9
Shihfang
Tzu Hsuang se encontraba en lo alto de un farallón muy largo, en compañía de su edecán y los veinticuatro nobles a su mando. El farallón daba a un valle poco profundo que, en alguna época remota, había sido el lecho de un río de casi ochocientos metros de ancho. Todo lo que quedaba del río era un arroyo profundo de aguas lentas que seguía los meandros a través de unas ciento veinte hectáreas de campos de cebada.
En el lado opuesto del valle estaba Shihfang. Como todos los municipios shous, contaba con un muro defensivo. De poco más de tres metros de altura, el muro de tierra amarilla apisonada contaba con una única entrada flanqueada por torres. Llamaba la atención que la ciudad estuviera construida en terreno alto, sobre un farallón parecido al que ocupaban Hsuang y los suyos. Columnas de humo gris surgían de las pocas chimeneas que asomaban por encima del muro, y se oía el repique de alarma del único campanario de la ciudad.
Hsuang no comprendía la razón del toque, pues Shihfang permanecía incólume y no había señales de un ataque inminente. Sin embargo, los refugiados se dirigían hacia el valle como si la ciudad hubiese caído en manos enemigas. El viejo noble no lo entendía. Según los exploradores no había ni un solo bárbaro en casi cuarenta kilómetros a la redonda. No obstante, tenía que haber una explicación a lo que veía.
Miles de personas se agolpaban en la estrecha carretera que cruzaba el valle desde Shihfang, y torcía hacia el este al pie del farallón donde se encontraba Hsuang. Los campesinos cargaban sobre las espaldas unas perchas muy largas con rejas de arados, efigies de sus dioses, sacos de semillas, y sus escasas pertenencias personales. Los refugiados más ricos tiraban de riksha de dos ruedas cargadas con piezas de seda, mesas de madera pulida, cerámicas y otros bienes. Aquí y allá se veía a los sirvientes de algún burócrata de rango menor que llevaban a hombros el palanquín de su amo, o la carreta de bueyes de un terrateniente rico cargada hasta los topes. En medio de la muchedumbre había un solo camello con un asiento que parecía una caja atado al lomo. Hsuang apenas si alcanzaba a ver a la figura sentada debajo del toldo de seda. El viejo noble señaló la silla, que era conocida con el nombre de howdah.
—Parece que es alguien importante —le dijo a su edecán—. Quizás él pueda decirnos qué pasa aquí. Ve a buscarlo.
—Sí, señor —respondió el edecán, que partió a la carrera colina abajo. Mientras Hsuang esperaba la llegada del hombre del camello, sus subordinados se dedicaron a acomodarse las armaduras o a cuchichear entre ellos con voces tensas. Estaban impacientes, y el viejo noble no los culpaba.
Habían pasado casi siete semanas desde que los ejércitos de los nobles habían salido de Taitung y, por lo que Hsuang sabía por un mensajero, casi un mes desde que el emperador había confinado a su descarada hija. En el tiempo que habían tardado en llegar a Shihfang, la primavera había dado paso al verano. Cada día, el sol brillaba más fuerte y los días eran más cálidos, y los hombres se asaban en el interior de sus armaduras en el transcurso de las marchas agotadoras. Incluso Hsuang estaba dispuesto a admitir que una batalla resultaría un cambio agradable a las marchas interminables.
Por desgracia, el señor no podía decirles a sus tropas si hoy habría o no batalla, porque lo que ocurría en Shihfang no tenía sentido. Hsuang aprovechó la espera para estudiar el valle y lo que veía. Después de descender por el farallón opuesto, la carretera atravesaba el valle. A unos treinta metros de la colina donde se hallaba Hsuang, un puente de madera cruzaba el arroyo. En el puente se había producido un gran atasco a medida que centenares de refugiados pugnaban por pasar. Para colmo de males, una riksha había perdido una rueda y obstaculizaba la mitad de la calzada.
A este lado del puente, los refugiados avanzaban de una forma mucho más ordenada. Seguían la carretera valle abajo a lo largo de un kilómetro y medio, donde se convertía en un sendero que subía el farallón. A medida que los fugitivos pasaban debajo de la colina, todos miraban con curiosidad al grupo de nobles.
Al cabo de unos minutos, el camello consiguió cruzar el puente y se acercó al pie de la colina. El ayudante de Hsuang ayudó a un hombre corpulento, de mejillas enrojecidas, a bajar del howdah y a trepar por la pendiente. El personaje vestía la túnica turquesa de los prefectos, pero su expresión era de confusión y asombro. A Hsuang no le pareció la clase de hombre capaz de gobernar una ciudad, ni siquiera una tan pequeña como Shihfang.
Por fin, el burócrata consiguió llegar a la cumbre del farallón, jadeante por el esfuerzo realizado. Los subordinados de Hsuang lo rodearon, ansiosos por enterarse de las noticias. El burócrata los miró sin ocultar el miedo.
—¿Sí, mis señores? —preguntó el prefecto, que omitió la cortesía de las reverencias o las presentaciones.
