Prólogo

Prólogo

El enorme zigurat se elevaba sobre la miseria de la ciudad quemada por el sol. Cada nivel de la escalonada pirámide estaba recubierto de ladrillos barnizados de un color diferente: violeta refulgente en la base, luego añil, azul celeste, verde, amarillo, un naranja cegador y, por último, escarlata. En el centro de la gigantesca estructura, un par de colosales bastiones señalaba cada uno de los siete niveles. Estos bastiones flanqueaban una impresionante escalera que ascendía directamente de la base a la cima, intentando alcanzar las amarillentas lunas que flotaban sobre el arrogante remate del monumento e infundían al nebuloso cielo matutino un rubor ambarino.

Miles de esclavos pululaban por toda la pirámide. Cubiertos tan sólo con un taparrabos, se afanaban al ritmo del chasquear de los látigos, utilizando una telaraña de cuerdas y poleas para alzar cajas cargadas de ladrillos cocidos por las paredes verticales de cada una de las terrazas.

Al pie del zigurat se encontraba un hombre diminuto ataviado con una larga túnica morada, sobre cuya cabeza reposaba una diadema de oro: la corona del rey de Tyr. Un flequillo finísimo colgaba del dorado aro, pero su coronilla estaba calva y reseca a causa de la edad. Profundas arrugas de cólera y odio le cruzaban la frente, mil años de amargura ardían en su mirada, y una mueca de desagrado torcía sus labios secos y agrietados. La piel colgaba arrugada y pálida de sus mejillas y mentón, como si aquel hombre llevara cien años ayunando. Que los demás supieran, así era.

El anciano monarca iba acompañado por un hombre de aspecto inquieto que vestía la sotana negra propia de todos los templarios del rey, y llevaba los castaños cabellos recogidos en una trenza que le caía por la espalda. Sus rasgos eran enjutos, y su rostro lucía una nariz aguileña, unos labios finos y unos ojos pequeños, redondos y brillantes del color del hígado. Con una estatura de un metro setenta, el hombre se alzaba por encima del anciano rey de la misma forma en que los elfos se alzan por encima de los hombres, y eso lo ponía nervioso. Tithian de Mericles, Sumo Templario de los Juegos y único heredero del nombre de Mericles, se habría sentido muy feliz destacando por encima de sus semejantes, pero era demasiado listo como para que le gustase resultar más alto que el rey.

Al percibir que arrojaba una leve sombra sobre su señor, Tithian se adelantó para examinar los ladrillos de color violeta de la parte más baja del zigurat. Los adornaban unas baldosas de alabastro, cada una de las cuales llevaba esculpida la figura del dragón: una bestia inclinada hacia adelante que avanzaba erguida sobre dos patas enormes, y arrastraba tras ella una inmensa cola de serpiente. Una envoltura articulada de áspera quitina cubría el lomo y la cola del dragón. Los brazos eran dos tocones, pero las manos eran iguales a las de un hombre, y cada una sujetaba un bastón que lo ayudaba a sostener la parte superior del torso. Un collar protector de escamas en forma de hojas le cubría los hombros. De este collar surgía un cuello largo y poderoso que terminaba en una cabeza plana con ojos estrechos y alargados como rendijas, sin orejas, y con una boca inmensa llena de dientes afilados.

—Este trabajo es exquisito, rey Kalak —manifestó Tithian, sin apartar los ojos de las baldosas—. Es sorprendente la meticulosidad de todos los detalles.

Kalak levantó el brazo y posó la mano sobre el hombro de Tithian. Sus dedos retorcidos y sus articulaciones inflamadas le daban más aspecto de garra que de apéndice humano.

—¿Acaso te he traído aquí para que examines la labor artística?

Sin esperar una respuesta, el rey condujo a Tithian hacia una caja de ladrillos que estaba siendo izada hasta un nivel superior del zigurat.

