5: La Plaza de las Sombras
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La Plaza de las Sombras
El anciano se detuvo en la entrada de la oscura callejuela y atisbó por el lúgubre pasillo como considerando la posibilidad de que lo atacaran allí dentro. Agis alcanzó al individuo y lo tocó ligeramente en el hombro. El hombre giró en redondo, alzando el bastón de madera como si fuera a golpearlo con su pomo, una extraordinaria bola de brillante obsidiana.
—¿Qué? —interrogó el anciano, apuntando al pecho del noble con el bastón. Poseía unas facciones robustas y orgullosas, con una nariz ganchuda y una larga melena de níveos cabellos.
—Perdonadme —dijo Agis. Levantó las manos para dejar bien claro que no tenía intención de realizar ningún acto violento—. No estoy familiarizado con las calles del mercado elfo. ¿Serías tan amable de indicarme dónde está un mesón llamado El Kank Rojo? Se encuentra en la Plaza de las Sombras.
El anciano frunció el entrecejo.
—¿Qué es lo que quieres de un lugar como la Plaza de las Sombras?
Agis enarcó las cejas, pues el mercado elfo no era la clase de lugar en el que se hacían preguntas a los desconocidos.
—Lo mismo que cualquier otro que va allí —respondió evasivo.
Aunque el noble no tenía una idea muy precisa de por qué iba la mayoría de la gente a la Plaza de las Sombras, ésa era la única respuesta que podía dar. No tenía la menor intención de decir al anciano el auténtico motivo que lo llevaba a El Kank Rojo, que era reunirse con un grupo de influyentes colegas senadores. Querían discutir la respuesta del senado a las confiscaciones de esclavos de Kalak, y todos habían estado de acuerdo en que lo mejor sería reunirse en un lugar que no era probable que frecuentaran los espías templarios.
El desconocido estudió a Agis por unos instantes sin responder. El aristócrata estaba a punto de irse cuando el hombre dijo por fin:
—Lo más sensato sería que no fueras a la Plaza de las Sombras. No es lugar para alguien de tu clase…, en especial si va solo.
—Agradezco vuestra preocupación —respondió Agis—. Si me indicáis cómo llegar a El Kank Rojo, dejaré de estar solo.
El anciano meneó la cabeza con resignación.
—Espero que tus acompañantes tendrán más sentido común que tú —gruñó, señalando con el bastón al final de la calle—. Sigue por esta calle hasta que llegues a la casa de empeños, y toma la callejuela de la izquierda. Va a dar a la Plaza de las Sombras.
—Muy agradecido —respondió Agis, dirigiendo la mano hacia su bolsa de monedas.
El hombre se lo impidió, golpeándole la mano con fuerza con el bastón.
—No quiero tu moneda, hijo —anunció—. Si esperas salir con vida del mercado, es mejor que no vayas mostrando por ahí tu oro.
Agis apartó la mano de la bolsa, sin hacer caso del dolor que sentía en los nudillos.
—¿Algún otro consejo?
—Sí —contestó el hombre de canosos cabellos; movió el bastón hasta colocarlo en la espalda del noble, y golpeó ligeramente la daga oculta bajo la capa—. No importa lo que suceda, mantén eso en su funda. Vivirás mucho más.
A la luz del anterior consejo del desconocido de mantenerse alejado de la Plaza de las Sombras, este último comentario parecía deliberadamente siniestro.
—¿Existe alguna razón por que intentéis mantenerme alejado de la Plaza de las Sombras?
—No en realidad —respondió el anciano—. No me importa si vives o mueres. —Dicho esto, dio media vuelta y penetró en una calleja cercana.
Agis frunció el entrecejo ante las palabras de despedida del extraño; luego hizo una señal a Caro para que se reuniera con él. Había ordenado al enano que aguardara algo más atrás para que el anciano no se asustara ante la presencia de dos desconocidos, y, tras los golpes recibidos en nudillos y pecho, se alegraba de no haber asustado al viejo más de lo que ya lo había hecho.
Mientras su criado se acercaba cojeando, Agis volvió a maravillarse ante la forma tan ingeniosa como había conseguido escapar el anciano enano de la patrulla de enganche de Tithian. Un Caro sediento y magullado había regresado a la hacienda de los Asticles la misma tarde en que el sumo templario había confiscado todos los esclavos varones de Agis. Según lo relatado por el enano, éste fingió desmayarse al cabo de unos cuantos kilómetros de marcha, y, cuando los templarios empezaron a darle patadas y azotes para obligarlo a volver a andar, Caro se negó a moverse o a levantar la vista siquiera. Por último, Tithian, cansado, ordenó que abandonaran al enano en la carretera. Una vez que la columna hubo desaparecido de su vista, Caro se incorporó y regresó a la hacienda.
A Agis lo sorprendió que un plan de huida tan simple hubiera funcionado, pero no el regreso de Caro. El viejo esclavo había dedicado toda su vida a servir a la familia Asticles y, según la característica forma de ser de los enanos, estaba dispuesto a soportar cualquier dificultad antes que romper su compromiso.
Cuando Caro llegó junto a él, Agis señaló el callejón.
