7

La flota fluvial

Tras la marcha del emperador, Batu colocó a veinticinco de sus ejércitos al mando de tzu Hsuang. También confió a su suegro el espejo de Shao, junto con la carreta necesaria para cargar el voluminoso artefacto del ministro de la Magia. Unos cuantos nobles fieles a Kwan murmuraron entre sí que aquello era nepotismo, pero el general no les hizo caso. Su suegro era el único noble que conocía medianamente bien, y necesitaba alguien de confianza para mandar a los belicosos señores.

Tzu Hsuang reunió a su tropas y las llevó a los muelles de la ciudad fluvial de Taitung, donde embarcó a los cincuenta mil peng en la flota de barcazas que allí esperaban. Las órdenes de Hsuang eran remontar el Hungtse hasta donde pudiera, y después marchar hacia el oeste en busca del enemigo. Si la campaña se desarrollaba de acuerdo con los planes de Batu, Hsuang y los nobles encontrarían a los bárbaros justo al oeste de Shou Kuan.

Batu cogió a los cinco ejércitos provinciales y marchó hacia el norte por la Ruta de las Especias. Tal como el general había temido, durante la tarde el calor y el polvo se convirtieron en un suplicio. Los hombres, poco acostumbrados a marchas tan largas, se cansaron rápidamente, y fueron varios los que cayeron víctimas de una insolación.

No obstante, Batu no aflojó el ritmo, ni siquiera cuando oscureció. En cambio, para la sorpresa no manifestada de sus estoicos subordinados, continuó la marcha. El general no dio la voz de alto hasta la medianoche, cuando los cinco ejércitos llegaron a una pequeña y apartada aldea que, sin razón aparente, estaba desierta. Era Chang Tu, el villorrio que Batu le había pedido a Ju-Hay que evacuara. También era el lugar donde había ordenado que fondeara la flota de juncos de carga.

En cuanto entraron en la aldea, Batu ordenó a las primeras unidades que subieran a los juncos, con la advertencia estricta de que todos los peng debían permanecer en las bodegas. En ningún caso saldrían a cubierta, donde podían verlos desde otras naves o desde la costa.

El embarque de las tropas se podría haber hecho en un par de días, pero Batu se tomó su tiempo y no permitió que zarparan más de dos o tres juncos cada hora. El general consideraba que era tiempo bien gastado. Pretendía disimular los movimientos de las tropas como tráfico mercante, en la esperanza de que cualquier espía tuigano en la zona le perdiera el rastro a su ejército.

Ocho días más tarde, Batu y Pe abordaron el último junco con la última compañía. Los remeros llevaron a la embarcación hacia el centro de la corriente, y comenzaron la travesía por el río Ch’ing Tung. Las dudas de Batu respecto a esta fase del plan no tardaron en esfumarse. A simple vista, ni siquiera él era capaz de distinguir sus transportes de tropa de los miles de juncos de carga que navegaban por el sistema fluvial de Shou Lung, y no creía que la incorporación de quinientos barcos en el transcurso de una semana pudiera llamar la atención de los observadores, máxime cuando se esperaba un aumento de la actividad comercial pues el país se movilizaba para la guerra.

El junco del general tardó cuatro días en llegar a la desembocadura del río, la mitad del tiempo empleado para embarcar a todas las tropas. La nave dejó atrás la ciudad de Kirin al anochecer y entró en las agitadas y oscuras aguas del Mar Celestial, donde viró hacia el norte para dirigirse al punto de reunión de la flota. El mareo atacó a Batu en cuanto salieron a mar abierto y, en menos de media hora, deseó no haber puesto jamás los pies en la cubierta de un barco.

Seis días más tarde, el general se repuso lo suficiente como para abandonar su litera. Le dijo a Pe que llamara a los subordinados, y a continuación se vistió y subió a cubierta. Después de los olores rancios de la sentina —el agua estancada, los cabos mohosos y los marineros sucios— Batu disfrutó con el aire marino. Se apoyó en la borda y contempló el Mar Celestial. Por el oeste, asomaba en el horizonte una diminuta punta de roca. Pe se reunió con él y, al ver hacia dónde miraba Batu, le explicó qué era.

