10
El espía
—¿Qwo, qué es lo que te preocupa? —preguntó Wu con un tono de frustración mientras renegaba con su samfu. Le temblaban tanto las manos que no conseguía abrochar los botones de la prenda.
Sin responder a la pregunta, Qwo apartó gentilmente las manos de Wu y le abrochó los botones. La criada de pelo gris evitó adrede mirar a su ama, como una muestra de que no aprobaba sus intenciones.
—Me inquieta verte tan malhumorada —añadió Wu, dejando hacer a la criada—. Por favor, dime lo que piensas.
Qwo acabó de abrochar el samfu, y después se apartó para observar a Wu con los ojos llorosos. La criada aún no había cumplido los sesenta, pero parecía mucho mayor. El pelo gris era áspero y escaso, y su piel formaba bolsas y arrugas. Tenía la espalda encorvada y los hombros caídos de una mujer veinte años mayor.
Las dos mujeres se encontraban en el dormitorio de Wu. El samfu que Wu no había podido abrochar era el negro, el mismo que llevaba cuando había sorprendido a Batu y lo había dejado inconsciente.
Qwo metió una mano en uno de los bolsillos de las mangas de su cheo-sam, una túnica bordada de mangas anchas y cuello alto, y sacó el pañuelo negro de Wu.
—¿Para qué? —replicó la vieja—. Tú eres el ama. Harás lo que quieras, y da igual lo que yo diga.
Su tono era más propio de una madre que de una criada. En cierto sentido, era el adecuado. Qwo, que había nacido en la casa de los Hsuang solo unos pocos años después que el padre de Wu, había dedicado toda su vida al servicio de la familia. Cuando murió la madre de Wu, la mujer hacia asumido el papel de madre además de criada. La vieja desplegó el pañuelo.
—No tengo otra elección —comenzó a decir Wu, pero Qwo no la dejó seguir.
—¡Pamplinas! —exclamó—. Rondar en plena noche, buscando espías. ¡Esa es una tarea de hombres!
—Es lo que haré esta noche —afirmó Wu. Cogió el pañuelo y se lo ató alrededor del rostro.
Sin luna y con el cielo encapotado, la oscuridad era total. Wu esperaba desde hacía cinco semanas una noche como esta, desde que el emperador la había confinado en su casa. La hija del noble pretendía entrar en la casa de Ting Mei Wan, que a su juicio era la traidora a Shou Lung.
Por desgracia, el emperador jamás condenaría a Ting sobre la base de la única prueba que había convencido a Wu de que la ministra era la espía. La única prueba que tenía la hija del noble era que Ting se perfumaba con flores de jazmín, el mismo perfume que usaba el espía en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Sin embargo, el perfume de jazmín no era algo extraño en el palacio de verano. Ting podía afirmar, con toda razón, que centenares de mujeres se perfumaban el cuerpo con jazmín.
Pero ninguna de aquellas otras mujeres había manifestado tanto interés en el plan de Batu. Después de la audiencia con el emperador, la ministra de Seguridad del Estado había acompañado personalmente a Wu hasta su casa. Ting se había mostrado muy amable y curiosa por el paradero de los ejércitos provinciales. Cuando Wu evadía una respuesta clara, la ministra desviaba la conversación a otros temas. A lo largo de casi un mes, la mandarina le había visitado casi a diario con el pretexto de llevarles regalos a los niños. En cada ocasión, Ting había preguntado discretamente por el paradero de Batu. Desde luego, Wu se había negado a responderle y la ministra había dejado pasar el tema.
En el fondo de su corazón, Wu no deseaba creer que Ting era la espía, porque la ministra la trataba a ella y a su familia con tanta bondad y cariño que los niños hablaban de la ministra como su tía. Pero, cuando Ji mencionó que Ting le había preguntado dónde estaba su padre, Wu se convenció de que había encontrado al traidor.
Aunque ella había ocultado muy bien sus sospechas, Ting no le había visitado durante los últimos cinco días, y Wu sospechaba que la mandarina había averiguado lo que quería saber por otras fuentes. En ese caso, estaba dispuesta a evitar que la ministra pasara la información. Ya segura de la culpabilidad de Ting, Wu pensaba que la mandarina aprovecharía la oscuridad de esta noche para encontrarse con un mensajero tuigano. Tenía la intención de estar presente, tanto para salvaguardar el secreto del plan de Batu como para reunir las pruebas para la acusación.