—El anciano me advirtió que no fuera a la Plaza de las Sombras —dijo—. ¿Has oído alguna vez que sea un lugar particularmente peligroso?
—No, pero dudo que vuestros amigos hubieran sugerido encontrarse allí si fuera así —respondió Caro, mirando de reojo a Agis.
Una de las arrugadas mejillas del enano mostraba un cardenal amarillento del tamaño de un puño, y, ocultas bajo la túnica, había marcas similares y algunas heridas de látigo. Aunque la evidencia del maltrato sufrido por el criado encolerizaba al aristócrata, se sentía aliviado en cierto modo de ver que no había sufrido daños mayores. Por la brutalidad descrita por Caro, Agis había esperado encontrar a su esclavo con un número indeterminado de huesos rotos y tremendos cardenales por todo el cuerpo de la cabeza a los pies. De todos modos, el senador sabía que cualquier herida de poca importancia podía resultar muy dolorosa, e incluso peligrosa, para alguien tan anciano como el criado.
—Sólo han transcurrido dos días desde tu fuga —dijo Agis—. ¿Estás seguro de estar en condiciones?
—¿No dije que lo estaba?
—Sí, pero ya sé cómo sois los enanos —replicó el aristócrata—. Preferiríais morir antes que reconocer que necesitáis descansar.
—Estoy perfectamente bien —aseguró Caro—. Sigamos.
Agis se introdujo en la atestada calleja, con su criado andando un paso por detrás para vigilar la presencia de rateros. A pesar de que el sol del mediodía podría haber cocido ladrillos, el calor no obstaculizaba la bulliciosa actividad del mercado elfo.
La calle estaba flanqueada por edificios de dos o tres pisos que nadie se había molestado en encalar o pintar, por lo que lucían el color marrón grisáceo natural de los ladrillos cocidos. El primer piso de cada edificio contenía una tienda con una puerta amplia y un mostrador de ala abatible que daba a la acera. Los astutos y curtidos rostros de los mercaderes elfos miraban de soslayo desde ventanas y puertas, invitando a los transeúntes a examinar las exóticas mercancías que sus tribus habían llevado a Tyr: cuerdas irrompibles de cabellos de giganta procedentes de Balic, collares de huesos de dedos traídos de Gulg, escudos de impenetrable madera de agafari hechos en Nibenay, incluso lana de las legendarias islas Silt.
A veces, un elfo estiraba el delgado torso sobre un mostrador para tirar de la manga de un humano bien vestido o para robar la bolsa de un paseante incauto. También podía suceder que uno de los tenderos de dos metros de altura se plantara delante de un cliente intimidado, farfullando con voz melodiosa las innumerables cualidades de cualquier baratija.
Entretanto, hombres y mujeres de todas las razas deambulaban por el centro de la calle en un tumultuoso río, las manos aferradas a las bolsas y los ojos bien abiertos. Aquí y allá, el río se dividía temporalmente al encontrarse con un montón de basura o un par de ojos pendencieros, que sin duda servían de señuelo para los carteristas que se movían entre la multitud.
Agis bajó por el centro de la avenida, pues no estaba interesado en nada de lo que ofrecían los elfos. La mayoría representaban a tribus nómadas que compraban grandes cantidades de género en una ciudad y lo acarreaban luego a través del desierto para venderlo en otro lugar donde tales artículos fueran escasos. En teoría, esto era lo que hacía cualquier mercader, pero los taimados elfos casi nunca se sentían satisfechos con una ganancia honesta. Las tribus elfas solían comprar mercancía de baja calidad y venderla a precios exorbitantes, o asaltaban a mercaderes legítimos en pleno desierto y luego vendían el cargamento robado como si fuera propio.
Tras varios minutos de abrirse paso por entre la muchedumbre, Agis llegó al lugar indicado por el anciano: una casa de empeños desvencijada, identificable por las tres esferas de cerámica que colgaban sobre la puerta. El aristócrata se salió de entre el gentío y avanzó en dirección a la calleja, tras detenerse para asegurarse de que Caro lo seguía.
—¡Eh, amigo!
La voz pertenecía a un elfo de cabellos dorados que se apoyaba contra la pared justo a la entrada de la callejuela. Más alto que la mayoría de los de su raza, el elfo llevaba una chilaba rojiza sobre el desgarbado cuerpo y poseía un rostro bronceado y curtido por el sol con unos nebulosos ojos azules.
—¿Buscas ingredientes mágicos? Tengo gusanos de luz. Tengo madera de olmo. Incluso tengo hierro en polvo.
—¿No va todo eso en contra de las leyes del rey? —inquirió Agis con la esperanza de hacer callar al buhonero.
—¿Eres un templario? —quiso saber el elfo, alzando la puntiaguda barbilla.
—No.
—Entonces, ¿qué te importa? —Volvió la cabeza indignado, ofreciendo al aristócrata la visión de una oreja afilada llena de suciedad.
