8
Jazmín
Wu se prosternó, con la frente apoyada contra el suelo y los brazos extendidos. El diminuto charco de sudor que se había formado debajo de la frente le hacía sentir el mármol como algo frío y pegajoso. Le dolían las rodillas y tenía los hombros rígidos como los de una estatua. A su lado, Ji imitaba inquieto la reverencia de su madre, y su grácil cuerpo había adoptado la silueta de un huevo. Por su parte, Yo hacía rato que dormía sobre el suelo helado. Los guardias se habían apiadado de ella y la dejaron dormir.
La madre y sus hijos esperaban al emperador desde hacía más de dos horas. Después de dejar escapar al espía en el Jardín Celestial, los dos grupos de guardias habían discutido si Wu debía comparecer ante el ministro Kwan o la ministra Ting. Por fin, habían llegado a una solución de compromiso. Llevaron a Wu al Salón de la Suprema Armonía para que el emperador decidiera qué hacer con ella.
Por la noche, alumbrado solo con la luz de las antorchas, el Salón de la Suprema Armonía no parecía una maravilla de la arquitectura sino una gruta inmensa y peligrosa. El taconeo incesante de las botas resonaba en las tinieblas cercanas al techo, donde unos guardias invisibles hacían la ronda por los balcones en sombras. En algún lugar, cantaba un grillo solitario. Una brisa suave traía al salón el aroma de las flores de caqui.
Wu escuchó por fin que se abrían las puertas detrás de ella, y los pasos de alguien que cruzaba el salón. Otras dos personas siguieron a la primera, y los ecos de sus pasos sonaban con una cadencia firme. La esposa del general apretó la barbilla contra el pecho para poder espiar por debajo de las axilas. El ministro Kwan apareció ante su vista, seguido poco después por Ting Mei Wan. Ambos se dirigieron a sus sillas, y desaparecieron del estrecho campo de visión de Wu.
La tercera persona se detuvo a la derecha de la madre arrodillada. Ju-Hay Chou se agachó y despertó suavemente a Yo.
—Despierta, pequeña. Estás a punto de conocer al Hijo del Cielo —dijo—. ¿No quieres ofrecerle tus respetos?
Ante la mención del emperador, la niña se despertó del todo.
—¿El Divino Señor? —preguntó—. ¿El amo de mi padre?
—Sí —respondió Ju-Hay, que la ayudó cariñosamente a prosternarse—. El amo de todos.
El ministro apenas había acabado de hablar cuando Wu escuchó los pasos rápidos de varios hombres delante de ella. Habría sido una falta de respeto levantar la cabeza, pero Wu no necesitaba ver al emperador para saber que su comitiva había entrado en el salón. Ju-Hay se puso de pie y saludó al monarca con una reverencia. Se oyó el estrépito de las armas cuando la guardia se puso en posición de firmes. Para sorpresa de Wu, Ju-Hay permaneció junto a Yo.
—¿De qué se trata todo esto, ministro Chou? —preguntó el emperador en cuanto se sentó en el trono.
—No lo sé muy bien, Divino Señor —contestó Ju-Hay—. El ministro Kwan envió un mensajero a mi casa para comunicar que había capturado a un espía y solicitando una audiencia especial. Naturalmente, os envié aviso y le sugerí que nos encontráramos en el Salón de la Suprema Armonía. —Ju-Hay señaló con un gesto a Yo, Ji y Wu, y añadió con una voz de extrañeza exagerada—: Cuando llegamos, lo único que vi fue a esta mujer con sus dos hijos.
Wu suspiró aliviada para sus adentros. Al menos tenía un aliado entre los presentes.
—Son la esposa del general Batu y sus hijos —agregó Ju-Hay—. Es evidente que se trata de un error.
—¡Ministro Kwan! —llamó el emperador. Se oyó el roce de la túnica de seda cuando se volvió en su asiento.
—No es ningún error —afirmó el anciano—. Todos conocemos los informes sobre la deserción del general Batu…
—Rumores sin fundamento —lo interrumpió Ju-Hay—. Probablemente iniciados por algún rival celoso —señaló con toda intención.