—Estás desobedeciendo al emperador —le reprochó Qwo, mientras le anudaba el pañuelo en la nuca.
—Lo sé —respondió Wu. La admisión le produjo un escalofrío.
—Y, desde luego, no te importa —añadió Qwo, que apretó mucho el nudo—. Siempre has sido una niña desobediente.
—Hace veinte años que no soy una niña —protestó Wu. Se llevó las manos a la nuca para aflojar un poco el nudo.
—Pero no has dejado de ser desobediente —afirmó la criada, que se palmeó los muslos enfadada. ¿Por qué no le envías un mensaje al emperador y le cuentas lo del espía?
—¿A quién creería el emperador? —replicó Wu, mientras comprobaba si no se dejaba nada—. ¿A la hija de un noble rural o a una mandarina?
—A ti —contestó Qwo sin más, con una mirada severa—. Y, si no fuera así, habrías cumplido con tu deber.
Wu frunció el entrecejo aun a sabiendas de que Qwo no podía ver su expresión detrás del pañuelo negro.
—No se trata de mi deber con el imperio —arguyó—, sino de mi padre y mi marido. Si el enemigo descubre sus planes…
—El Divino Señor es el único que determina el resultado de la guerra. Esos asuntos no están en manos de los mortales, y nada bueno saldrá de interferir en ellos. Tu única responsabilidad es la casa y los niños —declaró Qwo—. Si provocas la cólera del emperador, no habrás cumplido con tu auténtico deber.
Wu suspiró y desvió la mirada para no ver la expresión severa de la vieja. Qwo tenía razón en lo que había dicho. Hasta ahora, su osadía solo había significado inconvenientes y vergüenza para su casa. Pero, si la pillaban desobedeciendo una orden directa del emperador, no sería ella sola la que soportaría las consecuencias. En ese caso, el deshonor y la culpa caerían sobre toda la familia. Aunque Wu estaba dispuesta a todo por el bien de su marido, no podía dejar que sus hijos pagaran por sus crímenes.
Una tos cortés sonó en el patio. Se trataba del hijo de Qwo, que servía de mayordomo a tzu Hsuang.
—¿Señora Wu?
—Pasa, Xeng —contestó Wu.
Se corrió uno de los paneles y apareció un hombre delgado, de nariz aguileña y modales suaves. Tenía cinco años menos que Wu y era hijo de Qwo, que nunca había tenido marido. Aunque nadie nunca lo había admitido, Wu sospechaba que Xeng era su hermanastro. Tenía la misma nariz y las expresiones firmes de su padre, pero lo más revelador era el medallón de jade que Xeng llevaba alrededor del cuello. La joya con forma de dragón podía convertir a un hombre en casi invisible, y había estado en posesión de la familia de Wu desde hacía cientos de años. Así y todo, tzu Hsuang le había regalado el invalorable medallón a Xeng. El hombre saludó primero a su madre y después a Wu con una reverencia.
—El ministro de Estado está aquí con noticias de vuestro padre —dijo. Al ver a Wu vestida con el samfu, añadió—: Me temo que di por sobreentendido que aún no os habíais retirado.
—¿Noticias de mi padre? —repitió Wu—. Lo veré ahora mismo.
—¿Vestida así? —preguntó Qwo, que le tironeó de la manga.
—Sí —respondió Wu, quitándose el pañuelo de la cara—. Así.
Siguió a Xeng por el resto de la casa hasta llegar al vestíbulo principal. Ju-Hay Chou esperaba sentado en uno de los bancos de piedra que daban a la fuente de los delfines. Al verla entrar, el ministro se puso de pie mientras miraba extrañado las prendas negras de la señora de la casa.
—Lo lamento —se disculpó, confundido—. ¿He interrumpido vuestros ejercicios?
—No —contestó Wu, que decidió ser franca con el ministro—. Habéis interrumpido mi fuga. —Xeng soltó una exclamación al escuchar la respuesta.
