12
El tubo de ébano
A mil seiscientos kilómetros al este de Yenching, la esposa de Batu yacía medio despierta, sin saber nada de la gran victoria obtenida por su marido aquella mañana. Ya era de día, y la luz del sol se filtraba en el dormitorio. Wu comprendió que, a esta hora, Ji y Yo la esperaban impacientes por desayunar.
La esposa del general intentó levantarse, y sintió fuego en el estómago. Lanzó un grito y, dejándose caer sobre la almohada, se llevó una mano al estómago. Un vendaje húmedo le envolvía la cintura. Qwo apareció desde un rincón y pasó un paño mojado por la frente de la mujer.
—No te muevas, ama.
Wu apartó la mano y contempló la sangre que tenía en la palma.
—¿Qué es esto? —preguntó. Hizo un esfuerzo por despejarse.
—Lo sabes mejor que yo —replicó Qwo, enfadada. Limpió la sangre de la palma de Wu—. Anoche regresaste a casa en este estado.
Mientras Qwo se volvía para enjuagar el paño, Wu recordó los sucesos de la noche anterior: la persecución de Ju-Hay hasta la casa de Ting Mei Wan, la rápida búsqueda que le había permitido hacerse con el tubo de ébano que Ting llevaba cuando había llegado el ministro de Estado y el inesperado encuentro con el guardia cuando abandonaba la casa. El centinela la había pillado por sorpresa, al salir de una garita que estaba vacía cuando había entrado. Si el guardia le hubiese dado el alto antes de atacarla, quizás habría salvado la vida Pero, cuando Wu sintió el filo del chiang-chun sobre su estómago, reaccionó por instinto y lanzó el golpe del pico de águila contra el hueso temporal del soldado. El hombre cayó muerto con el arma en la mano.
Wu emprendió el regreso a su casa sin preocuparse del silencio o el sigilo. Solo intentó restañar la herida. No se había atrevido a comprobar el alcance de la lesión, porque ya sabía que era grave. Si perdía tiempo en examinarla, corría el riesgo de desvanecerse antes de poder pedir ayuda.
En su casa, únicamente los guardias de la puerta habían regresado de la inútil búsqueda del espía de Ju-Hay. Incluso herida y débil por la pérdida de sangre, Wu escaló el muro y entró en la casa en silencio. La última cosa que recordaba era que había atravesado el patio con pasos trastabillantes y había llamado a Qwo.
La criada acabó de enjuagar el paño y se volvió hacia la herida.
—El tubo —le preguntó Wu—. ¿Qué contiene?
—No lo sé. —Qwo suspiró—. Espiar no es asunto de mujeres.
—Tráelo —dijo Wu. Con un tremendo esfuerzo por contener el dolor, la mujer se acomodó en una posición semisentada mientras Qwo sacaba el tubo de una cajonera. Cuando Wu tendió una mano para cogerlo, vio que la tenía otra vez cubierta de sangre—. Léemelo tú —pidió.
Con un gesto de reproche, la vieja criada quitó la tapa del tubo y sacó un rollo de papel. Lo desenrolló y miró el texto estrechando los ojos. Comenzó a leer poco a poco.
—«Poderoso señor: vuestra humilde servidora os suplica perdón por su prolongado silencio. Los guardias capturaron a vuestro mensajero hace mes y medio cuando escapaba del palacio de verano. Aunque prefirió morir antes que revelar mi identidad, las medidas de seguridad han sido reforzadas notablemente. Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, ni siquiera yo puedo pasar libremente, si bien lo he intentado varias veces para ponerme en contacto con vuestros agentes en la ciudad».
Qwo hizo una pausa para mirar a Wu.
—¿Quién es este «Ilustre Emperador de Todos los Pueblos»? —preguntó.
—El comandante enemigo —le contestó Wu, impaciente—. Continúa.
