12: El vino be la casa de Asticles
12
El vino be la casa de Asticles
A Rikus no le gustó demasiado el vino de la casa de Asticles. El pálido color dorado le recordaba a algo que prefería no beber, y su ácido y seco aroma le hacía cosquillas en la nariz. Poseía un sabor sutil y ligero que le dejaba la boca seca, y con cada trago sentía la necesidad de beber algo con más cuerpo y más dulce. De todos modos, comparado con el jarabe de frutas que se repartía en minúsculas raciones en los fosos de los esclavos de Tithian, el vino de los Asticles era, cuando menos, bebible, y muchísimo más fuerte de lo que su acuosa apariencia daba a entender. Por si esto no fuera suficiente, al beberlo el gladiador se sentía como si robara algo a un noble, y le gustaba esa sensación.
El corpulento mul alzó su copa de cristal y pidió:
—¿Qué tal si me pones un poco más?
—Toma todo el que quieras. A mi amo no le importará —respondió Caro, que se había presentado como el ayuda de cámara de Agis de Asticles. El arrugado y anciano enano levantó una garrafa y volvió a llenar las copas de sus invitados.
Rikus, Neeva y Caro se encontraban en el patio occidental de la mansión de los Asticles, sentados en un par de bancos resguardados a la sombra de una parra. El emparrado se alzaba en una pequeña islita a modo de patio situada en el centro de un profundo estanque. Un estrecho puente unía la isla a la columnata de mármol que rodeaba el estanque, y a su vez la columnata estaba rodeada por una pared de granito que la aislaba del exterior.
Enormes hojas de nenúfares cubrían la superficie del estanque. Redondas, con los bordes vueltos hacia arriba, parecían gigantescas bandejas colocadas de forma que flotaran sobre el agua. Entre las hojas flotaban flores de corola rosa y pétalos de una blancura nacarada.
De vez en cuando, una flor se balanceaba una o dos veces, y la encrespada cabeza de Anezka hacía su aparición mientras la gladiadora daba unas cuantas brazadas y volvía a llenar sus pulmones con unas bocanadas de aire. La halfling estaba en el estanque desde que habían llegado, cuando había dejado boquiabiertos a Caro y a sus compañeros al quitarse las polvorientas ropas y arrojarse al estanque.
Rikus y sus compañeras habían pasado los cuatro días anteriores escondiéndose por el desierto, penetrando furtivamente en los bosques de pharo para solicitar información de esclavos que no tuvieran cerca ningún centinela. Pero la verdad es que no habían tenido mucho éxito, pues la mayoría de las plantaciones estaban desiertas, arrasadas por los carroñeros o quemadas por los merodeadores. En las únicas dos ocasiones en que habían encontrado a alguien, el esclavo los confundió con ladrones y salió huyendo dando gritos de alarma. Finalmente los tres gladiadores decidieron salir a la carretera, donde tendieron una emboscada a un templario. Éste les dijo todo lo que querían saber a cambio de una piadosa muerte rápida. Después de cuatro días de sufrimiento, Rikus estaba tan agotado y sediento que se habría unido a Anezka en el estanque de los nenúfares, de haber sabido nadar.
—¿Qué dirá tu amo cuando sepa que se ha bañado una halfling en su estanque? —preguntó Rikus.
Caro contempló el diminuto cuerpo de Anezka que se deslizaba bajo una hoja de nenúfar, y esbozó una torcida sonrisa.
—No te preocupes por mi amo —respondió el enano—. Si quisiéramos, podríamos bebemos hasta la última gota de su vino y nadar en su estanque durante días. Jamás nos diría nada, lo prometo.
—En ese caso, a la salud de Agis de Asticles. ¡Que le vayan bien los negocios! —propuso Neeva alzando su copa; al ver que Caro no la imitaba, inquirió—: ¿Qué sucede? Lo correcto es brindar por la salud del anfitrión.
—Brindar por él sería como brindar por mi esclavitud —declaró el enano, con rostro inescrutable.
—Existen cosas peores que esta clase de esclavitud —replicó Neeva, indicando con la mano el lujoso patio—. ¡Esto es el paraíso!
—Comparado con nuestros fosos de esclavos, quizá —concedió Rikus, haciendo girar su copa de cristal entre dos mugrientos dedos—. Pero la esclavitud es la esclavitud. Dudo que el amo de Caro lo mire de forma muy diferente a como mira estas columnas o su casa. Todo son propiedades.
—Yo no habría podido explicarlo mejor, amigo mío —asintió Caro.
—Olvidad que he hecho este brindis —se disculpó Neeva, empezando a verter el contenido de su copa en el suelo.
Rikus le sujetó la muñeca.
—¡No desperdicies el vino! —la regañó—. Los esclavos no acostumbran beberlo demasiado a menudo. Lo que tenemos que hacer es pensar en un brindis mejor.
—Por vuestra libertad —dijo Caro, alzando su copa.
Los tres vaciaron sus copas de un solo trago. Tras volver a llenarlas, el enano arrojó despreocupadamente la garrafa al estanque. El recipiente aterrizó sobre una hoja de nenúfar y fue a reposar en el centro de la enorme hoja.
