15
Un tigre enjaulado
El sol de la mañana tocó el exterior de la tienda, y el interior se alumbró con una luz naranja. Llevado por la cólera, la noche anterior Batu había echado a los trabajadores antes de que pudieran acabar de clavar todas las estacas, así que ahora los faldones sin atar se sacudían con furia con el viento de finales de verano. La camisa de seda del general estaba empapada de sudor, pero él apenas si lo notaba. Como había hecho desde el alba, permanecía inmóvil mirando a través de la puerta.
La tienda se encontraba en una colina que dominaba Shou Kuan, y Batu disponía de una vista despejada de las murallas y las torres de la ciudad. El general buscaba la manera de rodear las fortificaciones, pero no conseguía concentrarse. Más de sesenta mil soldados heridos o muertos, shous y tuiganos, yacían delante de la ciudad. Habían caído formando una figura triangular que a Batu le recordaba la punta de una flecha que señalaba la entrada principal.
Una nube de buitres y otros pájaros carroñeros participaban del festín. Los arqueros tuiganos instalados en lo alto del campanario utilizaban flechas sujetas con cuerdas para cazar a las aves más gordas. Tenían mucho éxito en su empeño, pero la puntería de los bárbaros no era nada nuevo para Batu. El día anterior, después de que la puerta principal se cerrara impidiendo a Batu llevar la batalla al interior de la ciudad, el enemigo había matado a diez mil de sus hombres en menos de un minuto. A la vista de la precisión de los arcos tuiganos, Batu se consideraba afortunado por estar vivo. Había perdido la espada en la fuga, aunque era un precio pequeño por salvar la vida.
Los otros generales que también habían participado en la carga no habían tenido tanta suerte. El cadáver del general de Wang Kuo yacía en el campo, a la espera de ser cremado con los honores reglamentarios. Desconocía el destino del comandante de Kao Shan, aunque no era un misterio. Si el general hubiera estado todavía con vida, alguien lo habría llevado a la tienda. Los comandantes de los ejércitos de Wak’an y Hai Yuan habían sobrevivido, porque no habían participado en la carga. Ahora estaban sentados en el extremo opuesto de la tienda, a la espera de las órdenes.
Kei Bot no estaba presente, pero Batu dudaba que su segundo hubiese muerto en la batalla, porque nadie lo había visto participar en la lucha. Batu sospechaba que Kei Bot lo esquivaba por miedo a ser castigado por el tropiezo del día anterior, lo cual irritaba al general casi tanto como el mismo fracaso, así que había enviado a su ayudante en busca del comandante desaparecido.
Batu no conseguía disipar la sospecha de que Kei Bot se había olvidado adrede de transmitir las nuevas órdenes al comandante de Wak’an. Si ello era cierto, el fornido general de Hungtse había cometido una terrible falta militar. Y, lo que era peor, le había hecho perder el combate a Shou Lung y le había robado a Batu su batalla ilustre.
El general de la Marca Norteña le volvió la espalda a la puerta. Al otro lado de la tienda, los dos generales se pusieron de pie, expectantes. Batu se dirigió al comandante de Wak’an.
—¿Qué os dijo ayer Kei Bot?
Los dos generales de primer grado se miraron inquietos.
—¿Cuándo, mi general? —replicó el hombre.
—¡Antes de la batalla! —exclamó Batu, furioso—. ¿Cuándo si no? —Aunque estaba harto, el general entendió la cautela del hombre. Cuando un plan salía mal, los comandantes shous a menudo escogían a un subordinado como chivo expiatorio, como había hecho Kwan con él mismo después de la batalla en el campo de sorgo. Para tranquilizar a los jefes, Batu añadió—: No temáis nada. La responsabilidad por el desastre es mía, pero necesito saber qué salió mal.
—Dijo que vos atacaríais la ciudad —contestó el general de Wak’an más tranquilo.
—¿Y? —lo animó Batu.
—Y qué él asumiría el mando hasta vuestro regreso.
A Batu se le revolvió el estómago con solo pensar en Kei Bot al mando de sus ejércitos.
—¿Alguna cosa más?
El comandante de Wak’an sacudió la cabeza. Cuando Batu se disponía a formular otra pregunta, oyó los ruidos de un pequeño grupo de jinetes que se detenía delante de la tienda. Al cabo de un instante, apareció Pe, que lo saludó con una reverencia.
—El general Kei —anunció el ayudante.
El general de Hungtse entró detrás de Pe, con aire enérgico. Apenas si esbozó una reverencia, y Batu no se molestó en corresponderle. En cambio, se volvió hacia el general de Wak’an.
—¿El general Kei os dijo que me siguierais a la ciudad?
Antes de que el oficial pudiese responder, Kei Bot se adelantó y contestó por él.