Agis penetró en el callejón seguido por Caro. Los altos edificios proporcionaban una ligera protección de los rayos solares, pero no mitigaban en gran cosa el opresivo calor del mediodía. No obstante, varios pobres y mendigos habían ido a refugiarse a su sombra y se alineaban a ambos lados del estrecho pasillo. Todos extendieron las huesudas manos cuando Agis empezó a abrirse paso con cuidado por entre sus piernas, y la calle se llenó con sus desesperadas súplicas de dinero y agua.
Resistiendo la tentación de desprenderse de un puñado de monedas, Agis volvió la cabeza sobre su hombro para mirar a Caro.
—Esto es lo que sucede cuando un rey se preocupa más de la magia que de sus súbditos —dijo malhumorado—. Si Kalak no hubiera rechazado mi propuesta de crear granjas de beneficencia fuera de Tyr, esta gente hoy tendría comida, agua y un lugar donde dormir.
—Son libres —repuso Caro—. Al menos poseen eso.
—La libertad no les humedecerá la garganta —le espetó Agis—. Tú has sido un criado casi toda tu vida. Sabes que ese servicio significa que siempre tendrás comida y bebida suficiente, y una cama blanda sobre la que descansar.
—No me importaría pasar hambre y sed durante unos cuantos días a cambio de mi libertad —respondió Caro, colocándose junto a su amo.
—No has dejado de hablar de esto desde que escapaste de esa patrulla de enganche. ¿Por qué? —quiso saber Agis—. ¿Necesitas algo? Sólo pídelo y ya sabes que te lo daré.
—Necesito mi libertad —contestó Caro con obstinación.
—¿Para poder reunirte con esos desgraciados? No pienso hacerlo. Estás mucho mejor como mi siervo. —Agis abarcó con la mano la calleja repleta de desechos humanos—. Todos estarían mucho mejor como esclavos míos.
—Pero…
—No quiero discutirlo más, Caro —interpuso Agis, en tanto alcanzaba el extremo de la maloliente callejuela—. No vuelvas a sacar a relucir el tema.
—Como deseéis —repuso el enano, colocándose de nuevo un paso por detrás de su amo.
La callejuela daba a una plaza, tal y como había asegurado el anciano. El panorama de la Plaza de las Sombras parecía más caótico aún que la zona de comerciantes de la que venían, pero Agis no vio en ella nada particularmente peligroso. La ocupaban docenas de tiendas de campaña montadas por elfos demasiado pobres o demasiado miserables para alquilar la parte delantera de una tienda. Estos elfos se dedicaban a abordar sin éxito a los innumerables semielfos, enanos y humanos que transportaban grandes vasijas de cerámica al centro de la plaza.
Allí, un templario y una pareja de guardas semigigantes cobraban un módico impuesto a los porteadores de las vasijas por el privilegio de llenar una jarra en la fuente pública. Era un proceso lento y pesado, que producía una larga cola, pues la fuente consistía en un único chorrito de agua que manaba de la boca de una estatua de piedra. El artista había modelado en la piedra un braxat, una enorme criatura jorobada que parecía un cruce entre un baazrag y un camaleón cornudo. El ser andaba sobre las patas traseras y poseía un grueso caparazón que le cubría la espalda y cuello. Agis no podía ni imaginar el motivo por el que los escultores del rey habían escogido un animal tan grotesco para una fuente, a menos que se debiera a que los habitantes de la ciudad siempre sentían curiosidad por esas criaturas raramente vistas que vagaban por las tierras yermas.
Apartando la mirada de la fuente, Agis deambuló por el borde de la plaza, estudiando con atención los símbolos pintados sobre los dinteles de las puertas. Ninguna escritura acompañaba a los símbolos, pues en Tyr, como en la mayoría de las ciudades athasianas, sólo a los nobles y a los templarios se les permitía leer o escribir.
Por fin, Agis llegó junto a un letrero rojo en el que aparecía un hombre montado sobre un kank, una de las clases de insectos gigantes que los conductores de caravanas utilizaban a menudo como bestias de carga. Del abdomen del insecto colgaba un glóbulo de miel. Decidiendo que había encontrado El Kank Rojo, Agis penetró en el mesón, seguido por Caro.
Iluminado sólo por unos pocos ventanucos estrechos, el interior del local aparecía sumido en una semipenumbra. Agis se detuvo en la puerta para dejar que sus ojos se adaptaran a la poca luz, y el murmullo de voces del interior se apagó rápidamente.
Una vez que sus pupilas se adaptaron a las sombras, el aristócrata comprobó que se encontraba en una pequeña habitación cuadrada, con docenas de elfos malhumorados que lo contemplaban con expresión intolerante, las manos fuertemente cerradas alrededor de sus jarras de néctar de kank fermentado, conocido popularmente como broy.
Un hombre corpulento que llevaba un mugriento delantal de hilo levantó el pulgar en dirección a un tramo de escaleras.
—Vuestros amigos están arriba, mi señor.
Tras dar las gracias al propietario con un movimiento de cabeza, Agis ascendió los peldaños y fue a salir a un mirador del segundo piso que daba a la Plaza de las Sombras. A lo lejos se alzaba el gigantesco zigurat de Kalak, que proyectaba su sombra sobre la plaza como una nube siniestra.
