3: Viejos amigos

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Viejos amigos

En un remoto rincón de su hacienda, Agis de Asticles estaba sentado al borde del fangoso embalse que suministraba agua a sus resecas tierras. En el extremo opuesto del estanque, una docena de esclavos daban vueltas sin descanso, empujando cuatro travesaños de madera que hacían girar una chirriante rueda de molino que llenaba el embalse con la helada agua de un pozo. Cada cincuenta vueltas, dos esclavos eran reemplazados por otros dos que habían estado descansando y bebiendo a la sombra de un pabellón cercano.

Dar vueltas a la rueda no era particularmente agotador para una docena de esclavos saludables, pero los colorados rayos del sol atravesaban la neblina de la tarde como flechas de fuego. Esa hora del día era un infierno insoportable, una hora en la que la gente se desmayaba sólo de andar y en la que un esfuerzo excesivo mataba a otros. No obstante, el agua tenía que seguir fluyendo, de modo que los esclavos no podían dejar de dar vueltas al engranaje.

Al contrario que los esclavos, Agis no tenía que pasar la parte más calurosa del día bajo la roja furia del sol. Sin embargo, así era como el robusto noble pasaba la mayoría de las tardes, sentado con las piernas cruzadas sobre el yermo terreno, con la larga cabellera negra agitándose bajo alguna fortuita ráfaga de aire. Por lo general, mantenía los ojos clavados en las oscuras aguas del embalse de riego, mirando desde debajo de las oscuras cejas con una misteriosa vacuidad. A menudo, el único signo de que estaba vivo era el continuado aleteo de las ventanas de la aristocrática nariz que le adornaba el rostro. El firme mentón jamás se encogía, los fuertes y sinuosos brazos jamás se crispaban, y el sólido torso no se agitaba.

Como todo estudiante serio del Sendero, Agis encontraba que las sensaciones físicas extremas, tales como soportar la agonía de una exposición total al sol del mediodía, ayudaban a sus meditaciones. Sólo cuando se hallaba al borde de un sufrimiento insoportable o de un placer inimaginable conseguía que su cuerpo, mente y espíritu se fusionasen; tan sólo en esos momentos sentía el inmenso poder de una forma física y un intelecto fusionados con tal perfección que no tenía forma de saber dónde terminaba uno y empezaba el otro. Era entonces cuando comprendía realmente la gran verdad de la existencia: que la energía y vitalidad del cuerpo no podían existir sin la mente para que les diera forma y realidad, y sin el espíritu para dotar a todo de un significado más elevado.

Era este simple principio el que se encontraba en el fondo de todo poder paranormal. El individuo que realmente lo comprendía podía utilizar las energías místicas que inspiraban al propio ser y moldearlas como quisiera, adquiriendo así habilidades que resultaban tan increíbles como misteriosas.

Por desgracia, el Sendero no otorgaba sus dones con facilidad. Aquellos que lo utilizaban debían pagar un alto precio, tanto en devoción como en conocimientos. La iluminación solía llegarles a los estudiantes del Sendero cuando se encontraban en situaciones físicas extremas, como por ejemplo en períodos de agotamiento total o terrible aflicción. Así pues, al igual que hacían muchos practicantes de las artes paranormales, Agis pasaba varias horas del día en situaciones de considerable incomodidad mientras reflexionaba sobre la unidad del cuerpo, el espíritu y la mente. Por lo general, escogía realizar sus meditaciones en la lejana orilla de su embalse de regadío.

En ese día en concreto, su mente se encontraba concentrada en un lugar situado a cientos de kilómetros de distancia y a más de una década en el pasado, en un lugar que recordaba muy a menudo: un oasis que había visitado cuando era joven. En contraste con el fangoso embalse de sus tierras, las aguas del estanque del oasis centelleaban azules y transparentes, rodeadas por las ondulantes formas de ciruelos damascenos cubiertos de frutos y por las crujientes cañas de las juncias. Sobre el bosque colgaban las dos lunas doradas de Athas, Ral y Guthay, aisladas del sanguinolento esplendor del sol naciente por una nítida extensión de cielo aceitunado.

A pesar de estar a punto de iniciar la travesía de más de trescientos kilómetros de desierto total, Agis viajaba con poco peso. Colgado a la espalda llevaba un único odre de agua, en la mano sujetaba un bastón de madera, y de la cintura pendía una espada de acero con la empuñadura envuelta en cuero. Acababa de enterarse, por el conductor de una caravana con la que se había cruzado, de que su hermana mayor, heredera del apellido Asticles, había sido asesinada en Tyr.

Que los espíritus de la tierra te guíen, mi amor.

Quien hablaba era Durwadala, la mujer druida del bosquecillo. En realidad no hablaba, pues había jurado no interrumpir jamás la música del viento, sino que agitaba los cuatro brazos formando un complicado dibujo de gestos que servía de lenguaje entre ella y Agis. Medía más de dos metros, con un grueso caparazón pardo que le cubría todo el cuerpo, y un rostro pequeño y quitinoso, con ojos negros de múltiples facetas; un par de pequeñas mandíbulas le servían de boca.