—Ya lo veremos. —El emperador desvió la mirada de los dos ministros y se dirigió a Mei Wan—. Ministra Ting, ¿puede la Seguridad del Estado aclarar este asunto?
—Quizá —respondió la ministra, sin comprometerse—. Hemos investigado todos los rumores, de acuerdo con vuestras órdenes.
Wu estuvo a punto de gritar. La noticia de que el emperador había mandado investigar la lealtad de su marido era algo inaudito. Había dado por sentado la confianza del Hijo del Cielo en Batu, porque el emperador la había hecho objeto a ella y a sus hijos de todas las cortesías posibles. Wu se sintió furiosa, desilusionada y traicionada. Solo el hecho de estar de rodillas delante del emperador evitó que se levantara para ventilar su cólera.
—¿Y qué habéis descubierto, ministra? —preguntó el emperador.
—Muy poco —contestó Ting—. Aunque la desaparición del general Batu ha provocado las sospechas de mucha gente, nadie ha podido aportar ninguna prueba de deslealtad.
—¡Pruebas! —exclamó Kwan. Aunque Wu no podía verlo, imaginó que la señalaba con un dedo acusador—. La mujer de Batu abandonaba a sus hijos para unirse al traidor. ¿Es que hacen falta más pruebas?
—¡Mentiroso! —gritó Ji, que se levantó de un salto.
Detrás de Wu, los guardias soltaron una exclamación de asombro, pero la mujer sonrió ante la osadía de su hijo. Como nadie le había dado permiso para levantarse, no hizo nada por acallarlo.
—Ji —dijo Ju-Hay, con una mano sobre el hombro del niño—. Este es el Salón de la Suprema Armonía. No puedes decir esas cosas aquí.
El niño se libró de la mano del ministro sin hacer caso del reproche.
—¡Miente! ¡Nuestra madre no nos abandonaría!
—Comprendo que resulte difícil para ti, hijo mío —repuso Kwan con un falso tono de compasión—. No tienes que preocuparte. Shou Lung cuidará de vosotros, no importa lo que haya hecho tu madre.
—¡No ha hecho nada! —insistió Ji.
—No te corresponde a ti decirlo —replicó Kwan, enojado.
Sin dejarse amilanar por el tono amenazador del viejo, Ji no se dio por vencido.
—¡Usted ni siquiera estaba allí!
—¡Ya es suficiente! —chilló Kwan. El ruido de la seda de su túnica indicó que el ministro se levantaba—. ¡Llevaos al niño de aquí!
—No —ordenó el emperador—. El niño tiene razón. Dime qué sucedió en el Jardín de la Virtuosa Consorte.
Al sentir que el emperador en persona se dirigía a él, se apagó el fuego en el corazón de Ji. Tragó saliva, miró a su madre prosternada en busca de ayuda, y por fin miró al emperador.
—Vimos algo en el árbol —respondió, con la mirada baja y voz apagada
—¿Qué? —inquirió el emperador—. ¿Qué viste?
—Un hombre.
—¿Estás seguro? —lo interrogó el Hijo del Cielo—. ¿No podría haber sido otra cosa: un gato o un búho?
Ji frunció el entrecejo y miró a su hermana en busca de ayuda. Ella sacudió la cabeza con firmeza, y Ji se volvió hacia el Hijo del Cielo.
—No —afirmó—. Estamos seguros. Era un hombre.
—Quizás uno de los espías del general Batu, que vino en busca de su esposa —sugirió Kwan. Se oyó el roce de la seda contra los brazos de la silla cuando el viejo se sentó—. Si es que había alguien en el árbol.
—¿Qué insinuáis, ministro? —lo apremió el emperador.
—Nada que vos no hayáis pensado antes, Divino Señor —contestó el ministro, cortésmente—. Solo que Wu ha enseñado a sus hijos qué responder a las preguntas.