—¿Habéis pensado adonde iréis cuando os marchéis de aquí? —quiso saber Caro.
Rikus asintió con la cabeza.
—En cuanto hayamos encontrado a Sadira, nos uniremos a una tribu de esclavos —repuso el mul.
—Me temo que a lo mejor tendréis que esperar algún tiempo antes de poder hablar con Sadira —contestó Caro—. Está con lord Agis en la ciudad, y no sé cuándo regresarán. Quizá deberíais dejarme a mí el mensaje. Me ocuparé de que lo reciba.
Rikus meneó la cabeza.
—Tendremos que esperar…
—No podemos esperar mucho —lo interrumpió Neeva—. Es probable que los cilops estén ya sobre nuestra pista. Si queremos tener alguna posibilidad de escapar, hemos de seguir moviéndonos… y llegar a las montañas antes de que nos atrapen.
—No es justo cargar a Caro con este mensaje en concreto —protestó Rikus.
Neeva clavó los ojos en los de Rikus con expresión serena.
—El espía de Tithian vigila a Sadira. Si Caro está aquí y Sadira en Tyr, entonces Caro no puede ser el espía, ¿no es así?
—¿Espía? —exclamó Caro, boquiabierto. Al cabo de unos instantes consiguió volver a cerrarla para articular—: ¿Cómo habéis descubierto que hay un espía entre la servidumbre de mi amo?
—Es una larga historia que no vale la pena contar —respondió Rikus, que no sentía el menor interés en sacar a relucir el recuerdo de la muerte de Yarig, hablando del gaj—. Si nos dices dónde están tu amo y Sadira, podremos llegar hasta ella antes de ir a las montañas.
—Me temo que será imposible encontrarlos. La última vez que vi a mi amo y a Sadira, se dirigían a una cita. Jamás regresaron —explicó Caro frunciendo el entrecejo, lo que acentuó las profundas patas de gallo que le rodeaban los ojos—. Temo que algo les haya sucedido.
—¡Hemos llegado demasiado tarde! —aulló Rikus, arrojando su copa por encima del estanque. Esta fue a estrellarse contra el muro exterior con un tintineo de cristales rotos que resonó por toda la columnata.
Neeva reaccionó con más calma.
—¿Cuánto hace de esa cita? —preguntó—. ¿Donde debía realizarse?
—Agis y Sadira desaparecieron hace tres días —relató Caro—. Ninguno quiso decir adonde iban, pero los dos actuaban de una forma bastante inicua en relación con ello. Sospecho que su punto de destino estaba en algún lugar del mercado elfo.
—Ahí es a donde iremos —decidió Rikus poniéndose en pie.
El viejo enano se deslizó fuera del banco y saltó al suelo.
—Tengo algo en la casa que puede ayudaros.
—¿Qué es? —se interesó Neeva.
—Se trata de una sorpresa —sonrió Caro—. Estoy seguro de que la encontraréis muy notable.
Una vez que el enano se hubo marchado, Rikus y Neeva volvieron a tomar las armas que habían robado durante su huida de la hacienda de Tithian y sujetaron las dagas a los cinturones de sus taparrabos. Luego Rikus se arrodilló a la orilla del estanque para llamar la atención de Anezka.
En el mismo instante en que el mul vislumbraba la figura de la mujer nadando hacia él, un estrepitoso sonar de pasos retumbó al otro lado de la columnata. Rikus levantó la cabeza y vio la corpulenta figura de un semigigante cerrando el paso por la arcada de acceso. Los cabellos castaños del ser le colgaban sobre las orejas en largos y grasientos mechones, y bajo la protuberante frente se apreciaban unos ojos semicerrados. El semigigante llevaba una túnica púrpura blasonada con la estrella dorada de Kalak, y en una mano empuñaba un brillante garrote de hueso más grande que un enano. Las pantorrillas del hombre eran tan gruesas como los pilares de la columnata, y tenía que mantenerse encorvado para no golpearse la cabeza con el techo.
—¡En nombre del rey Kalak, quedaos donde estáis! —rugió la criatura.
La voz del guarda retumbó sobre las quietas aguas del estanque y resonó en el otro extremo de la pared que rodeaba la columnata. El hombretón avanzó pesadamente en dirección al puente, y otro semigigante, algo más grueso y bajo que el primero, apareció en la entrada.
Anezka sacó la cabeza unos instantes por entre un par de hojas de nenúfar, pero, al ver la consternada expresión de Rikus y a los semigigantes, volvió a hundirse en el agua y desapareció bajo las hojas.
—¡Neeva! —gritó Rikus, poniéndose en pie—. Pásame la…
El mul reaccionó demasiado tarde. Mientras estiraba el brazo para tomar la lanza, ésta pasó silbando sobre su cabeza para ir a clavarse en las costillas del primer gigante, donde se hundió hasta la mitad. El guarda se desplomó de rodillas y luego cayó de bruces al suelo.
El segundo guarda empezó a pasar por encima del cuerpo del primero; un tercer semigigante apareció en la entrada y, al ver el paso obstruido, dio la vuelta por el otro lado.