Has sido una maestra excelente, mi señora, respondió Agis, moviendo los brazos en una desgarbada imitación del lenguaje de Durwadala. Tus palabras estarán siempre en mi corazón.

Este es un lugar curioso para guardar palabras, Agis, observó la mujer. Será mejor que las guardes en tu cabeza, donde puede que te sirvan de algo.

Agis ahogó una carcajada, pues sabía que el sonido perturbaría a Durwadala. Las guardaré en el corazón y en la cabeza, prometió.

La druida estudió a Agis durante unos segundos, y luego le tocó el rostro con una de sus antenas.

Anda con el viento, dijo, antes de penetrar en el bosque. Su caparazón cambió al instante de color y dibujo para confundirse con los tallos negros y dorados de las cañas. Los árboles te recordarán.

Mientras Durwadala se desvanecía entre la maleza, Agis abandonó su meditación. Había una sensación serena pero hueca en el nexo de su ser, ese punto donde convergían las energías místicas de su mente, cuerpo y espíritu. El noble abrió y cerró varias veces los irritados ojos, tomando conciencia poco a poco de su inflamada lengua y del seco y amargo sabor de la sed. Como siempre, se sentía mareado y débil por los efectos de una incipiente insolación.

—¡Caro! —llamó Agis, contemplando de nuevo las lóbregas aguas del pequeño embalse—. Estoy listo para beber.

Volvió la cabeza por encima del hombro, esperando ver a su criado enano aguardando a poca distancia. Pero, en lugar del arrugado rostro del viejo servidor, Agis encontró a un hombre larguirucho ataviado con la negra sotana de un templario. Sus facciones eran afiladas y huesudas, y llevaba la larga cabellera castaña sujeta en una trenza. Había profundos surcos en su arrugada frente, y los labios eran gruesos e hinchados, lo que le daba el aspecto de encontrarse en un constante estado de enfurruñamiento.

El templario se adelantó, ofreciendo a Agis el agua que éste había solicitado.

—Y bien, ¿qué tal te va por el Sendero, viejo amigo?

—¿Tithian? —exclamó Agis.

Parpadeó dos veces y sacudió la cabeza, temiendo haberse perdido en sus meditaciones y estar imaginando cosas. Al comprobar que la imagen del sumo templario no se desvanecía, el noble se levantó y se volvió hacia él.

—¿Cómo me has encontrado? —exigió saber Agis. Sus ojos pasaron por encima de los hombros de Tithian, esperando ver un puñado de guardas avergonzados o al menos el preocupado rostro de Caro.

Tithian sonrió al ver la sorpresa de Agis.

—No culpes a tus esclavos —se apresuró a decir—. Utilicé mi cargo para encontrarte.

Agis arrugó la frente. Ni siquiera Tithian debiera haber podido llegar hasta él sin que lo anunciaran. Hablaría con Caro sobre aquel desliz a la primera oportunidad.

—¿Cuánto tiempo te he hecho esperar?

—Demasiado —repuso Tithian, guiñando los ojos bajo la pálida neblina verdosa que cubría ahora el cielo—. Debes de ser muy experto en esto de viajar por el Sendero. Tu capacidad de concentración es impresionante.

—No se puede dominar la mente sin dominar primero el cuerpo —contestó Agis, tomando el agua que le ofrecía Tithian.

El sumo templario puso los ojos en blanco.

—Eso es lo que recuerdo haber escuchado una y otra vez —dijo—. Para mí, las artes paranormales resultan un esfuerzo excesivo. —Introdujo la mano bajo la túnica y sacó una garrafa de cerámica llena de vino—. Me tomé la libertad de pedir a tus criados que me facilitaran algo con que reponer fuerzas —explicó—. Espero que no te importe.

—En absoluto —respondió Agis, al tiempo que estudiaba el rostro de su visitante en busca de algún indicio que explicara su misión allí. Aunque él y Tithian se conocían desde jóvenes, no estaba acostumbrado a recibir la visita del sumo templario sin previo aviso, y menos aún durante sus meditaciones—. ¿No hace demasiado calor para estar dando vueltas por el campo, Tithian?

Pasando por alto la pregunta, Tithian bebió directamente de la pequeña garrafa y luego chasqueó los labios satisfecho.

—Esta mañana he presenciado la exhibición más impresionante de poder paranormal que he visto jamás. El rey ha descubierto que Aquellos que Llevan el Velo habían escondido un cierto número de amuletos en el zigurat.

—¿La Alianza del Velo? —inquirió Agis—. ¿Eran mágicos los amuletos?

—Sí, mágicos —dijo el sumo templario, malhumorado—. Supongo que su finalidad es conseguir que las obras del zigurat vayan más despacio, aunque no los pude ver tan de cerca.

