantas preguntas, pero era obvio que a la corte le preocupaba mucho más la llegada de Batu que el informe del ministro de Guerra. Ting no podía estarse quieta; se arreglaba el abrigo de piel y cruzaba y descruzaba nerviosamente las piernas. Ju-Hay sospechó que hacía un gran esfuerzo por no levantarse y comenzar a pasear arriba y abajo, porque era muy posible que el regreso del general descubriera su traición.
Al cabo, el chambelán entró acompañado por Batu. Los escoltaban una docena de guardias imperiales. Cuando el pequeño grupo cruzó la sala, se oyó un murmullo de desaprobación y asombro entre el mandarinato. El general vestía una gorra cónica con ribetes de piel aceitosa, una cota roñosa, pantalones de cuero tiesos de mugre, y botas de media caña cubiertas de barro. Si Ju-Hay no hubiera visto a Batu en otras ocasiones vestido con un atuendo civilizado, lo habría tomado por un bárbaro.
Batu y sus escoltas se detuvieron en el centro de la sala, el general se quitó la gorra y se la alcanzó con brusquedad al chambelán; el pelo sucio y desgreñado le llegaba hasta los hombros. El general se arrodilló y tocó el suelo con la frente tres veces.
—Podéis levantaros.
El emperador no había acabado de decir las palabras cuando Batu ya estaba de pie. Apretaba las mandíbulas y sus ojos brillaban de indignación, pero cuando habló no había en su voz ningún rastro de ira.
—Gracias por recibirme, Divino Señor. Tengo mucho que informar.
—¡Querrás decir «responder», traidor! —se apresuró a intervenir Kwan. Batu se volvió hacia el viejo mandarín con una mirada tan salvaje que Ju-Hay casi esperó que el general lanzara una daga oculta contra su rival.
—Como siempre, estáis equivocado, ministro Kwan —respondió Batu—. ¿Ha sido por orden vuestra que he debido escalar la muralla de la ciudad como un ladrón vulgar?
—No —dijo el emperador—. Fue por orden mía.
Batu miró al emperador, y esta vez su expresión reveló sus sentimientos ofendidos.
—¿Por qué?
El Hijo del Cielo observó al general de la Marca Norteña con un gesto a medio camino entre el enojo y la extrañeza.
—¿Por qué? —repitió—. Ponéis sitio a mi palacio de verano, después os presentáis con las apestosas ropas de un bárbaro, ¿y ahora preguntáis por qué habéis tenido que escalar la muralla? General, no sois tonto. Decid de una vez lo que tengáis que decir.
—¿No os lo explicó mi mensajero? —preguntó Batu, con una expresión dolorida.
—Vuestro mensajero lo explicó —apuntó Ju-Hay, decidido a comunicar a Batu cuál era su situación—. Nadie le creyó. Lo mataron durante el interrogatorio.
—¿Lo mataron? —exclamó Batu—. Pero ¡si era un soldado shou!
—Era un traidor, como vos y vuestra familia —le espetó Ting Mei Wan. Apuntó con una de sus uñas pintadas al general—. ¡Vuestro mensajero fue ejecutado, lo mismo que vuestra esposa y vuestros hijos!
—¿Qué? —gritó Batu—. ¿Qué estáis diciendo?
—¿Cuánto tiempo pensabais que el emperador perdonaría vuestros crímenes? —añadió Ting—. La señora Wu fue herida mientras robaba secretos de mi casa. Murió al día siguiente cuando intentaba escapar. Vuestros hijos fueron ejecutados por sus crímenes y los vuestros contra el emperador.
—¡No! —gritó el general—. ¡No puede ser! —Miró a Ju-Hay con la esperanza de que el ministro de Estado le dijera que Ting mentía.
Ju-Hay sabía cuál era el propósito de la astuta ministra al comunicarle a Batu la muerte de su familia. Intentaba desorientarlo. Ahogado por la pena, quizá se volvería irracional, violento, incluso autodestructivo. En ese estado, se lo podría manipular con facilidad o descartar sus palabras como si fuesen las de un loco, si revelaba alguna cosa que pudiera acusarla.
