11
Yenching
En el río Sheng Ti, como en el palacio de verano, la noche era oscura y húmeda. A pesar de la llovizna cálida, el general de la Marca Norteña permaneció en cubierta con el contramaestre. El hombre estaba asomado por la borda con un farol en la mano, vigilando el agua oscura atento a cualquier peligro. Su desnudo torso brillaba con lo que podían ser gotas de lluvia, pero que más bien parecía un sudor nervioso. Cada tanto, daba una orden a otro marinero, que la transmitía de inmediato al timonel. El casco chocó contra algo blando, y Batu contuvo la respiración.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó. Al ver que el contramaestre no le respondía en el acto, Batu temió que hubieran rozado un banco de arena. La crecida estival había acabado hacía dos semanas, y desde entonces el río había vuelto a su cauce normal, lo cual representaba un peligro que hasta entonces no había molestado a la flota del general. Esa noche, una docena de barcos habían embarrancado, y Batu comenzaba a lamentar su decisión de continuar río arriba en la oscuridad—. ¿Contra qué hemos golpeado? —insistió Batu, que apoyó una mano en la espalda desnuda del hombre.
—No lo sé, general, pero no os preocupéis —contestó el contramaestre, sin mirarlo—. Si hubiese sido algo peligroso, nos habría demorado.
Las palabras del contramaestre no tranquilizaron a Batu. La noche, oscura como boca de lobo, parecía llena de amenazas, y hasta los búhos que vivían en las riberas permanecían en silencio. Solo el chapoteo de los remos de los juncos perturbaba la quietud.
Detrás de su nave, Batu alcanzaba a ver otra docena de luces de proa que brillaban en la lluvia. Cuatrocientos setenta juncos más seguían a los doce visibles, pero el tiempo era tan malo que impedía ver al resto de la flota. Si no hubiera visto los barcos al atardecer, al general le habría costado creer que ahora estaban allí.
Sonaron otros dos golpes contra la línea de flotación. Con una maldición al dragón del río, el contramaestre se apartó de la borda. Tenía los ojos desorbitados y la piel pálida como el marfil. Se oyó otro golpe.
—¿Qué? —inquirió Batu—. ¿Qué pasa?
—Espíritus —contestó el contramaestre. Señaló el río—. Obstaculizan nuestro camino.
Batu cogió el farol del hombre y se asomó por la borda. El olor a carne podrida le provocó una arcada y estuvo a punto de perder el farol. Una forma hinchada de color blanco con los brazos rígidos’y las piernas como globos apareció a la vista. Chocó contra el casco y se perdió en la oscuridad tan rápido como había aparecido. Aunque solo vio la figura por un instante, el general había visto y olido demasiada muerte como para no saber que no era más que un cadáver putrefacto.
Avistó otro cadáver semidesnudo y una vez más olió el hedor de la carne podrida. Batu se preparó para soportar el olor y examinó el cuerpo más de cerca. Era el de una mujer, pero la carne estaba tan deformada y podrida que resultaba imposible saber su edad o su aspecto. Yacía tendida en un lecho de cañas. La vegetación alarmó a Batu mucho más que el cadáver. Cogió al contramaestre de un brazo y lo hizo asomar a la borda.
—¡Cañas! ¡Disminuye la profundidad!
—Las cañas no significan nada, general —comentó el hombre, sin preocuparse—. Tan cerca de Yenching, el río es lento y ancho. Hay muchas zonas de cañas, pero no detendrán nuestros juncos. —La nave dejó atrás el cuerpo de la mujer pero de inmediato apareció otro. El contramaestre tamborileó con las manos sobre la borda; se suponía que ese gesto llamaba la atención de Lei Kung, el dios del trueno, cuya obligación era escoltar a los espíritus renuentes hasta los tribunales de la Muerte—. Debemos preocuparnos de los espíritus del río.
—No son espíritus —replicó Batu, que señaló el río con un ademán—. Solo son cadáveres.
—¿De dónde vendrán? —preguntó el hombre, sin creer del todo las palabras del general.
—¿Tienes parientes en Yenching?
—El hermano de mi padre vive allí con todos sus hijos.
—Entonces es mejor que no conteste a tu pregunta, sobre todo si estamos tan cerca de la ciudad como crees.
El hombre permaneció en silencio durante unos momentos mientras pensaba en el significado de lo dicho por Batu. Por fin, frunció el entrecejo y cogió a Batu por el hombro.
—Si digo que estamos cerca de Yenching, general, estamos cerca de Yenching. Solo ruego para que recordéis estos cadáveres cuando atrapéis a los bárbaros.
Batu no protestó ante la confianza que se tomaba el contramaestre. Como el resto de las tripulaciones de la flota, el hombre era un marino mercante y desconocía la disciplina militar. Por fortuna, el contramaestre y sus compañeros compensaban con sus conocimientos la falta de disciplina. Contados los doce juncos embarrancados durante la noche, la flota solo había perdido diecisiete barcos y un puñado de hombres.