—Soy tzu Hsuang Yu Po —se presentó el viejo noble, que apartó a sus subordinados con un ademán—, y estos son los comandantes de los veinticinco ejércitos.
—¿Sí? —dijo el burócrata con una expresión asustada—. ¿Qué quieren de mí los comandantes de los veinticinco ejércitos?
—¿Por qué abandonáis vuestra ciudad, prefecto? —inquirió uno de los nobles—. Estáis taponando la carretera. ¡No podemos llegar a la ciudad para defenderla!
El prefecto palideció; después hizo una reverencia a los reunidos.
—Os pido perdón, señores. Nadie me informó de vuestra llegada.
—No hemos venido a reprocharos nada —intervino Hsuang, que miró irritado al noble que había hablado sin permiso—. Solo queremos saber la razón para el abandono de Shihfang.
—Vino un jinete y nos dijo que evacuáramos la ciudad —contestó el prefecto, dominado por la confusión.
—¿Un jinete? —exclamó Hsuang—. ¿Qué jinete?
—Del ejército en retirada —explicó el burócrata—. Dijo que se acercaban los bárbaros. Teníamos que marcharnos de inmediato.
Hsuang frunció el entrecejo. Por lo que Batu le había dicho de la batalla en el campo de sorgo, al ejército en retirada no debían de quedarle jinetes.
—¿Qué acento tenía?
—Vestía un uniforme shou… —comenzó a decir el prefecto, desconcertado.
—Cualquiera puede vestir un uniforme shou —lo cortó Hsuang, impaciente. Puso una mano en el cuello de la túnica del prefecto—. Describidme al jinete.
—Era bajo y tenía un acento gutural horrendo —tartamudeó el prefecto—. Pensé que era de Chukei. ¡Y lo mal que olía! Era como el vino picado y la leche agria.
—Ese no puede ser un shou —comentó uno de los nobles.
—No —afirmó Hsuang, ceñudo—. Incluso en plena campaña, ningún oficial aceptaría esa vergüenza. —Se volvió otra vez hacia el burócrata—. ¿Qué más dijo el jinete?
El prefecto desvió la mirada, avergonzado por haber aceptado la mentira del enemigo. Aun así, se apresuró a responder.
—Teníamos que evacuar la ciudad antes del anochecer. No debíamos quemar la ciudad ni los campos porque el ejército necesitaba suministros.
La respuesta del prefecto provocó los murmullos de los nobles.
—Están allí —dijo uno de los señores, con la mirada puesta en las colinas distantes.
—Sí —asintió Hsuang—. El plan del general Batu funciona. Recurren al engaño para alimentarse.
—Intentarán colarse durante la noche, cuando los retrasados no puedan identificarlos —señaló uno de los nobles más veteranos. Se trataba de Cheng Han, un hombre de hombros anchos, tuerto y con una mancha negra muy fea en la sien izquierda. Como Hsuang, Cheng poseía un ducado y ostentaba el título de tzu. Con solo setecientos soldados, su ejército era uno de los más pequeños, pero estaba muy bien equipado con maquinarias y armas para asedios. Tzu Cheng también llevaba un gran cargamento de polvo de trueno, aunque el ojo perdido del noble no garantizaba la fiabilidad del producto. Tras una pausa, tzu Cheng añadió—: Con su caballería, al enemigo no le costará mucho rodearnos en la oscuridad. No podemos permitirlo.
El comentario de Cheng aumentó todavía más la preocupación de Hsuang.
—Me pregunto —dijo— cuántas aldeas más habrán visitado estos jinetes… —Aunque no lo manifestó en voz alta, Hsuang comprendió que este nuevo ardid podía significar el desastre para el plan de Batu. Para salir de la situación angustiosa en que estaban, los bárbaros solo necesitaban hacerse con unas pocas toneladas de cereales. Shihfang podía ser la ciudad más grande al oeste de Shou Kuan, pero no era la única. Había centenares de pueblos más pequeños a un día de marcha, y todos se dedicaban a la agricultura. Hsuang se volvió hacia el joven noble que había hablado antes que tzu Cheng—. Ordenad que monten vuestros jinetes. Doscientos actuarán de exploradores y trescientos de mensajeros. Han de avisar a los pueblos que vienen los bárbaros. Los campesinos deberán quemar las cosechas.
La mirada del noble reflejó su descontento, porque la orden significaba que su caballería no participaría en la batalla. De todos modos, saludó muy tieso.
—Como digáis, tzu.
—Sé que vuestros jinetes son buenos guerreros —añadió Hsuang cuando el noble se disponía a marcharse, poniéndole una mano en el hombro—. Sin embargo, en este momento servirán mejor al emperador como exploradores y mensajeros. Son los únicos que pueden difundir la alarma con la rapidez necesaria, y los únicos que pueden avisarnos de la llegada del enemigo antes de que se nos eche encima.
—Yo mismo iré al mando de los exploradores —respondió el noble, con una nueva reverencia más profunda.
—Os lo agradezco —le dijo Hsuang, como despedida.