—Eso es algo que debo decidir yo —señaló el Hijo del Cielo. Una vez más, se dirigió a Ji—. ¿Y entonces qué paso?
—Corrimos a llamar a los guardias —respondió el niño, que señaló con un dedo a los soldados que tenía detrás—. Mamá subió al árbol.
—¿Por qué crees que lo hizo? —preguntó Kwan.
—¡Para atrapar al hombre! —afirmó Ji, asombrado por la ridícula pregunta del ministro.
—Wu no es una mujer corpulenta —le comentó Kwan al emperador—. ¿De verdad creéis que ella sola podría capturar a un espía?
Se produjo una pausa muy larga, y Wu comprendió que la pregunta de Kwan había causado efecto. Ting Mei Wan salió en ayuda de la mujer arrodillada.
—En honor a la verdad, Divino Señor —dijo la ministra—, la esposa del general Batu tiene fama de ser una experta en el arte del kung.
Kwan soltó un bufido, pero Wu respiró aliviada. Cuando los guardias del ministerio de Seguridad del Estado se habían presentado en la casa de Batu, Ju-Hay le había dicho a Wu que él controlaba a Ting. Al parecer, era cierto. Después de pensar un momento, el emperador se dirigió a Ju-Hay.
—Los niños deben de estar cansados. Quizá sea oportuno que vuelvan a su casa.
Ju-Hay llamó a dos guardias de la Seguridad del Estado, pero Ji dio un paso adelante con aire decidido.
—Quiero quedarme —declaró.
—Desde luego que sí —replicó el Hijo del Cielo, sin perder la paciencia—. Pero soy el emperador, y debes hacer lo que digo. ¿No es así?
Ji miró a su madre prosternada; después a Ju-Hay. El ministro asintió para indicar que el emperador decía la verdad. Con la cabeza gacha, el niño respondió que sí.
—Muy bien —añadió el emperador—. Coge a tu hermana y vete a casa con los soldados. Tu madre estará allí cuando despiertes por la mañana.
La promesa no tranquilizó a Wu. Por lo que había oído decir, el emperador muchas veces decía una cosa y hacía otra. Los guardias aparecieron en el campo de visión de Wu, y la mujer vio cómo cogían a los niños de la mano y se los llevaban. Ji y Yo miraron a su madre con pena. Wu deseó poder darles un beso y abrazarlos, pero no la habían autorizado a levantarse y no se atrevió a ofender al emperador. Tras la marcha de los niños, el emperador se dirigió a Wu.
—Por favor, señora Wu, levantaos.
Wu obedeció con cierta dificultad. Le dolía todo el cuerpo, poco acostumbrado al suplicio de permanecer arrodillada durante tantas horas.
—Os lo agradezco, Divino Señor —dijo Wu, con una reverencia.
—¿Qué ocurrió en el jardín de la Virtuosa Consorte? —le preguntó el emperador, con su enigmática mirada fija en el rostro de Wu.
—Fue tal como dijo Ji —contestó la esposa de Batu—. Él y Yo vieron una figura oscura. Trepé al sauce con la intención de capturar al intruso.
—Sois una mujer inteligente —intervino Kwan, que sacudió la cabeza como una muestra de su escepticismo—. Demasiado inteligente para hacer algo tan tonto.
—No lo consideré tonto —replicó Wu, que omitió adrede dirigirse al ministro con su título correcto—. Mi marido y mi padre están muy lejos combatiendo a los bárbaros, y todos sabemos que hay espías en el palacio de verano, espías que no desean otra cosa que ver destruidos los ejércitos del emperador, y a mí convertida en viuda y huérfana en poco tiempo. Al presentarse la oportunidad de capturar a uno de esos espías, pensé que sería una estupidez dejarlo escapar. ¿O no pensáis lo mismo?
—Es posible —repuso Kwan con la mirada puesta en el emperador—, si es verdad que vuestro esposo combate contra los bárbaros y no se ha unido a sus parientes lejanos.
