5

La casa silenciosa

Después de la marcha de los mandarines, Batu pasó el resto del día encerrado con el emperador. Durante muchas horas, el general permaneció delante del trono de jade respondiendo a preguntas sobre los tuiganos. Aunque tenía agujetas en las piernas y le dolía la espalda de tanto estar de pie, no pidió una silla. Solo los mandarines podían sentarse en presencia del Hijo del Cielo.

El emperador interrogó a Batu sobre todos los detalles de la vida de los bárbaros. Le interesaba saber cosas de su religión, de las costumbres maritales, incluso sus gustos en materia de comida y bebida. Desde luego, el general no pudo responder a todas las preguntas, pero él mismo se sorprendió al ver todo lo que recordaba gracias al interrogatorio implacable del monarca.

Por fin, cuando Batu agotó todos los conocimientos recibidos a través de los relatos de su bisabuelo y resultó evidente que no recordaba nada más, el emperador llevó la conversación hacia la estrategia militar.

—General, si de verdad estos guerreros son solo una décima parte de lo feroces y temibles que decís que son, Shou Lung se enfrenta a un peligro muy grave —declaró el Hijo del Cielo—. Mandaré reunir a un gran ejército y lo enviaré al norte para que se enfrente a los bárbaros.

Batu consideró que el plan del emperador era una imprudencia porque no tenía en cuenta la movilidad del enemigo. Por fortuna, el general tuvo el tacto suficiente para no expresar sus críticas de una forma descarada. En cambio, asintió cortésmente antes de hablar.

—Una decisión muy valiente, Divino Señor —dijo—. Sin embargo, un ejército tan grande necesitará un gran número de provisiones, provisiones que deberán transportarse de la retaguardia. Si tomamos en cuenta la ventaja que les dan los caballos, ¿no sería posible que los bárbaros rodearan a un ejército tan grande y cortaran las líneas de abastecimiento?

—Desde luego —respondió el Hijo del Cielo, que frunció el entrecejo—, pero serán los bárbaros los que acabarán atrapados. Tan pronto como aparezcan en nuestra retaguardia daremos media vuelta y los aplastaremos. Sin duda, general, conoceréis la táctica. Se la discute en el Libro del Cielo.

Batu gimió para sus adentros. No esperaba que el emperador fuera uno de aquellos shous carentes de imaginación que pensaban que todas las respuestas aparecían en el antiguo texto. De todos modos, el general se esforzó por mantener una expresión serena, y no reveló sus emociones.

—Vuestra estratagema es muy recomendable… —Hizo una pausa para que el emperador apreciara el elogio—, como también lo fue la trampa preparada por el ministro Kwan en nuestra última batalla.

El emperador no pasó por alto la crítica enmascarada en la afirmación de Batu. Con un gesto agrio se adelantó en el asiento del trono hasta quedar sentado en el borde.

—Si no os gusta esta estrategia, ¿cuál es el plan que sugerís? —Aunque estaba seguro de que solo había una manera de derrotar a los bárbaros, Batu dudó mientras buscaba una fórmula diplomática e inofensiva para su respuesta—. Vamos, general —insistió el emperador, sin moverse del borde del trono—. ¿Cuál es la táctica que os parece correcta?

Batu comprendió que no tenía otra elección que la de expresar su opinión con toda sinceridad.

—La única manera de derrotar a los tuiganos —dijo con la cabeza erguida— es luchar como ellos, con osadía e imaginación, sin hacer caso de las tácticas militares tradicionales.

—¿Insinuáis que las tácticas de los bárbaros son mejores que las sugeridas en el Libro del Cielo? —preguntó el emperador con una mueca de disgusto.

Batu estuvo tentado de utilizar un lenguaje ambiguo, manifestar que la estrategia tuigana sencillamente era más apropiada para las circunstancias. No obstante, consciente de que sus escasas habilidades diplomáticas le habían servido de poco con el emperador, decidió dejar los halagos para los burócratas.

—Si los bárbaros pudieran leer el Libro del Cielo —repuso mirando al emperador—, quizá cometerían los mismos errores que nuestros ejércitos del norte. Por desgracia, los tuiganos son gente inculta. En lugar de seguir los consejos de los venerables antepasados, confían en su naturaleza traidora y en la astucia animal.

El Hijo del Cielo miró a Batu con una mirada desapasionada. Por unos momentos, el general permaneció en silencio, rogando para sí mismo no haber enfadado en demasía al emperador. Sus palabras habían carecido del tacto habitual de los shous, pero creía en ellas.