Aun así, Ju-Hay no podía mentir sobre las muertes de Wu y los niños. Aunque el general le creyera, algún otro mandarín confirmaría las palabras de Ting, y el ministro de Estado quedaría como un mentiroso. La única alternativa era decir la verdad y confiar en que Batu superaría su dolor.
—Dice la verdad, Batu —dijo Ju-Hay, sin desviar la mirada—. La señora Wu y vuestros hijos murieron de acuerdo con la sentencia que ella les impuso.
Durante unos instantes, el ministro y el general se miraron a los ojos. A Batu le tembló el labio inferior y el rostro se le contrajo de dolor. Se le pusieron los ojos rojos e hinchados, y se le llenaron de lágrimas.
—General —preguntó Ju-Hay—, ¿por qué habéis vuelto a Taitung? —El ministro confiaba en poder ayudar a Batu a concentrarse. La única esperanza de Batu de escapar al destino sufrido por su familia era cumplir con su deber y demostrar su lealtad. El ministro de Estado dudaba que al general le importara mucho vivir en aquel momento, pero demasiadas cosas dependían de Batu como para dejarlo morir—. Batu Min Ho —repitió Ju-Hay con un tono severo—, vuestra misión todavía no ha terminado. ¡Dejad de lamentaros de vos mismo, e informad!
De pronto Batu apretó las mandíbulas y se le aclararon los ojos. Volvió su atención hacia el emperador.
—¿Habéis respaldado la acción de Ting?
—Es la pena por la traición —respondió el emperador, sin inmutarse.
—Entonces esto os parecerá muy interesante —dijo Batu, metiendo una mano debajo de la cota. De inmediato, los guardias levantaron las alabardas. El general los miró furioso—. No me confundáis con un asesino.
Sacó la mano sin prisa. En ella sostenía un pequeño tubo de ébano. Era el mismo tubo que Ju-Hay había visto en poder de Ting Mei Wan en una noche oscura y lluviosa muchas semanas atrás; el mismo tubo que le había costado la vida a Wu. El ministro no podía imaginar cómo había llegado a manos de Batu, y no sabía cuál era su contenido. Aun así, a la vista de la frenética búsqueda de Ting durante las últimas semanas, estaba seguro de que su contenido condenaría a la hermosa ministra a la muerte que se merecía. Como si confirmara las sospechas de Ju-Hay, Ting se puso pálida y se desplomó en la silla.
Batu miró a la desconsolada mujer y sonrió con acritud. Abrió el tubo y sacó dos hojas de papel que entregó al chambelán.
—Estas cartas eran para vos, Divino Señor —dijo Batu, con una voz sin inflexiones.
El chambelán le entregó las cartas al emperador, que las cogió y comenzó su lectura sin decir palabra. Al cabo de unos momentos, miró a Batu.
—¿Cómo han llegado a vuestro poder? —preguntó.
—Me las enviaron los bárbaros —contestó Batu—. Las encontraron en uno de los cadáveres de Shou Kuan.
—¿Por qué os las dieron?
Batu miró a Ju-Hay con una expresión casi compungida antes de responder al emperador.
—Quieren a los ministros Kwan y Ju-Hay.
Ju-Hay sintió como si lo hubieran golpeado con una roca en el pecho. Ahora ya sabía qué decían las cartas, pues los bárbaros solo podían tener una razón para reclamarlos a él y a Kwan.
—¡Ridículo! —chilló Kwan.
—Quizá sí, o quizá no. —La calma en la voz de Batu sonó como una amenaza—. Además de identificar a la ministra Ting como la espía, las cartas dicen que fuisteis parte de un atentado contra la vida de Yamun Khahan. Los bárbaros afirman que por ese motivo comenzaron la guerra.
—¡Jamás hubiera hecho nada semejante sin vuestras órdenes! —gritó Kwan, con la mirada puesta en el emperador.
—Estas cartas me fueron enviadas como prueba de la afirmación de los bárbaros —le explicó Batu al Hijo del Cielo—. Yo… —el general hizo una pausa embargado por la emoción— reconocí la firma de Wu, así que puedo afirmar que son auténticas.
—¡Miente! —chilló Kwan—. ¡Él falsificó las cartas!