Tithian hizo una mueca. Ésta era la primera vez que había visto al rey fuera de la Torre Dorada, y no tenía la menor idea de por qué se le había pedido que se reuniera con él a una hora tan poco civilizada. Por el tono agrio de Kalak, el sumo templario adivinaba que la reunión no resultaría precisamente agradable.

Cuando llegaron junto al cajón que se elevaba, Kalak agarró con fuerza la cuerda que colgaba de uno de los lados. De inmediato, los pies del rey abandonaron el suelo, y el monarca empezó a flotar hacia arriba. Tithian ahogó un grito al sentir cómo los afilados dedos de Kalak se hundían en su hombro. A los pocos instantes, los pies del templario dejaron también de reposar sobre el suelo, y se encontró balanceándose en el aire, sujeto por la poderosa mano del rey, mientras a sus pies podía ver las cabezas de los esclavos ocupados en cargar más cajones junto a la base del zigurat.

Los esclavos se quedaron estupefactos al ver a los dos hombres alzarse por los aires como volutas de humo, e interrumpieron su trabajo para contemplarlos boquiabiertos. Pero los capataces, templarios subalternos ataviados con sotanas negras similares a la de Tithian, no tardaron en devolverlos al trabajo mediante la aplicación de unos bien dirigidos trallazos de sus látigos de cuero y hueso.

Al llegar a la parte superior de la primera terraza, Kalak y Tithian se encontraron cara a cara con ciento ochenta kilos de pelo y músculo. El corpulento baazrag interrumpió la ardua tarea de subir los ladrillos, arrugó la inclinada frente clavando los ojos en los dos hombres, y luego ladeó, confuso, la penachuda cabeza. Pero, cuando los ojos de la bestia se posaron en el vacío que se abría bajo los pies del monarca, las cavernosas narices se hincharon atemorizadas y su bocaza se abrió con expresión de sorpresa, mostrando cuatro afilados y amarillentos colmillos. El baazrag retrocedió y alzó los brazos en actitud defensiva, dejando escapar la cuerda que sostenía.

El rey tuvo el tiempo justo para poner los pies sobre la terraza y soltarse del cajón, evitando así precipitarse al suelo con él. Los ladrillos fueron a parar sobre un esclavo humano al que aplastaron, y toda la carga quedó pulverizada por la caída. Kalak se quedó junto al borde de la terraza, contemplando con enojo los escombros y sujetando la clavícula de Tithian con tanta fuerza que el templario temió que ésta se partiese en cualquier momento.

Cuando el rey alzó por fin la mirada, sus ojos llameaban furiosos. Localizó con la vista a un hombre vestido con la sotana de un templario, y lo llamó al tiempo que lo señalaba con el dedo.

—¡Tú!

El capataz giró en redondo y palideció al reconocer a la persona que lo llamaba.

—¿Sí, poderoso señor?

—¡Este esclavo acaba de dejar caer toda una carga de mis ladrillos! —le espetó Kalak, indicando al desdichado baazrag que se había espantado—. ¡Azótalo!

El capataz se encogió espantado, ya que la misma falta de inteligencia que convertía a los baazrags en buenos esclavos podía transformarse en un comportamiento asesino cuando se los azotaba. No obstante, el hombre desenrolló su látigo para obedecer, pues desafiar al rey significaría una muerte inmediata y atroz.

Antes de que Tithian pudiera ver qué sucedía con el castigo del baazrag, Kalak ordenó a otro de sus sacerdotes que le arrojara un cable, y dos esclavos tiraron con sumo cuidado del rey y de Tithian en dirección a otro cajón de ladrillos, que estaba siendo alzado hasta la siguiente terraza. Sin que su mano dejara de sujetar con fuerza el hombro de Tithian, el rey agarró la cuerda atada al cajón, y los dos hombres volvieron a ascender. Repitieron el mismo proceso varias veces, ascendiendo al zigurat nivel a nivel. A cada nuevo viaje, los capataces lanzaban gritos de advertencia a sus colegas de los pisos superiores en un intento de evitar que esclavos cogidos por sorpresa dejaran caer más ladrillos.