Por fin, el emperador se acomodó otra vez en el trono. Observó a Batu con desprecio antes de hablar.

—Me preocupa que tengáis tan poco aprecio por la sabiduría de nuestros antepasados, general. Escribieron muchas páginas sobre el arte de la guerra, y su sabiduría nos ha servido de mucho.

—Estoy de acuerdo, Divino Señor —afirmó Batu, con la cabeza gacha—. Pero, para los tuiganos, la guerra no es un arte. Es una manera de vida. Si queremos derrotarlos, tenemos que entender sus naturalezas tan bien como comprendemos el Libro del Cielo.

—General, ¿cuánto podéis recitar del Libro del Cielo? —inquirió el emperador con una expresión serena que ocultaba sus emociones.

—Lo he leído, desde luego —respondió Batu, avergonzado—, pero mis obligaciones no me han dejado mucho tiempo para el estudio.

El Hijo del Cielo sacudió la cabeza con una expresión exagerada de su desilusión.

—Hay quien afirma que la única esperanza de victoria de Shou Lung es que os dé el mando de la guerra contra los bárbaros. ¿Cómo es posible?

Las palabras del emperador pillaron a Batu por sorpresa. La sola idea de conseguir semejante ascenso lo dejó pasmado. Sin embargo, en cuanto el Hijo del Cielo mencionó la posibilidad, no deseó otra cosa.

—Soy el único hombre capaz de derrotar a los bárbaros —contestó Batu.

—Ojalá pudiera compartir vuestra confianza —manifestó el emperador con un cierto cinismo—, pero no importa. Sois el único comandante que consiguió salvar a una tercera parte de sus tropas en una batalla contra los tuiganos. En consecuencia, os nombro general de segundo grado y os confiero el mando de la Marca Norteña y de la guerra contra los bárbaros.

Batu hizo una profunda reverencia, entusiasmado por la perspectiva de llevar toda la campaña contra los tuiganos.

—No decepcionaré a Shou Lung, Divino Señor —prometió Batu.

El emperador no respondió inmediatamente. En cambio, envió a un guardia en busca del chambelán, y solo después devolvió su atención a Batu.

—Si fracasáis, general, me decepcionaréis también a mí además de a Shou Lung —dijo—. Tenedlo presente.

Batu no comprendió la distinción. Como todos los shous, consideraba a Shou Lung y al emperador como una misma cosa. Era imposible servir a uno sin servir al otro, o fallar a uno sin fallarle al otro. No se le ocurrió ningún motivo que justificara el deseo del emperador por resaltar la unidad. Antes de que pudiera aclarar el misterio, el chambelán entró en la sala y se situó junto a Batu.

—¿Deseáis verme? —le preguntó el burócrata al monarca, con una reverencia.

—Sí. —El emperador señaló con la cabeza a Batu—. He ascendido al general Batu Min Ho a general de segundo grado con mando sobre la Marca Norteña. Buscad una residencia adecuada para su familia dentro del palacio de verano.

Al chambelán casi se le salieron los ojos de las órbitas. El pasmado burócrata espió de reojo al general mal vestido, lamentándose del trato que le había dispensado horas antes.

—¿Hay algún problema? —inquirió el Hijo del Cielo—. Sin duda, hay muchas casas disponibles.

—No, no hay ningún problema —respondió el burócrata, que volvió a mirar al emperador—. Creo que hay una casa que sin duda será del agrado del general. Puedo tenerla preparada en menos de una hora.

—Ocupaos de que así sea —dijo el emperador, que despachó al burócrata con un ademán.

En cuanto salió el chambelán, el Divino Señor describió con todo lujo de detalles las fuerzas que había reunido para luchar contra los tuiganos. Sin hacer caso de los dolores en la espalda y las piernas, Batu lo escuchó atentamente. Se sentía tan revitalizado por el ascenso que retuvo toda la información sin esfuerzo.

Finalizada la audiencia con el emperador, el chambelán y una docena de guardias escoltaron al general por las calles del palacio de verano. Mientras caminaban por el laberinto de calles empedradas, el chambelán se deshizo en explicaciones. Batu no prestó atención a la mayor parte de la charla del hombre. Su reunión con el Hijo del Cielo había durado tanto que ahora era de noche y resultaba imposible alcanzar a ver los muros que rodeaban las magníficas residencias que describía el chambelán.

Por fin, después de quince minutos de marcha, el chambelán se detuvo ante la puerta sur de una casa.