Cuatro nobles, fácilmente identificables por su porte altivo y cuidadoso acicalamiento, ocupaban una mesa situada al borde del balcón. Al igual que Agis, todos ellos eran senadores, cada uno el cabecilla extraoficialmente reconocido de una facción diferente. Una criadita semielfa de cabellos llameantes y corpiño muy escotado se encontraba junto a la mesa, riendo sin pudor un chiste obsceno.
Se dirigía Agis hacia la mesa, cuando un hombre de piel clara y mandíbula cuadrada observó su llegada.
—¡Bienvenido, Agis! —saludó Beryl—. Dime, ¿conseguiste llegar con todas tus monedas?
Agis se llevó una mano a la cadera y palpó la bolsa que seguía colgando del cinturón.
—Lo cierto es que sí.
—¡Estupendo! —rugió Dyan, un noble de rostro mofletudo y figura voluminosa—. ¡Tú pagarás!
Un hombre largirucho de larga cabellera dorada ofreció a Agis un taburete a su lado.
—Será mejor que gastes tu dinero aquí, amigo mío. Jamás abandonarás el mercado elfo con los cordones de tu bolsa intactos. —El tono de Kiah era cordial, como siempre que gastaba el dinero de otros. Era el jefe de una asociación de nobles dedicados a los negocios.
Agis aceptó el asiento y ordenó una jarra de broy, dejando que Caro permaneciera de pie a su espalda. No había otros criados presentes, sin duda porque Tithian los había confiscado todos.
Tan pronto como la criadita se hubo marchado en busca de la bebida de Agis, Dyan indicó a Caro con un gesto de la cabeza.
—Puede que fuera más sensato enviar a tu chico abajo.
Agis comprendió que los otros nobles se sentirían más cómodos discutiendo la delicada agenda del día sin la presencia de un esclavo, así pues se volvió hacia Caro.
—Espera abajo —le indicó—. Pide lo que quieras de beber y comer y que me lo carguen a mí.
El anciano enano inclinó la cabeza y se marchó sin pronunciar palabra.
—Eres demasiado bueno con tus esclavos —opinó Kiah—. Eso los convierte en insolentes.
—Al contrario —replicó Agis—. Los vuelve leales. Puedo garantizar que Caro no abusará del privilegio que acabo de concederle.
—Empecemos con lo que nos ha traído aquí mientras la camarera no está —interpuso Dyan—. Mirabel puede que no sea amiga de los templarios, pero tampoco es amiga nuestra. No creo que fuera a hacer ascos a ganarse una moneda o dos a cambio de informar de lo que escuche de nuestra conversación.
Agis fue el primero en abrir fuego.
—Todos estamos de acuerdo en que Kalak está llevando a Tyr a la ruina. Cerrar la mina de hierro ya resultó bastante malo, pero al confiscar a nuestros esclavos ha condenado al hambre a toda la ciudad.
—¿Qué es lo que propones? —preguntó Jaseela, la única persona que aún no había hablado.
Jaseela era una mujer de sensual belleza con una sedosa melena negra que le llegaba hasta la cintura, un cuerpo bien proporcionado, y un rostro regio dominado por unos enormes ojos de color avellana. Los discursos de Jaseela no solían gustar demasiado en la cámara del senado, ya que a menudo rozaban lo sedicioso. No obstante, incluso sus más encarnizados rivales admiraban su valor al hablar con tanta firmeza en contra de Kalak.
—Dado que los intereses de todos en este asunto son similares, pensé que podríamos unirnos en busca de una solución —dijo Agis—. Entre nosotros cinco, poseemos influencia suficiente para asegurar que cualquier resolución se apruebe en el senado sin apenas oposición.
Los otros tres hombres asintieron, pero Jaseela hizo girar sus ojos de color avellana y miró en dirección a la plaza.
—Convoquemos una sesión de urgencia al amanecer —continuó Agis—. Copatrocinaremos una resolución que exija que el rey devuelva nuestros esclavos y reabra la mina de hierro. Con nuestra influencia, seguro que obtendremos un apoyo total. Ni siquiera el rey podrá hacer caso omiso de nosotros.
—No, no hará caso omiso, eso es cierto —repuso Dyan—. Hará que nos asesinen a todos.
—Incluso aunque sobrevivamos —terció Beryl—, desde hace mil años Kalak no ha escuchado al senado en ningún asunto en el que tuviera un interés particular. ¿Qué te hace pensar que empezará a hacerlo ahora?
—Si no lo hace, no pagaremos nuestros impuestos. Quemaremos nuestros campos —declaró Agis con entusiasmo—. ¡Nos rebelaremos!
—Nos suicidaremos, querrás decir —protestó Dyan, sacudiendo la cabeza—. Dices locuras. No podemos obligar al rey a hacer algo que no quiere hacer. Nos matará a todos.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —exigió Agis.
Beryl volvió la mirada en dirección al zigurat.
—Nada. Kalak lleva cien años construyendo el zigurat. Nuestros abuelos y nuestros padres consiguieron sobrevivir a su mala administración, y nosotros también lo haremos. Ahora que a la torre le falta menos de un mes para quedar terminada, seríamos unos estúpidos si nos opusiéramos a ella.