Batu tenía motivos más que suficientes para sentirse complacido con sus marineros si tenía en cuenta las circunstancias y el ritmo de las últimas seis semanas. Durante la mayor parte de la travesía río arriba, habían luchado contra la crecida estival provocada por el deshielo en las montañas. Para empeorar las cosas, con el fin de ocultar la presencia de la flota de las miradas de los curiosos y los espías, los wu jen del ministerio de la Magia la habían mantenido envuelta en un manto de mal tiempo. Incluso con estas precauciones, los barcos habían fondeado con frecuencia mientras los exploradores tuiganos disfrazados expulsaban a los pobladores de las localidades ribereñas.
A pesar de las demoras y las penurias, los marineros habían mantenido un ritmo constante. Organizados en turnos y ayudados por los soldados de Batu, habían navegado día y noche. Gracias a su pericia y a sus esfuerzos, el general estaba a punto de llegar a Yenching casi una semana antes de lo previsto. Cuando regresara al palacio de verano, Batu estaba dispuesto a recomendarle al emperador que reclutara a los marinos mercantes como oficiales de la armada imperial.
Viendo que el contramaestre todavía no había vuelto a su puesto, el general se dijo que los marineros eran mucho más supersticiosos que los soldados. El hombre miraba inquieto por encima de la borda mientras trazaba símbolos místicos en el aire.
—Los cuerpos en el río solo son cadáveres —repitió Batu—. No nos harán daño. En cambio, si chocamos contra un banco de arena o una roca… —El general acercó la mano al pomo de la espada. El gesto recordó sus obligaciones al contramaestre.
—Perdonad —dijo el marino, mientras volvía a su puesto. Batu se mantuvo a su lado sin dejar de observar las cañas con la misma preocupación con que el contramaestre había observado los cadáveres.
A medida que el barco avanzaba, aumentó el número de cadáveres. Después de un rato, el río parecía estar cubierto de cuerpos. El hedor a carne putrefacta se volvió insoportable. Incluso Batu, que se creía poseedor de un estómago fuerte, encontró que no podía contener la repugnancia. Muchos peng subieron a cubierta con la errónea impresión de que el aire sería más fresco, y muy pronto el junco era un hervidero de rumores y discusiones sobre el hedor y los motivos para que hubiera tantos cadáveres en el río.
Aunque no se lo había dicho a ninguno de sus hombres, Batu sabía la razón. Su bisabuelo le había narrado las atrocidades de los tuiganos. Aun aceptando la posible exageración de aquellos relatos, el general no dudaba que los muertos eran los habitantes de Yenching. Sin duda, ante el avance enemigo los pobladores se habían refugiado en la ciudad, convencidos de que estarían seguros detrás de las murallas. Después de la caída de Yenching, los tuiganos los habían exterminado y lanzado los cadáveres al río.
Media hora después, el general vio una luz que brillaba entre la lluvia. El portador se encontraba en la orilla y movía el farol en círculos. Batu ordenó echar el ancla, pues la luz era una señal de que los exploradores de la caballería tenían algo que informar. Si, como insistía el contramaestre, se encontraban a unos pocos kilómetros de Yenching, el mensaje debía de ser importante.
Batu envió un sampán a recoger al oficial de los exploradores y mandó llamar a los comandantes. Después fue a despertar a Pe, que parecía capaz de dormir en medio de una batalla. En cuanto el ayudante se vistió, la pareja volvió a cubierta.
Los generales y el oficial explorador los esperaban. Sin perder tiempo en cortesías, Batu miró directamente al oficial.
—¿Cuál es vuestro informe?
—Comandante general, Yenching está a solo ocho kilómetros —contestó el oficial, nervioso ante la presencia de tantos jefes—. Tal como suponíais, se encuentra en poder del enemigo. —El joven hizo una pausa y torció el gesto. Era obvio que no quería continuar.
—¿Y? —lo animó Batu.
—El enemigo sigue allí.
—¿Cuántos son? —le preguntó Kei Bot Li, el fornido general de Hungtse.
—Todo el ejército —contestó el explorador.
Batu frunció el entrecejo y recordó la conversación mantenida con tzu Hsuang, tan solo cuatro días atrás. Su suegro esperaba un combate en toda regla, y no había informado desde entonces. El general solo podía imaginar el motivo. Hsuang podía estar muerto, los ejércitos habían perdido la batalla, o el espejo de Shao se había roto durante la retirada. Pero cualesquiera que fueran los motivos, Batu estaba seguro de una cosa: los nobles se habían enfrentado a una fuerza tuigana de grandes proporciones. Una vez más se volvió hacia el explorador.
—Lo que informáis no puede ser cierto —declaró Batu.
—Si es eso lo que pensáis, general… —dijo el oficial, agachando la cabeza.
—No estéis tan dispuesto a cambiar vuestro informe, joven —exclamó Kei Bot, que se acercó al oficial—. ¿Por qué pensáis que los bárbaros todavía están en Yenching?
El oficial miró inquieto a Batu, temeroso de contradecir al comandante general del mayor ejército de la historia de Shou Lung. Batu asintió y el joven contestó a la pregunta.