—¿Oh parece bien esta casa, general Batu? —preguntó el burócrata.

Batu observó la pared exterior y la puerta con ojo crítico. Aunque era más pequeña que su hogar en Chukei, la casa estaba construida con materiales de mejor calidad. Mientras que su puerta era de madera de roble, esta estaba forjada en hierro pintada de negro. La pared era de ladrillos rojos, en lugar de adobe. Al recordar la descortesía del chambelán cuando había llegado al Salón de la Suprema Armonía, el general no pudo resistir la tentación de hacerlo sufrir un poco.

—No estoy acostumbrado a una residencia tan pequeña —comentó en voz baja.

—Pero… ¡si es una de las casas más grandes del palacio de verano! —exclamó el chambelán, que de inmediato perdió la sonrisa.

El general gruñó mientras disfrutaba con la incomodidad del funcionario. Batu casi podía ver cómo el hombre trataba de decidir dónde encajaba exactamente un general de segundo grado dentro de la jerarquía del palacio. Por fin, el burócrata llegó a una conclusión no muy clara.

—Quizá pueda trasladar al primer secretario del gabinete de campanas y tambores —sugirió el chambelán—. Su casa no es tan buena como esta, pero es un poco más grande.

Batu sonrió ante la consternación del chambelán y decidió continuar el juego un poco más.

—¿Cuánto tardará? Estoy cansado y me gustaría irme a dormir.

—Pe… pero no podemos mudarlo esta noche —tartamudeó el chambelán—. ¡No sería civilizado!

—Entonces tendré que conformarme con esta casa —replicó Batu, decidiendo que ya se había vengado con creces por la descortesía del hombre.

—Una decisión muy acertada, general. Está mucho mejor equipada que la casa del primer secretario —comentó el chambelán sin disimular su alivio—. Me he tomado la libertad de traer a vuestra familia desde el campamento de Hsuang Yu Po. Os esperan adentro.

—¿Wu y los niños? ¿Aquí? —Batu sintió un nudo en la garganta. Había tenido la esperanza de que hubiesen venido al sur con su suegro, pero nunca había soñado con que los vería tan pronto.

—Me pareció que era lo menos que podía hacer —respondió el burócrata con una sonrisa.

El general, arrepentido por la pequeña venganza que se había tomado contra el hombre, le hizo una profunda reverencia.

—Que vuestros antepasados descansen en el cielo por toda la eternidad —dijo.

—Dejar que el primer secretario conserve su casa ya es una recompensa más que suficiente —repuso el chambelán, con otra reverencia.

Batu cruzó la entrada rodeado por el agridulce olor de los pimpollos de los caquis. Las delgadas siluetas de los árboles se alineaban a lo largo de las paredes, dando la impresión de que la casa había sido construida en un parque. Pero el general estaba más preocupado por la evidente ausencia de una guardia que por la vegetación. Quizás el primer secretario y los mandarines no necesitaban una guardia personal en el interior del palacio de verano, pero Batu no pensaba lo mismo. Se volvió hacia el chambelán.

—Por favor, enviadme un destacamento de guardias antes de retiraros —dijo el general.

—¿No están aquí? —se extrañó el burócrata.

—No —afirmó Batu después de mirar el jardín oscuro.

El chambelán, como si no quisiera dar crédito a las palabras de Batu, entró en el jardín y miró a ambos lados.

—Ya tendrían que estar aquí. Mis disculpas.

—Está bien —contestó Batu. Saber que dentro de unos minutos estaría con su familia lo hacía sentirse generoso.

Después de prometer que enviaría a los guardias inmediatamente, el chambelán lo saludó con una reverencia y se marchó. En otras circunstancias, Batu habría tenido un destacamento de sus propios soldados para vigilar la casa, pero las tropas personales estaban prohibidas dentro de las murallas del palacio de verano. Debía conformarse con los guardias que suministraba el emperador.

El general permaneció unos instantes junto a la entrada para observar el nuevo hogar y prepararse a sí mismo para el encuentro con su familia. Como la mayoría de las «casas» shous, esta era en realidad un conjunto de edificios de una sola planta rodeados de una tapia. A unos seis metros se encontraba el salón principal, una sencilla estructura rectangular con techo de tejas. Los exagerados aleros curvos descansaban sobre filas paralelas de pilares de madera.