—No se lo dije —declaró. Cuando Batu lo miró, el general respondió a la mirada de su comandante con un gesto de desafío—. Pensé que era mejor tener los ejércitos de Wak’an y Hai Yuan como reserva —añadió, despreciativo—. Vuestro plan no era más que una tontería suicida.
—Nos habéis costado la victoria —replicó Batu—. Si Wak’an hubiese estado detrás del ejército de Wang Kuo, habríamos dominado a los bárbaros y tomado la puerta.
Kei Bot no hizo caso de la opinión de su comandante y miró a los otros dos generales.
—Cuando los bárbaros se agruparon para el ataque —dijo—, el general Batu no hizo caso de mi consejo y rehusó atacar. En cambio, demoró la ofensiva hasta que la ciudad cayó en manos enemigas. En el deseo de corregir su error, nuestro comandante ordenó una carga a la desesperada. Era mi obligación salvar lo que podía de nuestros ejércitos. Al menos, el enemigo está ahora atrapado dentro de las murallas de Shou Kuan.
—Hasta que decida irse —intervino Pe.
—¡No se meta donde no lo llaman, jovencito! —exclamó Keit Bot, sin dignarse siquiera mirar a Pe.
Batu no salió inmediatamente en defensa de su ayudante, porque analizaba la estrategia de Kei Bot. Había pensado que este inventaría una excusa o mentiría sobre su fracaso, pero el general parecía orgulloso de su desobediencia.
Sin decir palabra, Batu se adelantó hasta quedar cara a cara con el amotinado. Con un movimiento rápido, el general de la Marca Norteña quitó la espada de Kei Bot de la vaina. Kei Bot miró atónito la enjoyada empuñadura del arma.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Habéis desobedecido deliberadamente mis órdenes, y ahora alimentáis la rebelión —contestó Batu, sin alzar la voz—. Eso es traición.
—¡El emperador en persona me dio el mando del ejército de Hungtse! —gritó Kei Bot, que tendió una mano para recuperar la espada—. No os atreveréis a destituirme.
Batu dio un paso al costado para esquivar el torpe intento del otro, levantó el arma y le cortó la garganta al general rebelde.
—La pena por traición es la muerte —declaró.
Kei Bot, con la boca abierta en una expresión de asombro, se apretó la herida con una mano. Cayó de rodillas mientras la sangre se escapaba entre los dedos hasta que por fin se desplomó de bruces sobre el suelo de tierra.
—¿Qué habéis hecho? —exclamó el comandante de Wak’an.
—Kei Bot desobedeció una orden directa —replicó Batu. Con un gesto displicente limpió la espada en el k’ai del muerto—. ¡Nos costó la victoria!
—Quizá —opinó el comandante de Hai Yuan—, pero ejecutar a un general sin un juicio formal…
Batu encogió los hombros y después guardó la espada enjoyada de Kei Bot en su propia vaina.
—Admitió sus crímenes —señaló el general—. Yo decidí el castigo. —Matar a Kei Bot le había despejado la mente, y ahora por fin se sentía en condiciones de concentrarse—. Pe, tráeme recado de escribir —le dijo a su ayudante mientras se dirigía a la mesa—. Por lo que han dicho los prisioneros, hay más de cien mil tuiganos en la ciudad. Es hora de hacer algunos planes.
Los dos subordinados de Batu fueron incapaces de hacer otra cosa que mirarlo, atónitos ante su indiferencia por el hombre que acababa de ejecutar. Al ver que no lo seguían a la mesa, el general de Chukei añadió:
—Caballeros, vuestras opiniones pueden ser muy valiosas.
Los generales sacudieron la cabeza para despejarse, y a continuación se unieron a Batu. Mientras Pe se ocupaba de que sacaran el cadáver de Kei Bot, los tres hombres se embarcaron en una discusión de logística. Debatieron sobre cuál era el mejor tipo de refugio que debían construir para los meses venideros, dónde podían asegurarse un suministro continuo de alimentos, dónde podían conseguir combustible para cocinar y para calentarse cuando llegara el invierno, así como un centenar de detalles más.
Al acabar la semana, los shous habían avanzado mucho en las tareas de montar un campamento de asedio. Un grupo de exploradores encontró una veta de arcilla en las orillas de un río cercano, y el jefe de tareas puso a los hombres a fabricar hornos de ladrillo. Sin paja ni nada parecido para agregar a la mezcla, los ladrillos no durarían mucho tiempo. Pero esto no preocupaba a Batu, porque solo necesitaba que duraran unos meses. Independientemente del resultado, el sitio se acabaría para el invierno.
Justo fuera del alcance de las flechas, y dirigidos por los ingenieros, el ejército de Hai Yuan comenzó a rodear la ciudad con una trinchera que más tarde se convertiría en una fortificación defensiva. El jefe de suministros resolvió el problema del combustible con un programa de recolección de estiércol, y reservó la leña disponible en las cercanías del campo para encender los hornos.