Wu decidió no hacer caso a Kwan. Como enemigo político de su marido, al anciano le interesaba más desacreditar a Batu que atrapar al espía. Por lo tanto, volvió su atención al emperador.
—Divino Señor —dijo—, si bien es cierto que mi marido y su ejército han desaparecido, cualquiera que acuse a Batu Min Ho de traidor a Shou Lung miente.
—Sin duda podéis probar vuestras palabras —objetó Kwan, que se sentó en el filo de la silla con una mirada de amenaza.
—Puedo —aseguró Wu—, pero no lo haré mientras haya espías en el palacio de verano. No pondré en peligro a mi marido y al imperio por demostrarlo.
—Señora Wu, el general Batu goza de toda la confianza del ministro Ju-Hay, y también de la mía —intervino Ting Mei Wan—. Sin embargo, el ministro Kwan ha estado con vuestro marido en varias ocasiones, un privilegio que hemos tenido muy pocos de nosotros. Su opinión desfavorable tiene mucho peso en el palacio de verano. ¿No hay nada que podáis decirnos para probar la lealtad de vuestro esposo?
Wu vaciló. Quizá no había ningún riesgo en revelar que los ejércitos provinciales habían embarcado en la flota de juncos, pero dudó que la revelación sirviera para acallar los rumores de la corte. Sin conocer todo el plan de su marido, las mentes suspicaces darían por hecho que Batu se había fugado con su ejército en lugar de atacar. O, lo que era peor, alguien podía adivinar que remontaba el Sheng Ti para cortar el avance de los bárbaros. Wu tardó en contestar.
—No, no diré nada —manifestó por fin.
—Debéis decirnos algo —insistió Ju-Hay.
—No —dijo Wu, que sacudió la cabeza para reforzar la negativa.
—Sin duda protegéis a vuestro marido, ¿no es así? —contestó Kwan con una sonrisa malévola.
—Así es —le contestó Wu, con una mirada helada.
—Una razón admirable —comentó Kwan, que se volvió hacia el emperador con una mueca de burla—. ¿Se puede saber de quién lo protegéis?
—De vos —respondió Wu, furiosa—. Y del espía, si es que él y vos no sois la misma persona. —Tan pronto como lo dijo, Wu se reprochó a sí misma por haberse dejado llevar por la cólera. Su padre le había repetido hasta el cansancio que tales deslices solo demostraban falta de control y evidenciaban la debilidad del locutor.
Kwan enarcó las cejas en gesto de asombro y enfado. Ting y Ju-Hay fruncieron el entrecejo. Detrás de Wu, los guardias se prepararon para detenerla.
—Señora Wu —dijo el emperador, ceñudo—, no debéis decir esas cosas.
—Perdonadme, Divino Señor —se disculpó Wu, que apenas si consiguió disimular su cólera—. Pero ¿acaso el ministro Kwan no ha tratado a mi marido de traidor, a mí de madre descastada, y a mi hijo de mentiroso? Quizá sea inapropiado ofenderse por las palabras de un viejo, pero no se me puede culpar por defender el honor de mi familia.
—Por favor, Wu —intervino Ju-Hay, cogiéndola de un brazo—, recordad con quién habláis.
—Lo haré —repuso Wu, que inclinó la cabeza en respeto al emperador.
Durante unos segundos, el Hijo del Cielo contempló a Wu, atónito. Por fin, le habló con una voz controlada.
—Ya veo de dónde proviene la osadía de vuestro hijo, señora Wu. Tenéis suerte de que yo sea justo, porque no tomaré en cuenta vuestro estallido a la hora de decidir. —El emperador miró a Wu, después a Kwan y otra vez a Wu—. ¿Estáis segura de que vuestro marido derrotará a los bárbaros, señora Wu?
—Lo estoy —contestó Wu, que sostuvo la mirada del emperador.
—Bien —dijo el Hijo del Cielo, con tono severo—. Hasta que llegue ese momento, vos y vuestra familia permaneceréis confinados en vuestra casa.