—No os entiendo —manifestó el ministro, con el entrecejo fruncido.
Wu se acercó al banco de Ju-Hay y tomó asiento.
—No hay de qué preocuparse —tranquilizó al mandarín—. Pienso regresar.
—¡Regresar! —exclamó Xeng, que dio un paso en dirección al banco—. El emperador en persona os ha prohibido salir de la casa. ¿En qué estáis pensando? —Wu miró furiosa a Xeng, pero él no le hizo caso.
—Yo también siento curiosidad —comentó Ju-Hay con las manos cruzadas sobre el regazo—. ¿En qué pensáis?
—Os lo diré en unos minutos. Primero habladme de mi padre. —Al ver la expresión incómoda del ministro, Wu temió que su padre estuviera muerto.
—No tenemos todos los detalles —dijo Ju-Hay, que cogió las manos de Wu—. Esto es lo que sabemos: hace seis días, los nobles se enfrentaron a los bárbaros en las afueras de la ciudad de Shihfang. Perdieron la mitad de las tropas. —A Wu se le hizo un nudo en el estómago. El plan de Batu incluía pérdidas, pero la mujer no había esperado tantas bajas—. El mensajero dijo que retrocedían hacia Shou Kuan.
—¿Y qué pasó con tzu Hsuang? —inquirió Xeng angustiado, acercándose a Ju-Hay. El mandarín frunció el entrecejo ante la intromisión del sirviente.
—Tzu Hsuang organiza la retirada —contestó el ministro—. Por lo que sabemos no está herido. —Wu y Xeng suspiraron aliviados. Ju-Hay le volvió la espalda al criado y miró a Wu a los ojos—. Creo que ha llegado el momento de que me digáis dónde está Batu con los ejércitos provinciales. Las noticias de las pérdidas de los nobles han intranquilizado al emperador. Comienza a manifestar sus dudas sobre la lealtad de vuestro marido. Es hora de calmar sus temores.
La admisión de Ju-Hay no sorprendió a Wu, porque su confinamiento era una prueba clara de la desconfianza del emperador hacia su marido. Sin embargo, antes de responder al ministro miró a Xeng.
—Ve a informar a tu madre de las noticias —le dijo. Xeng aceptó la orden con una reverencia y salió del vestíbulo, sin olvidar cerrar el panel. Wu se volvió hacia el ministro—. Decidle al emperador que no se inquiete. Batu no esperaba que los veinticinco ejércitos vencieran en Shihfang.
—Eso no calmará al Divino Señor —afirmó Ju-Hay. Sacudió la cabeza—. Kwan se aprovecha de las bajas para poner al emperador en contra nuestra.
—No os diré dónde está Batu —dijo Wu, empecinada.
—Ha pasado la hora de los misterios —afirmó Ju-Hay tajante mientras se ponía de pie—. Debéis decirme alguna cosa que tranquilice al emperador.
—Si lo hago —insistió Wu, sin moverse del banco—, los tuiganos se enterarán del plan de mi marido.
—No digáis tonterías —le reprochó el ministro, molesto—. Los secretos de Shou Lung están a salvo con el emperador.
—¿Estáis seguro? —replicó Wu sin desviar la mirada. Vio el efecto que su pregunta causó en el ministro.
—¿Qué queréis decir? —dijo el mandarín, muy interesado.
—Hay un espía entre los mandarines —respondió Wu en el acto.
Ju-Hay no se mostró sorprendido por la acusación. La única reacción visible fue que entornó los párpados.
—¿Quién es? —quiso saber.
Consciente de que la revelación provocaría un gran pesar al ministro, Wu respiró hondo mientras se armaba de valor.
—La ministra Ting Mei Wan —respondió.
Durante un tiempo que pareció eterno, Ju-Hay contempló a la hija del noble con una mirada incrédula.
—¿Qué os hace pensar que Ting haya traicionado al emperador? —preguntó por fin. Su voz era tranquila y curiosa. Resultaba imposible decir si estaba más interesado en el tema de la traición de la ministra o en las razones de la acusación de Wu.
—El jazmín.
—¿Flores?
—Pimpollos —contestó Wu—. Los olí en la espía en el Jardín de la Virtuosa Consorte.