—Dentro de un mes, mi pharo estará seco y muerto —objetó Agis—. Sin esclavos que hagan funcionar mis pozos y rieguen la tierra, mis campos se asan al sol. Vosotros debéis de estar aun peor que yo.
—¿Y eso qué? ¿Nos vamos a morir de hambre? —inquinó Dyan, encogiendo los rechonchos hombros—. Yo, desde luego, no tengo la menor intención de arriesgar la vida para alimentar a esclavos y pordioseros.
Kiah posó una mano sobre el hombro de Agis.
—Estás exagerando, amigo mío —dijo—. Si lo miras desde un cierto punto de vista, la situación es incluso ventajosa para nosotros. —Hizo una pausa y sonrió a los otros nobles—. Estoy seguro de que todos tenemos cosechas almacenadas para casos de escasez. Así pues, en cuanto los efectos de la confiscación se hagan patentes, esas cosechas almacenadas valdrán diez veces más de lo que valen ahora. Si conseguimos llegar a un acuerdo entre nosotros y los otros nobles, puede que incluso podamos elevar aún más el precio.
Agis se sacudió la mano de Kiah del hombro con un violento gesto y se puso en pie.
—¿Es que no nos interesa otra cosa que el oro y proteger nuestros rechonchos cuellos? —rugió—. ¡Por las lunas, no puedo creer lo que oigo!
Mirabel apareció entonces en la puerta con el broy de Agis. Éste regresó rápidamente a su asiento, fingiendo reír de alguna broma subida de tono. En cuanto la muchacha colocó el viscoso líquido ante él, Dyan le entregó a ésta su jarra vacía y pidió:
—Sé una buena chica y tráeme otra jarra de vino de leche.
En cuanto Mirabel regresó al mesón, Agis continuó con su discurso.
—Si permitimos que nuestro miedo a Kalak nos intimide, no somos mucho mejores que sus esclavos.
—Si me ofreces una línea de acción que vaya a funcionar, te seguiré —dijo Dyan—. Pero no arriesgaré mi vida y mis tierras apoyando una resolución sin sentido a la que Kalak no hará ningún caso de todos modos. —Meneó la cabeza para dar más énfasis a sus palabras.
—Tiene razón, Agis —remachó Beryl, sin apartar la mirada de su jarra—. El senado no puede hacer nada.
—Quizá tengamos que hacer algo fuera del senado —comentó Jaseela, atrayendo la atención de los senadores al volver a hablar tras su largo silencio.
—¿Como qué? —preguntó Kiah.
—Matarlo.
Todos los presentes en el balcón quedaron mudos. Finalmente, Dyan inquirió:
—¿Matar a quién, exactamente?
—Sabéis de quién hablo —replicó ella, clavando los ojos en cada uno de ellos por turno.
—¿Regicidio? —exclamó Dyan con voz ahogada, apartando su taburete de la mesa—. ¿Estás loca?
—Es demasiado poderoso —objetó Beryl.
—¿Qué sería de la ciudad? —dijo Kiah, señalando con la mano los almacenes de los mercaderes situados al otro lado del zigurat—. La estructura política y económica de Tyr se derrumbaría. No podríamos ni vender nuestras cosechas.
Agis permaneció pensativo, intentando decidir si Jaseela podría estar acertada. Quizá la única forma de salvar Tyr era matar al rey. Era algo difícil de aceptar para él, pues significaba destruir las bases del antiguo orden social de la ciudad. Aunque no podía negar que había muchas cosas malas en la ciudad —la corrupción de los templarios, la pobreza de las masas, la injusticia de las leyes de Kalak— siempre había creído que tales cosas podían corregirse trabajando dentro del orden establecido. No estaba seguro de estar preparado para abandonar esa idea.
Jaseela, en cambio, estaba totalmente decidida.
—Caballeros, todas vuestras objeciones pueden solucionarse —anunció, clavando los codos sobre la mesa—. La pregunta es: ¿dejamos que Kalak arruine nuestra ciudad o no?
Kiah negó con la cabeza.
—No. La situación es más complicada que eso. ¿Qué sucede con los templarios? ¿Cómo reaccionarán si se mata a Kalak? ¿Cómo…?
—La pregunta a la que nos enfrentamos es muy simple —lo interrumpió Jaseela, poniéndose en pie—. ¿Somos nobles o somos esclavos?
Como nadie respondió, la aristócrata volvió sus ojos de color avellana hacia Agis.
—¿Qué dices tú? —inquirió—. Tú eres el que quería oponerse al rey. ¿Está limitado tu valor a la cámara del senado, o estás dispuesto a luchar por lo que crees?
Agis aguantó su inquisitiva mirada con expresión tranquila.
—He pasado diez años luchando en el senado…
—¿Puedes señalar una sola resolución que hayamos aprobado en ese tiempo que haya convertido a Tyr en un lugar mejor para cualquiera que no sea nosotros mismos? —lo cortó Jaseela.
Agis meditó la pregunta durante unos instantes, y luego clavó los ojos en su jarra de broy.
—Claro que no —dijo ella por él—. Los templarios están corrompidos, el senado está corrompido, y también la nobleza.
