4
El jardín de Ju-Hay
Ju-Hay notó que su sirviente le cubría los hombros con un abrigo de lana, y comprendió que había concluido el tiempo de la meditación. Libre de su voluntad o control, su mente se había retirado de aquella zona calma y tenebrosa, dentro de sus propias profundidades.
Melancólico como siempre ante la necesidad de dejar el mundo intangible, el ministro abrió los ojos. El sol estaba a punto de ocultarse detrás de las murallas occidentales del palacio de verano, y se vio bañado en la luz rosada del atardecer.
—¿Ha sido tan largo, Shei Ni? —preguntó Ju-Hay.
—Sí, ministro —contestó el sirviente.
Ju-Hay se sorprendió, pero sin alarmarse. Se encontraba en el mirador de su jardín que daba al estanque con peces de colores, sentado con las piernas cruzadas en la posición de la flor de loto. Cada día, el ministro acudía allí para despejar la cabeza y poner en orden sus pensamientos. A la vista de lo ocurrido en el mandarinato, no tenía nada de raro que la sesión de hoy se hubiera prolongado más de lo habitual.
Delante de él, sobre una mesa lacada blanca, tenía la jarra con los palillos del I Chin, junto con una copia manuscrita del Libro del Cambio. Cuando se echaban los palillos sobre la mesa, se podía predecir el futuro comparando las figuras formadas por los palillos con los diagramas del libro. Aunque el ministro no lo divulgaba entre sus colegas, era una gran creyente del I Ching. Los palillos de palisandro y la jarra de jade tallado eran dos de sus posesiones más apreciadas.
—La ministra Ting aguarda desde el mediodía para veros —dijo el sirviente después de una pausa respetuosa—. La hubiera anunciado antes, pero no ha querido interrumpir vuestra meditación.
Ju-Hay sintió un nudo en el estómago. Todavía lo irritaba la sugerencia de Ting respecto a que la causa de la invasión tuigana estaba dentro del mandarinato. Era cierto que, después de su humillante estallido, ella había cambiado con mucha habilidad el énfasis de la sugerencia. Aun así, hubiera deseado que el tema no se hiciera público. Ju-Hay se preguntó si el episodio había sido solo una coincidencia desagradable, o si Ting sabía de antemano que lo molestaría. Por ahora, la respuesta no era importante. El ministro seguía enfadado con ella.
—¿Cuál es el asunto que la trae aquí? —preguntó. Shei Ni estaba tan acostumbrado a la presencia de Ting Mei Wan que podía saber el motivo de la visita por los modales y el vestido.
—Creo que es personal —contestó Shei Ni.
—Entonces dile que se vaya.
—Así se hará. —Shei Ni hizo una reverencia y se marchó a la casa.
Ju-Hay se puso de pie y caminó por el pavimento de mármol que rodeaba el estanque. Le disgustaba ver que seguía enfadado con Ting, y esperaba serenar sus emociones con un paseo por el jardín. El parque en miniatura era su paraíso privado, e iba allí para escapar al régimen estricto y el pensamiento lógico de su vida pública.
Ju-Hay había puesto gran empeño en evocar el espíritu de la naturaleza en esta modesta parcela. La tierra se veía modelada en colinas y valles pequeños, y cualquier cosa que se aproximara a la línea recta se había evitado a conciencia. El ministro había utilizado la influencia de su cargo para llenar el jardín con especies exóticas provenientes de los confines más lejanos del imperio: camelias, nan.inas de bayas rojas también conocidas con el nombre de bambú celestial, e incluso un alerce dorado.
Nada deseaba más que agrandar el jardín, pero era imposible. En realidad el palacio de verano era una ciudad en miniatura, con centenares de casas ocupadas por burócratas que soñaban con los altos cargos. Para conseguir los dos mil metros cuadrados de que disponía ahora, el mandarín había tenido que solicitar la intervención del emperador.
Mientras Ju-Hay contemplaba una de sus más recientes adquisiciones, una peonia de flores verdes, regresó el sirviente.
—Perdón, señor. La señora Ting os ruega que reconsideréis vuestra decisión. Dice que ha esperado muchas horas para poder disculparse de lo ocurrido hoy en el mandarinato.