A pesar de sus esfuerzos, los shous no podían resolver todos los problemas con los medios a su alcance, de modo que Batu envió un mensajero al palacio de verano para solicitar el envío de artillería y refuerzos, aunque sabía que pasarían por lo menos seis semanas antes de recibir una ayuda importante. Escaseaba la comida porque los bárbaros habían acampado delante de Shou Kuan durante casi un mes, así que los equipos de avituallamiento cabalgaban a veces más de ciento sesenta kilómetros para conseguir alimentos. A veces, cuando los jinetes encontraban una aldea donde podía haber cereales, los vigías confundían a los peng disfrazados de bárbaros y quemaban las reservas de alimentos de la comunidad.
Batu y sus subordinados seguían enfrascados en la discusión de estos problemas cuando Pe entró en la tienda.
—Perdón, general —dijo el ayudante, con una profunda reverencia—. Los tuiganos han enviado un mensajero con una escolta de diez soldados con una bandera de tregua.
Los dos generales de primer grado enarcaron las cejas, extrañados.
—Una cosa es segura —opinó el comandante de Wak’an—. El enemigo no se rendirá tan pronto.
—Ni nunca —afirmó Batu. Por las historias de su bisabuelo, sabía que los tuiganos no pedían ni concedían misericordia. Este conocimiento solo aumentaba su curiosidad por el mensaje que traía el enviado—. Trae al mensajero a mi tienda.
Pe hizo una reverencia y partió a cumplir con la orden. Mientras esperaba al mensajero, Batu supervisó los cambios en la tienda. Sabía que los bárbaros eran muy observadores, y quería impresionar al mensajero de Yamun Khahan. El general de la Marca Norteña ordenó colocar su silla en el centro de la tienda. Las sillas de los dos generales las colocaron una a cada lado de la suya y un poco más atrás. Por fin, mandó a llamar a cincuenta jefes y oficiales. Después de hacerles formar un círculo, les explicó que debían permanecer solemnes y en absoluto silencio sin fijarse en lo que él hiciera o dijera. Al cabo de unos minutos, Pe entró en la tienda y saludó a Batu con una profunda reverencia.
—Con vuestro permiso, general —anunció el ayudante—, os presento al Gran Historiador del Imperio Tuigano, Koja el lama.
Batu asintió, y Pe abrió la puerta de la tienda. Koja no era la figura fornida y feroz que esperaba Batu. El lama era un hombre pequeño y nervudo con la cabeza afeitada como los sacerdotes. La voluminosa armadura le colgaba de los hombros caídos como los harapos de un mendigo. Avanzó con un aire de confianza al tiempo que observaba el entorno con ojos vivos e inteligentes. Detrás de Koja aparecieron diez guerreros tuiganos. Todos llevaban armaduras k’ai negras y gorras con ribetes de marta cibelina. Mantenían los sables en las vainas.
—¿Quiénes son? —preguntó Batu, que señaló a los guerreros con un movimiento de cabeza.
—Mis guardaespaldas —contestó el mensajero. Hablaba el shou con mucho acento extranjero—. El khahan insistió. Veréis, soy su anda.
Batu hablaba el idioma tuigano y sabía que, al indicarle que era el anda del khahan, le decía que era su hermano espiritual; una manera cortés de avisarle que, si lo mataba, significaría una agravio para el Yamun Khahan. A Batu le pareció interesante que el lama pensara que el humor del khahan debía preocuparlo.
—Vuestra escolta esperará fuera —señaló Batu, con el entrecejo fruncido—. Si decido mataros, cien veces ese número de hombres no os salvará la vida.
El lama observó a Batu con una expresión dubitativa. Al ver que el general shou se mantenía firme, Koja se volvió hacia los guardaespaldas y, en tuigano, les ordenó que esperaran fuera. Los guerreros obedecieron de mala gana. En cuanto la escolta salió de la tienda, Batu se dirigió a Pe.
—Que maten a la escolta —ordenó.
Pe apenas consiguió contener la exclamación al ver la mirada de advertencia de Batu. Los demás oficiales presentes permanecieron imperturbables, aunque el general sabía que estaban tan asombrados como su ayudante.
—¡Hemos venido con una bandera de tregua! —protestó Koja. La única respuesta a su protesta fue la salida de Pe para cumplir la orden—. El khahan…
—No necesitáis escolta en mi campamento, historiador —lo interrumpió Batu, con los codos apoyados en los brazos de la silla—. La escolta era un insulto.
En realidad, Batu no consideraba insultante la presencia de la escolta. Solo quería demostrarle al khahan que no tenía miedo a luchar. Hacer algo tan provocativo transmitiría el mensaje. En el exterior de la tienda, sonaron varios gritos y golpes. Un guerrero tuigano se precipitó en la tienda con tres dardos de ballesta clavados en la espalda. Dos soldados shous entraron en su persecución y lo remataron a golpes de espada. El lama contempló la muerte del guardaespaldas con una expresión de incredulidad y asco. Al cabo de unos momentos, cesaron los ruidos de la refriega. Pe entró en la tienda y con una reverencia indicó que había ejecutado la orden. Mientras dos soldados se llevaban el cadáver del tuigano, Batu se volvió hacia el mensajero.