Rikus escudriñó la zona situada bajo el emparrado en busca de algo que utilizar como arma. Tanto él como Neeva tenían dagas de obsidiana, pero los cuchillos no parecían armas muy efectivas contra los semigigantes.
Los ojos del mul se posaron sobre el banco, lo que le dio una idea. Tras entregar su daga a Neeva, señaló con la cabeza al semigigante más cercano. Rikus no necesitó decir una palabra para hacer comprender a su compañera de lucha que deseaba que cubriera el ataque que estaba a punto de realizar.
El segundo semigigante terminó de pasar por encima de su camarada muerto y penetró en el puente. Rikus rodeó el banco con los fornidos brazos y lo levantó, gimiendo por el esfuerzo. Luego se volvió en dirección al puente.
El semigigante cubrió un tercio de la longitud del puente de una zancada, a la vez que ordenaba:
—¡Detente!
Rikus cargó contra él, sosteniendo el banco como si se tratara de un ariete. El semigigante sonrió y alzó su garrote.
La daga de Neeva centelleó por encima de la cabeza del mul como un rayo negro y acertó al guarda en plena frente con la empuñadura. Rebotó sin causarle daño y fue a aterrizar sobre una hoja de nenúfar con un ruido sordo. No obstante, el ataque había cumplido su objetivo: aturdir al semigigante el tiempo suficiente para impedir que pudiera asestar un mazazo a Rikus antes de que éste le hundiera el banco contra el pecho.
Un sonoro chasquido surgió del esternón del semigigante, y un fuerte gemido escapó de sus labios. Hizo girar los brazos, y el garrote se estrelló contra el emparrado. Con un estentóreo rugido, el guarda cayó de espaldas contra uno de los pilares. La columna de mármol se rompió por sus tres secciones, y el semigigante aterrizó en el suelo en medio de los restos, entre maldiciones y juramentos de venganza.
El guarda hizo intención de incorporarse, pero en ese momento el techo se desplomó, y media tonelada de cascotes se descargó sobre su cabeza. Sus gritos de agonía quedaron ahogados por el estruendo.
Rikus dejó caer el banco y giró sobre sí mismo. Descubrió que el tercer gigante había abandonado la idea de cruzar el puente y se acercaba al patio atravesando el estanque. Neeva se disponía ya a plantarle cara. Armada sólo con una daga, avanzaba para ir a su encuentro en el borde de la isla.
Anezka emergió entonces a un lado del puente, el tiempo necesario para hacerse con la daga que había caído sobre el nenúfar. Adivinando que su intención era atacar desde debajo del agua, Rikus recogió el garrote del segundo semigigante y se colocó junto a su compañera. Cuando Neeva levantó el brazo para lanzar el cuchillo que le quedaba, Rikus la detuvo sujetándole la muñeca.
—Todavía no.
—A lo mejor tendré suerte.
El mul no respondió, pero siguió sujetándole el brazo, a la espera del ataque de Anezka, y no lo soltó hasta que el semigigante levantó el garrote para golpear a Neeva.
—¡Muchísimas gracias! —exclamó la rubia gladiadora, preparándose para esquivar el golpe en lugar de lanzar la daga.
El guarda se detuvo con el garrote en alto. Con un grito de dolor, bajó la mirada a sus pies y hundió una mano en el agua detrás de su tobillo.
Adivinando que Anezka le había cortado los tendones del tobillo, Rikus balanceó el garrote que sostenía para golpear la cabeza del semigigante. Le dio de lleno, pero la sacudida lo hizo estremecer de la cabeza a los pies y las manos se le entumecieron por efecto de la vibración. Tuvo la sensación de haber golpeado una columna de mármol en lugar de una cabeza.
Sin embargo, el único efecto que el terrible mazazo tuvo sobre el semigigante fue desviar su atención del dolor que sentía en los pies.
—¡Ahora, Neeva! —aulló Rikus—. ¡Lanza la daga!
El macizo puño del guarda salió disparado del agua y golpeó a Rikus en pleno rostro. El mul rodó por el patio unos diez metros y fue a estrellarse contra uno de los postes que sostenían el emparrado.
Mientras Rikus intentaba despejar su cabeza, Neeva lanzó la daga. La hoja dio en el blanco, abriendo una buena hendidura en la mejilla del guarda, que volvió a rugir y levantó su arma para golpear, mientras Neeva saltaba hacia el lugar donde se encontraba Rikus.
Mientras el garrote se estrellaba sobre las losas del patio, el semigigante lanzó un nuevo aullido de dolor y se inclinó en el agua para sujetar su otro tobillo. Aterrorizado, dio un paso en dirección a las columnas, pero tropezó y cayó en el interior del estanque, rodándolo todo de agua y nenúfares. Rikus lo vio agitar desesperadamente los brazos y aferrarse a las columnas para no ahogarse.
Al cabo de unos instantes, Anezka salió del agua, sujetando la ensangrentada daga entre los dientes, y fue en busca de sus ropas.
* * *
Los gritos y rugidos del combate que tenía lugar en el patio de columnas se dejaban oír incluso en los campos de pharo que rodeaban la mansión de los Asticles. Agis y Sadira supusieron que alguien luchaba en el patio, pero fue todo lo que pudieron precisar.