—«Tengo muchos informes» —leyó Qwo—. «El emperador ha relevado al general Kwan de la responsabilidad de la guerra contra vuestros indestructibles ejércitos, y ha sorprendido al mandarinato con el nombramiento de un joven general de Chukei, Batu Min Ho, para dirigir la campaña. Batu está muy bien considerado por los hombres más sabios de esta corte, que solo son como velas si se los compara con vuestro brillo. Se rumorea que corre sangre tuigana por sus venas. Quizás esta sea la razón de que lo tengan por muy astuto».
La vieja criada hizo una nueva pausa, incapaz de contener una sonrisa ante las referencias encomiosas al marido de su ama.
—Prosigue —insistió Wu. Qwo frunció el entrecejo por la prisa de la joven, pero hizo lo que le pedía.
—«El emperador le ha dado a Batu ciento cincuenta mil soldados. Estas tropas provienen de cinco ejércitos provinciales de veinte mil hombres cada uno y el resto, de veinticinco ejércitos de nobles. Vos habéis combatido y derrotado a estos últimos, que están al mando de tzu Hsuang Yu Po…». —Al mencionar la derrota de Hsuang, a Qwo se le hizo un nudo en la garganta. Carraspeó y siguió con la lectura— «y las noticias de la derrota fueron recibidas con mucho pesar por la corte. No puedo deciros nada del paradero de los ejércitos de Batu. Ha desaparecido con todas las tropas, y nadie sabe cómo. Intentaré descubrir dónde está. Mientras tanto, he aprovechado el misterio para difundir rumores sobre la presunta deserción del general Batu para unirse a las poderosas fuerzas de vuestro invencible ejército».
—La estrangularé con sus propias tripas —exclamó Wu. El ardor de sus palabras le provocó un espasmo de dolor en el estómago, y soltó un gemido.
—Tendrás que esperar un tiempo —comentó Qwo.
—Tú sigue leyendo —le ordenó Wu—. Necesito saber qué más le ha hecho esta traidora a mi familia.
—«Solo me queda por informar sobre un último punto, Dispensador de la Justicia Final. El emperador Kai Chin no tuvo nada que ver con el atentado contra vuestra vida, e incluso ahora desconoce la participación de Shou Lung. Dos de mis colegas mandarines, los ministros Kwan Chan Sen y Ju-Hay Chou, fueron los que enviaron al asesino hu hsien. Después de vuestra victoria final, sería para mí un gran placer, como vuestro regente shou, aplicar el máximo castigo a esos perros asesinos. Hasta que nos encontremos, os saluda vuestra más dedicada y leal servidora».
—¿Puede ser verdad? —le preguntó Qwo a su ama—. ¿Solo dos hombres iniciaron esta guerra?
—Quizá —contestó Wu, asombrada por la última revelación—, aunque ya no tiene importancia. Ahora no se puede detener la guerra, ni siquiera con cien mil hombres. Debemos llevar este mensaje de inmediato al emperador.
—Buscaré a Xeng —decidió Qwo, mientras enrollaba el papel—, y le diré que se lo lleve al ministro Ju-Hay…
—¡No! —gritó Wu. El esfuerzo aumentó el dolor de la herida—. Hay que dárselo directamente al emperador.
—Xeng nunca conseguirá una audiencia —protestó Qwo.
—Tiene que hacerlo —replicó Wu. Tenía miedo de encargar a Xeng una misión tan delicada y al mismo tiempo sabía que no tenía otra elección. Era obvio que no podía llevar el mensaje personalmente—. No podemos confiar en Ju-Hay. Esta carta lo acusa de un acto terrible. Quizá no quiera que llegue a manos del emperador.
—Pero tu padre confía en él —afirmó la vieja criada.
—Mi padre no sabe que el ministro inició esta guerra y tampoco lo vio compartiendo la cama de una espía.
—Eso no es posible —manifestó Qwo. Levantó el mensaje de Ting como quien aleja un espíritu maligno—. La alianza de tu padre con Ju-Hay dura una década. Tiene que haber una explicación para lo que viste.
—Tal vez —repuso Wu—, pero no estoy dispuesta a correr el riesgo. Llama a tu hijo y después tráeme recado de escribir. Una carta de presentación quizá lo ayude a conseguir la audiencia.