—Por los caballos. Hay ciento cincuenta mil o más en las afueras.
—¿Cómo podéis saber su número? —le preguntó Batu, asombrado ante la magnitud de la cifra.
—No puedo afirmar que sea exacto. —El oficial miró a los presentes—. No nos a acercamos a los campamentos hasta el anochecer, y eran demasiadas bestias para contarlas en el poco tiempo de que disponíamos. Sin embargo, estoy seguro de que no exagero. Los animales cubrían la llanura como una manta.
—¿Qué sabéis de los bárbaros? —lo interrogó Kei Bot.
—Yenching está bien iluminada —contestó el oficial con la mirada puesta en Kei Bot, aunque habló para Batu—. Al parecer, el enemigo se refugia en la ciudad.
—¿No duermen con los caballos? —se extraño Batu.
—No hay más de trescientas hogueras fuera de la ciudad —afirmó el oficial—. Quizá muchos de los bárbaros duermen sin hogueras, pero entonces ¿quién ilumina la ciudad?
—Desde luego no los pobladores —comentó Pe, que señaló los cadáveres en el río.
—Esto no tiene sentido —opinó Batu, que se apoyó en la borda—. ¿Qué harán tantos bárbaros en Yenching?
—Es obvio que los habitantes trataron de defender Yenching —dijo Kei Bot—. Quizá no quemaron las reservas de alimentos antes de la caída de la ciudad.
—Los tuiganos deben de haber tomado la ciudad hace semanas —señaló otro de los generales—. ¿Qué sentido tiene quedarse aquí para consumir unas reservas que probablemente sean bastante limitadas? Habría sido mucho más sensato llenar el estómago, llevarse lo que pudieran y proseguir el avance.
—Nuestros enemigos son bárbaros —replicó Kei Bot, que se volvió hacia el hombre que lo había contradicho—. Después de dos meses de pasar hambre, deben de estar contentos de llenar la tripa y descansar.
—Nuestros enemigos pueden ser bárbaros —intervino Batu, que se interpuso entre los dos generales—, pero son astutos y disciplinados. No sabemos por qué están en Yenching, general Kei, pero os aseguro que no están en estado de letargo.
Batu hizo el comentario con un tono deliberadamente despectivo y, si bien Kei Bot aceptó la reprimenda con una reverencia y una expresión de disculpa, el general sabía por experiencia que los efectos del reproche no serían duraderos.
—Los tuiganos deben de estar esperándonos —intervino Pe—. Quizás un espía los puso al corriente de vuestro plan, general.
Los seis comandantes adoptaron una expresión severa.
—Eso es imposible —respondió Batu, sacudiendo la cabeza—. Solo hay una persona en el palacio de verano que sabe dónde estamos, y ella nunca lo diría.
—El palacio de verano está muy lejos —acotó Kei Bot, con la mirada puesta en el sudeste—. Quién sabe lo que pasa allí.
El lúgubre comentario de Kei Bot hizo brotar la preocupación en el pecho de Batu. Él también miró hacia el palacio distante y se preguntó qué estaría haciendo su familia y si se encontrarían bien. Esta preocupación era algo nuevo para Batu, porque siempre había tenido confianza en la capacidad de su esposa para cuidar de la familia cuando él no estaba. No obstante, durante las últimas dos semanas que habían pasado juntos, Wu no se había mostrado como siempre. La diplomacia nunca había sido su fuerte, y saltaba a la vista que se sentía insegura en el ambiente político del palacio de verano.
—¿Pasa algo, general? —le preguntó Pe, que se atrevió a tocar la manga de su comandante.
Batu sacudió la cabeza y apartó los pensamientos sobre su familia. No era momento para distraerse de sus obligaciones. Si las preocupaciones familiares impedían a un soldado concentrarse en sus tareas, se recordó Batu a sí mismo, entonces no tenía que tener mujer e hijos. En la guerra había demasiadas cosas en juego como para permitir que los asuntos personales predominaran sobre los militares. El general se volvió otra vez hacia el oficial de caballería.
—¿Qué opináis de la presencia de tantos caballos y de las luces en la ciudad? —lo interrogó.
—¿Yo, general? —exclamó el joven, atónito.
—Sí —dijo Batu, tajante—. Sois el único que ha visto el campamento enemigo. ¿Parecen estar preparados para una batalla?
El joven oficial miró a los otros generales como si pidiera ayuda.
—¡Contestad! —le ordenó el general de Wak’an, que era el comandante del joven.
El explorador se humedeció los labios en un gesto nervioso mientras pensaba la respuesta.
—En realidad, no están preparados para una batalla. Desde luego, han establecido puestos de guardia en todo el perímetro pero la lluvia ha convertido el terreno en un lodazal. Las patrullas se mueven despacio y no van muy lejos. Han descuidado totalmente la banda del río.
—No saben que es una vía de transporte —señaló Kei Bot, con una sonrisa de superioridad—. Los bárbaros no son navegantes.