Se agazaparon en el límite de un campo polvoriento y miraron por encima del cobrizo campo de hierbarroca que separaba la granja de los terrenos de la mansión. Este prado era una de las características más antiguas de la mansión de los Asticles, pues la hierbarroca era una planta sin hojas y de tallo áspero que más que crecer se acumulaba en un mismo lugar a través de los siglos, configurando fantásticas formaciones curvilíneas.
Desde ese lado del enmarañado brezal, la columnata de mármol blanco no parecía más que un ala de la casa, y los dos semigigantes y el templario que aguardaban fuera, meras siluetas del tamaño de unos insectos.
Aunque ambos observadores quedaban ocultos por la hierbarroca y los árboles de pharo, ninguna de estas dos plantas los protegían del opresivo sol del mediodía, y tanto Agis como Sadira se sentían mareados por el calor, sus gargantas tan hinchadas por la sed que, en ocasiones, sus propias lenguas parecían a punto de asfixiarlos.
Llevaban merodeando por los campos de pharo desde que, a media mañana, habían regresado a la hacienda de Agis desde la Tyr subterránea. A la muerte de Ktandeo, uno de los caballeros rojos recogió el cuerpo del anciano hechicero y lo introdujo en el interior del templo. Sadira aprovechó ese momento para arrojar dentro el disco de bronce, con lo que los templarios dedujeron que se habían introducido en el interior del santuario. Luego ella y Agis se habían escabullido sin ser vistos y ocultado en el extremo del oscuro patio.
Al poco rato, el jefe de los templarios había ordenado a sus hombres que atacaran el santuario. Los caballeros rojos les habían salido al encuentro en la entrada, y Agis y Sadira habían aprovechado la batalla resultante para huir. Retrocediendo sobre sus pasos, regresaron a El Gigante Borracho, que encontraron destruido y abandonado, y desde allí se dirigieron a la casa de Agis en busca de provisiones.
Por fortuna, Sadira insistió en dedicar la mañana a reconocer el terreno, razonando que Tithian podría haber ordenado vigilar la casa de Agis. Tras varias horas de espera, quedó muy claro que la cautela de la semielfa estaba justificada. Cuatro figuras, dos altas y dos bajas, habían penetrado en el patio de columnas. Agis identificó fácilmente la forma de andar arrastrando los pies de una de las figuras de poca estatura como la de su criado Caro. Al poco rato, Caro había abandonado la columnata para dirigirse al edificio principal, del que regresó acompañado por cinco semigigantes y un templario. Tres de los gigantes habían entrado en el patio de columnas, y entonces fue cuando se inició la lucha.
—Ha llegado el momento de reclamar mi hogar —anunció Agis, los ojos fijos en Caro, el templario y los dos semigigantes que seguían aguardando fuera del patio—. Creo que contemplamos todo lo que queda del grupo que Tithian envió a vigilar mi casa.
Sadira movió afirmativamente la cabeza y añadió:
—Si permanecemos mucho más tiempo aquí fuera, tendré la lengua demasiado hinchada para lanzar conjuros.
Agis estudió la escena durante unos cuantos minutos más.
—¿Puedes poner fuera de combate a los dos semigigantes? —preguntó al cabo.
La semielfa empezó a negar con la cabeza, pero entonces miró el bastón que sujetaba en una mano y cambió de idea.
—Probablemente podría matarlos a todos, pero será mejor que nos acerquemos un poco más.
Agis contempló con el entrecejo fruncido el bastón de Ktandeo.
—¿Estás segura de que es sensato? No sabemos gran cosa de…
—Sé lo suficiente —insistió la semielfa—. Además, es peligroso utilizar la magia normal tan cerca de tu hierbarroca. Unas plantas de crecimiento tan lento quizá no se recobrarían de ese desgaste.
Agis hizo una mueca, pero asintió.
—Limítate a no hacerle nada a Caro.
—¡No creerás que no nos ha traicionado! —objeto la semielfa.
—No, ya no puedo ni esperarlo —repuso Agis—. Pero, aun así, no quiero que muera.
Sadira se encogió de hombros y miró en dirección a las columnas.
—Si quieres salvar a Caro, tendrás que matar al templario que está junto a él. Cuanta más distancia medie entre mis dos blancos y Caro, mejor.
Agis asintió y, desenvainando su daga, la depositó sobre la palma de su mano. Cerró entonces los ojos y, tras concentrarse en su nexo de energía, abrió un sendero desde su cuerpo a través del brazo y de allí a la palma que sujetaba la daga. El noble dejó escapar un corto suspiro, al tiempo que cerraba los dedos alrededor del arma. Mentalmente los imaginó fundiéndose con la empuñadura y dejando de existir como entes individuales. El puñal se convirtió en una parte de su cuerpo que podía controlar y dirigir con la misma facilidad que sus brazos y piernas.
Cuando volvió a abrir los ojos, le pareció como si la daga ocupara el lugar de la mano al extremo de la muñeca. Sentía la empuñadura de cuero que envolvía la espiga de la misma forma en que sentía cómo la piel le cubría los huesos.
—¿Lista? —preguntó.
—Más lista que nunca —aseguró Sadira—. Empecemos.