Qwo salió del dormitorio, y regresó casi de inmediato con lo indicado. Wu le dictó un mensaje para el emperador. Se disculpaba por haber desobedecido su orden, y a continuación le explicaba lo que había descubierto. Mientras firmaba la carta, rogó para que el Hijo del Cielo no se ofendiera por las manchas de sangre que manchaban el papel.
Xeng llegó, en el momento en que su madre guardaba la carta de Wu y el mensaje de Ting en el tubo de ébano. Wu le explicó rápidamente lo que quería, y le repitió dos veces que solicitara al emperador el envío de un pelotón de sus soldados para reemplazar a los guardias de Ting. En cuanto Wu acabó, Qwo le entregó el tubo a Xeng, y lo besó en la frente.
—Cuídate, hijo mío. Si te descubren los soldados de Ting, dudo mucho que llegues a ver al emperador con vida.
—No debes preocuparte, madre —la tranquilizó Xeng. Apoyó una mano sobre el medallón de jade oculto debajo de la túnica, y al instante su cuerpo y sus prendas cambiaron de color para adoptar los tonos de las paredes del dormitorio—. No le fallaré a la señora Wu.
Cuando Xeng acabó de hablar, Wu ya no podía verlo. El hijo de Qwo no se había vuelto invisible sino que estaba perfectamente camuflado. El único fallo del medallón mágico se hizo evidente cuando el senescal de su padre corrió al panel de la pared y salió. Al moverse, Wu vio una mancha difusa con la silueta de un hombre contra el fondo de la pared.
Tras la marcha de Xeng, la vieja criada apartó la manta que tapaba a Wu y dejó a la vista los gruesos vendajes empapados de sangre.
—Necesitas un doctor —dijo con un tono casi de reproche.
—En cuanto regrese Xeng, pero no antes. Quizá Ting no sabe quién le robó el mensaje. Hasta que el emperador no la arreste, es demasiado peligroso revelar que estoy herida. La presencia de un médico podría conducirla hasta nosotros.
—Entonces debemos confiar en que Xeng pueda ver al emperador lo antes posible —señaló la vieja. Quitó los vendajes sucios y colocó unos nuevos. En aquel momento, sonaron unas pisadas infantiles en el patio de piedra.
—¡Los niños! —exclamó Wu. Apartó a la criada—. ¡No dejes que me vean en este estado!
Qwo tapó con la manta a Wu, y después se volvió para ir al encuentro de Ji y Yo, pero ya era tarde. Se deslizó uno de los paneles, y Ji entró en el dormitorio, seguido por su hermana.
—¡Mamá! —gritó, al tiempo que señalaba con el dedo hacia la entrada de la casa—. ¡Viene la esposa del emperador!
Wu y Qwo cruzaron una mirada, confusas y alarmadas.
—¿La Emperatriz Resplandeciente? —le preguntó Wu—. ¿Estás seguro?
—¡La acompañan muchos soldados! —afirmó Ji.
—¿Cómo sabes que es la emperatriz y no una consorte, niño? —lo interrogó Qwo, con una mirada severa.
—Porque la he visto antes —respondió Ji, con aire ofendido ante la duda de la criada—. En la casa del emperador…
—Nunca has estado en los Salones Prohibidos —intervino Wu.
—¡Sí que hemos estado! —insistió Yo—. ¿No lo recuerdas? ¡Me quedé dormida!
—No estábamos en los Salones Prohibidos —le explicó Wu—. Estábamos en el Salón de… —Se interrumpió en la mitad de la frase, al comprender que Ji y Yo se equivocaban en algo más que en el edificio donde habían estado. Aparte de Wu, la única mujer presente aquella noche en el Salón de la Suprema Armonía había sido Ting Mei Wan—. Qwo —exclamó—, ¡se refieren a Ting!
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la criada con el rostro pálido.
Wu apartó la manta e intentó levantarse, pero el esfuerzo le provocó un dolor insoportable. Tampoco podía huir. Sería un milagro si alcanzaba a llegar a la puerta.
—Recíbelos en la entrada e intenta demorarlos todo lo que puedas —le ordenó Wu.