—Y Ting Mei Wan se perfuma con jazmín —acabó Ju-Hay, que sacudió la cabeza con un movimiento casi imperceptible—. ¿Es esa la base de vuestra sospecha?
—También ha preguntado por los planes de Batu.
—Yo también —le recordó Ju-Hay—. ¿Eso me convierte en un espía? —Antes de que Wu pudiera contestar, el ministro levantó una mano—. No digáis nada. Podríais perder al único amigo que os queda.
Wu se puso de pie y sujetó a Ju-Hay del brazo. A pesar del afecto que sentía por el ministro, era la primera vez que lo tocaba.
—Ju-Hay —dijo—. Jamás dudaría de vos, pero Ting es diferente. Incluso le preguntó a Ji…
—¿Tenéis pruebas? —la interrumpió el ministro, apartando el brazo.
Wu, dolida por el rechazo, se sentó otra vez en el banco de piedra.
—La verdad es que no —reconoció la joven—. Me disponía a ir a buscarlas cuando llegasteis.
—¿Por qué? —Ju-Hay la miró con la dureza de un interrogador—. ¿Sabéis alguna cosa más?
—No —repuso Wu, desviando la mirada—. Pero si Ting tiene algo que comunicar a sus amos, una noche oscura como esta es el momento para ir en busca del mensajero.
—Entonces, ¿solo obráis impulsada por la sospecha? —Wu asintió. Él ministro suavizó la expresión—. Supongo que es lo único que podéis hacer —admitió—. Ting es una mujer astuta. No será fácil descubrir su juego.
—¿O sea que creéis en mí? —preguntó Wu, más animada.
—No —respondió el mandarín, tajante—. Conozco a Ting Mei Wan desde hace muchos años, muchos más que a vos. —Wu le volvió la espalda. Si Ju-Hay no la ayudaba, sería imposible descubrir la traición de la ministra. Pero un segundo después, Ju-Hay añadió—: Aun así, no puedo tomar la acusación a la ligera.
—Entonces, ¿os encargaréis de investigarla? —inquirió Wu con renovadas esperanzas.
—Aun cuando estéis en lo cierto —manifestó el ministro mientras movía la cabeza—, Ting es demasiado astuta para dejarse sorprender por mí.
Wu frunció el entrecejo al escuchar la respuesta. Tuvo la sensación de que el ministro le insinuaba alguna cosa sin palabras.
—¿Así que queréis que siga adelante y la persiga?
—No he dicho tal cosa —replicó el ministro con cautela.
—Tampoco habéis dicho que deje el asunto en vuestras manos o en las del emperador —señaló Wu.
—Lo que proponéis es muy peligroso —afirmó Ju-Hay, mirándola a los ojos—. Si os atrapan fuera de la casa, no podré hacer nada por ayudaros. El emperador quizá crea que Kwan está en lo cierto, y que vos y vuestro marido sois traidores. Supongo que ya habréis pensado en las consecuencias.
—Me cortarán la cabeza —dijo Wu.
—Y también a vuestros hijos y sirvientes —añadió Ju-Hay—. Cuando se trata de una traición, incluso el Hijo del Cielo debe ser despiadado.
—Lo comprendo. —Wu se estremeció al pensar en aquel horrible destino.
—Por otro lado —prosiguió el ministro, con una expresión despiadada—, si Batu tarda mucho más en derrotar a los bárbaros, el emperador llegará de todos modos a la conclusión de que sois traidores. Es una decisión difícil. No quisiera verme en vuestro lugar.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Wu, que abandonó el banco.
—No he dicho nada —respondió Ju-Hay, mirándola con frialdad. De pronto, hizo una reverencia—. Solo he venido a daros noticias de vuestro padre. Si me perdonáis, es tarde y debo marcharme. —El ministro se volvió y abandonó el salón. Dejó a Wu a solas meditando sobre sus palabras.
Cuando Ju-Hay salió de la casa, dos grupos de guardias lo saludaron. Un grupo lo formaban sus seis guardaespaldas, el otro pertenecía a Ting. Hasta esta noche, había pensado que protegían a la familia Batu de los asesinos de Kwan. Ahora, se preguntó si no eran más peligrosos que los hombres del ministro de Guerra.