—Ahora, anda del khahan —dijo—, podéis comunicarme el mensaje.
Koja estaba pálido. Sin embargo, respondió a la mirada de Batu sin arredrarse.
—En nombre de Yamun Khahan, Señor del Mundo e Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, estoy aquí para aceptar vuestra rendición.
Muchos de los oficiales shous no pudieron evitar la carcajada. En cambio, Batu no vio nada gracioso en el mensaje del khahan porque sabía muy bien que los tuiganos superaban a sus peng en una proporción de tres a dos. Aun así, hizo todo lo posible por sonreír con un aire divertido y de absoluta confianza. Al cabo de un momento, frunció el entrecejo como si recordara el decoro y miró a sus subordinados para que se callaran. En cuanto se hizo silencio, Batu respondió al mensajero.
—Decidle a Yamun Khahan que no nos interesa la rendición. Solo deseamos su muerte. —Koja hizo una mueca al escuchar las palabras: era obvio que pensaba en la cólera de su amo cuando le transmitiera la respuesta shou. Batu despidió al lama con un gesto, y miró a Pe—. Entrégale a Koja las cabezas de sus guardaespaldas para que se las lleve al khahan. No deseo que Yamun Khahan piense que sus hombres se rindieron en lugar de pelear. —Batu no creía que Yamun Khahan dudaría de la lealtad de los guardias. Solo intentaba que las muertes tuvieran un efecto más importante, de modo que el líder tuigano pensara en algo más aparte de la estrategia.
—Así se hará, mi comandante —contestó Pe, con una reverencia. Se adelantó para acompañar al lama hacia la salida.
En cuanto Pe salió de la tienda con el mensajero, Batu se dirigió a sus subordinados.
—Preparaos para la batalla —dijo—. Los ejércitos de Wak’an y Hai Yuan deben situarse delante de la entrada.
En la tienda resonó el murmullo de los oficiales mientras se disponían a cumplir con la orden,
—Un plan ingenioso —comentó el comandante de Hai Yuan, al tiempo que se levantaba de la silla—. No podemos asaltar la ciudad, así que provocáis al enemigo para que salga.
—No es esa mi intención —repuso Batu, que se tomó su tiempo para dirigirse a los generales—. No debemos olvidar que el enemigo dispone de cien mil soldados y nosotros solo somos sesenta mil. Tarde o temprano, los bárbaros tendrán hambre y decidirán salir. Si queremos ganar la batalla que tendrá lugar entonces, necesitamos tiempo para rodearlos con nuestras fortificaciones.
—Entonces, ¿por qué insultar al mensajero? —preguntó el general de Hai Yuan—. Provocar al enemigo solo servirá para que ataque antes.
—Ahí es donde os equivocáis —contestó Batu, con una sonrisa severa—. ¿De verdad creéis que esperaba que nos rindiéramos? Envió al mensajero para espiar los campamentos y ver si yo tenía miedo o no. Al insultar al mensajero, le he dicho al khahan que no tengo miedo, que quiero luchar. Si cree que quiero que ataque, esperará.
—¿Cómo podéis estar seguro? —preguntó el general de Wak’an, preocupado—. ¿No es posible que descubra vuestra estratagema?
—Lo es —admitió Batu—. Por eso debemos estar preparados para la batalla.
La semana siguiente fue tensa. Los bárbaros mantenían un gran número de tropas en las murallas y disparaban contra cualquiera que se ponía a tiro de los arqueros. Los shous tenían un ejército de guardia permanente, mientras los demás preparaban la trinchera alrededor de la ciudad donde instalarían las fortificaciones. Al mismo tiempo, los supervivientes del ejército de Kao Shan pasaban todo el día trabajando en los bosques lejanos o en los hornos, preparando postes aguzados y ladrillos. Apilaban los materiales detrás de lomas y colinas donde los tuiganos no podían verlos.
Batu sabía que Yamun Khahan no se preocuparía por una trinchera porque los caballos tuiganos podían saltar o vadear la zanja. Sin embargo, cuando el Khahan viera que los shous construían un muro defensivo, quizá decidiría atacar antes de que se acabaran las fortificaciones. Batu intentaba arrebatarle esta oportunidad a su oponente. Al preparar de antemano los cimientos del muro, el general esperaba levantarlo en una sola noche.
Siete días más tarde, la trinchera quedó preparada para recibir las fortificaciones, y los soldados del ejército de Kao Shan habían acumulado suficientes postes aguzados como para rodear toda la ciudad. Aquella noche, Batu inspeccionaba la trinchera y se lamentaba en silencio de la falta de ladrillos, cuando se abrió la puerta de la ciudad. Apareció el lama con una bandera blanca. Esta vez venía solo.