Mientras el joven señor se alejaba para despachar a los mensajeros y reunir a los exploradores, el prefecto le hizo una reverencia a Hsuang.
—Si ya no os puedo servir en nada más, ¿podría irme?
—Sí, podéis iros —contestó Hsuang, sin hacerle mucho caso. Se volvió hacia un ayudante—. Que traigan el espejo de Shao.
Hsuang aprovechó la espera para reflexionar sobre la situación. Shihfang quedaba directamente entre Yenching y Shou Kuan, por lo que Batu y él habían pensado que los bárbaros pasarían por la ciudad, que resultaba así un buen lugar para enfrentarse al enemigo. Al parecer, la suposición era correcta.
Por desgracia, habían confiado en que los nobles llegarían a la ciudad varios días antes que los bárbaros, con lo cual dispondrían de tiempo suficiente para permitir descansar a los hombres y preparar las fortificaciones defensivas. Hsuang había renunciado a esta esperanza en cuanto vio a los campesinos en fuga. Aun cuando pudiera hacer avanzar a los peng entre la masa de fugitivos, no lograría asegurar las posiciones antes de la caída de la noche y la llegada de los bárbaros. El plan original ya no era válido, así que debía decírselo a Batu.
Un par de bueyes blancos arrastró una pequeña carreta hasta la cumbre. Los laterales estaban cuidadosamente pintados con un centenar de capas de laca roja, y sobre la superficie lustrosa había dibujados docenas de símbolos místicos. El espejo en sí mismo parecía un timbal con un parche de vidrio ahumado de casi un metro de diámetro. La caja negra estaba cubierta con símbolos amarillos que narraban todas las grandes hazañas que se habían realizado en el pasado con la ayuda del espejo.
Hsuang les ordenó a los subordinados que lo esperaran, y trepó a la carreta. Colocó las manos en el borde del espejo, miró el vidrio ahumado y repitió la misteriosa frase que activaba el artefacto. El vidrio se hizo más claro, y un torbellino gris giró debajo de él; Hsuang comprendió que el espejo de Shao no era en realidad tal sino un gran recipiente lleno de gas mágico. El viejo noble apartó de su mente todas las imágenes excepto la del rostro de su yerno y miró el espejo mientras recitaba la fórmula adecuada.
—Espejo de Shao, busco a Batu Min Ho, general de la Marca Norteña y la única esperanza de Shou Lung.
El suegro de Batu tuvo el cuidado de dirigirse al espejo repitiendo las palabras tal cual le había enseñado el gran ministro de la Magia, porque no entendía el principio de su funcionamiento, y lo inquietaba utilizarlo. Después de advertirle que no usara el espejo si no era imprescindible, el ministro había intentado explicar cómo funcionaba. Según el viejo hechicero, cuando se empleaba el espejo, en realidad se miraba a través del plano etéreo para ver y oír a la persona deseada. Batu y Hsuang no habían entendido nada, porque el único lugar plano que podían imaginar era una planicie cubierta de hierba.
El cristal se volvió transparente, y Hsuang le pareció estar mirando a través de las nubes. Unos segundos más tarde, su yerno apareció en medio del vapor blanco. El viejo noble veía solo el rostro de Batu, mientras que el joven general parecía mirar al cielo.
—General Batu —lo llamó Hsuang.
Batu sonrió sin dejar de mirar al espacio. Según el gran ministro, solo la persona que miraba el espejo podía ver al interlocutor. En cambio, el sonido se transmitía en los dos sentidos.
—Tzu Hsuang —dijo Batu—. Me alegra oír vuestra voz.
—Y a mí ver tu rostro. ¿Cómo va el viaje?
—Los pilotos dicen que estamos a unos pocos días de Yenching —respondió el general de la Marca Norteña—. Perdimos algunos barcos en el río, pero nada más. Cuanto más nos acercamos a la ciudad, más confían mis oficiales en nuestro plan.
—Entonces, ¿no os han descubierto?
—Los hombres no lo creían —contestó Batu—. Ahora que lo hemos hecho, piensan que todo es posible. —El general sonrió orgulloso por un momento, antes de mostrarse más serio—. ¿Y vos, tzu Hsuang? ¿Habéis visto al enemigo?
—Todavía no, pero falta poco. —Lo puso al corriente de la situación en Shihfang y le explicó que no podría defender la ciudad.
—Shihfang no es importante —afirmó Batu—. Lo importante es que los bárbaros os persigan a Shou Kuan. ¿Podéis ofrecerle una buena batalla y tener tiempo para la retirada?
—Si los bárbaros llegan a través de la ciudad, se puede hacer —repuso Hsuang—. Podemos fortificar la posición actual y sacar partido del terreno. Con un poco de suerte, podríamos destruir parte de su ejército mientras cruzan el valle.
—Es más de lo que esperábamos —señaló Batu.
—Hay un riesgo —añadió Hsuang, que dudó un instante—. Si el enemigo espera resistencia en Shihfang y disponen de tanta movilidad, quizá se acerquen en un frente de muchos kilómetros. Podrían rodearnos y cortarnos la retirada hacia Shou Kuan. Tal vez tendría que replegarme a Shou Kuan antes de que ataquen.