—El ministro Kwan ha dado en el clavo —señaló Ting—. No tenemos medios para confirmar la autenticidad de las cartas. —Aunque hablaba con calma y parecía tranquila, el rostro de Ting se veía tan pálido como su abrigo de piel. Con la mirada transmitió un mensaje a Ju-Hay.
El ministro sabía que para salvarse debía unir fuerzas con Ting y Kwan. Si los tres trataban a Batu de mentiroso, quizás el emperador aceptara que las cartas eran falsas. Y, aun cuando el Hijo del Cielo abriera una investigación, el acuerdo le daría tiempo para maniobrar. Por desagradable que le pareciera tal alianza, no era algo para rechazar a la ligera. Durante su larga carrera, había hecho centenares de alianzas desagradables y había traicionado la confianza de muchos amigos por el bien de Shou Lung.
Ju-Hay advirtió que las miradas de todo el mandarinato estaban puestas en él. Esperaban ansiosos que reconociera o negara el intento de asesinato. Pero el ministro todavía no había tomado su decisión. Le faltaba considerar un punto más.
—General —dijo, volviéndose hacia Batu—, si no hacemos la paz con los bárbaros, ¿quién ganará la guerra?
Muchos de los presentes parecieron confundidos por el cambio de tema, pero Batu contestó en el acto.
—No lo sé —repuso, con una mirada apagada. Con el mismo tono monótono, añadió—: Los tuiganos están atrapados en Shou Kuan, pero nos superan en número y tienen muchas posibilidades de vencernos cuando salgan. Incluso si no atacan, quizá no podamos vencerlos por inanición, porque he oído decir que se comerán los caballos y, si hace falta, los unos a los otros. Lo que es peor es que, mientras el enemigo duerme bajo los techos de Shou Kuan, nuestros hombres están expuestos al frío y a las lluvias de otoño. El riesgo de epidemias es alto.
La respuesta no era la que Ju-Hay había deseado escuchar. Significaba que había mucho más en juego que su vida o la de Batu. El ministro de Estado hizo una reverencia al emperador, pero no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Os ruego vuestro perdón, Divino Señor —dijo—. Las cartas son auténticas. Cuando me enteré de que Yamun Khahan había conseguido unir las tribus nómadas, le ofrecí colaboración a la madrastra traidora. A mi solicitud, Kwan envió un asesino para ayudarla.
Un silencio absoluto reinó en el Salón de la Suprema Armonía, aunque solo por un momento. Ting Mei Wan se levantó de un salto como si se propusiera escapar, pero el emperador no se dejó sorprender.
—¡Ministra Ting! —exclamó con voz tonante, al tiempo que la señalaba con un dedo—. En este momento, os enfrentáis a una sola muerte. ¡Si escapáis, os prometo que moriréis mil veces!
Ting miró al emperador y a los escoltas de Batu. Aún no se habían movido, y Ju-Hay pensó que su antigua protegida tenía una posibilidad de escapar si actuaba con la celeridad necesaria. Entonces, la mujer se fijó en Batu. El rostro del general estaba desfigurado por una expresión de odio y su mirada no se desviaba de los ojos de Ting. Sin mirar en otra dirección, la ministra de Seguridad del Estado se desplomó en su silla.
—Una sabia decisión —comentó Ju-Hay—. No existe lugar en el mundo donde el general Batu no os pudiera encontrar.
El Hijo del Cielo llamó a los guardias que escoltaban a Batu.
—Encerradla en la Primera Cúpula de la Desesperación Final —ordenó el emperador—. Los ministros Kwan y Ju-Hay permanecerán confinados en palacio hasta nuevo aviso. No los perdáis de vista.
—¡No pensaréis entregarnos a los bárbaros! —protestó Kwan.
—Eso se decidirá después de la ejecución de Ting —respondió el emperador mientras se levantaba del trono.
—¡Divino Señor, permitid que nos expliquemos! —rogó Kwan, que intentó seguir al emperador.
—¡No hay nada que explicar, imbécil! —le dijo Ju-Hay. Sabía que el emperador solo podía llegar a una conclusión: dos vidas eran un precio muy pequeño para acabar con una guerra muy costosa y con escasas posibilidades de victoria. El ministro de Estado se volvió hacia los guardias—. Me gustaría pasar el día en mi jardín.