Antes de que Koja pudiera acercarse a la trinchera, Batu llamó a veinte guardias y fue a su encuentro. Corría un gran riesgo al ponerse dentro del radio de acción de los arcos enemigos, pero no quería que el lama viera los preparativos en la trinchera.
Mientras los dos hombres se acercaban el uno al otro, los guardias formaron un anillo alrededor de ambos. Koja no hizo caso a la maniobra y siguió adelante: se detuvo cuando los caballos estuvieron a punto de chocar. La cabalgadura de Koja parecía cansada y hambrienta, y las costillas asomaban por el pellejo. El mensajero traía dos bolsas grandes colgadas del pomo de la montura. El general casi vomitó ante el hedor que flotaba en el aire.
—¿Qué noticias traéis de vuestra ciudad? —preguntó Batu, mientras observaba el estado del lama. Koja tenía las mejillas hundidas y profundas ojeras. Era obvio que no había comido mucho durante la última semana.
El caballo del lama escarbó la tierra con una pata y, hundiendo el morro, comenzó a morder la tierra pelada. Koja tiró de las riendas, pero la bestia hambrienta se resistió a abandonar la búsqueda inútil de alguna raíz. Koja renunció al intento, cogió una de las bolsas y la puso boca abajo.
Cinco cabezas cayeron al suelo. Aunque estaban en las primeras etapas de la descomposición, Batu vio que eran soldados shous. El caballo de Koja olisqueó una de las cabezas, descubrió que no era comestible y volvió a escarbar el suelo en busca de comida.
Antes de que el general pudiera hacer algún comentario, el lama volcó el contenido de la segunda bolsa. Rodaron otras cinco cabezas. Esta vez, Batu reconoció a dos. Una era la de su suegro, Hsuang Yu Po, y la otra de Xeng, el senescal de la familia Hsuang.
—El poderoso Yamun Khahan, Señor del Mundo e Ilustre Emperador de todos los Pueblos, os envía sus saludas —anunció Koja, muy tieso en la montura—. Os comunica que no pretendía insultaros con el envío de una escolta con su mensajero. Os retribuye la cortesía que le habéis demostrado devolviéndole las cabezas de sus guardias, y os envía las cabezas de diez comandantes shous que murieron en la defensa de esta insignificante ciudad.
Batu apenas si prestó atención al lama. El general miraba a tzu Hsuang. Aunque hacía tiempo que había aceptado que su suegro había muerto en Shou Kuan, no pudo menos que sentirse sorprendido al ver la cabeza encanecida del noble.
Una docena de emociones contradictorias nublaron los pensamientos del general. Sintió pena por la pérdida de un amigo, y rabia ante la mutilación de un miembro de la familia. Sus pensamientos se dirigieron a Wu y a cómo le comunicaría la muerte de su padre. ¿Le diría lo que había visto? Quizá sería mejor mentir y decir que nunca habían encontrado el cadáver de Hsuang. Koja dejó de hablar, y Batu comprendió que había permitido al enemigo ver su dolor.
—¿Pasa algo, general? —le preguntó Koja. El rostro del lama no mostraba la expresión de burla que esperaba Batu. Al contrario, parecía un tanto sorprendido.
Batu sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo por haber dejado que los sentimientos familiares interfirieran con sus obligaciones.
—No pasa nada —contestó, con mucha más brusquedad de lo que pretendía—. ¿Es esto todo lo que os manda decir vuestro amo?
—No —dijo el lama. Su caballo se adelantó para mordisquear una raíz leñosa, y Koja tiró de las riendas—. Estas son las palabras de Yamun Khahan. —Inconscientemente, enderezó la espalda y se irguió en la silla—. «He matado a un millón de vuestra gente y asolado medio millón de hectáreas de vuestra tierra». —El lama hizo un ademán que abarcaba el horizonte—. «He aplastado a seis de vuestros ejércitos y matado a doscientos mil de vuestros soldados». —El menudo mensajero se golpeó el pecho con un gesto teatral como si en realidad hubiese sido él el autor de todas estas cosas—. «He capturado dos de vuestras ciudades y saqueado todo lo que había entre sus paredes».
Koja hizo una pausa para dar a su oyente la oportunidad de reflexionar en sus palabras. Batu permaneció impasible.
—«Esto lo he hecho —prosiguió el lama—, no por codicia, sino únicamente para devolveros el infame atentado contra mi vida. Ahora, sé que vuestro emperador no sabía nada del ataque contra mi persona. Dos sirvientes enviaron un asesino a mi campamento sin su conocimiento. Por lo tanto, doy por cumplido el castigo a Shou Lung. Ordenaré el final de esta guerra, y solo conservaré las tierras que he conquistado».