Aunque Batu no podía ver el color de la casa en la oscuridad, supuso que el techo sería el verdeazulado tradicional y que los pilares estarían pintados de un rojo tierra. Las paredes no eran más que paneles de papel de arroz que encajaban entre los pilares. En el interior de la habitación oeste de la casa, sobre una mesa baja, había una lámpara de aceite encendida, que proyectaba un suave resplandor blanco a través de las paredes translúcidas.

Los paneles del lado sur y norte estaban corridos para permitir el paso de la brisa nocturna. A través de la abertura, Batu vio el patio exterior. Era un atrio pequeño con suelo de piedra. La silueta retorcida de un trozo de piedra pómez negra se alzaba en el centro del estanque de lotos. Era costumbre en las casas shous hacer que los patios parecieran más naturales con la utilización de piedras con formas extrañas.

Edificios idénticos al salón principal rodeaban los otros tres lados del patio. Batu pensó que la habitación del oeste debía de corresponder a la cocina y que los niños dormirían en la del este. El edificio reservado a los huéspedes debía de ser el que estaba al otro lado del patio.

Más allá de la habitación de los huéspedes, sin duda había otro patio igual al primero, también rodeado por edificios de un solo piso. Los señores de la casa dormirían en la habitación más al norte. Los sirvientes ocuparían los cuartos a los lados del segundo patio privado.

La casa estaba en silencio, tanto que Batu escuchó el llanto de un niño calle abajo, el canto de los grillos en los patios vecinos y el chisporroteo de la lámpara en el salón principal. Batu se acercó a la entrada esperando oír las risas de los niños o el rumor de las chinelas de Wu.

En el interior, se veían las siluetas de tres sofás elegantes en el lado este. En el lado oeste, había una lámpara de aceite junto al borde de un estanque con paredes de piedra. Dos delfines de mármol se alzaban en el centro del estanque; de sus bocas surgían chorros de agua que eran los surtidores. Unos bancos de piedra con arabescos rodeaban la fuente.

Batu se sorprendió al ver la opulencia del salón, pero lo preocupaba mucho más verlo desierto. Alguien había estado antes en el salón, o la lámpara no habría estado encendida. Sin embargo, no había ninguna prenda sobre los bancos, ni zapatillas de seda junto a las puertas; no había ninguna huella de los habitantes.

El general comprendió que no podía haberlas. Se acercó al estanque, recogió la lámpara y la sostuvo en alto para iluminar los rincones más alejados del salón. Sin duda, su familia había llegado como máximo una media hora antes que él. Los niños estarían agotados y Wu debía de haberlos mandado a la cama. Probablemente Wu había dejado encendida la lámpara para que él pudiera ir a la habitación matrimonial sin molestar a los niños. La ausencia de los criados se podía explicar fácilmente por la inesperada mudanza a la nueva casa. Llegarían mañana con el equipaje de la familia, pensó Batu.

Entonces volvió a preocuparlo el silencio. Incluso si los niños y Wu estaban durmiendo, habría tenido que escuchar alguna cosa: el canto de los grillos, la respiración de Wu, a su hijo hablando en sueños. En cambio, el silencio era absoluto.

Apagó la lámpara y sacó la daga. Si los grillos no cantaban, era porque alguien rondaba por el recinto. Abrió la boca para llamar a su esposa, pero lo pensó mejor y permaneció en silencio. Wu no era precisamente la típica mujer indefensa de un noble shou. Si ella estaba en la casa con el intruso, entonces era este quien estaba en peligro.

Después de esperar que los ojos se acostumbraran a la oscuridad, Batu espió a través de la puerta que daba al primer patio. Tampoco allí había ningún rastro de los habitantes ni de violencia. Las otras habitaciones permanecían a oscuras, y el pavimento de piedra del patio parecía tan frío y carente de vida como las ruinas de alguna antiquísima ciudadela.

El general permaneció en el salón durante casi un minuto con la mirada puesta en las sombras del patio. Hacía algo más que estar atento a un movimiento o un sonido: intentaba llegar a los rincones más oscuros con su ki, su energía vital, y sentir qué había allí. Wu llamaba a esta mirada intangible «el toque ki», y había intentado varias veces que su esposo aprendiera la técnica.

Por desgracia, Batu no la había aprendido muy bien. Él era lo que Wu llamaba con picardía un «hombre unidireccional», un hombre cuyos sentimientos, y también sus pensamientos, estaban regidos por la mente. Aun esforzándose, apenas si había sido capaz de notar la presencia de seis sirvientes que Wu había hecho que se ocultaran en una habitación a oscuras. En este momento, no sentía otra cosa que el temor de que a su familia le hubiera pasado algo terrible.