La mayoría de los esclavos eran humanos, enanos o semielfos, pero otras razas más exóticas dominaban algunas terrazas. En una de ellas trabajaba toda una cuadrilla de belgois, enjutos humanoides casi idénticos a los hombres, excepto por sus pies claramente palmeados, sus dedos parecidos a garras, y las bocas sin barbilla ni dientes con las que parloteaban.

En otro de los niveles trabajaban un centenar de giths, una grotesca raza humanoide que parecía medio elfa y medio reptil. Eran larguiruchos como los elfos del desierto, con piernas largas y delgadas; pero las piernas sobresalían del cuerpo formando un ángulo recto como en los lagartos. Los giths estaban tan encorvados a la altura de la cintura que avanzaban siempre en cuclillas. Sus huesudas cabezas eran delgadas y triangulares como una punta de flecha, con ojos saltones y sin párpados que permanecieron fijos en Tithian y Kalak cuando ambos hombres pasaron flotando junto a ellos.

Cuando Kalak y su templario llegaron al sexto piso de la torre, el rey penetró en la terraza y soltó el dolorido hombro de Tithian. No podían seguir subiendo, ya que el séptimo y último nivel de la gran pirámide estaba rodeado todavía de andamios de madera. Por encima de estos armazones pululaban docenas de jozhals, pequeños reptiles de dos patas de colas sarmentosas, cuellos largos y flexibles, y hocicos alargados llenos de dientes afilados como agujas. Con sus pequeñas manos de tres dedos, los jozhals se dedicaban a cubrir el séptimo piso con ladrillos barnizados de color escarlata. Trabajaban a una velocidad sorprendente, corriendo arriba y abajo de los tambaleantes andamios como si se movieran por tierra firme.

Kalak se acercó al andamiaje y señaló con un dedo huesudo la terraza a medio hacer.

—¿Estará listo mi zigurat dentro de tres semanas?

Tithian atisbó sumiso por entre los andamios como si evaluara la marcha del trabajo, pero lo cierto es que no era él precisamente la persona más adecuada para responder a la pregunta. Como la mayoría de la gente, no tenía la menor idea de por qué el rey hacía construir un zigurat. Kalak no había dicho para qué lo quería, y aquellos que habían preguntado con demasiada insistencia estaban ahora muertos. La verdad es que Tithian sabía menos aún de construcción que del propósito del zigurat. Por lo que a él se refería, podían faltarle sólo tres días para quedar finalizada.

Aunque lo desconcertaba el interés del rey por su opinión, Tithian no pensaba permitir que su falta de experiencia influyera en su respuesta. Su contestación iría dictada por dos cosas: lo que creía que el rey deseaba oír y lo que mejor podía servirle a él políticamente.

Tithian consideró que le resultaría más útil una respuesta negativa. La Suma Templaria de las Obras del Rey, una mujer llamada Dorjan, era su mayor rival. Kalak parecía disgustado con ella, de modo que Tithian se dijo que allí tenía una oportunidad de perjudicarla.

—¿Bien?

El templario se volvió hacia el rey y se quedó anonadado. Hasta este momento no se había dado cuenta de lo mucho que habían subido, y, ahora, desde la elevada cumbre del zigurat, no pudo por menos que admirarse ante todo lo que abarcaba su vista.

Al pie de la enorme pirámide se extendía el suelo de arena del estadio de los gladiadores que, visto desde aquella altura, no parecía mayor que el patio de la casa de un noble de poca importancia, mientras que las impresionantes gradas que flanqueaban el terreno de juego no parecían más altas que las paredes escalonadas de un jardín. Incluso la Torre Dorada del palacio de Kalak, que dominaba el otro extremo del estadio, parecía una torrecilla insignificante desde donde se encontraba Tithian.