Batu miró a Koja durante varios minutos, asombrado por las afirmaciones del lama. Aunque el general no dudaba que Shou Lung utilizaba asesinos como instrumentos diplomáticos, no podía creer que un servidor imperial pudiera dar un paso tan drástico sin el conocimiento del Hijo del Cielo. Por fin, al ver que Koja lo observaba otra vez atentamente, el general miró la ciudad mientras le contestaba.
—Incluso si creyera esa mentira —dijo—, no valdría ni un palmo del territorio shou. —Batu señaló el caballo hambriento de Koja—. En un plazo de dos semanas, vuestros caballos no estarán en condiciones de cabalgar. Decidle a Yamun Khahan que yo en su lugar atacaría cuanto antes.
—¿No consideráis la oferta del khahan? —le preguntó el lama, sin disimular su extrañeza.
—No hay nada que considerar —replicó Batu. Hizo dar media vuelta a su caballo, para indicar que se había acabado el parlamento.
—¡Por favor! —insistió Koja sin moverse—. El khahan no os miente sobre el asesino. Debéis aceptar o miles de hombres morirán inútilmente.
—Si el khahan desea que sus hombres vivan —respondió Batu, que lo miró por el rabillo del ojo—, pueden rendirse y el emperador los tomará como esclavos.
—Los tuiganos no son los únicos que morirán —protestó Koja, irritado.
—Eso no tiene importancia —afirmó el general shou tajante mientras miraba al lama con frialdad—. Mis hombres están dispuestos a morir cuando yo se lo ordene. —Batu llamó a los guardias—. Llevadlo de vuelta con su amo.
Un soldado cogió las riendas del caballo de Koja. En cuanto el guardia se alejó con el mensajero, Pe y los generales de primer grado se reunieron con Batu.
—¿Qué quería? —preguntó el ayudante.
—No hay tiempo para repetirlo —contestó Batu—. Debemos erigir las fortificaciones esta noche. Los bárbaros atacarán mañana. Avisa a los leñadores que traigan los troncos, y después preséntate en mi tienda.
—A la orden —asintió Pe.
Batu asignó rápidamente las tareas de supervisión a los generales, y luego cabalgó hasta los hornos para ver cómo marchaba la producción. El resultado lo decepcionó. Solo había ladrillos suficientes para construir una pared de tres palmos de altura. Aun así, una barrera de tres palmos era mejor que nada. Si la pared la construían en el borde más apartado de la trinchera, los hombres apostados dentro tendrían una protección de casi un metro veinte. Batu ordenó a los oficiales que prepararan los ladrillos para transportarlos.
En cuanto acabó, Batu regresó a su tienda. Anochecía cuando llegó. Hizo una pausa y miró hacia Shou Kuan. En la trinchera habían encendido miles de antorchas.
El general entró en la tienda y se encontró con Pe que lo esperaba. Mientras los soldados trabajaban en la pared, Batu revisó el estado de cada unidad, preparó el plan de batalla, y redactó las órdenes. Pese al muro de defensa, Batu dudaba de conseguir la victoria. Esta vez no permitiría que la falta de comunicación o una orden malinterpretada estropeara sus posibilidades.
Batu y Pe acabaron los planes con las primeras luces del alba. El ayudante apenas si podía mantener los ojos abiertos; Batu, en cambio, no se sentía cansado. La proximidad de la batalla le daba nuevas energías. Se sujetó la espada al cinturón y salió de la tienda.
—Pe, envía las órdenes —dijo el general—. Voy a inspeccionar la pared. —Montó en su caballo y se alejó colina abajo.
Tal como esperaba, los hombres habían levantado la pared en una sola noche. No habían tenido tiempo para sujetar los ladrillos con mortero, pero serviría para detener las flechas. Los postes aguzados estaban clavados en un ángulo de cuarenta y cinco grados delante de la pared, con una separación de sesenta centímetros, lo bastante cerca para empalar a cualquier caballo que intentara pasar entre ellos.
—Los hombres han hecho un buen trabajo —comentó el general del ejército de Hai Yuan, que cabalgaba junto a Batu.
—Sí —coincidió Batu—. Merecen una felicitación.
—Esperemos que luchen tan bien como construyen —añadió el general, con un gesto hacia las murallas de la ciudad.
Miles de bárbaros ocupaban las almenas de las fortificaciones de Shou Kuan. Vestían armaduras y mantenían los arcos a la vista. Batu sospechó que el resto de los tuiganos esperaba montado, en las calles de la ciudad. Cuando se abriera la puerta, cargarían en una larga y aparentemente interminable columna y comenzaría la batalla. El general llamó a un mensajero.
—Que los oficiales preparen a los hombres para la batalla. No tendremos que esperar mucho más.
Sin embargo, los bárbaros no atacaron de inmediato. Pasó una hora y después otra. Los tuiganos seguían en las almenas, listos para el combate, pero las puertas no se abrieron.