—Así parece —coincidió Batu. Se volvió hacia el oficial—. ¿Qué más?
—Hay muy poco más que informar. Al movernos de noche, solo encontramos una patrulla, y matamos a todos los integrantes. No cometimos ningún error, y el lento avance del enemigo sugiere que no sospechan nuestra presencia. Pareciera que ni sueñan con un combate.
—Suena más como una guarnición que una fuerza lista para la batalla —observó Pe.
—Quizás estés en lo cierto, muchacho —dijo Batu—. Puede que solo sea una guarnición.
—¿Con ciento cincuenta mil caballos? —objetó otro general.
—Sí —asintió Batu—. Aun cuando los tuiganos desconozcan nuestros planes, sus espías han debido informar de la desaparición de los cinco ejércitos. Como ha demostrado hasta el momento, el comandante bárbaro no es tonto. El único puente a través del alto Sheng Ti está en Yenching. Yamun Khahan sabe tan bien como nosotros que si pierde la ciudad, se verá aislado de sus bases y atrapado en Shou Lung.
—Con lo cual ha dejado una guarnición en la ciudad —comentó Kei Bot. De inmediato, frunció el entrecejo—. Pero no de ciento cincuenta mil hombres. Según vuestros cálculos de las fuerzas enemigas, general Batu, eso equivale a las tres cuartas partes de todo el ejército bárbaro.
Los demás generales murmuraron su asentimiento. Sin embargo, Batu movió la cabeza pensativo.
—Los tuiganos tienen tantos caballos como gente tiene Shou Lung —señaló Batu—. Cada hombre lleva un caballo extra, algunas veces dos. Probablemente no hay más de setenta y cinco mil guerreros en Yenching.
—Incluso así, setenta y cinco mil hombres no es una guarnición —replicó Kei Bot, con una mirada de crítica a su comandante—. Hasta que averigüemos por qué hay tantos bárbaros en Yenching, debemos actuar con mucha cautela.
—Aunque me duele admitirlo —reconoció Batu, contrariado—, vuestro consejo es sabio. —El general de la Marca Norteña miró por encima de la borda hacia la ciudad—. ¿Qué pueden estar haciendo tantos hombres en Yenching? —preguntó sin poder evitar un tono de frustración más grande de lo que quería admitir.
Después de un largo e incómodo silencio, el oficial de caballería se atrevió a hablar.
—Con vuestro permiso, general, puedo ofrecer una respuesta posible. —Inclinó la cabeza para señalar que no quería ser presuntuoso.
—¡Si conocéis la razón del comportamiento de los bárbaros, es vuestra obligación comunicarla! —afirmó Batu tajante, irritado porque la timidez del hombre le impidiera decir todo lo que sabía—. ¡Hablad!
El oficial palideció ante el tono del comandante y se humedeció los labios, nervioso.
—Solo tengo unos pocos miles de caballos en mis escuadrones —dijo con la cabeza gacha—. Así y todo, tenemos dificultades para alimentarlos, especialmente en las zonas donde los campesinos han quemado los campos. Con cien veces más caballos, el problema debe resultar cien veces más grave.
—Continuad —lo animó Batu.
—Si yo fuese el comandante enemigo, dejaría en Yenching los caballos extras y todos los soldados de los que pudiese prescindir, sobre todo si los graneros estaban llenos cuando tomaron la ciudad.
—¡Tenéis razón! —exclamó Batu, que apoyó una mano en el hombro del oficial para expresarle su satisfacción—. No son infantes, así que los tuiganos desconocen la posibilidad de utilizar el río como vía de transporte. Por nuestra parte, no somos jinetes, y por ello no hemos pensado en la dificultad de alimentar a los caballos y no hemos advertido los problemas que tiene el enemigo.
Los demás generales manifestaron su acuerdo con el análisis del oficial de caballería. Pero Kei Bot no tardó en poner pegas.
—¿De qué nos sirve esta aclaración, general Batu? Vuestro plan se ha venido abajo. Aunque tuviésemos los equipos adecuados, el asedio de Yenching llevaría semanas. Antes de que pudiésemos tomarla, el resto de los bárbaros llegaría a tiempo para ayudar a la guarnición.
Batu hizo frente a la expresión ceñuda de su subordinado con una mirada firme.
—Entonces debemos tomar la ciudad por sorpresa —declaró—. Esta noche.
La exclamación de sorpresa fue general. El oficial de caballería manifestó la opinión de todos con voz estrangulada.
—Pe…, pero eso es imposible.
—Nada es imposible —replicó Batu, con una sonrisa de expectación. Nada le gustaba más al general que poner a prueba a sus hombres y a sí mismo en una batalla. Asaltar la ciudad podía ser un desafío digno de sus talentos.
De todos modos, Batu no se hacía esperanzas respecto a que el asalto a Yenching resultara un combate realmente magnífico. Las circunstancias no eran las propias para la batalla épica que ansiaba. No había nada ilustre en pillar al enemigo por sorpresa, sobre todo cuando tenía superioridad numérica y el oponente no contaba con la presencia de su gran comandante. Sin duda, Yenching no le ofrecería la batalla gloriosa con la que soñaba, pero tampoco sería un paseo triunfal.