Sin apartarse de la sombra protectora de los aleros de los edificios, el general rodeó el primer patio y se detuvo junto a la habitación de invitados. Cuando no escuchó nada en el interior, deslizó uno de los paneles de papel.

Un escalofrío le corrió por la nuca, y el general tuvo la absoluta certeza de que alguien lo esperaba en el segundo patio. Se sintió dominado por una multitud de emociones: decisión, furia, incluso miedo. Vio una silueta apenas perceptible recortada en la pared opuesta, y se preguntó sí por fin había conseguido experimentar el toque ki.

Sin apartar la mirada de la silueta, Batu avanzó por el suelo de madera encerada con la lentitud de un caracol. Contra el fondo de papel oscuro, apenas si podía distinguir la sombra de la silueta de la oscuridad que la rodeaba. Tenía miedo de que si desviaba la mirada de la silueta desaparecería, pero seguía allí cuando llegó al otro lado de la habitación. Batu se arrodilló, tendió una mano y deslizó unos centímetros el panel de la puerta. A través de la abertura, vio una figura vestida con un maitung oscuro. El hombre permaneció inmóvil.

En el mismo instante, el general oyó el susurro de unas zapatillas de seda a unos pocos pasos a su derecha. Comprendiendo que estaba a punto de ser víctima de una emboscada, se lanzó a la izquierda y rodó sobre sí mismo con la daga levantada para protegerse. Sintió un dolor agudo en el antebrazo, sus dedos perdieron la fuerza y la daga cayó al suelo. El interior del salón estaba tan oscuro que Batu no podía ver al atacante.

El general rodó hacía el asaltante en un intento por enredar las piernas del adversario. No encontró nada excepto el duro suelo; entonces dos pies saltaron detrás de él con la gracia de un felino. Algo lo golpeó en el omóplato con la fuerza de un martillazo, y el dolor le corrió por toda la espalda.

El golpe había sido muy doloroso, pero Batu comprendió la verdadera intención del atacante y supo que había tenido suerte. Su oponente había intentado descargar un puntapié por debajo del omóplato para alcanzar una línea de nervios vulnerable que los expertos de kung llamaban «meridiano de la vejiga». Aunque el general no practicaba el Camino de la Mano Vacía, conocía lo suficiente del arte como para reconocer sus técnicas debilitantes.

Sin hacer caso del dolor, Batu se levantó de un salto. El atacante lo había golpeado dos veces. Si le dejaba asestar el tercero, quizá fuera el último y definitivo.

En cuanto Batu se puso de pie, el asaltante adoptó una de las posturas características de kung. Era más bajo que el general y de cuerpo menudo. Para camuflarse en la noche, vestía una prenda parecida a un pijama de color negro llamada samfu, y un pañuelo negro le ocultaba la cara. El efecto era tan completo que a Batu le pareció que luchaba contra una sombra.

De pronto, la silueta se relajó. Atento a la posibilidad de que esta podía ser su única oportunidad para sobrevivir al combate, el general buscó su espada.

Con un movimiento velocísimo, la sombra adoptó la postura de la grulla blanca y descargó un puntapié. El golpe seco de los dientes resonó en la cabeza de Batu, y se sintió volar por los aires. Se le pusieron los ojos en blanco y se hundió en el vacío.

Batu cayó a través de la esfera negra de la nada durante toda una eternidad. «Estoy muerto —pensó—. No hay ninguna duda. Si la patada no me destrozó el cráneo, el asesino acabó la faena durante mi desmayo. Y si acaso no me mató, mi cuerpo se ha secado y podrido a lo largo de tantos años de caída».

Se sentía furioso y apenado. El asesino, sin duda enviado por Kwan, le había robado la oportunidad del librar la ilustre batalla.

Pensó en el destino de su familia. Tuvo miedo de que el asesino también los hubiera matado. Por fortuna, si habían sobrevivido, no tenía razón para preocuparse. Wu sabía dónde estaba escondido el oro y tenía la capacidad suficiente para cuidar de la familia ella sola. La confianza que tenía Batu en la inteligencia y el valor de su esposa le había permitido ir al combate sin tener miedo a la muerte. Pasara lo que pasara, Wu saldría adelante.

Batu dejó de caer y vio que descansaba en unas nubes negras. Perdió toda noción del tiempo. Se preguntó si las tinieblas y la soledad eternas era lo que todo hombre encontraba en el más allá, o si solo era un tormento especial reservado a los generales que morían sin haber cumplido su destino.