Tras el palacio real se alzaba el barrio templario. En esa zona de la ciudad era donde se encontraban los palacios de mármol de los seis sumos templarios, las elegantes mansiones de los ayudantes de confianza, y los lujosos aposentos de los sacerdotes subalternos. Cientos de guardas patrullaban las calles de ese distrito de día y de noche, y un muro elevado coronado de afilados pedazos de obsidiana lo aislaba del resto de Tyr. Al otro extremo del barrio se hallaban las fortificaciones de la muralla de la ciudad, una barricada de ladrillos tan ancha que, por su parte superior, discurría una carretera militar, y tan alta que ni siquiera el dragón podía mirar por encima de ella.

Desde lo alto del zigurat, Tithian podía ver incluso más allá de la muralla. Allí estaban los campos de Kalak, un círculo de cinco kilómetros de arzollas azules, dorados zumaques y acebos enanos, convertido en terreno fértil gracias a la sangre y el sudor de una legión de esclavos. Al final de estos ubérrimos pastos se extendía el vasto territorio anaranjado que constituía el valle de Tyr, una gran extensión de polvoriento monte bajo, salpicado aquí y allá por bosquecillos gris verdoso de espesos tamariscos y larguiruchos pies de gato.

A través de la capa de polvo que flotaba en el aire, tiñendo permanentemente el cielo athasiano de un calidoscopio de tonos pastel, Tithian podía ver incluso los desnudos y cenicientos riscos de las Montañas Resonantes. Había oído que al otro extremo de aquellos picos infranqueables florecía una jungla, pero desde luego no tomaba en serio historias tan absurdas. Por lo que sabía, todo Athas se parecía a las tierras yermas del valle de Tyr, aunque puede que algunas regiones resultaran aún más desoladas.

Kalak interrumpió la ensoñación de Tithian con una concisa pregunta:

—Tithian, ¿qué hay de mi zigurat? ¿Lo terminará Dorjan a tiempo?

—Parece difícil, pero no imposible —respondió Tithian, evitando cuidadosamente un ataque directo a su rival—. Me desanima ver que queda tanto por acabar, pero quizá Dorjan lo tenga todo bajo control.

El rey no respondió. En lugar de ello, dirigió la mirada en dirección a una esbelta templaría que se acercaba desde el lado norte. Se trataba de Dorjan. Era una mujer hermosa, con una piel marfileña, nariz recta y pómulos bien marcados; pero, sin embargo, no resultaba atractiva, pues su austera personalidad y su cruel temperamento daban una angulosidad desagradable a sus facciones. La suma templaría avanzaba con pasos decididos, su larga y sedosa cabellera ondeando al viento como un estandarte negro. Al ver a Tithian, sus ojos negros se endurecieron como los ladrillos del zigurat y los gruesos labios rojos de su amplia boca se curvaron en una mueca de soberbia.

Detrás de Dorjan aparecieron dos subalternos, hombres fornidos de rostros duros y mandíbulas cuadradas. Entre ambos, los hombres arrastraban a un esclavo demacrado de cabellos pardos y piel pálida. El esclavo acunaba los rotos brazos sobre el estómago. Uno de sus ojos estaba hinchado y cerrado; con el otro, contemplaba fijamente el suelo. El hombre respiraba afanosamente por entre unos labios ensangrentados, ya que tenía la nariz aplastada y desparramada sobre las mejillas como una máscara roja y negra.

—¿Qué tal van mis juegos, Tithian? —inquirió Kalak tranquilamente, con sus brillantes ojillos fijos en el esclavo.

—Si el zigurat quedara terminado hoy, podríamos celebrar los juegos mañana —respondió Tithian con orgullo—. Mis mejores entrenadores han atrapado a una nueva criatura que os sorprenderá.