—Con vuestro permiso, general —dijo el joven oficial, que fue el primero en reaccionar—. Creo que no me he explicado del todo bien. Los bárbaros nos verán llegar.
Hay un puesto de vigilancia a poco más de tres kilómetros de la ciudad. Verán los fanales de los barcos en cuanto estos viren en el próximo recodo. Por eso os detuve aquí.
—El enemigo no está tan mal preparado como pensabais —intervino Kei Bot, con un tono de sorna—. No hay manera de sorprender a los tuiganos. No os queda otra elección que la de sitiar la ciudad.
—Os lo repito —declaró Batu, categórico—. Tomaremos Yenching esta noche. Sé cómo hacerlo. —Sin hacer caso del asombro de los subordinados, el general se volvió hacia el explorador—. ¿Podéis provocar una desbandada entre los caballos de los bárbaros?
El oficial esbozó una sonrisa y, por primera vez en el transcurso de la noche, se mostró seguro de sí mismo.
—Es bastante sencillo. Puede que los animales estén maneados, pero no hay rienda en el mundo capaz de sujetar a un caballo espantado, y mucho menos cuando hay ciento cincuenta mil.
—Bien —repuso Batu, que miró a los demás con una sonrisa de confianza—. Yenching será nuestra por la mañana.
A continuación les explicó el plan y asignó a cada general la responsabilidad de coordinar un determinado aspecto. Después ordenó al comandante de la flota que desembarcara las tropas en la orilla norte del río.
Batu se tomó unos minutos para ayudar al feng-li lang y a sus asistentes de la sección de Ritos a matar a un halcón. Según el feng-li lang, el sacrificio convencería a los espíritus para que garantizaran buen tiempo durante la batalla. Después de hervir el halcón en un caldero de bronce, Batu volvió su atención a la parte crucial de su plan. Mandó a ciento cincuenta voluntarios, bien armados y provistos de antorchas, que se ocultaran en las sentinas de dos juncos. Luego ordenó que cargaran las bodegas con cereales, de forma tal que no pudieran descubrir fácilmente a los peng. Por último, dispuso que los dos juncos encendieran todas las luces y navegaran río arriba. Después, bajó a su camarote para escribir la carta prometida a Wu. No había, acabado de preparar la tinta y los pinceles cuando apareció Pe.
—Los peng han desembarcado y las unidades están formadas —le informó el ayudante, desde la puerta del camarote—. El Muy Magnífico Ejército de Shou Lung está dispuesto para la marcha.
—Bien —respondió Batu. Mojó el pincel en el tintero—. Comenzaremos en cuanto acabe de escribirle a Wu.
—Es más de medianoche, general —señaló Pe, preocupado—, y tenemos un largo camino por delante.
—Sé perfectamente bien la hora que es y la distancia que hay hasta Yenching —replicó Batu, irritado por la intromisión de Pe. Estaba seguro de que el ayudante pretendía criticarlo por el hecho de demorar el ejército para atender a un asunto personal.
—Perdón, mi general —se disculpó Pe con el rostro pálido.
—No te disculpes —contestó Batu, consciente de que Pe tenía razón en criticarlo. Cada minuto de demora aumentaba la posibilidad de que amaneciera antes de que el ejército llegara a Yenching. En ese caso, ni siquiera los wu jen del ministerio de la Magia podrían mantener ocultos a tantos hombres. Dejó el pincel y se levantó mientras se abrochaba la chia—. Comunica la orden de que se debe mantener silencio. Los hombres deben asegurar cualquier equipo suelto. No quiero que el enemigo oiga ni una voz ni un tintineo metálico.
Por una vez, Pe no partió en el acto, sino que se demoró con la mirada puesta en el suelo.
—Pero vuestra carta, general… No pretendía decir que no la acabarais; solo que enviarais el ejército por delante.
—Debo estar con el ejército en todo momento —respondió Batu, con una mirada de pena a la hoja en blanco—. De todo modos, no podría enviar la carta a Wu. Si los tuiganos capturan al mensajero, se enterarán de nuestra posición. El riesgo es demasiado grande solo por mantener una promesa personal. —Le señaló la puerta a Pe, y el ayudante lo precedió hasta la cubierta y al sampán que los esperaba. En cuanto llegaron a la costa, Pe transmitió las órdenes respecto a las conversaciones y los ruidos de los equipos.
Unos minutos más tarde, el ejército comenzó la marcha a través del fango, con la caballería a la cabeza. Al cabo de media hora, cesó la lluvia y un viento fuerte sopló desde el oeste. Batu no sabía si el cambio de tiempo era obra de los espíritus, pero les dio las gracias de todas maneras. El viento se llevaría cualquier ruido que pudieran hacer las tropas.