Batu frunció el entrecejo mientras pensaba en el problema. Por fin, sacudió la cabeza.
—No os retiréis todavía —decidió—. Si los tuiganos esperaran encontrar resistencia, no habrían intentado engañar a los campesinos de Shihfang para que dejaran intactas las cosechas. Además, el comandante tuigano es un hombre muy astuto. Si os retiráis sin luchar, olerá la trampa. Para que nuestro plan funcione, debéis dejar que el enemigo os empuje hacia Shou Kuan.
—Muy bien. Eso es lo que haré —contestó Hsuang. No era la respuesta que había esperado escuchar a Batu, pero las observaciones del general tenían sentido—. Ahora debo irme. Tenemos que hacer muchas cosas.
—Un momento —le pidió Batu—. ¿Tenéis noticias de Wu? —La expresión del general era de culpa, como si lamentara distraer a Hsuang de sus obligaciones.
—Aprovecha al máximo las comodidades de su nuevo hogar —respondió el viejo noble. Omitió adrede mencionar que el emperador la había confinado en la casa. A su juicio no era momento para añadir más preocupaciones a las que ya tenía su yerno.
—Bien —dijo Batu—. Cuando le enviéis un mensaje, decidle que me encuentro bien. —Hizo una pausa, y su expresión se volvió más seria—. Puede ser que me equivoque sobre los tuiganos. Enviad a los exploradores en un abanico y estad preparados para replegaros a la primera señal de problemas. Buena suerte. Mantenedme informado de cómo os va. —El general miró en otra dirección para indicarle cortésmente a su suegro que la entrevista había terminado.
—Dalo por hecho —repuso Hsuang. Apartó las manos del espejo. La imagen de Batu se esfumó y el vidrio volvió a ahumarse. El noble bajó de la carreta y llamó a su ayudante—. Que los exploradores se desplieguen en abanico. En cuanto vean al enemigo, que regresen. —El ayudante se marchó, y Hsuang se volvió hacia el carretero—. Cuando acaben de ubicar las catapultas, sitúa la carreta detrás de las máquinas. —Era el lugar más seguro que se le ocurría—. A la primera señal de que perdemos la batalla, coge la carreta y ponte en marcha hacia Shou Kuan. Es importante proteger el espejo a toda costa.
A continuación, Hsuang se acercó a los comandantes, que lo esperaban, y se dirigió a un nan anciano, o señor de rango menor.
—Llevad a vuestros hombres a Shihfang y coged todas las provisiones que nos hagan falta. Después, quemad la ciudad y los campos. —El viejo nan aceptó la orden con una reverencia y se marchó.
—¿Y nosotros, tzu Hsuang? —preguntó Cheng.
—Pienso que allí podremos construir una excelente línea defensiva —contestó Hsuang, señalando el arroyo que discurría por el fondo del valle.
—Una decisión muy sabia —afirmó tzu Cheng—. Podemos situar la artillería aquí mismo. Con mis bombas, destruiremos al enemigo mientras cruza el valle.
—Pensaba utilizar bolas de brea encendida —dijo Hsuang, como una forma diplomática de impedir que el polvo de trueno de Cheng causara daño. Aunque la pólvora no era algo nuevo en Shou Lung, todavía no se había probado en el combate. A Hsuang no le merecía mucha confianza.
—Guardad la brea para después —indicó Cheng, entusiasmado—. El polvo de trueno será mucho más efectivo.
Al escuchar la respuesta de su subordinado, Hsuang comprendió que debía hablar con franqueza.
—Por favor, perdonad las supersticiones de un anciano —dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza ante tzu Cheng—. Nunca he visto el uso del polvo de trueno en una batalla. Lanzarla por encima de nuestros propios peng me pone nervioso.
—Desde luego, comprendo vuestra preocupación, tzu Hsuang —repuso Cheng, con la desilusión pintada en el rostro—, pero os aseguro que mis artilleros no fallarán.
—He visto utilizar el polvo de trueno en combate —señaló otro noble—. Solo hace temblar un poco el suelo y levanta grandes columnas de humo…
—¡No la habéis visto utilizada de una forma correcta, nan Wang! —protestó Cheng.
—Por favor, disculpadme, tzu Cheng —dijo Wang con una reverencia—. No me habéis dejado acabar.
—¿Qué queríais decir? —le preguntó Hsuang, que enarcó una ceja.
—Me parece que, contra una carga de caballería, el temblor de la tierra y las columnas de humo pueden resultar más efectivas que las flechas y la brea ardiente —acabó el nan.
—Con vuestro permiso —intervino otro señor de rango menor, un nan de mediana edad, procedente de Wak’an—. Mis tropas también emplean el polvo de trueno, aunque no para bombas.
—¿Y cómo utilizáis esta maravillosa arena negra? —inquirió Hsuang. Había visto que cada uno de los peng del noble llevaba un artefacto con forma de embudo, cuyo uso no había podido adivinar.