—¿De veras? —El rey enarcó una ceja—. Eso ya sería algo.

Tithian se maldijo en silencio. Durante los mil años de su reinado, a buen seguro que Kalak había visto bestias más exóticas de lo que el sumo templario podría siquiera imaginar. Era una estupidez hacer concebir falsas esperanzas al rey por un afán de darse importancia.

Antes de que pudiera enmendar su error, Dorjan llegó junto a ellos. Haciendo caso omiso de su rival, la mujer se volvió hacia Kalak y le dedicó una reverencia. El anciano monarca extendió su apergaminada mano, y la templaría se inclinó aún más para rozar con los labios la marchita palma.

—¿Es éste? —preguntó Kalak, retirando la mano y señalando al esclavo.

Dorjan asintió; luego introdujo la mano en el bolsillo y sacó un amuleto de hueso cubierto de runas.

—Intentaba ocultar esto en el pasadizo interior —dijo, tendiendo el objeto al rey—. Las runas son para…

—Crear una pared invisible —gruñó Kalak, arrebatándole el amuleto de la mano y colocándolo ante las narices del maltrecho esclavo—. ¿Qué pensabas conseguir con esta chuchería?

—No lo sé —murmuró el esclavo con un hilillo de voz, encogiéndose de hombros—. Ella me dijo que lo colocara en el pozo principal.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Dorjan, dirigiendo una sonrisa afectada a Tithian.

Antes de que el esclavo diera una respuesta, Tithian se dio cuenta de que los ojillos del rey se clavaban en su rostro.

—No sé su nombre —murmuró el esclavo sin dejar de mirar al suelo—. Es una semielfa propiedad del Sumo Templario de los Juegos…

—Sadira —lo interrumpió Tithian, dando el nombre del único semielfo femenino que poseía, antes de que el esclavo pudiera continuar—. Es una fregona de mi foso de entrenamiento particular. Estoy bien enterado de su asociación con la Alianza del Velo.

Dorjan miró a Tithian frunciendo el entrecejo.

—Supongo que también afirmarás estar informado de que intenta desbaratar los juegos que festejarán la terminación del zigurat…

—Desde luego, pero todavía no estoy seguro de la naturaleza exacta del plan de la Alianza —respondió Tithian, desviando la mirada hacia el andamiaje del séptimo piso para ocultar su sorpresa—. Por suerte, parece que tendré tiempo más que suficiente para completar mi investigación.

Sin dar la menor muestra de si creía o no a Tithian, Kalak miró a Dorjan.

—Sin duda, Tithian tiene aún varias semanas de tiempo para descubrir los planes de mi enemigo, ¿no es así?

Dorjan asintió de mala gana y mantuvo la mirada lejos de los ojos del rey.

—Así es.

—Eso pensé —dijo Kalak con una mueca de enojo, al tiempo que agarraba al apaleado esclavo por la parte posterior de la cabeza—. Veamos si podemos ayudar a Tithian en sus investigaciones.

—¡No! —El esclavo intentó desasirse y arrojarse por la terraza, pero la mano del rey lo sujetó con fuerza. Kalak cerró los ojos, y el hombre lanzó un alarido.

Tithian observó, sin demasiado interés, cómo el rey penetraba en la mente del esclavo, ya que él comprendía mejor que la mayoría lo que hacía el monarca. De joven, sus padres habían querido que estudiara durante un tiempo las artes paranormales, y le habían impuesto un régimen estricto de sacrificios y dolorosos rituales en nombre de un mejor aprovechamiento de los poderes mentales y físicos de su ser. Bajo la dura disciplina de su maestro, Tithian aprendió a utilizar estas energías para sondear los pensamientos de otros, mover objetos tan sólo con el poder de su mente e incluso ver mentalmente lo que había al otro lado de una pared. Pero el Sendero de lo Invisible, como su mentor denominaba a estas disciplinas, era un sendero difícil de seguir, y abandonó la escuela en cuanto tuvo edad suficiente para tomar sus propias decisiones, optando por la vida más cómoda y lucrativa de un templario del rey.