—Confiaremos en su curiosidad para acercarnos más —anunció él, adelantándose para conducirla fuera del campo de pharo.
Avanzaron con aire desenvuelto por entre las formaciones de hierbarroca que les llegaban hasta la cintura. Sadira andaba unos cuantos pasos a la izquierda del noble, balanceando el bastón como si se tratara de un bastón corriente. A medida que se acercaban, Agis pudo comprobar que el templario, Caro y los semigigantes estaban todos vueltos hacia la columnata, dándoles la espalda a él y a Sadira. Tan concentrada estaba su atención en el pequeño patio que no advirtieron la Presencia del noble y la hechicera.
Cuando se habían acercado ya a menos de cincuenta metros, el templario hizo una señal a los dos semigigantes como enviándolos al interior del patio de columnas.
—¡Ataca ahora! —indicó Agis, previendo que ya resultaría bastante difícil deshacerse de los templarios y semigigantes que se encontraran en el interior del patio para permitir que además se les unieran nuevos refuerzos.
El noble lanzó el brazo en dirección al templario. La daga se separó de la muñeca, dejando atrás el muñón, pegado al cuerpo. Mientras el arma volaba en dirección al blanco, Agis mantenía el brazo apuntando a la cabeza del hombre. Sentía como si el frío metal siguiera unido al brazo y conducía el vuelo del arma de la misma forma que si utilizara físicamente la mano para hundirlo en la espalda de su víctima.
La daga penetró en la base del cráneo del templario. Agis percibió en la muñeca el arañar del metal contra el hueso, y un líquido caliente envolvió la hoja mientras ésta se introducía en el cerebro del hombre.
En este punto, Agis rompió su concentración. No tenía el menor interés en experimentar la muerte de un ser humano desde el punto de vista de un arma blanca.
El templario cayó hacia adelante, muerto antes de tocar el suelo y seguramente sin que se hubiera dado cuenta de su propia muerte. Caro, que había estado hablando con él, contempló el cadáver desconcertado.
El ataque de Sadira fue más espectacular. Apuntó con el bastón a los dos semigigantes y pronunció las mismas palabras que había articulado Ktandeo cuando lo utilizó: «Nok» y «fuego espectral».
La bola de obsidiana lanzó una llamarada de brillante color naranja, que fue seguida de un tremendo estruendo que sacudió el terreno. Un torrente de luz cegadora brotó del bastón para ir a envolver a los dos semigigantes, pero Agis no pudo ver qué sucedía con ellos, pues en ese mismo instante sintió cómo una zarpa helada se introducía en su interior y le arrebataba una porción de su energía vital. Fue una sensación similar a la que había experimentado cuando Ktandeo utilizó el bastón, pero mucho más potente.
Un tremendo escalofrío recorrió el cuerpo del senador. Las rodillas se le doblaron, chocó contra una frágil formación de hierbarroca y se desplomó de bruces en el suelo; consiguió rodar sobre un costado y mirar en dirección a Sadira, pero aparte de esto se encontraba demasiado mareado para nada más.
La hechicera había caído de rodillas y sujetaba el bastón de Ktandeo con ambas manos, contemplándolo con una expresión mezcla de indignación y desconcertada sorpresa. Una tenue luz escarlata brillaba en las profundidades de la negra empuñadura, retorciéndose y subiendo a la superficie como si estuviera viva. El destello escarlata se desvaneció poco a poco, y el cuerpo de Sadira se tambaleó vacilante. Cuando la luz desapareció por completo, la joven se derrumbó sobre un cobrizo abanico de hierbarroca.
Agis se puso de rodillas con gran esfuerzo y miró hacia la mansión. Caro contemplaba con asombro el pedazo de suelo que habían ocupado los semigigantes un momento antes, y el noble interpretó la expresión horrorizada de su criado como una indicación de que ya no tendrían que preocuparse por aquellos dos, al menos.
Reuniendo las fuerzas necesarias para arrastrarse junto a la hechicera, Agis la encontró tumbada hecha Un ovillo y luchando por recuperar el aliento. La piel se le había puesto pálida como el papel, tenía el rostro descompuesto, y el brillo había desaparecido de sus ambarinos cabellos. Mantenía los ojos clavados en el bastón del anciano, que descansaba sobre el suelo frente a ella.
—Sadira… —llamó el noble, colocando una mano bajo el codo de la muchacha—. ¿Me oyes?
La mirada de la semielfa se trasladó muy despacio al rostro de Agis, y la muchacha dejó escapar un grito sobresaltado.
—¿Qué sucede? ¿Estás herida?
—Estoy bien —jadeó ella.
Agis la ayudó a ponerse de rodillas, pero Sadira continuó con la vista fija en él.
—¿Sucede algo? —inquirió el noble.
La joven sacudió la cabeza y pareció volver en sí.
—No; todo va bien —lo tranquilizó, apartándole los cabellos de las sienes—. No ves mechones blancos en mis cabellos, ¿verdad?
—No, claro que no. ¿Por qué? —No bien había acabado de formular la pregunta cuando la respuesta apareció ante sus ojos. Contempló la negra empuñadura del bastón, conmocionado—. ¿Ha vuelto blancos mis cabellos esa cosa? —exclamó.