Se detuvo en el portal y miró la calle. Era noche cerrada y el aire estaba cargado de humedad. El cielo era una mancha negra. Junto al muro de la casa de Batu, la oscuridad era absoluta. El ministro ni siquiera veía las siluetas de los guardias que se encontraban allí. Ju-Hay se resistía a creer a Wu, y había una multitud de razones para dudar de sus sospechas. No tenía nada de extraño que se oliera a jazmín en el Jardín de la Virtuosa Consorte. Aunque nunca lo había visitado, no dudaba que en el pequeño parque había jazmines. Incluso si se equivocaba, Ting no era la única en utilizar pimpollos de jazmín como perfume.
Tampoco podía acusársela por su interés en los planes de Batu. Desde hacía casi dos meses, la desaparición del general era la comidilla diaria de la corte. El propio emperador había manifestado en más de una ocasión su curiosidad sobre el paradero del general de la Marca Norteña y sus cien mil peng. Aun así, Ju-Hay no podía desestimar a la ligera la acusación de Wu. Desde hacía varios meses, Ting se había mostrado más independiente y ansiosa de poder que lo habitual. Él lo había interpretado como una señal de que la mujer se sentía más segura en su posición de mandarín. Pero también podía deberse a una alianza secreta con un nuevo amo.
Ju-Hay sentía un gran cariño por Ting. En un mundo lleno de engaños y complicadas maquinaciones, su disposición a servir al mejor postor resultaba casi honrada. Aunque nunca había confiado del todo en ella, Ju-Hay siempre había pensado que, sabiendo lo que quería, se podía trabajar con ella para conseguir sus propios objetivos.
Nunca se le había ocurrido que su protegida pudiera desear algo hasta el extremo de traicionar a Shou Lung. Incluso dentro de las reglas más despiadadas de la conducta cortesana, dicho comportamiento era impensable. No podía creer que Ting pudiera caer tan bajo.
Sin embargo, Ju-Hay no tenía mucha confianza en su opinión, y sabía que no conseguiría descubrir la verdad con un interrogatorio directo. Tampoco podía ordenar una investigación oficial. Si no se podía probar la culpabilidad, representaría un daño inútil a la reputación de Ting, y la Tigresa se convertiría en su enemiga durante el resto de su vida.
Wu era el único medio disponible para descubrir la verdad. No dudaba que la hija de Hsuang seguiría adelante, porque él había llevado la conversación de forma tal de convencerla de que ella era la única capaz de capturar al espía. A Ju-Hay le repugnaba actuar de una forma tan ladina, pero lo había hecho por el bien del emperador.
Al mismo tiempo, el ministro se sentía obligado a colaborar en lo que pudiera. Sus agentes estaban impresionados con el dominio que tenía Wu del kung, y el ministro sabía que la esposa del general no tendría problemas para entrar en la casa de Ting. En cambio, a la vista de la rigurosa vigilancia a que estaba sometido su propio hogar, quizá le costaría abandonarlo.
Ju-Hay echó a caminar escoltado por los guardaespaldas. Cuarenta y cinco metros más allá, miró hacia un callejón y se volvió hacia los guardias con una expresión de sorpresa fingida.
—¿Qué ocurre allí?
—¿Dónde, ministro? —contestó uno de los hombres, mientras todos miraban hacia el callejón.
—Allí. Hay una figura. ¿No la veis? —Ju-Hay señaló a la derecha del callejón en sombras—. ¡Alto en nombre del emperador! —gritó.
Nadie respondió, pero tampoco esperaba una respuesta. Por lo que sabía, el callejón estaba vacío. Solo pretendía alejar a los guardias de la casa de Wu. Cuando miró hacia la casa, observó complacido que su plan daba resultado. A la luz de los faroles de la entrada, vio que los guardias de Ting miraban en su dirección.
—¡Guardias! —llamó—. Venid aquí. ¡Hay un espía!
Tal como esperaba, la sola mención de un espía fue suficiente para apartar a los guardias de sus puestos. El ruido de las botas resonó en la calle, y, al cabo de un momento, apareció una docena de soldados a la carrera. Los guardaespaldas de Ju-Hay rodearon a su amo. Si había peligro, lo último que harían sería dejarlo solo. El ministro señaló hacia el callejón.