A intervalos regulares, llegaban los guías de los exploradores para acompañar a la infantería por los cambios de terreno. Los guías llevaron al ejército por un laberinto de valles poco profundos. Debido a la oscuridad, los hombres tropezaban y caían en el escabroso y enfangado terreno. En la mayoría de los casos, evitaban maldecir o gritar, pero era imposible prevenir el ruido de las caídas y el estrépito de los equipos.
El ejército se detuvo dos veces mientras la caballería rodeaba y atacaba los puestos avanzados del enemigo. A Batu le resultó difícil contenerse y no ir a dirigir las escaramuzas personalmente. Si escapaba uno solo de los centinelas, los shous perderían el elemento sorpresa. Por fortuna, la caballería estuvo a la altura de las circunstancias y la mayoría de los tuiganos murieron antes de que pudieran desenvainar las armas.
Tres horas más tarde, el ejército continuaba su marcha por el fango sin que los exploradores dieran la voz de alto. La madrugada estaba próxima, y las primeras luces de la falsa aurora aparecían por el este. Batu comenzó a temer que los bárbaros estarían despiertos cuando las tropas llegaran a Yenching.
Cuando ya estaba seguro de que los exploradores se habían perdido, apareció el comandante de la caballería. El oficial señaló una masa oscura que se levantaba en el horizonte.
—Yenching está detrás de aquella colina, general.
—Veamos qué hay allí —repuso Batu.
El general y el jinete desmontaron y subieron por la ladera, seguidos por Pe. Los tres hombres avanzaron agachados para no ser vistos a la luz de la falsa aurora.
Yenching estaba en un valle poco profundo de uno de los afluentes del Sheng Ti. Las calles apenas si se distinguían entre los edificios, y una cinta oscura, que debía de ser la muralla, rodeaba la ciudad. En las afueras, miles de siluetas oscuras que solo podían ser caballos se movían por el valle. El oficial no había exagerado su número.
Desde el río corría un canal que entraba en la ciudad por una esclusa con forma de abanico para permitir la entrada de los barcos. La falta de luz impedía ver más detalles. Pe le señaló el río.
—Allá están los juncos, general.
Dos grupos de luces avanzaban lentamente por el río. Mientras los tres hombres observaban, resultó evidente que los centinelas bárbaros también habían visto los juncos. El trío vio unas siluetas fugaces que se movían por la costa detrás de los navíos.
Al cabo de unos minutos, los juncos llegaron a la entrada del canal y viraron hacia la ciudad. Para alivio de Batu, el enemigo no detuvo los barcos. Al parecer, los tuiganos estaban tan desesperados por provisiones como había sugerido el explorador. En la suposición de que los juncos estaban cargados, los bárbaros no hacían nada que pudiera espantar a las tripulaciones y hacerlas regresar río abajo. Los tuiganos no se apoderarían de los juncos hasta que entraran en la ciudad, donde ya no tendrían posibilidad de huir. Poco después, los peng, antorcha en mano, saldrían de su escondite en las sentinas de los juncos y pegarían fuego a todo lo que pudieran, para incendiar a Yenching desde dentro y forzar así a los bárbaros a salir de la ciudad. Los ejércitos shous estarían esperándolos.
Los juncos avanzaban por el canal con la lentitud de un caracol. Desapareció la falsa aurora y al cabo de unos minutos apareció la primera luz real. Batu se contuvo para no dar la orden de provocar la desbandada. Estaba ansioso por iniciar la batalla, y no solo por el entusiasmo del combate.
El general de Chukei confiaba en la penumbra para mantener a los bárbaros confusos, y cada minuto que pasaba reducía sus posibilidades de victoria. Al mismo tiempo, si atacaba demasiado pronto, el enemigo olería la trampa y cerraría la entrada del río. Los juncos no podrían entrar en Yenching, y la única solución sería montar el asedio.
Por fin, los juncos llegaron a la entrada. Batu se volvió hacia el oficial de caballería.
—Preparad a vuestros hombres.
—Sí, mi general —respondió el joven con una sonrisa de oreja a oreja.
Mientras el oficial se marchaba a cumplir con su misión, Batu comunicó a Pe las órdenes para el ejército.
—Los generales deben avanzar detrás de la caballería. Que coloquen a mil arqueros a lo largo del canal para impedir que el enemigo escape a nado de nuestra trampa. Vuelve aquí en cuanto hayas acabado.
—Sí, general. —Pe se deslizó colina abajo para transmitir las órdenes a los mensajeros.
Unos minutos después, se cerró la puerta del río en cuanto pasaron los juncos. Detrás de Batu, la caballería se reunió un poco más abajo de la cumbre de la colina. Los jinetes eran menos de tres mil, pero el general consideraba que serían suficientes para la misión.
Una franja rosada apareció en el horizonte, y el lado este de la colina se tiñó de un color rojizo. Por fortuna, el lado oeste seguía inmerso en las sombras. Batu agradeció para sus adentros el pequeño favor de los espíritus de la noche, al tiempo que se erguía para dar la señal de avance a la caballería. De inmediato, la línea se puso en marcha. Cuando pasaron junto al general, los jinetes pusieron los caballos al trote y poco después avanzaban a todo galope por el fondo del valle.