—Así pues, ¿lo destruimos todo y empezamos de cero? —preguntó Agis—. ¡Empiezas a hablar como si pertenecieras a la Alianza del Velo!
—Ojalá perteneciera —respondió Jaseela con amargura, volviéndose para marcharse—. Al menos le han creado a Kalak problemas suficientes como para atraer su atención.
Agis se puso en pie para detenerla, pero antes de que pudiera abandonar la mesa percibió un tumulto en la plaza que se abría a sus pies.
—No te vayas ahora, Jaseela —rogó al tiempo que se acercaba a la baranda del balcón—. Algo sucede en la plaza.
Jaseela y los otros nobles se reunieron con él. Docenas de mendigos penetraban en la plaza desde las estrechas callejuelas que partían de ella. De los tenderetes de los elfos se elevaba un murmullo de voces asustadas mientras los comerciantes empaquetaban sus mercancías de cualquier forma. Residentes aturdidos arrojaban a un lado sus recipientes para el agua e intentaban abrirse paso por entre la masa de pordioseros que inundaba la plaza.
Kiah escudriñó el cielo por encima de las viviendas que rodeaban la plaza.
—No se ven señales de humo —comentó—, así que no creo que se trate de un incendio.
Los cinco aristócratas contemplaron la escena en silencio unos minutos más. El pánico y la confusión eran cada vez mayores, con mendigos y pordioseros fluyendo sin cesar desde todas direcciones. Muy pronto, cientos de personas se apiñaban en la pequeña plaza, la mitad de ellas apretándose en dirección al centro y la otra mitad intentando llegar a los edificios que la rodeaban. La mayoría de los elfos habían envuelto ya sus mercancías en sus tenderetes y, en grupos de dos y de tres, se abrían paso a empellones por entre la muchedumbre.
Agis se volvió para mirar en dirección al callejón que discurría junto a El Kank Rojo, y se encontró cara a cara con un semigigante, cuyos amenazadores ojos eran tan grandes como platos. Bajo los ojos, una nariz inmensa descendía hasta casi tocar una boca deforme de gruesos labios.
—¡En nombre del rey, apartaos del parapeto! —ordenó el semigigante, echando la cabeza sólo unos milímetros hacia atrás para mirar a Agis.
Agis obedeció y se acercó a la mesa para coger su jarra de broy. El guarda devolvió entonces su atención a la callejuela y se dedicó a patear alegremente a los mendigos para arrojarlos al interior de la plaza.
En cuanto el semigigante hubo pasado junto a El Kank Rojo, Dyan, Beryl y Kiah desaparecieron en el interior del mesón. Agis y Jaseela permanecieron donde estaban para observar los acontecimientos.
De cada callejón surgió un enorme soldado del rey, que, utilizando los pies y un mazo de brillante hueso, empujaba delante de él a un pequeño grupo de mendigos aterrorizados. Tras los semigigantes venían templarios armados con látigos y largas cuerdas negras. Mientras Agis y Jaseela observaban, los templarios se colocaron en el extremo de la plaza y empezaron a separar a la gente en dos grupos. Soltaron a uno de ellos, permitiéndole abandonar la plaza, y luego sujetaron las manos de los que quedaban en unos lazos que pendían de las negras cuerdas. Por lo que Agis pudo descubrir, lo único que determinaba que los templarios soltasen o atasen a alguien en la cuerda era si el prisionero podía o no ofrecer un soborno.
—Desde luego, Tithian es un tipo listo —comentó Jaseela, sarcástica—. Jamás se me habría ocurrido solucionar la escasez de mano de obra esclavizando a los mendigos.
—Me pregunto si se le habrá ocurrido a Tithian que los semigigantes del rey podrían resultar mucho más efectivos en el zigurat que nuestros esclavos o estos mendigos —dijo Agis, dirigiendo una rápida mirada a Jaseela.
—Estoy segura de que sí lo ha pensado, pero ¿has oído alguna vez que un semigigante haya trabajado honradamente un solo día de su vida? —replicó Jaseela—. Además, si convirtiera en esclavos a la guardia del rey, ¿quién mantendría a raya a la Alianza del Velo?
Bajo el balcón de El Kank Rojo, un pordiosero consiguió desasirse de la cuerda de esclavos y se lanzó a toda velocidad en dirección al callejón. Uno de los semigigantes echó a correr pesadamente en pos del fugado, rugiendo con entusiasmo. El guarda alcanzó al infortunado frente al mesón y aplastó al famélico pordiosero contra la pared con un certero golpe de su garrote de hueso.
El semigigante se detuvo a unos centímetros del balcón y levantó los ojos en dirección a los nobles.
—Buen golpe, ¿eh? —dijo con una risita ahogada, mostrando el ensangrentado garrote.
En ese momento, un relámpago plateado centelleó detrás del guarda y un trueno retumbó en la plaza. Agis volvió la mirada en dirección al lugar del que había surgido el ruido y vio cómo uno de los otros semigigantes se desplomaba sobre el pavimento, con un humeante agujero abierto en plena espalda.