—¡Allí! —les dijo a los guardias de Ting—. ¡Deprisa!
Los soldados pasaron junto al ministro casi sin mirarlo, mientras se gritaban órdenes e indicaciones entre ellos. Ju-Hay miró hacia la casa de Batu, en la esperanza de ver a Wu sacar partido del engaño. Ni siquiera atisbo una sombra cruzando la entrada. Ju-Hay volvió su atención al callejón y esperó con paciencia mientras los guardias iban de un lado a otro, mirando hasta en el último rincón. Aunque deseaba marcharse, Ju-Hay sabía que si se iba ahora despertaría la sospecha de los guardias.
Diez minutos más tarde, comenzó a llover. La lluvia era cálida, casi caliente, y no alivió el bochorno de la noche. Ju-Hay agradeció la lluvia, pues le daba una excusa para marcharse.
—No tengo ganas de empaparme mientras vosotros dejáis escapar al espía —le dijo al sargento—. Si tenéis la suerte de atrapar al infiltrado, llevadlo a la presencia de la ministra Ting y decidle que me avise de inmediato.
—Desde luego, ministro —contestó el sargento.
Ju-Hay contestó a la reverencia del soldado con una inclinación de cabeza, y se alejó escoltado por sus guardaespaldas. Sin embargo, en lugar de dirigirse a su residencia, se encaminó hacia la casa de Ting. Su visita inesperada sería otra distracción que facilitaría las cosas a Wu. Incluso él mismo quizá podía averiguar alguna cosa.
Mientras él y los guardias caminaban por las calles a oscuras, Ju-Hay se detuvo un par de veces en un intento por descubrir si Wu lo seguía. No vio nada, y los únicos sonidos que escuchó fueron los crujidos de las armaduras mojadas de los guardias. La única indicación de la presencia de Wu era la sensación de inquietud que erizaba el pelo de la nuca del ministro.
Cuando se aproximó a la casa de Ting, Ju-Hay apostó a sus guardias en la entrada del callejón que pasaba junto al muro trasero del jardín, y después avanzó solo por el camino oscuro. Si utilizaba la puerta principal, a la mañana siguiente toda la corte comentaría sus «relaciones». Como no tenía el menor interés por ser tema de murmuraciones, entraría por la puerta de atrás.
Unos segundos antes de que Ju-Hay llegara a la entrada, se abrieron las puertas de madera. Una figura vestida con un samfu negro salió de la arcada y se detuvo por un momento a la luz del único farol de la entrada. Era Ting Mei Wan, la ministra de Seguridad del Estado. Llevaba un pañuelo negro y un tubo de ébano pulido, del tipo utilizado para guardar pergaminos. En el cinturón llevaba sujeta la vaina de su daga de treinta centímetros.
La mujer aprovechó la pausa para atarse el pañuelo alrededor de la cara. En aquel instante, Ju-Hay supo que Wu tenía razón. Ting, la persona encargada de la seguridad del imperio, se preparaba para ir al encuentro de un correo del enemigo. No podía haber otro motivo para su indumentaria. En cuanto al tubo de ébano, Ju-Hay supuso que contenía las pruebas de su traición, probablemente un informe de la reacción del emperador ante la derrota de los nobles.
Con el estómago en un puño y el corazón encendido de furia, Ju-Hay decidió que no permitiría a la traidora entregar el mensaje. Pensó en llamar a sus guardaespaldas, pero comprendió que, tan cerca de la casa, se verían superados en número por los hombres de Ting. El ministro de Estado no podría apoderarse del tubo por la fuerza.
Sin darse cuenta de la presencia de Ju-Hay, Ting miró a un lado y a otro en medio de la lluvia y guardó el tubo en el interior del samfu. Después se puso en marcha en dirección contraria a donde estaba Ju-Hay.
—¿Alguien te dijo que vendría? —le preguntó Ju-Hay con una jovialidad forzada.
Ting se volvió como un rayo al tiempo que guiñaba los ojos para ver mejor. Su rostro mostraba una palidez mortal.