La espada descendió y la cabeza de Ting, cubierta con una capucha de seda, cayó en el cesto. El cadáver arrodillado siguió apoyado en el tajo del verdugo, con las manos atadas a la espalda. En la débil luz de la mañana, todo parecía gris excepto el cheo-song de Ting. Era su vestido rojo preferido, bordado con un dragón dorado que le rodeaba todo el cuerpo. Ahora, ajustado al cadáver decapitado, el dragón parecía haber cobrado vida.
Batu había esperado sentir algo cuando Ting muriera: satisfacción por la venganza, alivio, quizás entusiasmo. En cambio, sus emociones permanecieron tan grises como la mañana. No podía aceptar que la traidora había matado a toda su familia.
El general, en compañía de Pe, había pasado la noche en la casa donde habían muerto su esposa y sus hijos, pero no había llorado. Había visto las manchas de sangre de Wu en el dormitorio, y se había sentado en el patio dispuesto a llorar. A lo largo de la noche había escuchado sus voces que lo llamaban. En una ocasión, mientras dormitaba, se despertó sobresaltado al sentir el contacto imaginario de las manos de los niños en la espalda.
Se le ocurrió que los espíritus de su familia podían estar atrapados en el lugar de los crímenes. Aunque no era supersticioso, Batu intentó hablar con ellos. Al no recibir respuesta, envió a buscar un shukenja. El sacerdote no encontró ningún espíritu retenido, pero sugirió que, si Wu y los niños estaban atrapados en la casa, la muerte de la asesina les permitiría iniciar el viaje hacia la Tierra de la Extrema Felicidad.
Por lo tanto, al alba, el general y su ayudante fueron a la Plaza de la Excelsa Justicia, donde se unieron al pequeño grupo reunido para presenciar la ejecución de Ting. Aunque Pe había conseguido uniformes de ceremonia para ambos, Batu continuó vestido con la cota bárbara. Los demás —el emperador, Ju-Hay, Kwan y Koja— mostraron su extrañeza al ver su indumentaria, pero Batu no les hizo caso. No podía tolerar vestir el uniforme del emperador que había cerrado los ojos ante el asesinato de su familia. Tal era su desconsuelo que el general se preguntó si podría continuar sirviendo en el ejército de Shou Lung e incluso si valía la pena continuar con vida.
Durante el resto de los años que le tocara vivir, su espíritu y su corazón estarían en guerra. Aunque comprendía racionalmente que Wu y los niños estaban muertos, su corazón se negaba a aceptar la evidencia. A Batu le habían robado la única prueba necesaria para aceptar el destino: ver los cadáveres de los suyos. Su familia había sido cremada y sus cenizas esparcidas al viento como se hacía con los ladrones. Este último insulto le hacía desear que Ting sufriera.
Sin embargo, la mandarina traidora había muerto con más dignidad de la que se merecía. Mientras los guardias la llevaban a la Plaza de la Excelsa Justicia, con el semblante pálido y asustado, le habían flaqueado las piernas. Cuando el verdugo le cubrió la cabeza con la capucha, la mujer había evitado avergonzada las miradas de los reunidos para presenciar su muerte.
Pero no había pedido clemencia; ni siquiera había gritado de desesperación, y Batu sintió que su familia al menos se merecía esa retribución. Si le hubiese tocado a él ser el verdugo, Ting habría sufrido lo indecible e implorado la muerte.
Por desgracia, el Divino Señor consideraba la tortura como algo poco civilizado, al menos en su presencia. Solo había permitido a Batu presenciar cómo un verdugo profesional ejecutaba la venganza que pertenecía al general. Kwan Chan sacó a Batu del ensimismamiento.
—Debéis de estar muy feliz, general —dijo el mandarín. El viejo estaba vigilado por dos guardias y tenía las manos atadas a la espalda como si tuviera alguna posibilidad de escapar corriendo. Como una insignia de deshonra, Kwan vestía un sucio samgu de cáñamo sin teñir en lugar del waitao bordado de los mandarines.