—Como cohetes, mi señor —contestó el nan—. Cargamos los embudos con pólvora y flechas y los disponemos delante de las líneas. Cuando encendemos nuestras armas, las flechas cortan al enemigo como una hoz siega el cereal. —Hsuang lo miró dubitativo—. ¿Qué podemos perder, tzu Hsuang? —añadió el hombre—. Por lo que sabemos, las flechas vulgares no detendrán a los bárbaros.
—Permitidnos utilizar el polvo de trueno —insistió Cheng—. Os prometo que barreremos a la caballería bárbara del campo.
Mientras consideraba la propuesta, Hsuang vio a los exploradores cruzar el puente y dirigirse hacia Shihfang. El joven noble que los mandaba no había perdido el tiempo, pero Hsuang ansiaba ver a los jinetes llegar a sus posiciones. Hasta que no recibiera el informe de los primeros exploradores, no podía hacer otra cosa que adivinar las intenciones del enemigo y confiar en que su yerno no se hubiera equivocado en su juicio sobre los tuiganos.
Por fortuna, el plan de Batu era sencillo y no le exigía obtener una victoria contundente. De hecho, el general de la Marca Norteña esperaba que Hsuang y los nobles perdieran. Según estas expectativas, no había ningún mal en seguir las recomendaciones de Cheng y experimentar con el polvo de trueno. Si el plan de Batu no funcionaba, quizá la nueva arma podía ser la ventaja que los shous necesitaban para destruir a los tuiganos. Una batalla que los shous estaban destinados a perder podía ser el lugar ideal para realizar el experimento.
—Muy bien, probaremos el polvo de trueno —le dijo Hsuang a Cheng—. Pero no a costa de las tácticas conocidas. Situad las catapultas en una línea de noventa metros. Si perdemos la batalla, no quiero obstáculos en la retirada, y tampoco quiero que explosiones imprevistas hieran a nuestros hombres. —Se volvió hacia el nan cuyos peng cargaban con los embudos de bronce—. Poned vuestros cohetes separados del resto de la línea. No quiero que nuestra arma secreta disperse a nuestras propias tropas.
Los dos nobles sonrieron complacidos y saludaron a Hsuang con una reverencia.
Los preparativos de la batalla se prolongaron hasta última hora de la tarde debido al paso de los refugiados de Shihfang por la carretera. Hsuang colocó a los ejércitos de los nobles en los lugares más adecuados según su composición. Delante del puente, situó a dos mil soldados veteranos de las provincias del sur. Los tres ejércitos de arqueros de que disponía los situó al pie del farallón, donde podían disparar por encima de las cabezas de la infantería.
Dispuso al grueso de las tropas en dos líneas, una detrás de las barricadas en el lado más lejano del arroyo, y la otra detrás de las barricadas en el lado más próximo. Su plan era sencillo: recibir la carga de los bárbaros con la primera línea. En cuanto el enemigo cruzara la línea, la segunda abriría fuego mientras los tuiganos atravesaban el arroyo, para cubrir la retirada del resto del ejército.
Protegió los flancos con alabarderos, que podían enfrentarse y resistir a un ataque inesperado por los laterales. A los encargados de los cohetes los intercaló en la primera línea. Incluso hizo que tzu Cheng minara el puente con bombas de polvo de trueno para poder volarlo sin demoras si hacía falta.
Al oscurecer ya no quedaban refugiados, y los ejércitos de Hsuang estaban en posición y preparados para la batalla. Los soldados enviados a la ciudad en busca de vituallas regresaron con cinco toneladas de cereales secos. Las columnas de humo se alzaban en la ciudad.
Pero los exploradores no volvían, y no había señales del enemigo. Hsuang comenzó a pensar que se había equivocado y que los bárbaros los estaban rodeando para aislar a los veinticinco ejércitos. En su camino de regreso, los soldados cargados con las provisiones habían incendiado los campos de cebada, y, cuando el sol se puso, solo quedaban rescoldos en los campos y una densa cortina de humo ocultaba el otro lado del valle. Hsuang temió que sus tropas pasarían la noche en las trincheras. Por fin, se oyeron relinchos en el lado opuesto.
—¿Son nuestros exploradores? —preguntó Hsuang—. No veo nada con tanto humo.
Un rumor apagado se extendió por los campos humeantes, como si varios cientos de caballos galoparan en dirección a Shihfang.
—No pueden ser los exploradores —contestó uno de los nobles—. No regresarían todos a la vez.
—No son los bárbaros —opinó Cheng—. Son demasiado pocos.
Nadie apartó la mirada del valle cubierto de humo.
Un momento más tarde, una larga línea de jinetes surgió del humo y cargó hacia el arroyo. Sus caballos eran pequeños y esbeltos, de buena estampa, y llevaban protegidos el pecho y los flancos con bardas de cuero. Los hombres vestían cotas de cuero largas, abiertas por detrás y por delante para poder montar, y se cubrían la cabeza con cascos de acero cónicos forrados con piel. Cada jinete llevaba una lanza corta y una bolsa del tamaño de un melón. Hsuang no podía ver sus rostros en la penumbra, pero no dudaba que tenían la nariz chata y los pómulos anchos de su yerno.