—Demorarlos —repitió Qwo, atolondrada—. Lo intentaré. —Se marchó casi a la carrera hacia el frente de la casa.
Wu se volvió hacia los niños, que miraban el vendaje con los ojos desorbitados. A Wu se le hizo un nudo en la garganta y casi se echó a llorar. Tenía más miedo que nunca en toda su vida, pero solo por sus hijos.
—Venid aquí, pequeños míos —dijo, y extendió los brazos. Los niños obedecieron con la mirada puesta en la herida. Se les llenaron los ojos de lágrimas y comenzaron a gimotear—. Schsss… —susurró Wu al tiempo que los abrazaba con fuerza. Apenas si podía contener sus propias lágrimas—. Mamá está herida, pero debéis ser valientes. Viene gente mala.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Ji, que contuvo los sollozos y se quitó las lágrimas de los ojos con la mano.
Wu deseó tener una respuesta. ¡Si pudiera sostenerse de pie lo suficiente como para ayudar a Ji y Yo a escalar el muro! Pero, aun si escapaban, los pequeños se encontrarían solos y perdidos en la inmensidad del palacio de verano. La única posibilidad era esconderlos y confiar en que Xeng regresara con ayuda. Soltó a sus hijos.
—¿Tenéis un buen lugar donde esconderos? —inquirió.
—¡Debajo del suelo! —contestó Yo. Señaló con uno de sus regordetes dedos hacia el centro de la habitación—. Cuando me escondo allí, Ji nunca me encuentra.
—¡Porque haces trampas! —protestó Ji, con el entrecejo fruncido.
—Ahora no tiene importancia —dijo Wu, que apoyó una mano sobre el hombro del niño—. Estas personas os buscarán mucho más que cuando jugáis. ¿Estáis seguros de que es buen escondite?
Los niños se miraron sin saber muy bien qué decir. Por fin, Ji contestó a su madre:
—Es pequeño y muy oscuro.
—Muy bien. Escondeos ahora mismo, y no salgáis hasta que Xeng, Qwo, o yo os lo digamos. —Wu besó a los niños y les dijo que se fueran. Apenas habían salido del dormitorio, cuando oyó la voz de la criada en el patio.
—Os lo repito, ministra Ting. La señora Wu está enferma. No recibe visitas.
—Razón de más para verla —replicó Ting—. Ahora, apartaos.
—Me niego —dijo Qwo.
—¡Guardias! —rugió Ting.
El sonido de un breve altercado sonó en el exterior, seguido por el estrépito de veinte pares de botas a través del patio de piedra. Wu se ajustó la manta para ocultar el vendaje, y se preparó para recibir a Ting.
No tuvo que esperar mucho. Un par de segundos después, un soldado apartó bruscamente el panel y dos guardias con armaduras verdes entraron en el dormitorio, con las armas en alto. Ting entró tras ellos escoltada por Qwo, que no dejaba de protestar.
—¿Qué significa todo esto? —le preguntó Wu a la ministra con un gesto de enfado—. ¿No veis que estoy enferma?
—Perdonad la intrusión —contestó Ting, aunque era obvio que no le importaba si Wu la perdonaba o no. La ministra se dirigió a uno de los guardias—. Destápala. —El soldado frunció el entrecejo, asustado por tener que invadir la intimidad de una mujer noble. Sin embargo, cumplió la orden. Ting señaló el vendaje, que ya aparecía manchado de sangre—. Así que fuisteis vos —dijo—. Qué desilusión.
—¿Qué queréis decir?
—Anoche, un espía entró en mi casa y robó un importante documento oficial —contestó Ting, que se acercó a la cama—. El espía mató a un guardia mientras escapaba, pero resultó herido. Como salta a la vista, estáis herida.
—¿Esto? —replicó Wu, señalando el vendaje—. Qwo y yo cortábamos una pieza de seda y se resbaló el cuchillo.
—Lo dudo —repuso Ting—. Evitadme la molestia de revisar vuestra casa. Devolved el documento y ni vos ni vuestra familia sufriréis ningún daño.