—Aquel es el cabo de Wak’an. Según los marineros, significa que estamos a cuatro días de Lo Shan y del río Sheng Ti.

Sin desviar la mirada del mar, Batu soltó un gruñido de protesta. La perspectiva de pasar otros cuatro días de mareos casi lo llevó a volverse a la litera.

Sin embargo, con los subordinados de camino para reunirse con él, no podía retirarse; de modo que permaneció junto a la borda, llenándose los pulmones con el aire salado mientras estudiaba el mar. El cielo era tan azul como el agua, y tenían el viento del este a favor. Entre el barco del general y el cabo de Wak’an, las velas de los quinientos juncos de su armada se bamboleaban en el agua como otras tantas banderas de plegarias. Los esquifes que llevaban a los cinco generales se abrían paso entre las olas con rumbo a la patética nave insignia de Batu.

—A los bárbaros nunca se les ocurrirá buscarnos aquí —manifestó Pe, alegremente. Se apoyó en la borda con el brazo bueno, junto a Batu.

—Desde luego que no —replicó el general, molesto por la jovialidad de su ayudante.

Al notar la irritación de su comandante, Pe retiró el brazo y adoptó una postura más rígida.

—No pretendía ofenderos…

—No lo has hecho —aseguró el general, para tranquilidad de Pe—. Todavía me siento mal, y ello me irrita.

Mientras observaba el avance de los botes, Batu se preguntó cómo sería su primera reunión con los comandantes. Hoy se verían por primera vez desde que la flota se había hecho a la mar, y no había tenido ocasión de explicarles su plan.

El primer bote llegó al cabo de unos pocos minutos. El ocupante era Kei Bot Li, el único de los generales que Batu conocía. A pesar de su corpulencia, Kei Bot saltó del bote y trepó por la escala de cuerda con la agilidad de un mono. En cuanto puso los pies en cubierta, Kei Bot saludó a Batu con una profunda reverencia.

—Es un gran honor, comandante general —dijo.

—El placer es mío, general —respondió Batu, que le devolvió la reverencia al tiempo que intentaba sonreír como su subordinado.

—¿El mar no os sienta bien, mi general? —preguntó Kei Bot al notar la expresión de sufrimiento de Batu.

Avergonzado por sus escasas cualidades marineras, el general de segundo grado asintió a regañadientes.

—Jamás se me habría ocurrido que acostarse en un lecho cómodo pudiera resultar tan difícil.

Kei Bot rio de buena gana, pero, antes de que pudiera decir nada más, llegaron los otros generales. Los cuatro subieron a cubierta con aire impaciente. Después de los saludos de rigor, Batu llevó a sus subordinados a la cocina del junco, el único lugar del barco lo bastante grande como para albergar la reunión. Pe se encargó de servir el té y Batu aprovechó la pausa para desplegar el mapa de campaña y preparar varios pinceles de escribir y frascos de tintas de diversos colores sobre la mesa.

El mapa mostraba la parte norte de Shou Lung. Una línea negra que atravesaba la esquina noroeste marcaba la Muralla del Dragón. Una flecha roja señalaba la brecha abierta por los bárbaros en la muralla y la dirección de su avance hacia Yenching. Justo al sur de Yenching, una línea azul serpenteaba horizontalmente a través del mapa, separando el tercio superior de este del resto. La línea era el río Sheng Ti, que cruzaba todo el norte de Shou Lung, y que era la pieza clave del plan de Batu.

En el centro del mapa aparecía Shou Kuan, una estrella negra rodeada por un círculo para indicar que era una ciudad fortificada. Hacia el lado derecho del mapa, aproximadamente a la misma latitud que Shou Kuan, estaba Taitung. El río Hungtse cruzaba Taitung hasta una zona pintada de azul en el borde oriental del mapa: el Mar Celestial. En cuanto Batu acabó de desplegar el mapa, Kei Bot y los demás generales provinciales lo estudiaron con mucha atención. Batu casi soltó una carcajada al ver cómo los hombres, uno después del otro, lo espiaban a hurtadillas.