Al ver que Batu no respondía al comentario del viejo, Pe recogió el guante.
—¿Por qué debería estar feliz el general, prisionero? —le preguntó el joven. Era obvio que disfrutaba con tratar a su odiado exministro con el término peyorativo.
—¡Ha vencido a sus enemigos! —contestó Kwan, con tono socarrón.
—¡El khahan no ha sido derrotado! —exclamó Koja, que se encontraba unos pasos más allá.
Aunque Batu sabía que el ministro no se refería a los bárbaros, no tenía ningún deseo de elevar a Kwan ni a Ting a la categoría de enemigos. Siempre había sentido respeto, en ocasiones a su pesar, por sus oponentes, y no sentía nada parecido hacia ninguno de los dos mandarines. Añadió su propio comentario a la afirmación de Koja.
—Los tuiganos todavía conservan Shou Kuan. No he derrotado al enemigo.
—Es cierto —intervino el emperador que hasta el momento no había dicho nada—. Pero tampoco los tuiganos os han vencido. La guerra ha concluido. Acepto los términos de los bárbaros.
Koja asintió cortésmente, pero, antes de que el emisario del khahan pudiera abrir la boca, Kwan lo interrumpió.
—¡No! Os ruego que reconsideréis vuestra decisión. El ministro Ju-Hay y yo solo actuamos en vuestro beneficio. No merecemos semejante castigo.
—No hay deshonor en morir en beneficio del imperio —declaró Ju-Hay. Como Kwan, vestía el samfu de esparto, pero tenía las manos libres como un símbolo de la fe del emperador en su integridad—. La deshonra es suplicar por vuestra vida.
—Yo no suplico por mi vida, estúpido —gritó Kwan—. He cumplido cien años, y viviré otros cien.
—Eso es algo que decidirán los bárbaros, Kwan Chan Sen —afirmó el emperador, que descartó con un ademán el comentario del viejo—. No cambiaré mi decisión. Haremos la paz con los tuiganos.
Un día antes, Batu habría aceptado la decisión del emperador, porque Shou Lung tenía muy poco que ganar y mucho que perder si continuaba la guerra. Sin embargo, tras la desaparición de su familia, al general no le importaba en lo más mínimo la seguridad del imperio. Sin hacer caso de la presencia de Koja, Batu se acercó al monarca.
—No debéis aceptar la paz.
—¿Tenéis un plan? —preguntó Ju-Hay, animado por la esperanza, aunque la mirada vacía del general demostraba lo contrario.
—Trazaré uno —contestó Batu.
El emperador dirigió una mirada tranquilizadora al emisario tuigano, y después sacudió la cabeza.
—La guerra ha concluido, general. No tengo ninguna duda respecto a vuestra capacidad para derrotar a los tuiganos, pero Shou Lung es una nación que ama la paz.
Batu sabía que el Hijo del Cielo mentía. Si bien el emperador deseaba acabar la guerra, lo hacía por razones prácticas y no por el amor a la paz. Lo que el emperador callaba era que Shou Lung no podía reunir las fuerzas necesarias para destruir a los bárbaros. Reforzar Shou Kuan significaba retirar a varios ejércitos apostados en la frontera sur. Una medida tan desesperada significaría un ataque de T’u Lung, el codicioso vecino del sur.
La diferencia de opiniones entre Batu y el emperador residía en que al general no le importaba el ataque del reino vecino. Después de destruir a los tuiganos, se encargaría con mucho gusto de aplastar a T’u Lung.
—Dadme solo un ejército más —insistió Batu—, y cubriré las murallas de Shou Kuan con las calaveras de los tuiganos.
—Vuestra promesa es más fácil de hacer que de cumplir —señaló Koja con el entrecejo fruncido, inquieto por la súbita beligerancia del general de la Marca Norteña.
—No tengáis miedo —le dijo el emperador al lama—. El general Batu estará demasiado ocupado como para hacer efectiva su amenaza. Lo necesito aquí con urgencia.
—¿Aquí? —exclamó Batu.
—Tengo tres ministerios sin mandarines que los dirijan —explicó el emperador—. Como recompensa por todo lo que habéis hecho, podéis escoger el que más os guste.