El guarda situado frente a El Kank Rojo se volvió despacio y escudriñó la plaza.
—¿Qué sucede?
Un murmullo de alarma recorrió toda la plaza, y los hombres del rey dejaron de reunir esclavos para mirar a su camarada caído. De improviso unos dorados rayos de energía surgieron de los escaparates de las tiendas y de los callejones que partían de la plaza, y acertaron a templarios y semigigantes con desconcertante puntería. Varios enlutados burócratas cayeron; otros desaparecieron entre la multitud. Algunos de los semigigantes aguantaron los ataques sin caer, limitándose a rugir de dolor y a sujetarse las terribles quemaduras que señalaban los lugares en que los dorados rayos habían hecho blanco.
El guarda situado frente a El Kank Rojo permanecía de espalda a los nobles, paseando la mirada de un lado a otro de la plaza.
—¡Mira! —Jaseela señaló una figura que se encontraba de pie detrás del mostrador de una tienda cercana.
La figura llevaba una túnica azul con un velo blanco que le tapaba el rostro. Por debajo del velo sobresalía un pequeño tubo amarillo, dirigido directamente a un semigigante herido situado a mitad de camino del otro extremo de la plaza. Mientras los nobles observaban, un puñado de bolas centelleantes surgió del tubo, para estallar en una lluvia de refulgentes llamas nada más alcanzar al guarda herido. El semigigante cayó al suelo sin lanzar un grito.
El guarda que se encontraba ante el mesón alzó su garrote y empezó a avanzar en dirección a la figura, pero se detuvo cuando Jaseela gritó:
—¡Ahí hay otro!
La mujer indicó en dirección a un callejón cercano, donde una chisporroteante llamarada surgía de los dedos extendidos de otra figura vestida de azul para ir a abrasar la cabeza de otro guarda.
—¡Hechiceros! —exclamó Agis—. ¡Tiene que tratarse de la Alianza del Velo!
Un templario situado no muy lejos de allí recogió tres piedras del suelo, y se dispuso a lanzarlas.
—¡En el nombre del poderoso Kalak, que estos proyectiles maten a los enemigos del rey! —entonó.
El templario arrojó las piedras al hechicero que atacaba con el torrente de fuego. En cuanto las soltó, las tres salieron despedidas por los aires como flechas y se estrellaron contra la frente del hechicero. Éste se desplomó, rociando las paredes del callejón con grandes gotas de resplandecientes llamas.
El semigigante situado frente al mesón dio un paso en dirección al hechicero que se había mostrado primero. En ese mismo instante, Jaseela sacó un estilete de acero de debajo de la capa.
—¿Qué haces? —preguntó Agis.
—Unirme a la lucha —contestó la mujer—. ¿Y tú?
Dicho esto, saltó sobre el parapeto y se arrojó contra la espalda del guarda. Nada más aterrizar, la aristócrata pasó el brazo libre por encima del hombro del semigigante hasta llegar al grueso cuello, y enterró el puñal en la blanda garganta del hombre.
El semigigante rugió de furia. Tras arrojar al suelo su garrote, intentó agarrar la cabeza de Jaseela con una gigantesca mano y el estilete con la otra.
Agis contempló el ataque de la mujer sin salir de su asombro. En solo unos instantes, Jaseela se había declarado abiertamente en rebeldía contra Kalak. Si alguien la identificaba más tarde como participante en la emboscada, cosa que parecía probable dado el número de personas presentes en la plaza, se confiscarían sus tierras y se daría orden de que la mataran nada más verla.
Jaseela esquivó la torpe mano del semigigante y se deslizó espalda abajo, sin soltar la daga. La hoja abrió una larga herida en la garganta del guarda, para luego quedar libre. La aristócrata cubrió de un salto la distancia que le quedaba hasta el suelo, el brazo empapado de oscura sangre.
El semigigante giró en redondo. Se llevó una mano a la enorme herida de la garganta, pero le fue imposible detener la hemorragia. Brillantes burbujas rojas se escaparon por entre sus dedos. Farfulló una amenaza ininteligible y levantó la otra mano para golpear.
Comprendiendo que incluso un semigigante herido podía aplastar a la mujer con un solo golpe, Agis aspiró con fuerza y se dispuso a ayudarla. Con un poco de suerte, podría utilizar el Sendero para salvar a Jaseela y nadie lo sabría jamás.
El noble concentró la mente en su nexo de energía, al tiempo que cerraba la mano en un puño y volvía los nudillos en dirección al pecho del guarda. Mentalmente, imaginó una mística cuerda de energía fluyendo del nexo a su brazo, y transformó con la mente la energía obtenida hasta darle la forma de un puño enorme; luego echó el brazo atrás e hizo como si golpease al guarda, a la vez que lanzaba su ataque paranormal.
El invisible puño golpeó a su blanco justo en el centro del pecho. El semigigante se balanceó hacia atrás sobre sus enormes talones, pero no llegó a caer. En lugar de ello, frunció las poderosas cejas e, inclinándose sobre Jaseela, la golpeó con la palma de la mano. Un grito de sorpresa escapó de los labios de la aristócrata cuando el golpe la envió contra la pared del mesón. Se derrumbó en el suelo, y el semigigante se agachó para cogerla.