La infantería los siguió un par de minutos después a paso redoblado. Los preocupaba más la velocidad que la formación, porque la meta era rodear la ciudad lo más rápido posible. No obstante, los oficiales hacían todo lo posible por mantener las compañías agrupadas y así evitar la confusión durante la batalla.
En la ladera oeste de la colina, la luz todavía era escasa, por lo que Batu no alcanzaba a ver la respuesta de los centinelas enemigos ante la carga, pero sí oyó las voces guturales que daban la alarma por todo el valle. Pe regresó junto al general y miró hacia el pie de la colina.
—¿Qué hacemos, mi general?
—Esperar —respondió Batu, con la mirada fija en Yenching.
—La batalla está en manos de los espíritus —comentó Pe.
Batu dirigió una mirada al cielo. Sin quitarle méritos a los espíritus, que hasta ahora parecían estar de su parte, el general no compartía la opinión de su ayudante sobre quién era responsable del resultado de la batalla.
—Estás en un error, Pe. Como nosotros, los espíritus han hecho su parte. —El general señaló el valle—. La batalla está ahora en las manos de algo menos predecible que los espíritus. Está en manos de nuestros peng.
En el momento en que el general acababa su observación, la caballería comenzó a proferir gritos y a silbar. Un trueno sordo creció en el fondo del valle a medida que los primeros caballos tuiganos escapaban de la carga shou. Unos pocos centenares de bárbaros provistos con antorchas avanzaron rápidamente desde la ciudad.
Aunque el enemigo reaccionaba más rápido de lo que había esperado, Batu no se preocupó. Cuantos más bárbaros salieran de la ciudad, mejor. Los guerreros atrapados fuera de Yenching no podrían defender la ciudad contra la segunda parte de su plan.
Mientras la caballería shou se internaba en el valle, se escuchaban cada vez más los relinchos espantados. En cuestión de minutos, el suelo comenzó a temblar. Había comenzado la desbandada de la enorme manada de los bárbaros.
Los primeros rayos de sol alumbraron el valle, y Batu vio cómo salían más tuiganos de la ciudad, muchos de los cuales resultaron atropellados por los caballos. Al mismo tiempo, las primeras compañías shous llegaron a distancia de tiro y comenzaron a disparar sus flechas contra hombres y caballos, lo cual incrementó el pánico entre los animales.
—Vuestro plan funciona, general —comentó Pe.
Batu no le respondió, porque distaba mucho de estar convencido del resultado de la batalla. Era obvio que los bárbaros habían perdido sus caballos, y unos cuantos miles de tuiganos habían muerto al abandonar la protección de las murallas. Sin embargo, no se veía ninguna señal de que la parte más importante del plan hubiera dado resultado. Espantar a los caballos y rodear la ciudad no serviría de nada si el enemigo se atrincheraba en el interior.
Mientras el sol alumbraba poco a poco Yenching, la caballería shou acabó de espantar a los caballos del enemigo y liquidó los focos de resistencia de los centinelas en el extremo más alejado del valle. Los cinco ejércitos provinciales ocuparon las posiciones alrededor de la ciudad, y apuntaron sus armas hacia las puertas. Tal como había ordenado Batu, un millar de arqueros se situó a lo largo de las riberas.
—No escapará ni una rata —afirmó Pe, que observaba el despliegue.
—No me importa lo que le pasa a las ratas. Lo que quiero ver es a los tuiganos —replicó Batu, decepcionado—. La parte más importante del plan parece haber fallado. Yenching no está en llamas.
Aunque ya no tenía importancia, Batu se preguntó qué habría salido mal en la ciudad. Quizás habían descubierto a los voluntarios antes de que la caballería distrajera a los bárbaros. O tal vez Batu se había equivocado al suponer que un puñado de hombres bastaría para incendiar una ciudad entera.
—La batalla todavía no se ha acabado, general —dijo Pe. Señaló una columna de humo que se alzaba en el centro de la ciudad.
—Se ha acabado —insistió Batu, tajante. Sacudió la cabeza disgustado, no con el ayudante, sino por su propio fracaso—. El enemigo sabe que estamos aquí. Un pequeño fuego, no sacará a los tuiganos de Yenching. Lo apagarán.
Pe frunció el entrecejo. Aunque miraba la misma escena que su comandante, era obvio que no veía lo mismo.
—¿Cómo pueden apagar incendios y luchar contra nosotros al mismo tiempo? —preguntó.
—¿Qué quieres decir? —Casi en el acto el general comprendió exactamente qué había querido decir su ayudante. Batu no pretendía asaltar la ciudad, pero los bárbaros no lo sabían. Con un ataque de diversión, el comandante shou podía mantener a los tuiganos en las murallas, lo que daría libertad a los voluntarios para incendiar Yenching—. De prisa, transmite la orden —lo apremió el general.
—¿Qué orden? —inquirió Pe, incómodo porque su comandante lo consideraba capaz de adivinarle el pensamiento.