—¿Disculparse? —repitió Ju-Hay. Se preguntó cuáles serían las verdaderas intenciones. Si esperaba desde que el emperador había despedido a los mandarines, entonces debía de ser algo muy importante. Decidió que bien valía controlar el enojo a cambio de satisfacer su curiosidad—. Muy bien —asintió—. Dile que puede reunirse aquí conmigo.
Shei Ni hizo una reverencia y entró en la casa.
En los últimos seis meses, Ting había desarrollado un irritante apetito de poder. En más de una ocasión, su hambre había dado origen a episodios vergonzosos como el de hoy. Ju-Hay le había comentado sus preocupaciones, pero siempre sin éxito. Comenzaba a temer que quizá fuera necesario arreglar su retiro del mandarinato.
La perspectiva desagradó al ministro, porque sentía verdadero aprecio por la mujer. Ting había llamado la atención de Ju-Hay hacía ya más de quince años, cuando consiguió la nota máxima en los exámenes de selección de los burócratas imperiales. Convencido de que había hecho trampas, la llamó a la Ciudad Prohibida y la interrogó personalmente. A mitad de la prueba, la muchacha ya lo había convencido de que se había ganado honradamente la nota máxima.
Durante la entrevista, Ju-Hay había visto en la joven los valores de un mandarín en ciernes. Poseía una mente aguda, una personalidad dinámica y una ambición despiadada. Después, había hecho investigar sus antecedentes. Aunque había tenido la mala suerte de nacer en la familia de un comerciante de arroz deshonesto, la investigación no reveló nada que sugiriera algún impedimento para ser una valiosa servidora pública. A partir de aquel momento, Ju-Hay se tomó un interés personal por su carrera. Tal como había supuesto, la mujer demostró estar muy bien dotada para realizar cualquier tarea que le asignaran.
Dos años atrás, había surgido la posibilidad de colocar un aliado en el cargo de ministro de Seguridad del Estado. Naturalmente, la primera elección de Ju-Hay había sido la hermosa joven que había preparado durante trece años. Aunque el ministro había esperado que su protegida estuviera a la altura de las circunstancias, incluso él se había sorprendido ante la eficacia con que realizaba sus tareas, necesariamente despiadadas. En los rangos superiores de la burocracia se comentaba que revelar la más pequeña debilidad a la «Tigresa» podía resultar fatal.
El pensamiento de mantener ocultas las debilidades recordó a Ju-Hay los palillos del I Chin que había dejado sobre la mesa. Volvió al pabellón y acababa de recoger la jarra cuando Ting salió de la casa.
—Ministro —dijo la joven, que se detuvo en la glorieta con forma de abanico que daba entrada al jardín.
La escultural mandarina vestía un cheosong rojo sin adornos que la cubría del cuello a los tobillos. El vestido estaba hecho de gasa de seda, que realzaba sus voluptuosos encantos. En la mano sostenía un tiesto pequeño con una planta desconocida del todo para Ju-Hay. Excepto por su flor negra, la planta parecía un loto pequeño que crecía en la tierra en lugar del agua. Ting miró al suelo y extendió las manos con el tiesto, mientras hacía una reverencia hasta donde le permitía el vestido.
Ju-Hay dejó la jarra, se acercó a Ting y aceptó el regalo.
—Es tan hermosa como tú, querida mía —afirmó. Su enfado desapareció ante la belleza de la planta. Después de observarla durante unos momentos, preguntó—: ¿Qué es?
—La flor del barranco. Proviene del montañoso reino de Ra-Khati —contestó Ting—. Es un regalo especial que tenía reservado. Pensé que serviría para expresar mi pena por haberte ofendido.
Shei Ni apareció al frente de una pequeña procesión de sirvientes. Cargados con una tetera, tazas y dos sillas se detuvieron en la glorieta y esperaron detrás de Ting.
—Como siempre, debo felicitarte por el conocimiento que tienes de tu presa —dijo Ju-Hay con una reverencia. Pero la constatación de cuánto lo conocía Ting despertó su inquietud. Una planta exótica era el único regalo que podía serenarlo con tanta facilidad—. Estás perdonada, querida. Pasa al mirador, y hablaremos.
—Gracias, ministro. —Ting sonrió y siguió a Ju-Hay hasta el pequeño edificio abierto junto al borde del estanque de los peces de colores. Mientras los sirvientes colocaban las sillas y servían el té, Ting cogió la jarra que Ju-Hay había dejado sobre la mesa blanca—. ¿I Ching? —preguntó, curiosa.