Agis se maldijo a sí mismo por actuar de forma vacilante y sutil cuando debiera haber sido osado. Había utilizado el Sendero no porque fuera el mejor método de salvar a Jaseela, sino porque temía involucrarse abiertamente en la revuelta. Jaseela no había mostrado tales vacilaciones. Había visto lo que era correcto y había actuado al instante.
Los dedos del semigigante se cerraban ya alrededor del cuerpo inerte de la mujer, cuando Agis desenvainó su daga y se subió al parapeto del balcón.
—¡Aquí arriba! —gritó.
El semigigante levantó la cabeza, la sangre manando todavía por entre los dedos que sujetaban su garganta, en el mismo instante en que Agis saltaba desde el balcón. El aristócrata cayó sobre el hombro del guarda y hundió el cuchillo en el ojo de su enemigo con todas sus fuerzas. La daga se hundió hasta la empuñadura. El semigigante lanzó un alarido y empezó a girar sobre sí mismo; Agis salió despedido y cayó al suelo junto a Jaseela. La enorme bestia se arrancó la daga del ojo y se alejó tambaleante, aturdida y llena de dolor, para derrumbarse finalmente, unos pasos más allá.
Agis se volvió hacia Jaseela. Los ojos de la aristócrata permanecían cerrados y su respiración era apenas perceptible. Le pasó la mano por la nuca y palpó un enorme bulto que empezaba a formarse allí donde había golpeado contra la pared. Estaba cubierta de sangre, pero no podía decir cuánta de ella era suya y cuánta del guarda muerto.
Agis introdujo la cabeza en la oscura entrada de El Kank Rojo.
—¡Caro! —gritó—. ¡Te necesito!
Aunque no tenía la menor duda de que los otros tres nobles estaban también dentro del mesón, no se molestó en llamarlos. Si se sentía disgustado consigo mismo por haber dejado que Jaseela atacara sola, más disgustado se sentía con ellos por haberla abandonado por completo a su suerte. Además, a él y a Caro les resultaría más fácil sacar a la mujer del mercado elfo si había más de un grupo de nobles que los codiciosos elfos y los vengativos templarios pudieran seguir.
Cuando Agis se apartó de la puerta de El Kank Rojo para volver junto a la mujer, vio que los mercaderes elfos se habían lanzado contra los templarios. Sabía que los elfos estaban más interesados en robar las repletas bolsas de los burócratas que en enfrentarse a la opresión de Kalak, pero se alegró de la distracción. Cuanto más caótica se volviera la situación en la Plaza de las Sombras, menos posibilidades existirían de que los informadores de los templarios se fijaran en él y en Jaseela.
Agis tendió con cuidado a la aristócrata sobre los adoquines del suelo y, arrodillándose junto a ella, buscó señales de heridas. Por lo que pudo ver, toda la sangre parecía provenir del semigigante.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Caro, saliendo del mesón.
—No hay tiempo para explicarlo ahora —respondió Agis—. Te voy a necesitar para evitar que golpeen a Jaseela mientras salimos de aquí. ¿Te encuentras lo bastante bien como para repartir unos cuantos empujones y codazos?
—Haré todo lo que pueda —asintió el enano.
Sin más comentarios, Agis colocó las manos sobre el suelo junto a la mujer, y utilizó sus poderes paranormales para crear un lecho invisible de energía pura bajo ella. Empezó a sentir un hormigueo en dedos y manos, y el cuerpo de Jaseela se alzó del suelo. Colocó entonces una mano sobre el estómago de la aristócrata para mantenerla estable y utilizó la otra para cogerle la mano; luego empezó a avanzar en dirección al callejón por el que había penetrado en la plaza, confiando en tener fuerzas suficientes para mantenerla levitando hasta que abandonaran el mercado elfo.
Agis alzó los ojos del cuerpo inconsciente de Jaseela para estudiar el camino, y se halló frente a frente con un hombre alto vestido con una túnica azul, que llevaba un pañuelo blanco cubriéndole la mitad del rostro. Los ojos marrones que lo contemplaban por debajo de las blancas cejas parecían tan viejos como los de Caro, pero había una profundidad y una energía en ellos que Agis encontró a la vez alarmante e impresionante. En una mano, el hechicero sostenía la daga ensangrentada del aristócrata, y en la otra el bastón de puño de obsidiana que Agis reconoció como perteneciente al anciano que le había informado cómo llegar a la Plaza de las Sombras.
La figura ofreció la daga a Agis sin decir palabra.
—¿Tú? —exclamó el noble.
Haciendo caso omiso de la pregunta, el hechicero colocó la daga en la mano de Agis, y se volvió para alejarse. El senador lo sujetó por el hombro.
—Espera. Ahora formamos parte de esto. Queremos ayudar.
El hechicero apartó la mano de Agis con un golpe de bastón.
—No necesitamos vuestra ayuda.
Tras estas palabras, se alejó un paso del aristócrata y, ante los asombrados ojos de Agis, el cuerpo del anciano se volvió traslúcido y se desvaneció de su vista.