—Ha llegado el momento de explicar qué hacemos en el Mar Celestial —dijo Batu—, mientras los bárbaros realizan sus ataques a mil quinientos kilómetros de distancia. —El general puso un dedo sobre la flecha roja que marcaba el avance tuigano—. A pesar de nuestros esfuerzos para cortarles los suministros, los bárbaros continúan avanzando hacia el sudeste a paso lento. —Batu cogió un pincel, lo mojó en la tinta roja, y prolongó la flecha hasta Yenching—. Sabemos que, debido a las habituales crecidas de primavera, los bárbaros no pueden vadear el río Sheng Ti en esta época del año. En consecuencia, no tienen otra opción que la de cruzarlo en Yenching por el Puente de los Tres Camellos. Por desgracia, ninguno de nuestros ejércitos puede llegar a Yenching a tiempo para detenerlos. Después de cruzar el río, avanzarán hacia el próximo objetivo importante: Shou Kuan.

Batu extendió la línea roja hasta un par de centímetros de Shou Kuan, y luego cogió un pincel con tinta verde, con el que trazó una línea desde Taitung hasta el oeste de la ciudad fortificada.

—Esta es la ruta que seguirá tzu Hsuang con las tropas de los nobles. —La línea verde avanzó y se encontró con la roja a menos de un día de marcha de Shou Kuan. Batu dibujó una cruz y luego desvió la línea verde, de regreso a Shou Kuan—. Después del combate inicial, los nobles se retirarán…

—¿Tan poco confiáis en el liderazgo de tzu Hsuang? —lo interrumpió Kei Bot, señalando la línea de retirada.

Batu levantó el pincel, pero no quitó la mano del mapa al escuchar la pregunta de su subordinado.

—Tengo plena confianza en tzu Hsuang y los nobles —contestó—. Pero, por lo que sé, los bárbaros tienen unos doscientos mil jinetes. Sus ejércitos maniobran tan bien como cualquiera de Shou Lung, y sus oficiales son salvajes sedientos de sangre. En cambio, tzu Hsuang dispone de cincuenta mil peng cansados al mando de oficiales díscolos y con poca experiencia.

Los generales de primer grado manifestaron su asentimiento con la valoración de los ejércitos de los nobles. Batu miró el mapa.

—Creo que podemos dar por hecho que los nobles perderán la batalla. Hsuang efectuará un repliegue controlado hasta Shou Kuan y se atrincherará detrás de las murallas. —Batu cogió el pincel de tinta roja y marcó la línea que representaba la persecución de los bárbaros—. Los tuiganos seguirán este camino…

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —lo interrumpió el general de Mai Yuan—. Con sus caballos, el enemigo puede rodear a Hsuang y acabar con los nobles.

—Será como intentar rodear el viento —replicó Batu—. Los ejércitos de los nobles abandonarán la artillería y escaparán protegidos por la oscuridad. Estarán a salvo detrás de las murallas de Shou Kuan cuando salga el sol, mucho antes de que los tuiganos puedan alcanzarlos. —Batu continuó la línea roja hasta Shou Kuan—. De modo que el enemigo sitiará la ciudad.

—No tendrán otra elección —comentó el general de Mai Yuan—. Ningún comandante sería tan tonto como para dejar una fuerza enemiga importante sus espaldas.

—Así es —asintió Batu, que volvió a cambiar de pincel.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Kei Bot, señalando el Mar Celestial.

El comandante en jefe mojó el pincel en el frasco de tinta amarilla y trazó una línea que seguía el río Sheng Ti hasta Yenching.

—Rebasaremos el flanco enemigo y desembarcaremos en Yenching —dijo Batu, que trazó una cruz sobre la ciudad.

—Pero… ¡eso está a más de dos mil cuatrocientos kilómetros! —exclamó el comandante de Mai Yuan—. Tardaremos semanas en remontar el río.