—Una tontería con la que a veces me entretengo —replicó el ministro con una indiferencia fingida sin mirar la jarra.
Con una sonrisa picara, Ting tumbó la jarra y desparramó los palillos sobre la mesa.
—Explícame lo que dicen.
Ju-Hay confió el regalo de Ting a Shei Ni para que lo guardara. Cuando miró el dibujo formado por los palios, esbozó una sonrisa divertida. No necesitaba de la magia para interpretar los trigramas.
—El dibujo del mar —contestó—. Tú siempre cambias y eres imprevisible. Esto te convierte en una enemiga poderosa y en una amiga peligrosa.
Shei Ni y los sirvientes acabaron su trabajo, hicieron una reverencia y salieron del jardín, discretamente.
Ting observó los palillos; después dirigió una mirada coqueta a Ju-Hay.
—¿Las figuras no mencionan el amor?
—Al menos yo no lo sé ver —repuso Ju-Hay con una risita.
—Quizá tendrías que mirar otra vez —sugirió Ting, acercándose.
Ju-Hay retrocedió y se sentó en el lado este de la mesa. Después de beber un buen trago de té, Ju-Hay dijo:
—Sin duda no has esperado toda la tarde solo para desplegar tu seducción ante un hombre que envejece…
La hermosa mandarina suspiró con un desconsuelo exagerado. Era un juego muy viejo entre ambos. Durante quince años, Ting se había ofrecido a Ju-Hay, y durante quince años el ministro de Estado había eludido diestramente cualquier relación amorosa
—He esperado mucho más que una tarde —afirmó Ting, ocupando su asiento al otro lado de la mesa—. Pero tienes razón: no tengo muchas esperanzas de que precisamente hoy recuperes tus sentidos. He venido a disculparme del error de esta mañana
Ju-Hay asintió, pero permaneció en silencio. Ahora que hablaban de política, su mente volvió a un proceso de pensamiento lógico y crítico. Confió en que su silencio obligaría a Ting a revelar el motivo verdadero de la visita. Ting se acercó la taza a los labios, bebió un sorbo y reanudó la conversación
—Desde luego, todavía no sé cuál fue mi error.
Ju-Hay sonrió, aliviado porque la Tigresa no había descubierto su punto vulnerable. Después de una breve pausa, respondió a la pregunta que Ting había insinuado.
—Tendría que ser obvio.
—No lo es —repuso Ting con el entrecejo fruncido.
—Solo un lobo tonto gruñe a su amo —dijo Ju-Hay—. Al sugerir que alguien dentro del mandarinato provocó la invasión de los bárbaros, te has buscado un montón de enemigos poderosos.
—Es verdad —reconoció Ting—. Pero, si provoqué tu enojo —añadió, entornando los párpados—, es que interpretaste mi error como una amenaza personal.
—Me desilusionas, querida —declaró Ju-Hay, que sonrió a su discípula con todo el aprecio que fue capaz de demostrar—. ¿No te das cuenta del afecto que te tengo?
Ting le dirigió una sonrisa vana, pero después suavizó la mirada y pasó una uña pintada por el borde de su taza de té.
—¿Por qué nunca lo demuestras? —preguntó.
—Lo hago —contestó el ministro—. He seguido toda tu carrera con mucha atención.
—¿Con qué fin? —inquirió la hermosa mandarina, que se irguió en la silla como impulsada por un resorte—. ¿Qué has conseguido ayudándome?
La dulce expresión de su rostro había sido reemplazada por otra tan dura como la piedra, y Ju-Hay comprendió que se lo preguntaba con el corazón.
—Lo que he conseguido —respondió— es un administrador capaz que sirve bien al imperio. Es la única recompensa que espero, o que haya pedido.
Ting lo miró incrédula. Como a tantos otros servidores del estado, los años pasados en la burocracia imperial le habían hecho ver tanta corrupción e incompetencia mal intencionada que descartó automáticamente la declaración. Sin embargo, la respuesta de Ju-Hay era sincera, aunque nunca convencería a la mujer.