A medida que transcurría la mañana aumentó el calor. Agotados por la larga noche de trabajo, los peng comenzaron a dormitar a la sombra del muro. Los oficiales recorrían la línea dando voces y golpeando a los soldados para mantenerlos despiertos. Incluso Batu, que esperaba ver la salida de los bárbaros en cualquier momento, tenía dificultades para mantener los ojos abiertos.
Llegó la tarde y después comenzó la puesta de sol, sin que atacaran los tuiganos. Por fin, cuando el crepúsculo se extendía por las colinas, se abrió la puerta.
No obstante, en lugar de la caballería apareció Koja. El lama llevaba la misma bandera blanca del día anterior. Batu se sorprendió al ver que el líder tuigano volvía a enviar al mensajero, pero también sintió curiosidad por saber qué tenía que decir el khahan ahora que habían construido la pared. El general envió a una docena de soldados para que escoltaran al lama entre las fortificaciones. Batu, seguido de cerca por Pe y los generales, fue al encuentro de Koja en cuanto cruzó la trinchera. El lama le dirigió la palabra al verlo acercarse.
—Traigo palabras de alabanzas de parte de Yamun Khahan. Dice que los shous son los más rápidos en levantar paredes entre todos los enemigos contra los que ha combatido.
—No construí la pared para impresionar el khahan —contestó Batu, tajante—. La construí para tenerlo enjaulado.
—El khahan os hace saber —prosiguió Koja, sin hacer caso de la réplica— que él y sus hombres comen muy bien con la leche de sus yeguas y la sangre de sus corceles. Dice que cuando los caballos estén demasiado débiles para el combate, los matará y los usará para alimentar a sus tropas.
El lama hizo una pausa y miró a los generales de Hai Yuan y Wak’an en busca de la aprensión que no encontraba en el rostro de Batu. No la halló. Los dos hombres eran lo bastante astutos como para no revelar sus sentimientos el enemigo.
—El khahan dice —añadió Koja— que probará la fortaleza de vuestra pared cuando le parezca. Quizás atacará esta noche, mientras los hombres estén dormidos, agotados por las muchas horas de trabajo. Quizás atacará dentro de muchos meses, cuando lleguen las frías lluvias de otoño y vuestros hombres estén enfermos de dormir en el barro. Quizás esperará hasta las nieves del invierno, cuando vuestros hombres se acurruquen con las manos y los pies helados alrededor de las hogueras de estiércol, mientras sus hombres comen y beben en la comodidad de las abrigadas casas de la ciudad.
—Decidle al khahan que los shous saben construir casas tan bien como construyen paredes —replicó Batu, con la mano puesta sobre el pomo de la espada—. La carne de sus caballos se pudrirá antes de que nosotros nos congelemos. Decidle que, cuando quiera luchar, nos encontrará preparados.
Koja asintió a las palabras del general, como si no esperara otra respuesta.
—Quizá no sea necesario combatir —señaló. Metió una mano entre las prendas. Pe y los generales de Hai Yuan y Wak’an desenvainaron las espadas y se adelantaron para proteger a Batu—. ¡Por favor! —dijo Koja al tiempo que sacaba lentamente un tubo de ébano—. No contiene más que papeles. Dejad que os lo enseñe.
Los tres hombres miraron a su comandante a la espera de instrucciones. Batu asintió con un ademán y le indicó al lama:
—Abridlo.
Koja abrió con mucho cuidado el tubo y sacó dos hojas de papel.
—Leedlas —dijo, tendiéndoselas a Pe—. Demuestran que el khahan dice la verdad sobre el asesino.
Pe hizo retroceder a su cabalgadura y le alcanzó los papeles a Batu. Dada la poca luz que había, resultaba difícil ver la escritura así que tardó unos momentos en leer la primera carta. Iba dirigida a Yamun Khahan y la enviaba el espía en el palacio de verano. Informaba del nombramiento de Batu como general de la Marca Norteña y su posterior desaparición. La carta también citaba a Kwan Chan Sen y Ju-Hay Chou como los dos hombres que habían enviado al asesino para matar a Yamun Khahan.
El general les pasó la carta a los subcomandantes y después miró el segundo papel. De inmediato reconoció la caligrafía de Qwo y el corazón le dio un vuelco. Mantuvo la calma con un esfuerzo, y leyó el relato de Wu sobre cómo había obtenido la primera carta y la identificación de Ting Mei Wan como la espía que la había escrito. Al final de la carta, vio la rúbrica de su esposa y una mancha de sangre seca.
—¿Dónde habéis encontrado estas cartas? —le preguntó Batu al emisario.
—En poder de un hombre muerto —respondió Koja, sencillamente—. Como veis, el khahan dice la verdad sobre el asesino.
—Quizá sí o quizá no —opinó el general de Wak’an—. Este documento puede ser una falsificación.