Transcurrida otra eternidad, Batu oyó una risita tímida. Todo seguía oscuro, pero olió el aroma de un perfume de mujer. Unas manos suaves le masajearon el pecho, y se sintió acunado en un regazo tibio. Con un profundo suspiro de alivio, Batu comprendió que por fin había llegado a la Tierra de la Suprema Felicidad.

Lo sorprendió descubrir que se trataba de una región de placer sensual. Como la mayoría de los shous, había imaginado que se trataba de un lugar de estricto orden burocrático, donde todos los seres se movían en perfecta armonía, y todos los asuntos se realizaban de acuerdo con el plan perfecto del emperador celestial. Era una revelación que no le desagradaba. La perspectiva de ocupar un destino oscuro en la burocracia infinita no se podía comparar con la posibilidad de pasar la eternidad acunado en el regazo de una mujer hermosa.

Batu oyó una segunda risita y a continuación se sintió arrastrado sobre un suelo, un suelo sólido.

—Respira, esposo mío. —La voz sensual pertenecía a su esposa, Wu. Notó que sus manos fuertes le masajeaban el pecho.

—¿Wu? —preguntó Batu. Pronunció el nombre con su jadeo ahogado, y un terrible pinchazo de dolor le recorrió la mandíbula. Sin hacer caso del dolor y la rigidez en el rostro, añadió—: ¿Tú también estás muerta?

A los pies de Batu sonaron un par de risitas.

—No, esposo. Ni tampoco tú.

Batu frunció el entrecejo y después sacudió la cabeza. El movimiento le provocó dolor en toda la parte inferior del rostro, y comprendió que su espíritu continuaba ligado al cuerpo. Abrió los ojos; poco a poco consiguió enfocar el rostro de su esposa. Le acunaba la cabeza sobre el regazo. Su sedoso pelo colgaba suelto por detrás de los hombros, y en sus delicadas facciones se veía una expresión tensa. Vestía un samfu negro, y un pañuelo negro le rodeaba el cuello.

—¿Tú eras el asesino? —preguntó Batu. Antes de que Wu pudiera responder, sonaron más risas a los pies de Batu. El general miró hacia abajo y vio a sus dos hijos arrodillados allí—. ¡Cómo os atrevéis a reíros de vuestro padre! —exclamó con dureza—. ¡Marchaos! —Ji y Yo se levantaron en el acto y se disponían a salir cuando Batu añadió—: Esperad. Supongo que vuestro padre tiene un aspecto ridículo, ¿verdad? Venid aquí y dadme un abrazo.

En la penumbra, Batu solo vio las sonrisas de sus hijos. Corrieron a su lado: Ji, el niño de cinco años, por la izquierda y Yo, la niña de cuatro, por la derecha. Lo abrazaron sin preocuparse de evitar los golpes que le había infligido la madre, pero a Batu no le importó. Su alegría podía más que el dolor.

Después de unos momentos, los niños se apartaron, y Wu les ordenó que fueran a buscar a su abuelo para que los acompañara a la cama. Batu intentó librarse del abrazo de Wu, pero descubrió que el dolor le impedía moverse.

—¿Qué me has hecho? —preguntó.

—Utilicé el puntapié al nervio del ganso furioso —contestó ella—. Te disponías a empuñar la espada. La única otra elección era romperte el brazo.

Batu se tocó el punto más dolorido, la suave depresión justo debajo de la barbilla. Otro espasmo de dolor le sacudió el cuerpo.

—¿Cuánto tiempo más estaré así?

—No más de una hora —respondió Wu—. Lo lamento de todo corazón. En la oscuridad, solo podía ver tu chia. —Tocó el desgarrado abrigo—. Me pareció tan sucio que pensé que eras un intruso.

—He tenido suerte —exclamó Batu, con una carcajada—. De haber sido un intruso ahora estaría muerto.

En aquel instante, un hombre alto que llevaba una lámpara encendida entró en la habitación.

—He acostado a los niños en el cuarto vecino —anunció.

El hombre llevaba la larga melena gris recogida en el moño característico de los guerreros, y vestía el hai-waitao bordado de un noble shou. Cuando el hombre alto vio que Batu estaba despierto, se detuvo e hizo una reverencia. Como siempre, el rostro firme del noble resultaba impenetrable.

Batu intentó levantarse pero le resultó demasiado difícil. Se conformó con mantener inclinada la cabeza durante unos momentos.