—Quizá dices la verdad —manifestó la Tigresa, que desvió la mirada para mostrarle a Ju-Hay que no le creía—. Aun así, jamás te avergonzarías delante del emperador por ayudarme, ni por ayudar a ningún otro. Y, a la vista de que alguien le dio la información al espía que capturaron los guardias, esto casi te hace aparecer como un traidor.
La única razón por la que Ju-Hay no perdió los estribos fue que él ya lo había pensado. Su estallido había llegado en un mal momento. Tomado fuera de contexto, parecía como si el ministro hubiera intentado ocultar alguna cosa. Cuando consideró la evidencia del espía y el mapa, ni siquiera Ju-Hay podía negar que su comportamiento había despertado una sombra de sospecha.
Durante unos momentos, Ting observó a su mentor con una mirada inquisidora. Finalmente, abrió la boca asombrada y le apuntó con un dedo acusador.
—¡Ya lo tengo! ¡Tú eres el espía!
—No seas ridícula —dijo Ju-Hay, muy tranquilo. De haber creído que lo decía en serio, habría gritado, pero el ministro estaba seguro de que Ting fingía. La acusación había sido tan teatral y repentina que parecía ensayada. Además, si Ting lo consideraba un espía, nunca se habría atrevido a acusarlo mientras estaba sola y en el interior de su casa. Tal como Ju-Hay esperaba, a la acusación de la Tigresa siguió una exigencia.
—Si no eres el espía, ¿a qué vino el estallido? ¿Qué ocultas?
—No oculto nada —mintió Ju-Hay.
—¿Cómo puedo creerte? —exclamó Ting furiosa—. Las pruebas… —Se interrumpió en mitad de la frase y miró hacia el jardín. Un segundo después, se puso de pie, hizo una reverencia y exclamó—: Perdón, ministro. Me había olvidado de dónde estoy. Quizá lo más razonable sea irme.
Su voz temblaba con un miedo que Ju-Hay sabía que era mentira. Si Ting hubiera tenido miedo de verdad, se habría mostrado enojada y peligrosa, nunca tímida y suplicante.
—Sí, quizá debas irte —asintió el ministro de Estado. Se sirvió un poco más de té y no se molestó en levantarse—. Si tienes las pruebas, llévaselas directamente al emperador.
Ting vaciló, y su lisa frente se llenó de arrugas como muestra de su confusión. Por fin, se decidió a hablar.
—Pero no puedo —afirmó—. Te debo…
—Si crees que soy un traidor —la interrumpió Ju-Hay—, no me debes nada. Tu deber es presentar las pruebas al emperador.
—No creo que seas un traidor: nunca lo he creído —manifestó Ting con un suspiro de cansancio, volviendo a sentarse—. Pero soy la ministra de Seguridad del Estado.
—Lo comprendo, querida —dijo Ju-Hay, con toda sinceridad—. No esperaba menos de ti.
La mujer volvió a suspirar y se giró en la silla para mirar el estanque de peces de colores.
—El emperador y los demás mandarines ya hacen comentarios sobre tu sospechoso comportamiento. ¿Qué les voy a decir? ¿Qué tomamos el té y que me has dado tu palabra de que eres fiel a Shou Lung?
—No —admitió Ju-Hay—. No puede ser.
—No te puedo ayudar a menos que sepa lo que ocultas —dijo Ting con una mirada suplicante.
—No oculto nada —respondió el ministro. No le costaba nada mentir, incluso a los amigos. Lo hacía cada día como una parte normal de sus obligaciones—. Te doy mi palabra.
—Magnífico —exclamó Ting, que desvió la mirada—. Esta noche dormiré como un dragón. —Durante casi un minuto, la mujer contempló el estanque donde los peces de colores nadaban lentamente en círculos. Después volvió a mirar a Ju-Hay—. Si tú no eres el espía, ¿quién es?
—No lo sé —contestó Ju-Hay, que sacudió la cabeza apenado—. Pero, si hay que salvar mi honor, esa es la pregunta a la que debes buscar respuesta.
—Necesito ayuda —dijo Ting.
—Quizá podrías comparar las caligrafías —sugirió Ju-Hay. Levantó su taza de té y miró la mesa mientras bebía, como si el tema no tuviera mayor importancia.
—Lo había pensado —replicó Ting—, pero solo hay dibujos y números en el mapa. Los puede haber dibujado cualquiera.