Incluso si en aquel momento el tubo de ébano hubiese estado en su poder, Wu no se lo habría dado. Sabía muy bien que Ting era una mentirosa, y la ministra no se podía permitir dejar vivo a nadie que conociera su secreto. En respuesta a la exigencia de la traidora, Wu se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué documento? —preguntó, dispuesta a fingirse inocente, aunque no esperaba engañar a la ministra. Si, tal como sospechaba, los guardias de Ting no formaban parte de la conspiración de la mandarina, Ting tendría que hacer la pantomima de demostrar la culpabilidad de Wu antes de hacerle ningún daño. Esto llevaría tiempo, y, cuanto más pudiera demorarlo, más posibilidades tenía de que Xeng regresara con ayuda.
Por desgracia, Xeng no tenía mucha suerte. Se encontraba en la entrada de la Plaza del Deleite Celestial, en cuyo centro se erguía el Salón de la Suprema Armonía. El medallón continuaba activado y el camuflaje era perfecto, pero la magia del artilugio solo funcionaba durante un tiempo determinado y no faltaba mucho para que dejara de surtir efecto. Después había que esperar un día para reactivarlo.
Los guardias del emperador estaban formados hombro con hombro alrededor del Salón de la Suprema Armonía, con las armas preparadas, y las tropas de coraza verde del ministerio de Seguridad del Estado llenaban toda la plaza. Xeng comprendió que Ting había reforzado las medidas de seguridad, tal vez con la excusa de un posible atentado contra la vida del Hijo del Cielo. Aun así, Xeng confió en que, dada la información que llevaba en el tubo de ébano conseguiría la audiencia siempre que lograra hablar con el chambelán.
Pero para ello tenía que pasar entre los guardias de Ting. Aunque sin duda las tropas tendrían orden de detener o matar a cualquiera que intentara ver al Hijo del Cielo, tenía que intentarlo, porque la vida de Wu dependía de su éxito.
En otros tiempos, el senescal no se habría preocupado para nada por la seguridad de Wu. A los quince años, un amigo le había comentado su gran parecido con tzu Hsuang, y Xeng acabó por comprender por qué el noble se interesaba tanto por su bienestar. Pero, en lugar de agradecer la atención y el cariño de Hsuang, Xeng se había comportado de una manera mezquina y odiosa porque nunca se le reconocería su auténtico linaje. Pese a ello, Wu siempre lo había tratado con amabilidad y respeto, y había tolerado sus comentarios rencorosos con una gracia que solo servía para enfurecerlo todavía más.
Xeng se había mantenido hostil durante casi cinco años, hasta que su madre se hartó de su comportamiento y le pidió que abandonara el castillo de Hsuang. Fue Wu, el objeto de buena parte de su hostilidad, la que intercedió por él y consiguió que Qwo reconsiderara la decisión. Aunque Wu nunca había dicho nada, quedó claro que estaba enterada del parentesco y que no quería que su hermanastro sufriera ningún perjuicio. Después de aquello, la actitud de Xeng cambió radicalmente. Wu había reconocido de una manera sutil su linaje y sus derechos hereditarios incluso más que su madre. Como resultado, ahora estaba dispuesto a todo por defender a su hermanastra.
El joven avanzó poco a poco para aprovechar al máximo el camuflaje. Había utilizado muy a menudo el medallón mágico para espiar a los enemigos de su padre, pero nunca había intentado pasar entre tantos hombres armados.
En un minuto avanzó treinta pasos y llegó al cordón formado por las tropas de Ting. Permanecían en posición de firmes en grupos de diez, cada pelotón de cara a una sección distinta de la plaza y separados por una distancia de diez metros. Xeng escogió los dos pelotones que tenía más cerca. Se movió poco a poco, vigilando dónde pisaba para no tropezar ni mover alguna piedra suelta. Aunque el corazón le golpeaba en el pecho con la fuerza de una maza y sus pulmones reclamaban más aire, se obligó a sí mismo a respirar casi al mínimo.