—Sólo unas cuantas hebras, en las sienes y en la parte superior de tu cabeza —respondió Sadira, poniéndose a la defensiva—. Te da un aspecto muy distinguido.
Agis escuchó entonces unas fuertes pisadas que se acercaban, y al levantar la cabeza vio a un corpulento mul cubierto sólo con un taparrabos. Al igual que todos los muls, éste también tenía unas orejas pequeñas y puntiagudas, estaba completamente calvo, y más abajo del cuello parecía no tener otra cosa que abultados músculos. Resultaba extraordinariamente apuesto para ser un semienano, pues las duras facciones eran bien proporcionadas y atractivas. Tenía un rostro enérgico, con unos ojos oscuros y llenos de expresividad, una nariz recta y orgullosa, y una barbilla firme y poderosa.
Agis iba a preguntar a Sadira si conocía al mul cuando la semielfa se incorporó con esfuerzo.
—¡Rikus! —exclamó, abriendo los brazos para abrazarlo cuando él echó a correr hacia ella.
El noble sintió una desagradable sensación al ver cómo se besaban. Aunque Sadira no había ocultado sus sentimientos por el famoso gladiador, Agis no había esperado conocerlo tan pronto… y desde luego no estaba preparado para enfrentarse a los celos que experimentaba.
Cuando por fin separó sus labios de los del mul, Sadira preguntó:
—¿Qué haces aquí?
Rikus le dedicó una sonrisa; luego, dirigiendo una mirada de desconfianza a Agis, se inclinó sobre el oído de la joven y le musitó algo. Sintiendo que estorbaba, Agis se puso en pie y miró en dirección opuesta.
Siguiendo los pasos del gladiador, dos mujeres se acercaban a ellos procedentes del patio de columnas. Una de ellas era una humana casi tan fornida como el mismo luchador; su piel era pálida y suave y su figura, firme y rotunda. La otra mujer tenía el tamaño de una niña, con una melena enmarañada y un cuerpo enjuto y fuerte. Caminando entre las dos mujeres, y bien sujeto por ambas, iba el criado de Agis, Caro.
—No tenemos que ocultarle nada a Agis —dijo Sadira, tomando el brazo del noble y colocándose entre él y Rikus—. Sabe todo lo que hay que saber sobre mí.
—¿Es cierto eso? —preguntó Rikus, enarcando una ceja en dirección al senador.
Sadira sonrió tímidamente y pasó por alto la pregunta.
—Rikus escapó de los fosos de esclavos de Tithian para advertirme sobre Caro —explicó la joven, volviéndose hacia el senador.
—Ha sido una acción muy valiente —reconoció Agis, indeciso sobre si debía saludar al gladiador con el doble apretón de manos de las clases altas o prescindir de éste como habría sido lo propio con cualquier otro esclavo; decidió esperar a que el mul tomara la iniciativa—. No tendrías que haberte molestado, Rikus. Ya estábamos enterados de la traición de Caro, y tu huida llega en un momento muy desafortunado.
El mul hizo una mueca, mostrando los dientes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada, te lo aseguro —repuso Agis, alzando las manos en un gesto conciliador—. Es sólo que Sadira está a salvo conmigo, y tú nos habrías sido de más utilidad donde estabas.
Rikus estiró la mano y cogió a Sadira por el brazo.
—Bien, pues ahora está a salvo conmigo —anunció—. Te advierto que, si tratas de seguirnos, te mataré.
Sadira se liberó de un tirón de la mano del mul.
—Rikus, ¿adonde crees que me llevas?
El gladiador frunció el entrecejo, confundido.
—Vamos a huir —dijo—. Tú te vienes con Neeva, Anezka y conmigo a las montañas.
—Yo no necesito escapar —protestó la semielfa—. Agis me dejó libre. Además, hay un lugar al que él y yo debemos ir.
La desilusión se pintó en el rostro del gladiador.
—¿Libre? —repitió el mul, como aturdido—. ¿Te dejó libre, y sigues a su lado?
Sadira apretó la mano del luchador y se puso de puntillas para besarlo en la mejilla.
—No es para siempre, Rikus —aseguró—. Ya te lo he dicho: él y yo tenemos que ir a cierto lugar.
Rikus estudió a Agis antes de devolver su atención a Sadira.
—Os acompañaremos.
—Gracias por la oferta, pero nos las arreglaremos perfectamente bien nosotros solos —contestó Agis.
—No te pedía permiso —replicó el mul—. Simplemente, vamos a ir con vosotros.
—Rikus tiene derecho a venir —intervino Sadira, dirigiendo a Agis una sonrisa suplicante.
—Ya tendremos suficientes problemas sin los cazadores de esclavos de Tithian persiguiéndonos junto con sus templarios —objetó Agis.
Sadira negó con la cabeza.
—¿Qué diferencia hay? —dijo—. Ser perseguido es ser perseguido. Además, no nos perjudicará tener a tres gladiadores con nosotros, y no me sorprendería que Anezka pudiera conducirnos hasta Nok, quienquiera que sea.