—Unas cinco semanas —contestó Batu—. Calculo que llegaremos a Yenching casi cuando se produzca el combate entre los bárbaros y Hsuang en las afueras de Shou Kuan.

—Perdonad mi ignorancia —intervino Kei Bot, con una mirada que desmentía la falta de inteligencia—; pero, si la batalla tendrá lugar en Shou Kuan, ¿por qué vamos a Yenching?

Batu volvió a mojar el pincel y prosiguió la línea amarilla paralela a la ruta de los tuiganos.

—Seguiremos el camino del enemigo hacia el sur. Les cortaremos las líneas de comunicaciones y destruiremos sus guarniciones sobre la marcha. —La línea amarilla llegó a Shou Kuan—. Cuando lleguemos a Shou Kuan, habrá una segunda batalla. Mientras nos aproximamos, las fuerzas de tzu Hsuang saldrán de la fortaleza para distraer el enemigo. Cuando los bárbaros respondan al ataque, nosotros los pillaremos por la retaguardia. No importa lo que hagan, los tendremos cazados entre dos fuegos. Ni siquiera sus caballos los salvarán.

Los cinco generales permanecieron en silencio durante un buen rato. Por fin, Kei Bot apoyó un dedo en el punto que señalaba Shou Kuan.

—¿Cómo sabrá Hsuang cuándo debe fingir el ataque?

Los comentarios sobre detalles y las preguntas de este tipo eran indicio de que los generales aprobaban el plan. Sonrió antes de responder a la pregunta.

—Tenemos que agradecérselo al ministro de la Magia. Tzu Hsuang y yo nos mantendremos en contacto a través del espejo de Shao.

Aquella misma tarde, mientras la flota de Batu se acercaba al cabo de Wak’an, la esposa del general y sus hijos se encontraban fuera de los muros del Jardín Celestial de la Virtuosa Consorte. La familia estaba vigilada por dieciocho guardias, y había dos más en el interior, para comprobar que no había ningún peligro.

—¿No podemos entrar? —preguntó Ji, mientras tironeaba impaciente la mano de su madre. A sus cinco años, se parecía más al abuelo que al padre. La sangre noble de tzu Hsuang se veía en el sedoso pelo del niño, las facciones refinadas y sus esculturales proporciones.

—¡Ya hemos esperado bastante! —afirmó Yo, ceñuda por la demora. Con los ojos bien separados, los pómulos altos y chatos, y las aletas de la nariz abiertas, era más parecida al padre. Por fortuna, pensaba Wu, solo tenía cuatro años y todavía le quedaba tiempo para superar este legado. En un hombre, las firmes facciones de Batu podían resultar atractivas, pero Wu no dudaba que serían una desventaja para una joven damisela.

Wu conocía la razón de la inquietud de los niños. Se acababa la tarde y solo tendrían veinte o treinta minutos para jugar antes de que se hiciera de noche. Aun así, los niños tenían que aprender a tener paciencia. Wu les tiró de las manos con gesto severo.

—Sois los nietos de un señor y los hijos del general de la Marca Norteña. ¿Es esta la manera de comportarse?

Ji y Yo aceptaron la reprimenda de la madre con un suspiro, y se callaron.

El Jardín Celestial era el único lugar del palacio de verano donde Wu se sentía segura, porque allí podía olvidarse de lo que consideraba su encarcelamiento. Solo habían transcurrido dieciocho días desde la marcha de Batu, pero ya los sicofantes de la corte imperial maniobraban para desacreditarlo. Esto se debía en su mayor parte, según Wu, a que el plan de su marido había funcionado demasiado bien.

Aunque los informes de tzu Hsuang llegaban cada día a la corte, nadie había visto u oído nada de los ejércitos de Batu desde la bendición del emperador. Por lo que decían los burócratas, el recién nombrado general de la Marca Norteña había cogido a cien mil hombres y se había esfumado. Al principio, los burócratas se habían sorprendido ante la hazaña. Sus cotilleos trataban de cómo lo había hecho. Sin embargo, a medida que transcurrió la semana sin tener noticias de su paradero, los rumores atribuyeron la desaparición a circunstancias siniestras.