Sin embargo, en varias ocasiones, un centinela forzaba la mirada o sacudía la cabeza mientras Xeng avanzaba. Entonces, el senescal se detenía y no volvía a moverse hasta que el guardia miraba en otra dirección. Por fin, ocurrió el desastre. Dos centinelas lo vieron al mismo tiempo.
—¿Has visto algo? —le preguntó el centinela de la izquierda a su compañero de la derecha, que se frotaba los ojos.
—Una mancha.
Xeng comprendió que estaba en un aprieto. Dio media vuelta y, sin preocuparse de que facilitaba la visión de los perseguidores, corrió hacia la entrada. Los dos guardias dieron la voz de alarma, y fueron tras la forma borrosa.
Experto en eludir las persecuciones cuando estaba camuflado, el joven no tuvo pánico. De pronto se detuvo y se arrojó al suelo boca abajo. Después, retrocedió un poco en dirección al Salón de la Suprema Armonía y permaneció inmóvil. Los soldados comenzaron a gritarse los unos a los otros sin entender lo que ocurría, y daban informes contradictorios sobre su posición.
Xeng continuó inmóvil durante unos instantes, mientras consideraba la situación. Era obvio que las tropas de Ting deseaban capturarlo, porque más de un centenar de ellos corrían por la plaza, dando golpes a diestro y siniestro con las alabardas. Al observarlos comprendió que los preocupaba más evitar su entrada en el Salón de la Suprema Armonía que atraparlo. Otro grupo muy numeroso de guardias había formado una barrera entre él y su objetivo. Detrás de las tropas de Ting, los soldados del emperador observaban el desarrollo de los acontecimientos sin moverse de sus puestos.
Dos pelotones avanzaron hacia la entrada para cortar la ruta de escape del intruso. Al ver que no tenía ninguna posibilidad de acercarse con vida al emperador, decidió escapar.
Xeng se puso de pie y corrió junto al muro, en dirección contraria a la entrada. Cuando las tropas advirtieron su presencia, volvió a echarse al suelo y se arrastró hacia la puerta. Había fracasado en su misión, pero no estaba todo perdido. Todavía conservaba el tubo de ébano, y Wu inventaría algún otro plan para entregárselo al Hijo del Cielo.
Pero en aquel mismo momento Wu necesitaba con desesperación el socorro del emperador. Yacía en el suelo, donde la habían arrojado los guardias de Ting cuando comenzaron la búsqueda del documento robado. Qwo estaba junto a su ama, y la cabeza de Wu descansaba en el regazo de la criada.
En cuestión de minutos, la casa de Wu había quedado convertida en una ruina. Pese a la centena de hombres que buscaban por todo el recinto, las tropas de la ministra de Seguridad del Estado no habían encontrado nada, ni siquiera a los niños. Ting Mei Wan se paseaba furiosa por el dormitorio, y su guardia personal se mantenía apretada contra las paredes para dejarle espacio.
—¿Dónde está? —preguntó Ting por enésima vez.
—No sé lo que buscáis —jadeó Wu, una vez más.
—¡Mentirosa! —gritó Ting—. Habéis agotado mi paciencia. —Se volvió hacia dos de los guardias, y después señaló a Qwo—. ¡Cogedla!
—¡No! —exclamó Wu, que se sentó con un gran esfuerzo. Los guardias sujetaron a la vieja por los brazos y la arrastraron hasta Ting—. ¡Ella no sabe nada!
—Entonces decidme quién lo sabe —replicó la ministra, con los ojos entornados.
—¡No le digas nada a esta traidora! —gritó Qwo, que lanzó un escupitajo contra el rostro de Ting.
Un soldado cogió un pañuelo de la mesa de noche de Wu y se lo dio a Ting. Sin desviar la mirada de la vieja, la mandarina se limpió la saliva de la frente.
—Matadla —ordenó, con voz calma.
Los guardias palidecieron, pero uno de ellos desenvainó su pi shou de veinticinco centímetros. La daga reflejó la luz del sol.