Tzu Hsuang, por favor disculpad que no me levante. Mucho me temo que vuestra hija me haya dejado incapacitado. —Hsuang aceptó la disculpa de Batu con un rígido movimiento de cabeza.

—Sí, es lo que veo —dijo—. Si el daño es permanente, quizá tengamos que nombrarla general de la Marca Norteña.

Batu no pasó por alto el sarcasmo de su suegro. El general sospechó que la silueta de Hsuang había sido el cebo de la trampa de Wu. Si a Batu lo hubiesen engañado en el campo de batalla con una treta de libro, habría renunciado inmediatamente a su cargo como manifestación de vergüenza.

—La trampa estaba muy bien preparada —reconoció Batu—. ¿A quién, además de vuestro humilde yerno, esperabais capturar?

—Vagabundos —respondió Wu, que utilizó el argot shou para definir a los asesinos alquilados.

Tzu Hsuang colocó la lámpara sobre una mesa baja y se sentó en un cojín antes de continuar con la explicación.

—Esta tarde llegó a mi campamento el mensajero de un amigo para comunicarnos los rumores de que no tardarías en ser designado general de la Marca Norteña —dijo Hsuang—. No es necesario comentar que nos mostramos escépticos.

—Tú te mostraste escéptico —lo corrigió Wu—. Al menos hasta que se presentó el asistente del chambelán imperial.

—Se ofreció a acompañarnos hasta tu nuevo hogar —prosiguió Hsuang sin hacer caso del comentario de su hija—. Sin embargo, antes de emprender el viaje, llegó otro mensajero. Este lo enviaba Ju-Hay. —Utilizar el nombre del ministro de Estado era algo pretencioso, pero, cuando se trataba de política, el padre de Wu era dado a la afectación—. El ministro deseaba advertirnos que Kwan está celoso del favor que te dispensa el emperador.

—Cuando llegamos, la casa estaba vigilada por los soldados de Kwan —intervino Wu, sin dejar de masajear las sienes de Batu.

—Los despaché inmediatamente —añadió Hsuang. Señaló a Batu con un dedo acusador—. ¡Entonces entraste en la casa como un asesino!

—¡Un asesino! —exclamó Batu—. Esta es mi casa. ¿Dónde suponíais que iba a dormir?

—No te esperábamos de regreso tan pronto, amor mío —repuso Wu. Movió los dedos al cuello de Batu y lo masajeó suavemente—. Los mensajeros dijeron que habías estado encerrado toda la tarde con el emperador, y que quizá te quedarías con él durante la noche.

Tzu Hsuang observó a su yerno apreciativamente.

—¿Qué pasó exactamente en tu entrevista con el Hijo del Cielo? El último parte de guerra informaba que habías perdido tu ejército y te retirabas ante los bárbaros.

—Antes ya te habíamos dado por muerto —señaló Wu—. Tu carta desde el campo de sorgo daba la impresión de que el enemigo tenía la espada apoyada en tu garganta.

—Conseguí desviar la hoja —replicó Batu, irritado. El comentario de tzu Hsuang sobre la pérdida de su ejército le había picado el orgullo, como estaba seguro que había sido la intención del noble. Aunque el general y su suegro mantenían unas relaciones cordiales, Hsuang casi nunca desperdiciaba la oportunidad de ofender el orgullo de Batu. El viejo noble nunca perdonaría del todo a su yerno que hubiera apartado a Wu de la familia Hsuang.

Como única hija legítima de tzu Hsuang, este no le había negado nada durante la infancia y le había permitido disfrutar de muchos privilegios que generalmente quedaban reservados a los hijos varones de los nobles. Sentados en las rodillas de su padre, Wu había aprendido a administrar los bienes y a dar órdenes con el tono adecuado. Fascinada por la carrera militar, también había dedicado mucho tiempo a seguir a los comandantes del ejército de su padre. Como resultado, había aprendido los conceptos básicos de la doctrina militar, así como a utilizar una variedad de armas, y había comenzado el estudio del arte del kungfu.

Por desgracia para Hsuang, su exceso de complacencia dio como resultado una hija desafiante, al menos según las normas de la nobleza shou. Cuando Wu conoció a un joven oficial llamado Batu Min Ho, ya era una joven independiente y de mucho carácter, además de poseer una gran belleza. A pesar de las diferencias de posición social, Batu había puesto todo su empeño en ganar el amor de Wu.