Las dos mujeres que escoltaban a Caro llegaron junto al grupo, poniendo fin a la controversia. La mujer rubia, que Agis supuso era la famosa compañera de Rikus llamada Neeva, dirigió una mirada a la mano de Sadira posada sobre la del mul y suspiró.
Sin efectuar el menor comentario sobre la afectuosa postura, se volvió en dirección a Agis.
—Esto te pertenece, creo. —Empujó al anciano enano hacia él, al tiempo que la halfling le tendía un cristal cuadrado de verde olivino—. Además de traidor también es un ladrón. Anezka lo sorprendió intentando esconder esto en un bolsillo.
Agis tomó el cristal de color verde que le entregaba la halfling.
—Esto no me pertenece —declaró, examinándolo con atención.
La voz de Tithian resonó de improviso en los oídos del noble, quien dio un respingo.
—¿Cuántas veces he de decirte que mantengas el cristal lejos de los ojos?
Agis obedeció la orden, enarcando una ceja. Una diminuta imagen del rostro de Tithian se materializó en el interior del cristal. A medida que las facciones del sumo templario se perfilaban con más nitidez, una expresión consternada fue apareciendo en ellas.
—¿Agis?
—Sí, Tithian. Soy yo.
—¿Cómo has conseguido el cristal de Caro? —inquirió Tithian—. ¡Se supone que estás atrapado en el templo de los antiguos!
—Escapamos, pero no gracias a ti —respondió Agis con amargura; por el rabillo del ojo podía ver cómo todos, excepto Caro, lo contemplaban como si se hubiera vuelto loco.
—¿No te advertí que no te proponía una tregua? —replicó Tithian poniéndose a la defensiva—. Si lo recuerdas, te dije que fueras con cuidado.
Aunque Agis no podía por menos que reconocer la veracidad de sus palabras, no se sentía muy complacido con su amigo.
—Supongo que eso justifica que me utilizases para cazar a la Alianza…
—Eres tú quien se involucró en la revuelta —le recordó Tithian—. No me culpes si eso te causa problemas.
—Supongo que me mostraste la imagen de las bolas y la pirámide de obsidiana sólo como cebo, ¿no? —inquinó el senador.
—No, eso fue muy real —respondió el sumo templario, y, aunque era difícil descifrar las expresiones faciales en la diminuta imagen proyectada por el cristal, Agis tuvo la impresión de que Tithian estaba asustado—. Dime, ¿cómo recibieron la noticia los Señores del Velo?
—¿Por qué tendría que decirte nada? —preguntó a su vez Agis.
—Porque mi oferta sigue en pie —contestó Tithian.
—Perdóname si parezco escéptico.
—¡No puedes permitirte dejarme de lado! —exclamó el templario—. No tienes ni idea de lo que he hecho por ti. Kalak está enterado de tus devaneos con la Alianza del Velo. ¡Si no te hubiera utilizado, ya estarías muerto en estos momentos!
—Me siento muy agradecido por tu consideración —comentó Agis, sarcástico.
—Si tienes el cristal de Caro, debes de saber ya que Rikus y Neeva escaparon y fueron a tus tierras en busca de Sadira. —Tithian levantó un único dedo para que lo viera—. Éste es el número de días que habría podido tardar en encontrarlos. Como puedes ver, todavía están libres. He mantenido su ausencia en secreto y no he enviado ni rastreadores ni cilops. Incluso hice matar a los guardas que encontraron su celda vacía.
Este último detalle convenció a Agis de que su viejo amigo decía la verdad, pues parecía exactamente el tipo de acción despiadada que el sumo templario haría para proteger un secreto.
—Lo que sea que la Alianza del Velo quiere de mis gladiadores, todavía es posible —continuó Tithian—. Nadie sabe que han desaparecido excepto yo y mi subordinado de mayor confianza.
—Todo eso está muy bien —dijo Agis, realmente aliviado de saber que los cazadores de esclavos no los perseguirían hasta las montañas—. Pero sigues hostigando a la Alianza con todos los medios a tu alcance. ¿Cuál es tu posición?
—La que resulte más segura en un momento dado —confesó Tithian con franqueza—. Estoy atrapado entre dos fuegos. Si no avanzo en mi lucha contra los enemigos del rey, Kalak me matará, pero, al mismo tiempo, me aterroriza lo que sea que tiene planeado para los juegos del zigurat.
—¿Así pues, estarías dispuesto a asesinarlo? —preguntó Agis, decidiendo averiguar hasta dónde estaba dispuesto a llegar su amigo.
—No se puede hacer —objetó Tithian.
—¿Y si pudiera hacerse? —insistió Agis.
En el interior del cristal, Tithian cerró los ojos durante un momento. Cuando los volvió a abrir, dijo:
—No le impediría a nadie que lo intentara.
—Eso es todo lo que quería saber —sonrió Agis, pasando la mano sobre el cristal.
—¡Espera! —gritó Tithian. El senador retiró la mano, y el sumo templario sonrió a su vez—. Para poder seguir tu juego hasta que este ataque contra Kalak tenga éxito, necesito saber la localización del tercero y último de los amuletos de hueso escondidos en el zigurat.
—Ya sabía que no podía confiar en ti —suspiró Agis.