—¿Quién está allí? —replicó Ting. Ju-Hay no respondió. En cambio, avanzó otro paso más—. ¡Responded! —gritó la ministra, que desenvainó la daga.
—Solo es un viejo amigo —repuso Ju-Hay, mientras entraba en el círculo de luz del farol—. ¿Por qué te asustas tanto?
—¡Ministro! —suspiró Ting. Se quitó el pañuelo de la cara—. ¿Qué haces aquí en una noche como esta?
—Venía a verte. ¿Qué haces tú en una noche como esta, vestida de esa manera? —inquirió a su vez Ju-Hay, señalando el samfu.
Ting se miró las prendas oscuras, después frunció el entrecejo mientras miraba a Ju-Hay. Por un momento se quedó sin palabras y empuñó la daga con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Ju-Hay temió que lo atacaría. Por fin, la mujer guardó la daga.
—Me dirigía a una cita —explicó—. Con quién no es asunto tuyo.
—Daría mil monedas de plata por saber cuál es el regalo que le llevas —dijo Ju-Hay, alargando un dedo para tocar el tubo guardado bajo la camisa de la ministra.
—¿Deseas alguna cosa? —contestó Ting, al tiempo que apartaba el tubo fuera del alcance del mandarín.
—Sí —dijo Ju-Hay, sin dar más explicaciones. Había pensado entrar en la casa con el pretexto de una visita social; pero, al haberla sorprendido mientras se marchaba, necesitaba una excusa más convincente para retenerla. Todavía no se le había ocurrido ninguna.
—¿De qué se trata? Se me hace tarde.
Ju-Hay miró hacia la oscuridad. Confiaba en que Wu se encontrara en el callejón observando el encuentro.
—A menos que tu cita sea con el emperador, esto es mucho más importante. Será mejor que entremos.
—Desde luego, si es tan importante como dices —asintió Ting, olvidada ya del enfado, y se volvió para abrir la puerta.
—Sí, lo es. Te lo aseguro. —Ju-Hay cruzó la entrada y se encontró en una pequeña garita. Se sorprendió al ver que estaba vacía—. ¿No hay guardia? —preguntó.
—Le ordené que se fuera por unos minutos —respondió Ting—. La discreción comienza en casa.
La ministra guio a Ju-Hay por los sinuosos senderos del jardín. Aunque sabía que Ting tenía jardinero, el parque tenía un aspecto siniestro en la oscuridad. Enredaderas y musgos de toda clase colgaban de las ramas que se inclinaban sobre los senderos, y los arbustos resultaban impresionantes en tamaño y forma. Ju-Hay tenía la sensación de que, en cualquier momento, una banda de asesinos y ladrones saltaría de los arbustos. Era el tipo de lugar que Ting encontraría agradable.
Unos momentos después, llegaron al vestíbulo principal. Ting invitó a Ju-Hay a sentarse, llamó a un criado para que sirviera el té y se excusó para ir a cambiarse. Regresó al cabo de unos minutos vestida con una túnica blanca bordada con el dibujo de la mítica ave fénix. La prenda era amplia y llegaba hasta el suelo, pero el corte realzaba las voluptuosas formas de la mujer. También dejaba ver que ya no llevaba el tubo. Tomó asiento en el diván delante de Ju-Hay y cruzó las piernas.
—Bien, ministro, ¿qué es más importante que mi cita?
Ju-Hay miró al sirviente incómodo, como si tuviera reparos para hablar en su presencia. En realidad ganaba tiempo. Si bien había pensado en varias excusas para justificar su presencia, ninguna le parecía muy convincente.
La hermosa Ting despachó al criado y se volvió hacia Ju-Hay sin disimular la curiosidad.
—¿Y bien?
—No sé por dónde comenzar —respondió Ju-Hay. Cogió la taza y bebió un sorbo.
—Comienza por el principio, ministro —le recomendó Ting.
Ju-Hay vaciló mientras se preguntaba si había pasado el tiempo suficiente para que Wu encontrara el tubo de ébano. Después, pensó si de verdad la hija del noble había estado en el callejón y sabía qué debía buscar. Por último, lo preocupó la posibilidad de haber cometido un error de juicio. Quizá la preocupación por los hijos había llevado a Wu a la decisión de no arriesgarse a sufrir la ira del emperador, aunque eso significara perder la oportunidad de desenmascarar al espía.