En la pendiente de más abajo, los arqueros tensaron los arcos. Los oficiales miraron hacia la cumbre, expectantes. Hsuang estuvo a punto de ordenar que dispararan, pero se contuvo. Los bárbaros no sumaban más de doscientos. Si atacaba, abrirían fuego cincuenta veces ese número de hombres. Se desperdiciarían miles de flechas.
En cambio, permaneció impasible mientras avanzaba la pequeña línea enemiga. Cada uno de los arqueros de los veinticinco ejércitos se mantuvo en posición, listo para tensar el arco, resistiendo la tentación de disparar una flecha antes de recibir la orden.
Cuando llegaron a menos de veinte metros de las fortificaciones de Hsuang, los jinetes lanzaron las doscientas bolsas hacia la línea shou, y después hicieron volver a los caballos. Las bolsas aterrizaron entre los defensores con un ruido sordo. Se abrieron pequeños huecos en las filas a medida que los soldados, temerosos de las armas secretas o de alguna magia guerrera muy poderosa, se apartaban de las misteriosas bolsas.
No pasó nada. Los jinetes se alejaron para desaparecer entre el humo como fantasmas. Las bolsas siguieron donde estaban. Por fin, algunos soldados se aventuraron a abrirlas. La mayoría miró el contenido con una expresión de asombro, mientras otros volvían a cerrarlas sin disimular su asco. La tropa comenzó a murmurar.
—¿Qué contendrán esas bolsas? —preguntó Cheng, que frunció el entrecejo al contemplar la escena que se desarrollaba a sus pies.
—No tardaremos en averiguarlo —contestó Hsuang. Con un gesto, envió a su ayudante en busca de una bolsa.
Cuando el muchacho regresó, tenía el rostro pálido y descompuesto. Traía en la mano una bolsa pringosa que contenía algo del tamaño de un melón. El ayudante le entregó la bolsa a su comandante.
Hsuang cogió la bolsa. Al ver que hasta el último peng de los veinticinco ejércitos lo miraba, puso la bolsa boca abajo. La cabeza de un soldado shou cayó al suelo. Aunque no podía jurarlo, adivinó que la cabeza pertenecía a uno de sus exploradores.
Consciente de que cualquier gesto de repulsión o asco sería un golpe para la moral de las tropas, Hsuang recogió la cabeza y la metió en la bolsa. Sin embargo, antes de que pudiera decir algunas palabras de aliento, el suelo comenzó a temblar. Un trueno distante les llegó desde el otro lado del valle, y el corazón de Hsuang comenzó a latir con más fuerza.
—Vienen los bárbaros —exclamó Cheng, atónito—. ¡Pretenden mantener un combate nocturno!
—¡Preparados! —ordenó Hsuang en el acto, tirando la bolsa al suelo.
No hacía falta la orden. Como su comandante, los cuarenta y cinco mil soldados tenían puesta su atención en el campo, aunque la poca luz y el humo espeso hacían imposible ver en detalle lo que ocurría en el lado opuesto del valle. A Hsuang le pareció que la colina opuesta había cobrado vida y avanzaba hacia ellos. El temblor del suelo se comunicó a sus pies, y el estruendo se hizo ensordecedor. A doscientos metros de la primera barricada, apareció una masa de caballos al galope que cruzaba los campos incendiados. Hsuang miró al comandante de los soldados equipados con cohetes.
—¡Disparad cuando estén listos! —le indicó al nan.
El noble levantó un brazo para señalar, al tiempo que miraba al portaestandarte situado a unos seis metros más abajo, pero no dio la orden de disparar. Aunque sus cohetes eran más potentes que las flechas normales, no tenían tanta precisión ni el mismo alcance.
Los bárbaros dejaron atrás las nubes de humo; cabalgaban casi tocándose los hombros. Habían dejado las riendas sueltas y utilizaban las dos manos para manejar los arcos. En la penumbra, las siluetas abultadas solo parecían sombras. La línea se extendía unos mil quinientos metros a lo largo del valle, y Hsuang creyó ver nuevas filas de jinetes que aparecían entre el humo. Como mínimo, los participantes de la carga eran unos sesenta mil.
—El enemigo ha comprometido a todo su ejército —comentó Cheng, al ver un número tan grande de jinetes—. ¡Lo destruiremos con una sola batalla!
—¿Qué os hace pensar que este es todo el ejército tuigano? —replicó Hsuang, sin desviar la mirada del enemigo.
Cheng no respondió. Como Hsuang y los demás, esperaba el lanzamiento de los cohetes. Los encargados se encontraban en la barricada más lejana, separados de las tropas convencionales por espacios de veinte o treinta metros. Cada artefacto contenía unas treinta flechas y estaba sujeto en lo alto de la barricada. El extremo más delgado estaba lleno de polvo de trueno. Cuando encendieran las mechas, estallaría la pólvora y las flechas saldrían disparadas con una fuerza increíble. Al menos, esta era la teoría.