—Eso no es totalmente cierto —observó Tithian—. Puedes confiar en que siempre me guardaré las espaldas. Sólo asegúrate de que los tuyos me ofrezcan lo que necesite. —El sumo templario calló unos instantes y se golpeó la barbilla con la punta de los dedos, pensativo—. Será mejor que hagas que Sadira informe a Aquellos que Llevan el Velo que les conviene revelar el escondite del amuleto. Ya encontrarás la forma de hacerme llegar la información.
Sin ofrecer una respuesta, Agis cerró la mano sobre la verde gema; luego relató a sus compañeros la conversación sostenida con Tithian, tras lo cual devolvió la piedra a Caro.
—Quizá sería mejor revelar a Tithian el escondite de los amuletos —opinó Sadira—. Sé dónde escondieron los tres. ¿Se lo podrías decir al sumo templario, Caro? —Al ver que el enano asentía, pasó a detallarle rápidamente los lugares en los que se habían ocultado los mágicos amuletos—. De todos modos, tampoco eran demasiado poderosos —concluyó, encogiéndose de hombros—. Sólo algo que retrasara las obras del rey.
Agis se encaró por fin con su criado.
—¿Cuánto tiempo hace que actúas como espía de Tithian? —lo interrogó con voz tranquila.
El enano desvió la mirada. Agis advirtió que los marchitos labios le temblaban, ignoraba si de miedo o de arrepentimiento.
—No mucho. Desde que os confiscaron los esclavos —respondió Caro—. El sumo templario me envió de vuelta a vos. Prometió otorgarme la libertad después de los juegos.
—¿Y qué hay del propósito que diste a tu vida? —preguntó Agis—. ¿No cambió jamás?
Caro negó con la cabeza.
—No; hasta el momento en que lo quebranté, siempre fue serviros a vos y a la familia Asticles.
—¿Por qué renunciaste a él? —quiso saber Neeva.
Caro sostuvo sin pestañear la mirada de la mujer.
—Habría muerto en el zigurat, y no quería acabar mi vida sin haber probado lo que es la libertad.
—No puedo expresarte cuánto lo siento, Caro —manifestó Agis, lleno de remordimientos—. De haber comprendido lo mucho que significaba para ti tu libertad, te la habría concedido de buena gana.
—No necesito vuestra compasión —dijo Caro sombríamente, clavando los ojos en los de Agis—. Limitaos a matarme y acabemos con esto.
—Si yo fuera tú, no estaría tan ansioso por morir —interpuso Rikus—. ¿No te convertirás acaso en un espíritu condenado?
El anciano enano levantó de nuevo la mirada hacia Agis, una sonrisa torcida asomando a sus labios.
—Es cierto —contestó, los negros ojos llenos de amargura—. Volveré para vagar por las tierras de los Asticles…, el lugar de mi fracaso.
—En ese caso, pasará bastante tiempo antes de que volvamos a encontrarnos, espero —declaró Agis.
—¿Qué se supone que quiere decir esto? —preguntó Rikus.
—Todo hombre nace con el deseo de libertad en su corazón, de la misma forma que nace con el deseo de comer y beber. Todo aquel que ha tenido esclavos lo sabe.
—Lo mismo que cualquier esclavo —apuntó Rikus.
—Privar a un hombre de su libertad es como privarlo de agua y comida —siguió Agis, los ojos fijos todavía en el arrugado rostro de Caro—. Si un hombre carece de agua y de comida, su cuerpo muere lentamente. Si carece de libertad, es su espíritu el que muere.
—¿Y? —quiso saber Rikus—. ¿Qué noble se preocupa por el espíritu o la vida de su esclavo?
—¡Yo lo hago! —replicó Agis con calor, golpeándose el pecho—. ¡Jamás le he quitado la vida a un esclavo!
—Entonces, eres un esclavista muy peculiar —opinó Sadira.
—Puede —repuso Agis, mirando a la semielfa—, pero no mejor que los otros. Ahora me doy cuenta de que mi filosofía simplemente me ha convertido en un hipócrita. Es por eso que el espectro no me permitía entrar en el Santuario Rojo.
—¿Qué vas a hacer al respecto? —inquirió Sadira. Agis se volvió hacia el viejo enano.
—Caro, no tengo ningún derecho a pedirte nada —dijo, desatando la bolsa que pendía de su cinturón—. Sin embargo, me gustaría que realizases un último servicio a la casa de Asticles. Ve con los esclavos que todavía permanecen en mis corrales, y diles que son libres para marcharse o quedarse, como prefieran.
La sorpresa se reflejó en el rostro del enano.
—¿Y en cuanto a mí?
—Ve y disfruta de tu libertad.
El enano tomó la bolsa que le tendía Agis y se alejó sin decir una palabra a su antiguo dueño. Mientras contemplaba a Caro alejándose pesadamente bajo el ardiente sol, Agis comprendió lo poco que su gesto debía de haber significado para alguien que había pasado toda su vida sirviendo a otros. Quizás habría otros como Caro a los que podría salvar de una vida de esclavitud. Agis dejó que esta esperanza aliviara su mala conciencia, pero sólo por poco tiempo.