El ministro se forzó a descartar esta última posibilidad. No le serviría de nada dudar de su plan. Ahora debía actuar como si Wu lo hubiera seguido y se encontrara en esos momentos revisando la casa de Ting. Debía conseguirle el mayor tiempo posible.
—Esto no me resulta fácil —comenzó Ju-Hay, que dejó la taza de té al tiempo que miraba las hermosas piernas de Ting.
Al ver la dirección de la mirada, en el rostro de Ting brilló la comprensión.
—No digas nada más —dijo la ministra de Seguridad del Estado—. Te comprendo.
—¿De veras?
—Creo que sí. —Ting dejó el diván y se acercó al mandarín. Lo cogió por las muñecas para hacerlo levantar, y luego guio sus manos por debajo de la túnica—. Incluso si mi cita hubiese sido con el emperador, no me habría perdido esto por nada del mundo.
Ju-Hay la besó. Le dio un beso frío, desapasionado, como creía que eran los besos a los que estaba habituada la seductora. Ting le devolvió el beso con una pasión y una fuerza que sorprendieron al ministro de Estado. A continuación, lo llevó hacia el dormitorio.
Dos horas más tarde, Ju-Hay estaba exhausto. Ting lo atrajo una vez más contra su cuerpo, pero él se escabulló de la cama.
—¡Basta! —dijo—. ¡Soy un hombre viejo, debo conservar mis energías!
—¡Pamplinas! —replicó la mujer, tirando de él para que volviera al lecho—. Deja que yo te reju…
La brusca apertura de uno de los paneles interrumpió a Ting. El sargento de la guardia entró en el dormitorio.
—Ministro, un intruso ha entrado en la casa. —El sargento vio el cuerpo desnudo de Ju-Hay. Avergonzado, lo saludó con una reverencia.
—¿Un intruso? —repitió Ting, que se levantó de un salto y, sin el menor recato, comenzó a vestirse delante del soldado—. ¿Dónde?
—En la entrada del callejón —respondió el sargento.
Sin perder un segundo, Ting abandonó el dormitorio. Ju-Hay se vistió en un santiamén y la siguió a la carrera. Alcanzó a Ting en el jardín. La mujer interrogaba al sargento, que solo sabía que habían encontrado muerto al guardia de la garita.
En la garita, varios guardias alumbraban con sus lámparas el cadáver del compañero caído. Al ver acercarse a Ting y Ju-Hay, se apartaron. El centinela muerto yacía de espaldas, con su chiang-chun a un lado. La hoja de la alabarda estaba sucia de sangre.
—Así fue como lo encontramos —informó el sargento.
Ting se arrodilló y examinó el cuerpo. Al no encontrar ninguna herida en el pecho o la cabeza, lo hizo girar furiosa y revisó la espalda.
—No presenta heridas en el cuerpo —declaró tajante.
—Entonces esta es la sangre del intruso —opinó el sargento, recogiendo el chiang-chun del muerto.
—Sí —dijo Ting. Cogió el arma y observó la hoja—. Mañana encontraremos al intruso y acabaremos el trabajo. —Miró al ministro—. Me pregunto por qué habrá escogido esta noche…
—Es una noche sin luna —le recordó Ju-Hay. Fijó la mirada en el muerto, pero con el pensamiento puesto en Wu. Si estaba herida, necesitaría ayuda y, en cuanto amaneciera, protección. Tenía que salir de la casa de Ting y enviar un contingente de tropas imperiales a la residencia de Batu. Caminó hacia la puerta—. Debo regresar a casa. Mi presencia aquí puede dar lugar a un escándalo.
—¡Ni hablar! —exclamó Ting; indicó a los guardias que custodiaran la puerta y luego miró al ministro con ojos fríos y calculadores—. El asesino del guardia todavía está libre, y por lo que parece tú eras su objetivo. No permitiré que abandones la seguridad de mi casa.
—Pero debo regresar…
—Insisto —dijo Ting, que alzó una mano para acallar al ministro. Después con una mirada de pocos amigos a su protector, añadió—: No irás a ninguna parte hasta que encuentre al intruso.