La teoría de la deserción circulaba desde hacía dos días. Según esta hipótesis, Batu se había encontrado con la vanguardia de un ejército enemigo y se había pasado a los bárbaros con armas y bagaje. Los partidarios de esta versión se deleitaban señalando que regresaría a Taitung al frente de un ejército formado por bárbaros y shous.

Wu, que había ayudado a Batu a preparar el plan, sabía que nada podía estar más lejos de la verdad. Por desgracia, era la única en todo el palacio de verano que podía afirmarlo con absoluta certeza. De todos modos, no se atrevía a salir en defensa de su marido por miedo a que los espías tuiganos descubrieran el plan.

Así que, en medio del esplendor y el lujo de la corte imperial, Wu se encontraba aislada y rechazada, aunque esto no representaba un sacrificio para ella. Las damas de la corte, con las cejas depiladas y pintadas, parecían todas tontas y aburridas, y a Wu no le interesaba frecuentar su compañía.

Los niños, en cambio, estaban acostumbrados a la libertad de los jardines inmensos y a una multitud de compañeros de juego. Pero, en el palacio de verano, el espacio escaseaba y los niños eran una rareza. A los pocos niños que vivían en la corte se les había prohibido relacionarse con «la prole del desertor». Como consecuencia, el palacio de verano era una auténtica cárcel para Ji y Yo.

La única isla en este mar de aislamiento era el ministro de Estado, Ju-Hay Chou. Wu sospechaba que el ministro había adivinado parte del plan de su marido. En varias ocasiones, la había visitado para confirmarle que Batu gozaba de toda la confianza del emperador, pese a los murmullos de la corte. Ju-Hay también se había ocupado de que Wu gozara de todos los lujos, e incluso había convencido a los burócratas para que Wu y los niños pudieran ir al Jardín Celestial.

De todas las cosas que había hecho Ju-Hay, Wu apreciaba este último favor por encima de todo lo demás. El jardín, ubicado en el rincón noroeste del palacio, tenía una extensión de sesenta metros por lado. Era un lugar salvaje lleno de árboles de muchas variedades: ciruelos, magnolias, moreras blancas. Incluso había dos grandes sauces llorones, que, con sus enormes copas y ramas colgantes, daban al jardín una apariencia casi tan salvaje y maravillosa como la de los parque de Chukei.

Sin embargo, en opinión de Wu, lo mejor del Jardín Celestial eran sus muros. Los que daban al norte y al este formaban parte de las fortificaciones del palacio y tenían más de diez metros de altura, mientras que los del sur y el oeste alcanzaban los seis metros. El jardín tenía una sola entrada, la «puerta de la luna», una abertura circular en la pared sur, donde ahora estaba Wu. En otras circunstancias, Wu no se habría interesado mucho por tales detalles, pero los muros le permitían estar a solas con sus hijos siempre y cuando los guardias no encontraran espías o asesinos ocultos en el interior.

Wu y los niños tuvieron que esperar unos minutos a que los dos guardias regresaran de la inspección. Uno vestía una armadura de placas verdes y el otro una armadura idéntica pero de color azul.

—El Jardín Celestial está vacío, señora Batu. Ya podéis entrar.

—El ministro sabrá de vuestra vigilancia —respondió Wu con una reverencia.

Mientras Wu y los niños cruzaban la entrada, los guardias se pusieron en posición de firmes y se escucharon dos series de taconazos separadas por una fracción de segundo. Dicha separación obedecía al hecho de que Wu tenía dos custodias diferentes con comandantes diferentes que nunca hacían nada juntos. Los diez soldados de azul provenían del ministerio de la Guerra. El enemigo de su marido, Kwan Chan Sen, los había enviado para vigilarla a todas horas. Los diez guardias de verde eran del ministerio de Seguridad del Estado. Como un favor a Ju-Hay, Ting Mei Wan se los había asignado a Wu. La esposa del general tenía la impresión de que la tarea de los guardias de Ting era protegerlos, a ella y a los niños, de los hombres de Kwan.