—¡Esperad! —exclamó Wu, casi sin fuerzas. La situación de Qwo y la repugnancia de los soldados le habían dado una idea—. No somos traidoras —añadió, dirigiéndose a los guardias—. Ting es la traidora. —Su voz tembló por el esfuerzo y la fatiga—. El documento que busca es la prueba de su perfidia.
Un veterano al que le faltaba la oreja frunció el entrecejo y miró a Ting. Por un momento, la mandarina mostró una expresión confusa, pero se recuperó casi en el acto.
—Si lo que afirmáis es cierto —dijo—, mostradnos el documento.
—¡No! —intervino Qwo, que forcejeó débilmente por librarse de sus captores—. Mi vida no vale nada.
Ting y los soldados se volvieron hacia Wu, expectantes. La esposa de Batu pensó en revelar adonde había ido Xeng. Si la ministra comprendía que la habían vencido, quizá no le haría daño a la criada. Por desgracia, Ting no parecía la clase de mujer que se rinde fácilmente. Wu sacudió la cabeza.
—¡Matad a la vieja! —ordenó Ting, sin apartar la mirada de Wu.
El guardia que empuñaba la daga obedeció sin vacilar. Qwo soltó un grito espantoso, y después se sacudió mientras la vida escapaba de su cuerpo. El hombre retorció la daga y la hundió todavía más para acabar la tarea. Cuando retiró el arma, el cadáver de Qwo cayó al suelo.
—Ahora me diréis… —comenzó a decir Ting, pero se interrumpió al oír unos gimoteos—. ¿De dónde viene ese llanto? —preguntó la ministra.
Un guardia se puso de rodillas y apoyó la oreja contra el suelo.
—Al parecer, de debajo de la casa —contestó.
—¡Cogedlos! —ordenó Ting, señalando el suelo—. Quizás ellos convenzan a la traidora de que debe confesar.
Varios guardias corrieron al exterior de la casa, y otros utilizaron las armas para levantar las tablas del suelo.
—¡Solo son niños! —rogó Wu—. ¡Dejadlos en paz!
—Nada me complacería más —repuso Ting—. No deseo hacer daño a un niño. Sin embargo, su destino está en vuestras manos.
Wu se arrastró hasta conseguir ponerse de rodillas, sin hacer caso del dolor de la herida.
—No permitiré que hagáis daño a Ji o a Yo —advirtió a la ministra.
—Entonces, ¡decidme dónde habéis ocultado mi documento! —vociferó Ting.
Se miraron la una a la otra durante unos segundos. Wu respiraba lenta y pausadamente, buscaba recuperar las fuerzas necesarias para defender a sus hijos. Varios guardias se situaron en posición defensiva a los costados de Ting.
Wu sabía que la ministra la mataría le entregara o no el documento. Podía aceptar su destino porque no tenía otra elección. Pero no estaba dispuesta a sacrificar las vidas de sus hijos, ni siquiera por el bien del imperio. Por fortuna, había dos maneras de salvarlos. Solo una significaba entregarle a Ting lo que deseaba.
—Aquí están —anunció uno de los guardias, al levantar el quinto tablón. Metió una mano en el agujero y sacó a Yo. La pequeña estaba hecha un ovillo, sucia de tierra, y lloraba a moco tendido. El soldado se la pasó al veterano al que le faltaba una oreja. Volvió a meter la mano. Lanzó un grito y maldijo en voz alta—. ¡Me ha mordido!
—¿Qué esperabas? —le preguntó el veterano. Dejó a Yo en el suelo, y metió la cabeza y los hombros por debajo del suelo—. Ven aquí, pequeño tigre.
Yo aprovechó la oportunidad para escurrirse junto a su madre. Sin desviar la mirada de Ting, Wu la atrajo hacia sí sin dejar de respirar lenta y pausadamente, concentrada en lo que iba a hacer.
El veterano reapareció con Ji al cabo de un momento.
El niño tenía el rostro sucio de tierra y lágrimas, pero su expresión era decidida y furiosa. Intentó arañar la cara del soldado, pero no le alcanzaban los brazos. Ting miró al niño.
—¿Cuál es vuestra decisión? —preguntó la ministra—. ¿Vuestro hijo o el documento?