—Que lancen el asalto contra la ciudad, desde luego —respondió Batu—. ¡Un plan brillante, Pe!
—Muchas gracias, general —repuso Pe, orgulloso.
—Pero tu plan necesita un pequeño ajuste —añadió Batu. Frunció el entrecejo mientras estudiaba la ciudad—. Debemos convencer a los tuiganos de que el ataque es real. Ordena al general Kei Bot que asalte las puertas en su lado de las murallas.
—Lo barrerán —señaló Pe.
El general dudó al recordar cómo Kwan Chan Sen había seleccionado al ejército de Chukei para utilizarlo de señuelo. Había poca diferencia entre lo que Batu intentaba hacer ahora y lo que había hecho Kwan. No obstante, Batu no veía otro modo de conseguir la atención del enemigo mientras se incendiaba la ciudad.
—Transmite la orden —dijo Batu, decidido—. Informa a Kei Bot de la verdadera naturaleza de su misión. Dile que he escogido su ejército porque sé que sus peng cumplirán con honor su deber. Retiraremos a los supervivientes tan pronto como sea posible.
Una expresión de dolor cruzó el rostro de Pe, al recordar también él la destrucción del ejército de Chukei. Sin embargo, hizo una reverencia y partió en busca del mensajero.
Kei Bot no objetó la orden. Unos pocos minutos después de recibirla, sus veinte mil peng cargaron contra la puerta este de Yenching. Los otros ejércitos apoyaron el ataque y se acercaron para disparar decenas de miles de flechas sobre la ciudad, muchas de ellas incendiarias.
Tal como esperaba Batu, el enemigo resistió. Sencillamente había demasiados tuiganos, y eran demasiado buenos en el uso de sus armas como para permitir que los shous cruzaran la muralla. Los hombres de Kei Bot caían como moscas bajo la lluvia constante de flechas disparadas por los bárbaros. La tierra cercana a la muralla tomó un color rojizo, aunque Batu no podía saber si era por la luz del sol o por la sangre derramada de los peng.
En cualquier caso, la diversión funcionaba. Si bien solo los hombres de Kei Bot atacaban una entrada, la postura agresiva de los restantes ejércitos mantenía a los bárbaros en las almenas. En el interior de la ciudad, las columnas de humo eran cada vez más grandes y numerosas.
Por desgracia, los bárbaros permanecieron en sus puestos durante media hora más. Las pérdidas de Kei Bot aumentaban constantemente pero el general insistía en el ataque. Por fin, el humo de los incendios rebasó las murallas y se extendió sobre el ejército de Hungtse como un espeso manto de niebla.
De pronto, los arqueros apostados a lo largo del canal que salía de Yenching comenzaron a disparar al agua. El general comprendió en el acto que los bárbaros habían llegado al límite. Intentaban escapar a nado por la puerta del río.
—¡Que Kei Bot se retire! —ordenó Batu. Señaló a los arqueros—. Avisa a los demás generales que se preparen para la salida del enemigo.
Pe hizo una reverencia y partió a transmitir las órdenes. Aparte del aviso a Kei Bot para que se retirara, las demás resultaron innecesarias y tardías. Antes de que los mensajeros pudieran llegar al fondo del valle, Yenching estalló como un hormiguero. Sin hacer caso de los ejércitos shous que los esperaban, los bárbaros escaparon por todas las puertas de la ciudad, al tiempo que disparaban sus flechas.
Los soldados de los cinco ejércitos recibieron al enemigo con una lluvia de flechas. Las tropas no dieron a los bárbaros ni una sola oportunidad de rendirse. El recuerdo de los cadáveres de los habitantes de Yenching flotando en el río estaba demasiado fresco en la mente de todos.
Durante un buen rato, los tuiganos salieron como un torrente de la ciudad incendiada. Desde una distancia de poco más de sesenta metros, los shous lanzaron una andanada tras otra contra los bárbaros. Muy pronto, los cadáveres del enemigo se amontonaron en pilas con forma de abanico delante de las salidas. Pero los bárbaros no cejaban en su empeño de huir, y pasaban sobre los cuerpos de los compañeros sin preocuparse de si estaban heridos o muertos. Una nube de humo espeso se extendió sobre la ciudad, y las llamas asomaban por todas las aberturas de la muralla.
Por fin, se hundieron las torres de los campanarios y ya no salieron más prófugos por las puertas. El hedor a carne quemada era insoportable. Batu comprendió que miles de tuiganos no habían conseguido escapar del fuego. No obstante, la mayor parte del ejército rival yacía fuera de las murallas, con una o más flechas clavadas en el cuerpo. Los gritos de los miles de moribundos resonaban por todo el valle.
Los soldados shous contemplaron en silencio y con asombro las enormes pilas de cadáveres. Al cabo de unos momentos, un infante desenvainó su chien. El hombre se acercó a un bárbaro herido y, de un solo tajo, le cortó la cabeza. Como si hubiesen recibido una orden, los restantes peng desenvainaron las espadas y siguieron su ejemplo. A Batu ni se le ocurrió detener la carnicería.