—Wu escuchó la orden sin inmutarse. El emperador solo había confirmado lo que ella ya sabía: era el rehén que garantizaba la lealtad de su marido. Para sorpresa de Wu, el emperador se dirigió después a Kwan.
—Ministro Kwan, estoy seguro de que la señora Wu considera un insulto a la dignidad de su familia la presencia permanente de vuestros peng en su casa. Los retiraréis.
—¿Cómo garantizaremos…? —comenzó a decir Kwan, pasmado. El viejo se calló al ver que el Hijo del Cielo levantaba una mano.
—Los soldados de la ministra Ting cuidarán el hogar de Batu —declaró el emperador. Kwan frunció el entrecejo, pero no protestó. El Hijo del Cielo pasó su atención a Ting Mei Wan—. Quizá debierais dedicar vuestros esfuerzos a encontrar al hombre que Wu vio en el Jardín de la Virtuosa Consorte.
—Desde luego, Divino Señor —repuso Ting, que agachó la cabeza. La ministra miró a Wu—. Comenzaré de inmediato, si la señora Wu puede describirnos lo que vio.
—Con mucho gusto —dijo Wu, satisfecha del cambio de tema—. No vi gran cosa, solo a un hombre vestido con un samfu negro. Me pareció que pretendía ocultarse hasta el crepúsculo y saltar el muro por una de las ramas más altas. Cuando lo descubrí, volvió atrás y trepó a la pared interior del jardín.
—¿Por qué iba a tomarse el trabajo de escalar la muralla? ¿Qué le impedía salir por una de las puertas? —preguntó el ministro Kwan. No había rencor en su voz, pero Wu no dudaba que el anciano intentaba arrojar sombras sobre su relato.
—Es obvio que el venerable ministro no ha salido de palacio en los últimos tiempos —le respondió Ting, con una sonrisa de orgullo—. Mis guardias están apostados en todas las salidas. Tienen orden de revisar a todos los que entran en el palacio o salen de él incluidos los mandarines y yo misma. El espía debe de tener alguna cosa que lo comprometería si la encuentran en su poder. —Ting miró a Wu—. ¿Qué aspecto tenía el hombre?
—Llevaba el rostro cubierto con un pañuelo negro —contestó Wu, que cerró los ojos para recordar mejor todos los detalles—. Era muy delgado y pequeño, como si fuera una mujer en lugar de un hombre.
—¿Cómo sabéis que era un hombre? —inquirió el emperador.
Wu hizo una pausa. Recordó la fragancia que había olido al trepar al árbol. Le había resultado conocida, y ahora comprendía la razón: la había olido muchas veces durante las visitas a las esposas e hijas de los pares de su padre. Era el olor de las flores de jazmín. Las mujeres presumidas se frotaban el cuerpo con las hojas a modo de perfume.
—No sé si era un hombre —repuso Wu al cabo—. De hecho, ahora que mencionáis la posibilidad, es probable que el espía fuera una mujer.
Ting frunció el entrecejo y comenzó a decir algo, pero el emperador la interrumpió.
—¿Qué más nos podéis decir? —exigió—. Debéis recordarlo todo.
Junto con los dos sargentos al mando de los guardias que la custodiaban, Wu dedicó los veinte minutos siguientes a responder a las preguntas sobre el episodio en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Al final, resultó evidente que era inútil continuar con el interrogatorio. Los guardias no habían visto nada excepto a Wu que caía del árbol. Se mandó llamar al jefe de la armería imperial en el departamento de servicios del palacio y se le pidió que examinara la soga negra recogida en el lugar de los hechos. El burócrata respondió que cualquiera habría podido cogerla de la armería sin despertar sospechas. Wu no pudo añadir nada más a la descripción, más allá de decir que podía corresponder a una mujer.
Pero no dijo que el olor de jazmín la había convencido de que el espía era una mujer. Él hecho de oler una fragancia por unos segundos podía ser interpretado como una prueba de poco valor para una identificación, y no quería darle a Kwan la posibilidad de poner en duda su relato. Por fin, el emperador decidió dar por acabada la reunión.