Batu miró asombrado al emperador. Nunca se había atrevido a aspirar al mandarinato; pero, ahora que le ofrecían una posición tan elevada, descubrió que no había nada en el mundo que pudiera interesarle menos.
—No escojo ninguno de los tres —declaró.
—No os comprendo —dijo el emperador, extrañado.
—Sí, sí que me comprendéis —repuso Batu—. No soy un mandarín. Soy un soldado.
—Esa decisión no está en vuestras manos —replicó el monarca, indignado, en cuanto se repuso del asombro—. La invasión de los bárbaros le ha costado mucho a Shou Lung. ¿Es necesario que os lo recuerde?
—A mí me costó mucho más.
—Lamento lo de vuestra familia —manifestó el Divino Señor, suavizando la mirada—, pero también muchos otros han perdido a sus seres queridos. Ahora debéis hacer a un lado vuestro dolor. Yo os llamo, y es vuestro deber responder.
—Ya no —contestó Batu, enfático. El emperador frunció el entrecejo ante el desafío, pero, antes de que el Hijo del Cielo pudiera hablar, el general añadió—: Durante veinte años, os he servido a vos y al imperio con toda lealtad. Si vos hubierais hecho lo mismo conmigo, mi esposa y mis hijos estarían vivos.
—¡Cuidado con lo que decís! —le advirtió Ju-Hay, sujetando a Batu por la muñeca.
—¿Por qué? —le preguntó Batu al exministro—. ¿Qué puede hacer el Hijo del Cielo? Permitió que asesinaran a mi familia cuando estaba bajo su protección. —Batu apartó la mano de Ju-Hay y se volvió una vez más hacia el emperador—. ¡Podéis ejecutarme! —exclamó—. No me importa. Soy un soldado; ya estoy muerto.
—Entonces, no tenéis derecho a lamentaros —opinó Kwan Chan con una carcajada malévola—. Los muertos no tienen que lamentarse de esposas e hijos.
Las palabras del mandarín fueron como una puñalada para Batu, y la cólera lo abrasó como una lengua de fuego. La parte de verdad que encerraban le provocó un profundo dolor. El general lanzó un puñetazo con todas sus fuerzas contra el rostro del viejo, y Kwan se desplomó como un muñeco de trapo. Batu se le echó encima dispuesto a matarlo.
—¡Ya es suficiente, general! —ordenó el emperador.
Sin hacer caso del Divino Señor, Batu cruzó las muñecas delante de la garganta de Kwan y, sujetando la parte interior del cuello del samfu, tiró de ella a la vez que mantenía los brazos en una llave mortal contra el cuello del viejo. En un instante, el rostro de Kwan se puso morado.
Seis guardias cogieron a Batu por los brazos, pero el general no les prestó atención. Aumentó la presión, en un intento por destrozar la tráquea de Kwan antes de que lo apartaran.
—¡Basta! —gritó Koja, que unió sus débiles esfuerzos al tironeo de los guardias—. ¡El khahan no aceptará a un hombre muerto como tributo! —Al ver que Batu no respondía, el lama añadió—: Dejadlo para los tuiganos. Sufrirá mucho más de lo que podéis imaginar.
Estas últimas palabras captaron la atención de Batu. Koja tenía razón. El salvajismo de los tuiganos era legendario, y caer vivo en sus manos era peor que la muerte. El general soltó a Kwan y se puso de pie.
—Lamentaré no poder presenciar vuestro sufrimiento —manifestó.
Para gran sorpresa del general, el viejo no parecía afectado por el intento de estrangulamiento. Al menos, la mayoría de los hombres habrían tosido y jadeado en busca de aliento. En cambio, Kwan solo se masajeó el arrugado cuello y se puso de pie mientras miraba con rencor a su atacante. Varios guardias apoyaron las puntas de sus alabardas contra el cuerpo de Batu. El Hijo del Cielo le dirigió una mirada severa.
—General Batu, comprendo la tensión que soportáis. Por consideración a vuestros sentimientos, os he permitido muchos desplantes. Sin embargo, no toleraré esta clase de comportamiento en mi corte.
—¿No lo comprendéis, verdad? —replicó Batu con un tono de desprecio.