Ninguno de los dos grupos le daba seguridad. Habría preferido tener una compañía de soldados de su marido o de su padre, pero el gran jefe de protocolo había dejado bien claro que no permitiría la presencia de esas tropas en el palacio. Wu vivía con la impresión de que la seguridad de sus hijos y de ella misma dependía exclusivamente de sus propios recursos.

En cuanto cruzó la entrada, soltó las manos de sus hijos, y los dos corrieron hacia el lado noroeste del jardín. En su camino se lanzaron rodando por una colina artificial y chapotearon por un arroyuelo. Wu estuvo a punto de advertirles que no se ensuciaran las ropas, pero los dejó hacer. Con todas las exigencias que soportaban de Shou Lung, el emperador podía darle a sus hijos samfu nuevos si era necesario.

En la penumbra del atardecer, Wu casi podía olvidarse de que estaba encerrada en el palacio. En el centro del jardín había un estanque en el que flotaba un sampán en miniatura con capacidad suficiente para llevar a dos personas. Aunque el estanque era tan pequeño que se lo podía rodear con menos de cien pasos, un puente de mármol lo cruzaba por el centro.

Más allá del estanque, los jardineros de la Virtuosa Consorte habían transformado el terreno en una serie de colinas sinuosas, con arroyos artificiales y acantilados minúsculos. A lo largo de los muros, los árboles y los setos eran tan espesos que ocultaban completamente las piedras, con lo cual el jardín tenía el aspecto de ser un prado en mitad de un bosque. Los dos sauces llorones completaban el pequeño parque: se alzaban por encima de la muralla y sus largas ramas se curvaban sobre ella.

Ji y Yo se detuvieron junto al sauce más cercano a la pared oeste. Ji tiró del brazo de su hermana y corrió alrededor del tronco. Yo lo siguió y comenzaron a jugar al corre-que-te-pillo, entre las ramas que llegaban casi hasta el suelo. Los niños reían a carcajadas y se llamaban a gritos. Wu los dejó gritar. En el Jardín Celestial podían gritar hasta desgañitarse, porque nadie podía oírlos más allá de los muros.

De pronto, los niños dejaron de correr y espiaron entre las ramas.

—¿Qué habéis visto? —les preguntó Wu, mientras se dirigía hacia ellos—. ¿Es un búho?

Ji observó el árbol pensativo y después sacudió la cabeza.

—Es demasiado grande —contestó.

—Veamos qué es —dijo Wu, cruzando el arroyuelo—. Sin duda, será…

Se oyó el ruido de una rama al quebrarse, y a continuación se sacudió una rama.

—¡Es un hombre! —chilló Yo, que señaló hacia la copa.

—¡Niños, apartaos! —gritó Wu, que echó a correr.

El tono brusco en la voz de la madre inmovilizó a los niños. La miraron asustados y entonces se echaron a llorar.

Wu llegó junto al sauce un segundo después. Sin hacer caso de las lágrimas de los niños, los empujó detrás de ella y adoptó la postura de la grulla dorada, con los brazos levantados por encima de su cabeza en una posición defensiva.

Wu vio la silueta de un hombre tendido en una rama que intentaba ocultarse en las sombras. Parecía alto y delgado, pero no podía distinguir nada más. La figura vestía un samfu negro y un pañuelo negro le cubría el rostro.

Solo se le ocurrió una razón para que estuviera en el jardín: esperaba para asesinarla a ella o a la Virtuosa Consorte. En cualquier caso, decidió Wu, lo mejor era no dejarlo escapar. Además, si capturaba a un asesino, podría acallar algunos de los rumores en contra de su marido. Con su tono más imperioso se dirigió a su hijo.

—¡Ji, deja de llorar y escúchame! —El niño dejó de llorar en el acto—. Esto es muy importante —añadió, sin apartar la mirada del hombre en el árbol. Él escucharía sus palabras, pero no podía evitarlo—. Llévate a tu hermana y busca a los guardias. Diles que se den prisa porque tu madre está en peligro. ¿Me has entendido?