Shei Ni apareció en el jardín y caminó con paso rápido hacia el mirador. Parecía muy agitado, así que Ju-Hay no esperó la reverencia de rigor.
—¿Qué ocurre, Shei Ni?
—El ministro Kwan —contestó el criado—. Insiste en veros inmediatamente. Le dije que estabais ocupado, pero…
—Si voy a ser tu defensor en el mandarinato —manifestó Ting, que interrumpió a Ni al tiempo que se ponía de pie—, sería mejor que no nos vieran departiendo en tu jardín.
Ju-Hay asintió, complacido por la sugerencia de Ting. No tenía ningún interés en que la mujer escuchara la conversación entre él y el ministro de Guerra.
—Shei Ni te acompañará a la puerta. —Vio que el criado sacudía la cabeza.
—El ministro Kwan ya se encuentra en la casa —informó Shei Ni—. Los guardias intentan demorarlo, pero tienen miedo de maltratar a un mandarín.
—Supongo que escalar el muro del jardín está fuera de lugar —comentó Ju-Hay, con la mirada puesta en el ajustado cheosong de Ting. La mujer asintió con vigor—. Muy bien —añadió el ministro. Señaló un seto en el lado opuesto del estanque. Estaba lo bastante cerca como para que Ting pudiera escuchar lo que se decía, pero Ju-Hay confiaba en desviar la conversación del tema que quería mantener secreto—. Ocúltate detrás del seto. Yo me encargaré de resolver este asunto lo más rápido posible.
En el momento en que Shei Ni acababa de ayudar a Ting a ocultarse, dos de los guardias de Ju-Hay aparecieron en la glorieta. Cada uno iba armado con una chiang-chun reluciente, pero retrocedían ante los desaforados gritos de Kwan Chan Sen. Al tiempo que retrocedían, los guardias mantenían cruzadas las alabardas delante del anciano e intentaban explicarle cortésmente que todavía no lo habían anunciado.
—¡Ministro Kwan! —exclamó Ju-Hay, que se apresuró a llenar la taza de té que había usado Ting—. ¿Queréis tomar una taza de té?
Los guardias bajaron las armas y se apartaron. El viejo mandarín entró en el pabellón con un paso tan rápido que Ju-Hay temió que se cayera al suelo y se hiciera daño.
—¡Todo esto es culpa vuestra! —barbotó el anciano, que se dejó caer con todo el peso en una silla.
—¿Qué? —preguntó Ju-Hay, llenando su taza.
—Batu Min Ho —contestó Kwan—. ¡Mis informantes me han dicho que el emperador lo ascenderá a general de la Marca Norteña!
—Qué desgracia —dijo Ju-Hay, con una comprensión fingida.
—El emperador no me ha consultado. ¡No ha consultado a nadie! —protestó el viejo.
Kwan Chan no lo sabía, pero su afirmación era errónea. Después de enterarse del ingenio demostrado por el joven general para salvar a dos mil peng, Ju-Hay había investigado los antecedentes de Batu.
Los informes lo habían impresionado. Desde que Batu había asumido el mando del ejército de Chukei, la pequeña fuerza había acabado o puesto en fuga a más de un millar de bandas de bárbaros, sin sufrir más que unas pocas bajas. Batu había conseguido incluso recuperar una zona de tierras fértiles en la frontera norte ocupada por una tribu salvaje. Cuando el suegro del general reveló la ascendencia bárbara de Batu a su llegada al palacio de verano, Ju-Hay sugirió que el joven general podía ser una buena elección para dirigir la guerra contra los tuiganos. Desde luego, Ju-Hay no quería decírselo a Kwan porque siempre intentaba no hacerse enemigos innecesarios.
—Es la voluntad del emperador —dijo Ju-Hay, después de dejar que el anciano se desahogara—. No podemos hacer otra cosa que aceptar su decisión.
—Debemos conseguir que el Divino Señor cambie de opinión —declaró Kwan con una mirada furiosa—. De lo contrario, ese advenedizo de Chukei acabará sentado en mi silla en el Salón de la Suprema Armonía —Kwan hizo una pausa y sacudió la cabeza apenado—. ¿Os lo imagináis? ¡Un bárbaro en el mandarinato!