—No lo es —afirmó Batu, que le entregó la segunda carta—. Conozco esta caligrafía.
El comandante de Wak’an leyó la carta rápidamente, y su rostro palideció de asombro. Mientras los subordinados leían la carta, Batu hizo todo lo posible por disimular la angustia que le había producido. Le dolía el estómago de la preocupación por su esposa y los niños. No deseaba otra cosa que coger su caballo y cabalgar hacia Taitung para saber qué le había pasado a su familia. Batu intentó apartar estos pensamientos de su cabeza porque era un soldado y no podía dejar que los sentimientos se entrometieran en sus obligaciones. Se forzó para no hacer caso a los temores y volvió a mirar a Koja.
—Todo esto es muy interesante, pero no cambia nada —declaró el general, con una expresión rígida para no revelar sus emociones—. Incluso si pudiera hacerlo, no cedería ni un solo palmo de suelo shou a vuestro amo.
—Eso no será necesario —contestó Koja, comprensivo—. En su infinita generosidad y sabiduría, el khahan aceptará otra forma de tributo. Permitirá que Shou Lung retenga las tierras que él ha conquistado, pero debéis entregarle a los hombres que enviaron al asesino.
Batu observó el rostro del lama, mientras analizaba la oferta de Yamun Khahan. Los términos eran razonables: dos vidas a cambio de la paz… aunque eso significara sacrificar a su amigo Ju-Hay Chou. El general podía ver la sensatez de satisfacer al comandante bárbaro. A pesar de la actitud confiada que Batu mostraba cada vez que se reunía con Koja, dudaba mucho que los shous pudieran resistir más que los bárbaros. Con la llegada del otoño y los campos agotados, resultaría difícil alimentar al ejército. Desde luego, podía hacer traer suministros desde otras ciudades, pero significaría organizar enormes columnas de abastecimientos vulnerables al mal tiempo. Al final, quizá serían sus tropas y no las de Yamun Khahan las que acabarían muriendo de hambre.
Si no aceptaba la oferta, arriesgaba el mando. En cuanto los tuiganos advirtieran cualquier debilidad en su ejército, lanzarían el ataque y los barrerían. En sí mismo, era un riesgo que no lo preocupaba, porque los soldados debían estar preparados para el peligro y la inminencia de la muerte. Pero, si su ejército caía derrotado antes de que el emperador pudiera enviar refuerzos, no habría ningún obstáculo entre los tuiganos y Taitung. Incluso se podía perder Shou Lung, y este era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.
—No es necesario que adoptéis vuestra decisión ahora mismo —dijo Koja—. El khahan está dispuesto a recibir vuestra respuesta por la mañana.
—No será necesario —replicó Batu, con voz firme—. Si el emperador me entrega a Kwan Chan Sen y a Ju-Hay Chou, aceptaré las condiciones.
—El poderoso khahan estará muy complacido —afirmó Koja, con una expresión de alivio—. Solo hay otra condición: vos vendréis conmigo y cinco mil guerreros a buscar a los criminales.
—¡Estáis loco! —exclamó el comandante de Wak’an—. ¡Jamás permitiremos que cinco mil bárbaros se acerquen a menos de ciento sesenta kilómetros del emperador!
—Debéis aceptar —contestó Koja, que devolvió la mirada del general con una firmeza inesperada—. No nos rendimos. Por lo tanto, tengo derecho a mi escolta.
—¡No tenéis derecho a nada! —señaló alguien.
Batu silenció a sus subordinados con una mirada colérica y después se volvió hacia Koja.
—Podéis tener vuestra escolta —aceptó—. Pero nosotros tampoco nos rendimos, así que yo también llevaré cinco mil hombres.
Batu no necesitó mirar a sus oficiales para saber que no compartían su decisión. Aun así, estaba seguro de que era correcta. Los cinco mil tuiganos no lo preocupaban siempre que tuviera el mismo número de shous para vigilarlos. Además, si el emperador rechazaba la propuesta de paz, él se encargaría de que la escolta de Koja jamás regresara a defender las murallas de Shou Kuan.
El lama observó a Batu por un momento, como si tratara de adivinar los pensamientos del comandante shou. Por fin, dio su respuesta.
—Estoy seguro de que el khahan aceptará vuestra petición —contestó el pequeño historiador—. ¿Cuándo partimos?
—Al amanecer —dijo Batu.
A la vista del cansancio de sus hombres, una noche de descanso no sería mucho antes de emprender un viaje tan largo. Pero, ahora que había decidido regresar al palacio de verano, Batu no quería retrasar la partida ni siquiera por una hora. Lo consumía la ansiedad por ver a Wu y a los niños. Con súbita preocupación, el general de la Marca Norteña se preguntó hasta qué punto el interés por su familia había influido en la decisión; porque, si las emociones habían tenido algo que ver en aceptar la propuesta del khahan, entonces había traicionado su deber.