—Sí, madre.

—¡Vamos, en marcha! ¡Corre como el viento!

Ji cogió la mano de su hermana, y ambos echaron a correr hacia la puerta, en tanto Wu vigilaba la silueta.

Mientras los niños cruzaban el arroyo, la sombra miró en su dirección y se deslizó por la rama hacia la pared oeste. Wu comprendió que no se trataba de un vagabundo, porque el primer instinto de un asesino habría sido el de matar, no de huir. La figura se había encaramado al sauce para escalar el muro en secreto. Solo podía tratarse de un espía tuigano.

En cuanto lo pensó, dio un salto y se sujetó a una de las ramas bajas del sauce. Después de la captura del primer espía, la ministra de Seguridad del Estado había adoptado medidas de seguridad muy estrictas para impedir que más espías entraran en el palacio de verano o lo abandonaran. Se había doblado la guardia en la muralla exterior, e incluso los mandarines debían pasar la revisión tanto a la entrada como a la salida.

Wu sospechó que el espía debía tener un mensaje muy importante para los bárbaros si estaba dispuesto a arriesgarse a pasar entre tantos guardias. Personalmente consideraba que la información solo podía significar más riesgo para Batu. Tenía que capturar al espía.

Sin perder un segundo, Wu trepó a la rama y pasó a la siguiente. Cuando llegó a la quinta rama, su mano tocó un rollo de soga negra que el agente enemigo seguramente pensaba utilizar para su descenso al otro lado. También percibió una fragancia débil que no pudo identificar pero que había olido muchas veces.

El espía ya había recorrido la mitad del camino aunque se movía con mucha precaución. Wu lanzó la soga al suelo y siguió a la silueta. No se molestó en gritar o darle el alto porque era inútil. Wu alcanzó la rama donde estaba el enemigo, confiada en que su entrenamiento de kung, le garantizaría el equilibrio y la fuerza. Un segundo después le dio alcance. En aquel momento oyó una voz que gritaba desde la puerta.

—¡Alto! —ordenó alguien—. ¡En nombre del emperador, no deis un paso más!

Wu miró en dirección a la voz, y el espía aprovechó para lanzar un puntapié contra su cabeza. La mujer lo esquivó con facilidad y paró el pie, pero de pronto vio que caía.

Aterrizó de cabeza y rodó hacia adelante para absorber el impacto. De todas maneras, la caída era muy larga, y el choque la dejó sin aliento y tendida de espaldas en el suelo con los ojos en blanco.

Cuando recuperó la visión, uno de los guardias de Kwan estaba a su lado con la punta de su chiang-chun apuntada a su garganta. El sargento de coraza azul se aproximó, con el rollo de soga en una mano.

—¿En qué momento habéis introducido esto? —preguntó.

Wu quiso protestar, pero aún no había recuperado el aliento y su voz sonó como un gemido ronco. El sargento dejó caer la soga sobre el cuerpo de Wu.

—¿Qué clase de madre abandona a sus hijos para unirse a su marido traidor?

—¿Cómo os atrevéis? —exclamó Wu con la primera bocanada de aire. Señaló hacia el muro oeste—. El espía se escapa. ¡Perseguidlo!

—El único espía que veo está aquí —replicó el soldado, sin molestarse en apartar la mirada.

Entonces apareció el sargento enviado por la ministra Ting, con Yo en los brazos. En el rostro de la niña se veían las huellas del llanto pero ahora el miedo le impedía llorar.

—¡No podéis hablar en serio! —le reprocho el oficial de coraza verde—. ¡Esta mujer no es una espía!

El sargento de azul, uno de los hombres de Kwan, le plantó cara a su colega.

—Supongo que eso lo decidirá el ministro Kwan —afirmó. No ordenó al soldado que apartara la pica de la garganta de Wu, y la mujer del general comprendió que solo la presencia de los guardias de Ting había impedido que la ejecutaran en el acto.