—Ninguno de los dos, traidora —gritó Wu al tiempo que descargaba la energía acumulada.
La herida de la mujer se reabrió cuando saltó hacia adelante, pero no sintió ningún dolor. Sus pensamientos, su espíritu y su cuerpo estaban enfocados en una sola cosa: alcanzar a Ting.
Wu se movió con tanta rapidez que pilló por sorpresa a todos excepto tres de los guardias. El primero se interpuso en su camino, con la alabarda a modo de barrera. Wu puso rígidos el dedo índice y el mayor en la posición secreta de la espada, y los clavó en la garganta del hombre. Le cortó la laringe. El guardia soltó el arma y se desplomó.
El siguiente descargó un golpe con su chiang-chun contra las rodillas de Wu. La mujer dio un salto para descargar el puntapié del camello en las ingles y el golpe del carnero contra la nariz del soldado. Impulsado por la inercia del arma, el guardia cayó al suelo, agonizante.
Wu no tuvo tanta suerte con el tercer guardia. Cuando apoyó los pies en el suelo, el soldado se adelantó y utilizó el arma como una lanza. La esposa de Batu intentó desviar la hoja con la parada del ala de grulla, pero el hombre era fuerte y mantuvo la pica en posición. La hoja se deslizó entre las costillas de la mujer y le perforó el pulmón.
Al ver el destino de sus dos compañeros, el tercero no quiso correr ningún riesgo. La hoja era como un punzón helado en el pulmón de Wu, y las fuerzas para continuar el combate se le escaparon con el último grito. La embestida del soldado la arrastró casi un metro. Wu aterrizó sobre la espalda con la pica clavada en el pecho. El guardia todavía sujetaba el otro extremo.
Ting no se había movido. La ministra contempló a su atacante con una expresión de asombro, sin darse cuenta de que había estado a punto de morir.
Wu permaneció en el suelo durante lo que le pareció una eternidad, mientras intentaba respirar a través del terrible dolor en los pulmones. Lo único que veía, la única cosa de la cual era consciente, era el guardia que sujetaba la pica. Se trataba de un hombre joven, no mayor de lo que era Batu cuando lo había conocido. El soldado parecía muerto de miedo.
Ji y Yo gritaron y corrieron junto a su madre. El veterano los alcanzó y los retuvo entre sus brazos antes de que pudieran unirse a ella. Recuperada de su asombro, Ting se acercó a los pies de Wu y apartó al asustado guardia. La furia había desaparecido de su rostro. Ahora mostraba una expresión de incredulidad y sorpresa.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué este ataque tan insensato?
—Por… los niños —jadeó Wu. Con cada palabra sentía como si tuviera hielo en lugar de aire en los pulmones. Un gemido de agonía escapó de sus labios.
—¡No es necesario que vean esto! —le dijo Ting al veterano que sujetaba a los niños—. ¡Sacadlos de aquí! —Después hizo un gesto con las manos hacia los demás guardias—. ¡Vamos, apartaos todos! —El veterano salió con los niños, y los otros guardias se situaron junto a las paredes del dormitorio. Ting volvió a mirar a Wu y se arrodilló junto a ella—. ¿Dónde está el tubo de ébano? Ahora ya no tiene importancia. Decídmelo.
—Los niños están a salvo —dijo Wu.
—¿Qué queréis decir? ¿Por qué están a salvo? —preguntó la mandarina, con la cabeza muy cerca de los labios de la moribunda.
—No servirá de nada matarlos… si yo estoy muerta —respondió Wu.
—¿Es eso lo que creéis? —replicó Ting con un tono de pesar—. De todas maneras, deben morir.
—¿Por qué? —Wu había intentado gritar la pregunta pero de sus labios solo escapó un silbido.
—Porque quizá lo saben —contestó Ting, que miró en otra dirección, incapaz de resistir la mirada de Wu,
—¡No! —Wu levantó una mano y sujetó la garganta de Ting. Sus dedos adoptaron la posición de la garra del dragón; pero antes de que pudiera destrozar la laringe de la ministra, el último aliento escapó de sus pulmones.