Cuando los bárbaros llegaron a unos setenta metros de la primera barricada, detuvieron los caballos.
—¿Qué hacen? —exclamó Hsuang, señalando furioso al enemigo—. ¿Por qué detienen la carga a todo galope?
Nadie le respondió.
El aire resonó con los zumbidos de sesenta mil arcos tuiganos. Una nube negra de flechas voló hacia la primera barricada. A todo lo largo de la línea, los hombres gritaban y caían. Centenares de shous muertos cayeron al arroyo y fueron arrastrados aguas abajo.
—¡No podemos esperar más a disparar los cohetes! —bramó Hsuang, que se reprochó a sí mismo por haber dejado que los bárbaros asestaran el primer golpe.
—¡Apenas si están a distancia de tiro! —protestó el nan, que seguía con el brazo en alto—. Si esperamos un poco más…
—Ya no se acercarán más —gritó Hsuang. Señaló a los jinetes—. ¡Dad la orden!
El noble acató a su superior con disgusto. Miró al portaestandarte y bajó el brazo. Un segundo después, la banderola con la tortuga y el tiburón se movió de un lado a otro.
Los artilleros encendieron las mechas. Una serie de truenos resonaron en el valle acompañados de espesas nubes de humo negro.
Hsuang no podía creer lo que veían sus ojos. En diez lugares, los embudos explotaron en el acto, lanzando trozos de troncos y flechas en todas las direcciones. Los artilleros desaparecieron junto con el resto de los escombros, y lo único que quedó en los lugares que habían ocupado fueron boquetes en la barricada. Los artefactos que no estallaron, lanzaron las flechas en una trayectoria desviada que no les permitió llegar al enemigo. Pese a todo, los pocos cohetes que funcionaron correctamente demostraron una eficacia aterradora. Alrededor de veinte jinetes fueron arrancados de sus monturas y volaron por el aire, como prueba de que las flechas habían atravesado las armaduras. Docenas de caballos cayeron al suelo, muertos al primer impacto. Hsuang comprendió por qué su subordinado había querido esperar. Á corta distancia, el impacto de los cohetes habría sido devastador.
En cualquier caso, el efecto sobre los caballos de los tuiganos fue mucho más impresionante que el número de bajas. Los relinchos de terror sonaron por todo el valle. Miles de caballos despidieron a sus jinetes, y centenares de bárbaros murieron aplastados por los cascos de las bestias. Muchos tuiganos guardaron los arcos, y utilizaron las dos manos para sujetar las riendas en un intento inútil por dominar a los caballos. La mayoría ya no pensaba en el ataque a los shous.
—Que disparen los arqueros —ordenó Hsuang, atento al desarrollo del combate.
Su ayudante transmitió el mensaje a los portaestandartes. Casi en el acto, el zumbido de las cuerdas de diez mil arcos sonó en la ladera. El enjambre de flechas voló por encima del arroyo y dio de lleno en las filas enemigas. Miles de jinetes cayeron; el caos se extendió entre los tuiganos a medida que los caballos heridos y aterrorizados salían de estampía.
—¿Disparo las catapultas? —preguntó tzu Cheng, ansioso—. Unas cuantas explosiones más acabarán por ponerlos en fuga.
—No —contestó Hsuang, que levantó una mano para contener a su subordinado. Por ahora, el enemigo no había conseguido dominar a las cabalgaduras. No tenía sentido alejarlos cuando los arqueros podían aprovechar el caos.
Otra andanada alcanzó la línea enemiga. Cayeron varios miles de jinetes más, pero Hsuang vio que los guerreros calmaban a los animales. El estruendo podía espantar a los caballos tuiganos, pero las bestias estaban acostumbradas a que los nombres murieran sobre sus lomos. Los arqueros dispararon por tercera vez y mataron más bárbaros que en las dos andanadas anteriores. Hsuang miró a Cheng.
—Disparad las bombas.
Tzu Cheng transmitió el mensaje a su ayudante, y, al cabo de un momento, se vio ondear su banderola. Los artilleros encendieron las mechas de las pequeñas bolas de hierro colocadas en las cucharas de las catapultas.
Los jefes de las máquinas quitaron los cerrojos. El estruendo provocado por el choque de los mangos contra las cruces se extendió por la cumbre de la colina.
Una de las cruces se partió. La bomba cayó delante de la catapulta y estalló, lanzando metralla en todas las direcciones. Quince metros más allá, una bola de fuego envolvió a cuatro catapultas. Sonaron varias detonaciones menores, y unos segundos después los restos de las cuatro catapultas cayeron como una lluvia sobre los artilleros.
Por fortuna, este fue el único disparo en falso. La mayoría de las bombas cayeron cerca de las líneas enemigas. Al menos la mitad de las mechas se apagaron antes de alcanzar el objetivo y, cuando chocaron contra el suelo, no hicieron más que partirse y desparramar la arena negra. De las bombas que estallaron, muy pocas lo hicieron lo bastante cerca como para ocasionar víctimas. Incluso algunas estallaron por encima de las cabezas de los tuiganos.