—¿Comprender qué? —inquirió el emperador, intrigado.
—Ya no soy vuestro general —declaró Batu, furioso—. Habéis quebrantado la confianza que tenía depositada en vos. Ahora soy un ronin. —El término provenía de las islas de Wa, pero estaba seguro de que el Divino Señor comprendía su significado. Se había declarado a sí mismo un soldado renegado, un mercenario.
El pronunciamiento hizo que Koja enarcara una ceja, pero el lama no hizo ningún comentario.
Por su parte, el Hijo del Cielo guardó silencio aunque, por una vez, su expresión reflejaba sus sentimientos. Le temblaban los labios de cólera, y sus oscuros ojos brillaban cargados de amenazas. Batu le devolvió la mirada con otra de indiferencia. Fue Ju-Hay el que puso fin al enfrentamiento.
—Divino Señor, el general Batu ha cumplido bien con su deber, pero los hechos lo han cambiado. Aun cuando pudierais hacerlo quedar, dudo que vuelva a ser el hombre que recordamos.
—Muy bien —asintió el emperador, mirando a Ju-Hay—. Como muestra de respeto a vuestra integridad y a los servicios ofrecidos al imperio, le concedo a Batu Min Ho su vida y su libertad.
—Como si estuviese en vuestro poder concederlo —se burló Batu.
—¡Ya es suficiente! —exclamó Ju-Hay, volviéndose hacia el general renegado—. Tenéis lo que queríais. Dad por acabado este asunto.
Pe se adelantó para situarse junto a su comandante, y comenzó a quitarse el uniforme.
—¿Qué hacéis? —le preguntó el emperador.
—Allí donde va mi comandante, allí voy yo —contestó Pe.
—No —se opuso Batu, que apoyó una mano sobre el hombro del ayudante—. Tu lugar es en el ejército de Shou Lung.
—¡Mi lugar es a vuestro lado!
—Dudo que un ronin necesite un ayudante —dijo Batu—. Además, una vez te ordené que abandonaras tu armadura. Quiero pagar esa deuda.
—No existe ninguna deuda —protestó Pe—. Me equivoqué al poner en duda la orden.
—Eso es algo que me compete a mí —afirmó Batu. Retrocedió un paso y habló más alto para que lo escucharan los demás—. Como único heredero de Tzu Hsuang, te cedo los derechos de sus tierras y las mías. —Después miró al emperador—. Con la gracia del Divino Señor.
El emperador asintió.
—Vuestro regalo es demasiado… —comenzó a decir Pe con lágrimas en los ojos.
—¿A quién otro se las puedo dar? —lo interrumpió Batu—. Acéptalas. Es mi última orden y es tu deber obedecerla.
—Si no tengo otra elección… —repuso Pe, con una reverencia.
—No la tenéis —señaló el emperador—. He concedido permiso a Batu Min Ho para que deje mi servicio, pero no a vos. —Miró a los guardias que rodeaban a Batu—. Sacad a este hombre de mi vista. No hay lugar en el palacio de verano para un renegado.
En el momento en que Batu daba media vuelta. Pe comenzó a decir algo, pero el general sacudió la cabeza y le señaló la figura del emperador. Pe miró al monarca, y precedió la pregunta con un título que no ofendiera al Hijo del Cielo.
—¿Amigo mío, adónde os dirigís?
—¿Quién lo sabe? —replicó Batu.
Escoltado por seis guardias, el renegado caminó hacia la salida. Mientras se marchaba, el emperador le volvió la espalda y contempló el cadáver decapitado que seguía arrodillado ante el tajo del verdugo. Los dos mandarines caídos en desgracia observaron la marcha de Batu. Uno con una expresión triste y el otro sin disimular el odio. Pe levantó una mano en señal de despedida.
—Mañana partiré para informar al khahan de vuestra decisión —le comunicó Koja al emperador. Sin esperar respuesta, saludó al monarca con una reverencia y se alejó en pos de Batu. Lo alcanzó en el momento en que cruzaba la salida—. Si de verdad no tenéis planes —dijo el lama—, conozco a alguien que siempre necesita hombres dispuestos a luchar, alguien que de verdad admira vuestra capacidad.