Tal como se desarrollaron las cosas, conquistarla había sido la parte más sencilla del conflicto que se suscitó después. Las firmes facciones de Batu, su manera directa y el cortejo tenaz habían atraído a Wu, así que la muchacha encontró muchos pretextos para disfrutar de su compañía. Por fin, acabó tan enamorada del joven oficial como él lo estaba de ella.

Pero, dada la importancia de su rango, Hsuang no tenía ningún deseo de ver casada a su hija con el hijo de un pequeño terrateniente, sobre todo con alguien al que solo tres generaciones lo separaban de sus antepasados bárbaros. El noble había prohibido a su hija que viera a Batu, y después había arreglado matrimonios más acordes con su rango. En cada ocasión, Wu había espantado al pretendiente con sus modales poco dignos e irrespetuosos. La hostilidad entre padre e hija llegó al fin a un punto en que Hsuang ya no pudo soportar más. Consintió en que se casara con Batu Min Ho, con la condición de que este consiguiera el grado de general.

Batu y Wu no tardaron en darse cuenta de que Hsuang procuraba ganar tiempo, en la esperanza de que su hija acabaría por superar lo que él consideraba un capricho por un soldado de clase baja. Pero el noble había subestimado la decisión del joven oficial y su amor por su hija. Batu abandonó el ejército privado de Hsuang y se alistó en el ejército imperial. Al cabo de quince años se convirtió en uno de los generales más jóvenes del imperio.

Por su parte, Wu resistió todos los matrimonios organizados por su padre. Tzu Hsuang, que era un hombre de palabra, no pudo oponerse a la boda cuando Batu Min Ho regresó vestido con el uniforme de general shou.

El joven general había pensado que las relaciones con Hsuang se mantendrían tan frías como antes. Para su sorpresa, el noble comenzó a tratarlo con respeto aunque un poco a regañadientes. Hsuang había dejado claro que nunca se reconciliaría con el hecho de que su hija se hubiera casado fuera de la aristocracia, pero también había expresado su admiración por la perseverancia del joven en la conquista del la muchacha.

Wu dejó de masajear el cuello de Batu. El general notó que el dolor había disminuido aunque le costaba moverse.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que pueda volver a casa con los niños? —preguntó Wu.

Tzu Hsuang se encargó de responder a la pregunta antes de que Batu pudiera abrir la boca.

—Tu casa está ahora en la corte del emperador, hija. —A pesar del disgusto del noble ante el estado de Batu, su voz tenía un tono de orgullo.

—Mi casa está en Chukei —afirmó Wu mientras acompañaba a Batu hasta el sofá—. Ni siquiera el amor de mi marido por la guerra puede cambiar ese hecho.

En cualquier otra familia, su réplica habría sido considerada como muy irrespetuosa. Sin embargo, Hsuang había renunciado hacía mucho tiempo a imponer a su hija cualquier sentido del decoro. En consecuencia, apeló a Batu.

—¿No puedes controlar la lengua de tu esposa? —preguntó.

—No más de lo que vos podéis controlar a vuestra hija —replicó Batu con una sonrisa un tanto maliciosa.

Wu apartó las manos que sostenían a Batu y lo dejó caer bruscamente en el sofá.

—Ambos haríais muy bien en recordar que los niños y yo no somos muebles.

La acritud en el tono de su esposa sorprendió a Batu. Comprendió que Wu estaba muy preocupada por alguna cosa que todavía no había manifestado.

—Existe el riesgo de que los bárbaros aíslen a Chukei del resto de Shou Lung —dijo el general, mientras intentaba acomodarse lo mejor posible en el sofá—. Estaréis más seguros con el emperador hasta que pase el peligro.

—Entonces acaba rápido con esta guerra, esposo mío —manifestó Wu con una mirada feroz—. Nuestros hijos nunca estarán seguros en la corte del emperador, y es muy egoísta exponerlos a tanto peligro.

—No digas tonterías, Wu —intervino tzu Hsuang—. Dejaré a mi senescal para que se encargue de tu seguridad, pero no tienes motivos para preocuparte. Los bárbaros jamás llegarán al palacio de verano.

—No me preocupan los bárbaros —contestó Wu, que miró hacia la habitación donde dormían los niños. Después, al advertir por la expresión de su esposo y de su padre que ninguno de los dos había entendido el significado de sus palabras, añadió—: ¿No lo veis? Somos rehenes. Si Batu fracasa, o incluso si ofende demasiado a la persona equivocada, nos matarán.