—No podemos determinar la identidad del infiltrado por lo que hemos escuchado esta noche —declaró—. Sin embargo, con la ayuda del cielo, no tardaremos en atraparlo, sea hombre o mujer. Hasta entonces, evitaremos las rencillas políticas y concentraremos nuestros esfuerzos en encontrar al espía… —el emperador miró con severidad a Kwan; después se volvió hacia Wu— y a enseñar a nuestros hijos mejores modales de los que nuestros padres nos enseñaron a nosotros.
Dicho esto, el emperador se puso de pie y caminó hacia la oscuridad detrás del trono. Los sirvientes lo siguieron con las antorchas. Desaparecieron casi en el acto, en cuanto cruzaron la puerta secreta reservada para el monarca y sus cortesanos.
En cuanto el emperador salió del salón, el ministro Kwan miró a Wu con una expresión rencorosa. Al ver que ella no se intimidaba, se levantó y se dirigió con paso enérgico hacia la salida, escoltado por sus guardias.
El siguiente en marcharse fue Ju-Hay, que se volvió hacia Wu y la cogió de las manos.
—Sois una mujer muy afortunada, querida —dijo—. El castigo por hablar con tanta rudeza a Kwan habría sido mucho mayor si el emperador no tuviera a Batu en tanta estima.
—¿Estima? —exclamó Wu, indignada—. ¿Hacer que lo investigaran por traición es estimar?
—Cuando el peligro es tan grande —afirmó Ju-Hay—, el emperador no puede permitir que sus sentimientos personales interfieran con la precaución. Debe sospechar de todos y de todo.
—Os agradezco que intentéis consolarme —repuso Wu, que movió la cabeza apenada—, pero incluso yo puedo ver que los rumores han tenido su efecto en el Hijo del Cielo. —El ministro suspiró al oír estas palabras.
—Mientras yo tenga la más mínima influencia sobre el emperador —manifestó Ju-Hay—, no tenéis que preocuparos de la reputación de vuestro marido.
—Sois un amigo de verdad, ministro —dijo Wu, con una reverencia—. Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos…
—No me deis las gracias. Lo que hago, lo hago por el bien del imperio. Ting os llevará a vuestra casa. Os iré a visitar en cuanto pueda.
Ting Mei Wan soltó una carcajada en cuanto Ju-Hay salió del salón. Wu, que continuaba de pie en el centro de la sala, la miró extrañada hasta que, llevada por la curiosidad, le preguntó:
—¿Qué os parece tan divertido?
—Vos y vuestro hijo —contestó Ting, que controló la risa—. Nunca había escuchado a nadie hablarle a un mandarín de esa manera. ¡Pensé que tratabais de ahogar a Kwan en su propia cólera!
—No se me había ocurrido esa idea —comentó Wu, que deseó tener una mente tan astuta—. La recordaré si surge la oportunidad. —Hizo una pausa para abandonar el tema, y después saludó a Ting con una reverencia—. Os doy las gracias por vuestro apoyo, ministra.
Ting adoptó una expresión seria adecuada a las circunstancias, se puso de pie y le devolvió la reverencia.
—El ministro Chou ha hecho mucho por mí. Cuando pide apoyo, ofrecérselo es lo menos que puedo hacer. —La mujer se acercó a Wu—. Ahora, decidme cómo ha hecho Batu para desaparecer con cinco ejércitos provinciales. ¿Qué planea?
Wu olió el aroma de jazmín y recordó la advertencia de su padre de que no confiara en nadie. Decidió cambiar de tema.
—¿Cómo me las arreglaré para tener contentos a Ji y a Yo dentro de aquella casa tan pequeña?
Ting celebró con una risa la evasiva y cogió a la esposa de Batu del brazo.
—Sois muy precavida, ¿no es así? Mientras la ministra la llevaba hacia la salida, Wu inspiró con fuerza. No había ninguna duda: la ministra de Seguridad del Estado olía a jazmín.