Pero la falta de precisión no disminuyó los efectos. Los caballos enloquecieron y arrojaron a sus jinetes. Muchos miles salieron de estampía, con los hombres indefensos sujetándose como mejor podían a las monturas. En cuestión de segundos, la caballería tuigana escapaba dominada por el pánico.
—Gracias al milagro de la alquimia —proclamó tzu Cheng, ufano—, somos invencibles.
—Por ahora —replicó Hsuang, que miró de reojo la destrucción provocada por la bomba que había fallado. Para su desesperación, vio el estado en que había quedado la carreta que transportaba el espejo de Shao. El conductor yacía en el suelo cerca del asiento. La carreta estaba volcada con un eje partido y la rueda suelta. Un trozo de la cuchara de una catapulta había hecho añicos el espejo.
Durante un buen rato, Hsuang no hizo más que mirar con horror y desolación el espejo roto. Para no gritarle a tzu Cheng, se recordó a sí mismo que había sido un olvido de su parte no haber cambiado de lugar el espejo cuando decidió probar las bombas.
Un clamor triunfal arrancó al viejo noble de su ensimismamiento. Miró el campo de batalla. Detrás de las barricadas, los soldados gritaban jubilosos. Más de diez mil bárbaros yacían muertos en los campos, y las pérdidas shous eran leves. Hsuang comprendió el entusiasmo, aunque sabía que era una victoria efímera.
Delante del puente, un puñado de hombres comenzó a correr detrás de los bárbaros. Más los siguieron. En un par de minutos, todo el destacamento encargado de defender el puente perseguía al enemigo.
—¡No he dado la orden de avanzar! —exclamó Hsuang—. ¿Qué hacen?
—Lo que están preparados para hacer —replicó el noble que mandaba a los guardias del puente—. Destruir al enemigo en desbandada.
Ahora los ejércitos apostados a cada lado del puente también abandonaban las barricadas para perseguir a los bárbaros.
—¡No! —gritó Hsuang—. ¡Ordenad que regresen!
—¿Por qué? —preguntó Cheng.
El pasmo impidió la respuesta de Hsuang. El Libro del Cielo urgía a sus lectores a perseguir y destruir al enemigo en desbandada. Por desgracia, no había sido escrito pensando en los tuiganos. Contra una fuerza superior de caballería, la persecución podía convertirse con toda facilidad en una trampa. Hsuang no había imaginado en ningún momento que él y sus nobles consiguieran rechazar al enemigo, así que no había tratado el tema con sus subordinados. Se dijo que pagaría muy caro el error.
—Envía mensajeros a todos los comandantes de la línea —ordenó a su ayudante—. Que suspendan la persecución.
—¡Tzu Hsuang! —protestó Cheng, que se atrevió a coger a su superior de una manga—. No es momento de mostrarse tímido. Tenemos al enemigo en nuestras manos.
Hsuang apartó la mano de Cheng de un tirón.
—Entonces estamos a punto de perderlas —afirmó tajante. Miró otra vez al ayudante—. ¿A qué esperas?
El ayudante hizo una reverencia y partió con la urgencia apropiada a su misión. Por desgracia, ni siquiera el ayudante más diligente habría podido impedir lo que siguió a continuación. Todos los ejércitos formados detrás de la primera barricada siguieron a las tropas del puente. Cuando los mensajeros llegaron con la orden de Hsuang, la primera barricada estaba desierta, y la segunda línea cruzaba el arroyo para unirse a los demás.
Los mensajeros consiguieron detener a la segunda línea de peng, pero la primera ya había seguido a las tropas del puente por los campos de cebada cubiertos de humo.
Hsuang vio desaparecer a los quince mil hombres en la oscuridad.
—Señores —dijo, volviéndose hacia los nobles—, lamento ordenaros que os preparéis para la retirada.
Los nobles lo miraron con expresiones que iban desde el asombro a la furia.
—¡Esto es una locura! —gritó Cheng—. ¡Estamos ganando la batalla!
—No —contestó Hsuang—. La batalla estaba perdida desde antes que llegáramos a Shihfang. Ahora es un desastre.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Cheng, con una expresión preocupada y pensativa.
Hsuang no tuvo necesidad de responder. La tierra comenzó á temblar como si los espíritus hubieran mandado un terrible terremoto para que los nobles recuperaran la sensatez. Al cabo de un instante, los gritos y ayes de los moribundos sonaron en el campo de batalla. El estruendo se hizo más claro: lo provocaban decenas de miles de cascos de caballos al galope.
Después, docenas de shous aparecieron entre el humo. Habían tirado las armas y corrían hacia sus líneas, mientras sobre sus cabezas se cernía una lluvia de flechas. Tzu Cheng saludó a Hsuang con una profunda reverencia al ver el horrible espectáculo.
—Daré la orden para que destruyan el puente —exclamó—. Nuestra mejor posibilidad es escapar al amparo de la oscuridad.