—Por favor, ministro —protestó Ju-Hay, que miró al viejo mandarín con el entrecejo fruncido—. Batu está lejos de ser un bárbaro…
—¿Cómo lo sabéis? —replicó Kwan con calma a pesar de su enojo—. He visto al enemigo de cerca. ¡Él tiene el rostro de los bárbaros, huele como ellos y piensa como ellos!
—Quizás ese es el motivo por el que el emperador lo escogió para dirigir la guerra —opinó Ju-Hay—. Después de todo, para cazar a un leopardo, hay que pensar como…
—No hablamos de cazar leopardos —lo interrumpió Kwan, tajante—. Hablamos del mandarinato, de mi asiento en el mandarinato. —Kwan hizo una pausa y miró a Ju-Hay con sus lechosos ojos—. Sois el primer gran canciller de la izquierda —observó el anciano—. Utilizad vuestra influencia con el emperador para quitar de en medio a este Batu Min Ho.
Ju-Hay fue incapaz de adivinar en el rostro cubierto de arrugas del viejo mandarín si sus palabras eran un ruego o una amenaza.
—Lo intentaré —mintió Ju-Hay.
—No lo intentéis: hacedlo —lo apremió Kwan después de observar a su anfitrión durante un buen rato—. Afirmasteis que debíamos aplastar al enemigo sin pérdida de tiempo, antes de que el emperador comenzara a preocuparse de los bárbaros. Lo intenté, maldita sea. Soy un anciano, demasiado viejo para galopar por el imperio haciendo la guerra, pero lo intenté. —Kwan hizo una pausa y señaló con un dedo retorcido el rostro de Ju-Hay—. Es vuestro turno. Tenéis de plazo hasta mañana por la noche para que Batu Min Ho se vaya. O se va, o le diré al emperador por qué los bárbaros atacaron Shou Lung.
Ju-Hay hizo rechinar los dientes, furioso por la amenaza. También estaba furioso consigo mismo por subestimar la perspicacia del viejo. Con Kwan, no servían las mentiras. El ministro de Estado sabía que tendría que recurrir a las amenazas, aunque a costa de correr el riesgo de que Ting se enterara de todo el sórdido asunto que había dado origen a la guerra. Ahora era demasiado tarde para lamentarse.
—No voy a permitir que apartéis a Batu Min Ho —declaró Ju-Hay.
Los ojos de Kwan amenazaron con salirse de las órbitas. El viejo descargó un puñetazo sobre la mesa con tanta fuerza que se volcaron las tazas de té.
—¡Entonces estáis acabado! —gritó.
—No —respondió Ju-Hay. Acomodó las tazas y añadió más tranquilo—: No, no lo estoy. ¿Qué vais a decirle al emperador? ¿Qué inicié la guerra? ¿No creéis que querrá saber quién envió al asesino?
—¡Se hizo a petición vuestra! —señaló Kwan.
—¿Creéis que le importará? —preguntó Ju-Hay, que hizo un gran esfuerzo por mantener la voz controlada—. Comenzamos esta guerra juntos. Es una pena que no podamos acabarla. Pero, si no podemos, debemos encontrar a alguien que lo haga. —Ju-Hay llenó su taza de té y se disponía a llenar la de Kwan, cuando el té se acabó—. Nos mantendremos unidos y dejaremos que este Batu Min Ho mate a los bárbaros. Después que gane la guerra, si es que la gana, le daremos la bienvenida al mandarinato. Sin ninguna duda, se habrá ganado el puesto. —El ministro de Estado bebió un trago de té—. Hasta que llegue ese momento, en lugar de convertirnos en dos burócratas corruptos e incompetentes ejecutados por crímenes contra el Estado, seremos mandarines del imperio shou. ¿Qué puede ser más justo que esto?
El rostro de Kwan pasó del color rojo al morado oscuro. Empezó a jadear. Por un momento, Ju-Hay pensó que el viejo tendría la gentileza de morirse de un ataque de rabia. Sin embargo, al cabo de un rato, el viejo mandarín recuperó el color normal y se puso de pie.
—Esto no se ha acabado, Ju-Hay —exclamó Kwan—. No me tomo a la ligera la traición.
—Mientras no os toméis a la ligera el sobrevivir —repuso el ministro de Estado—. Mis guardias os acompañarán hasta la puerta.