Una leve sonrisa apareció en los resecos labios de Kalak. El esclavo gorgojeó de forma incoherente y empezó a babear, el destrozado rostro contraído por la agonía y el terror. Entonces, sus mandíbulas se cerraron con fuerza, y un pedazo de lengua se deslizó por entre los hinchados labios para ir a caer al suelo.

Por fin, el rey abrió los ojos y apartó la mano del cuello de su víctima. El único ojo sano del esclavo se quedó en blanco, y su boca se abrió en un silencioso grito. Luego, el desgraciado se desplomó sobre los ladrillos de la terraza hecho un ovillo.

Sin prestar atención al moribundo, el rey dirigió una furiosa mirada a Dorjan y agitó ante sus ojos el amuleto de hueso.

—¡Hay otros dos en alguna parte de mi zigurat! —gritó.

Dorjan se quedó anonadada. Sacudió la cabeza negativamente, pero no pudo proferir una sola palabra.

—Los pensamientos del esclavo eran fáciles de leer y muy claros en lo referente a esta cuestión —dijo Kalak con suavidad.

La esbelta templaría retrocedió dos pasos, mortalmente pálida.

—Los tendréis al anochecer.

—No de ti —repuso el rey.

Dorjan desvió la mirada, evitando los ojos del rey en un inútil esfuerzo por salvarse.

—Poderoso señor, dadme…

Su súplica se interrumpió en mitad de la frase al clavarse en su rostro los ojos entrecerrados del rey. La fuerza del ataque de Kalak fue tal que el embate centelleó por un instante no sólo en la mente de Dorjan sino también en la de Tithian, que estuvo a punto de gritar al aparecer en su cerebro la imagen del cuerpo del dragón. La inmensa cola del animal se agitaba de un lado a otro enfurecida, y una nube de gas amarillo brotaba de sus fauces de dientes afilados. Los bastones de la bestia apuntaban hacia afuera como si se tratara de armas. En el extremo de uno de los bastones crepitaba una bola de rayos rojos; en el extremo del otro, una diminuta llama verde lamía la madera.

Justo cuando Tithian empezaba a temer que la cólera de Kalak fuera a destruirlo a él sin querer, el dragón desapareció de su mente. En ese mismo instante, Dorjan lanzó un alarido y empezó a sacudir la cabeza violentamente. Una oleada de asombrados murmullos recorrió toda la terraza mientras los jozhals y sus capataces interrumpían el trabajo para contemplar boquiabiertos el origen del angustiado chillido.

El sumo templario contempló la agonía de su adversaria con grotesca fascinación. Desde luego que se alegraba de verse libre de ella, pero su repentina defunción resultaba también un estremecedor recordatorio del precio que los sumos templarios tenían que pagar a veces por sus posiciones de poder.

El grito de Dorjan se transformó rápidamente en un débil lamento; luego la mujer calló de improviso y alzó la barbilla. Sus ojos se apagaron, aunque a Tithian le pareció ver por un instante unos relámpagos rojos centelleando en sus profundidades. Un humo amarillo empezó a brotarle de la nariz, y una gota de fuego verde surgió de su boca. El sumo templario se apartó atemorizado, escapando por muy escaso margen a los efectos de la bola de fuego esmeralda que envolvió la cabeza de Dorjan.

La mujer se derrumbó sin vida sobre la terraza. Tithian contempló en atemorizado silencio cómo la cabeza se convertía en un montón de cenizas, hasta que Kalak desvió su atención del macabro espectáculo entregándole el amuleto de hueso.

—Felicitaciones. Te acabas de convertir en mi nuevo Sumo Templario de las Obras del Rey —anunció el monarca—. Acaba mi zigurat en tres semanas… y encuentra los otros dos amuletos.