En cuanto se marchó el anciano, Ting volvió a la mesa y se sentó. Durante varios minutos, se limitó a observar a Ju-Hay con una expresión paciente sin decir nada. Por fin, Ju-Hay la miró.
—Será mejor que sea yo quien te lo diga —comenzó el ministro—. De todos modos, acabarás por averiguarlo, y me veré metido en un lío todavía mayor cuando el emperador quiera saber qué es lo que buscas.
—Debo saber lo que ocurre —asintió Ting, sin dejar de observar a su mentor con una mirada inescrutable.
Ju-Hay se frotó la frente con las palmas y después cruzó las manos sobre la mesa antes de comenzar su explicación.
—No es tan complicado —dijo—. Durante los últimos dos años, un bárbaro llamado Yamun Khahan se ha dedicado a reunir a las tribus nómadas. No hace mucho, comenzó a atacar nuestras caravanas, por lo que la recaudación de impuestos ha bajado sensiblemente. En varias ocasiones, le enviamos regalos, con la esperanza de ganarnos su favor. Cuando no dio resultado, el ministro Kwan y yo pedimos al emperador que enviara un ejército al oeste para acabar con las tribus salvajes. Pero el Hijo del Cielo se negó porque no quería aparecer como el agresor.
»Por fin, Kwan y yo trazamos un plan para acabar con el problema de una manera rápida y definitiva. Nos pusimos en contacto con la madrastra del kan, una mujer traidora llamada Bayalun. A cambio de su promesa de dejar en paz a nuestras caravanas, aceptamos ayudarla a usurpar el trono.
—¿No dirás que creísteis que mantendría su palabra? —exclamó la mujer enarcando la cejas.
—No —contestó Ju-Hay—, pero creíamos que, sin el liderazgo de Yamun Khahan, las tribus volverían a dispersarse y nos encontraríamos con la situación de siempre. En cualquier caso, enviamos a un asesino para ayudar a Bayalun. Por desgracia, Yamun descubrió el plan. En represalia, mandó a sus hordas contra nuestras fronteras. Me apena decirlo, pero creo que subestimamos su ingenio y su poder.
Ting cogió su taza de té vacía y la acercó a los labios con una expresión pensativa mientras consideraba la explicación de su mentor antes de hablar.
—¿De verdad crees que Batu Min Ho puede detener a los bárbaros? —inquirió al cabo de unos minutos.
—Estoy convencido de que, si se puede frenar a los tuiganos, Batu es el único hombre capaz de hacerlo —respondió el ministro sin eludir la mirada de Ting—. Sabe más de las tribus nómadas que cualquiera de nuestros generales supervivientes. Por lo que he visto de nuestros otros oficiales, él es el único con la astucia y el coraje necesarios para oponerse a Yamun Khahan.
—Una infortunada jugarreta del destino —opinó Ting, que dejó la taza sobre la mesa—. Es evidente que actuasteis pensando solo en los mejores intereses de Shou Lung.
—Entonces, ¿mantendrás mi secreto? —preguntó Ju-Hay, con un suspiro de alivio.
Antes de responder, Ting contempló sus uñas pintadas.
—A la vista de que existe un espía entre nosotros —dijo—, ¿no sería prudente poner una compañía de guardias a disposición del ministerio de Seguridad del Estado?
Ju-Hay cerró los ojos en un gesto de cansancio. Habría sido mucho esperar que la Tigresa lo ayudaría sin exigir algo a cambio.
—¿Para qué los necesitas? —quiso saber.
—Para mantener a los espías tuiganos fuera de Taitung y del palacio de verano —contestó Ting en el acto.
Ju-Hay abrió los ojos. Aunque no dudaba que la mujer asignaría a los guardias dichas tareas, también sospechaba que la compañía serviría para fortalecer sus sentimientos personales de grandeza.
—¿Cuántos? —preguntó sin mucho entusiasmo.
—Mil. No, mejor dos mil —respondió Ting—. No es mucho pedir.
El ministro sacudió la cabeza y se preparó para mirar con enfado a su pupila.
—Mil, y ni uno más. De ningún modo permitiré que alguien controle una fuerza igual a la guardia personal del emperador.
Ting sonrió para indicar que aceptaba la decisión del ministro.
—Roguemos —dijo— que el cielo bendiga los esfuerzos del general Batu.