—De todas formas, tampoco me lo dirías si lo hubieras hecho.

Tithian continuó su relato sin negar ni confirmar las palabras de Agis.

—El rey Kalak se puso furioso con Dorjan por ese motivo. —El templario calló unos instantes antes de añadir—: Por ese motivo, la incineró de dentro afuera.

—Ésa no es la manera en que debería utilizarse el Sendero —protestó Agis.

—Díselo tú a Kalak —sonrió Tithian—. Yo no pienso hacerlo.

—No soy más que un senador —repuso Agis, sonriendo a su vez mientras movía la cabeza de un lado a otro—. Tendrás que ser tú. Tú eres el sumo templario.

Tithian no pareció entender el chiste, pues hizo una mueca y contestó:

—Soy el sumo templario, como tú dices. Pero ahora no sólo soy el Sumo Templario de los Juegos, sino también el de las obras del rey.

Agis frunció el entrecejo, confundido por la aparente infelicidad del otro ante lo que el senador suponía que debía considerarse como una buena noticia. Los templarios servían al rey a la vez como burócratas y como sacerdotes. Realizaban todas las tareas cívicas de Tyr, tales como cobrar los impuestos, patrullar las calles, supervisar las obras públicas, y mandar la guardia de la ciudad. También obligaban a la población a venerar a Kalak como a un rey-hechicero deificado, cuyo favor era el único motivo de que la ciudad siguiera existiendo. En recompensa por su veneración, el rey confería a los templarios la habilidad de utilizar un cierto grado de magia y les pagaba sueldos generosos, aunque ellos eran libres de aumentar sus ingresos mediante el soborno y la extorsión.

—Se trata de dos puestos de mucho poder —dijo Agis—. Creo que deberías estar encantado.

Tithian miró a Agis, y en sus ojos apareció el primer indicio de temor que el apuesto senador recordaba haber visto jamás en su amigo.

—Lo estaría… ¡Si no tuviera que terminar el zigurat en tres semanas, además de encontrar los amuletos que la Alianza del Velo ha escondido en su interior!

—Pero, seguramente, con la magia del rey a tu disposición no tendrás ningún problema para finalizar la tarea.

El sumo templario arrugó la frente malhumorado.

—¿Crees que es tan fácil? —le espetó—. ¿Se lanza un conjuro, y se encuentra un amuleto?

Agis capeó el temporal con semblante tranquilo, pues conocía a Tithian lo bastante como para saber que los arrebatos del templario sólo resultaban peligrosos para aquellos que se dejaban intimidar por ellos.

—¿No es así? —contestó el noble—. Creía que ése era el motivo por el que la gente recurría a la magia.

—Es más complicado de lo que parece —replicó Tithian con enojo—. Además, lo intenté. Los amuletos están protegidos por escudos paranormales y contrahechizos. Tengo a gente intentando romper los dispositivos de seguridad, pero, si fracasan, la única forma de encontrar los amuletos puede que sea desmontar el zigurat ladrillo a ladrillo.

—Pero acabas de decir que los amuletos no eran más que simples inconveniencias.

El sumo templario pareció a punto de querer decir algo, pero luego lo dejó correr.

Puesto que no tenía ninguna otra sugerencia que ofrecer, Agis permaneció en silencio, mientras intentaba descubrir por qué Tithian había escogido esa tarde para venir de visita. De haber sido el visitante cualquier otro amigo, el noble habría dado por sentado que éste había venido simplemente en busca de alguien a quien contar sus cuitas. Pero el sumo templario era un ser solitario que jamás compartía sus problemas ni alegrías con los amigos. Agis sospechó que, si Tithian le contaba todo esto, era porque tenía un buen motivo.

—Si lo que deseas es que haga algo con respecto a los amuletos, tendrás que contarme algo más que eso —dijo por fin Agis, decidido a tratar de conseguir toda la información posible.

—¿Tú? —inquirió Tithian—. ¿Qué es lo que puedes hacer tú?

—¿No es por eso por lo que estás aquí? —quiso saber Agis—. Supongo que has venido aquí para discutir la posibilidad de pedir al senado que apoye una iniciativa contra la Alianza del Velo.

—¿Qué te hace pensar que a Kalak le importa el apoyo del senado? —rio el sumo templario.

La respuesta de Tithian tocó un tema delicado. El Senado de los Nobles era una asamblea de consejeros que, supuestamente, tenía autoridad para anular los decretos del rey. En realidad, el organismo no era más que una asamblea inoperante, pues todo senador que se oponía al rey sufría invariablemente una muerte prematura y misteriosa.

—Quizás el rey debería empezar a preocuparse por obtener el apoyo del senado —respondió Agis, hablando más abiertamente ante su viejo amigo de lo que habría hecho ante cualquier otro templario—. ¡Casi ha llevado a la ruina a los nobles con sus impuestos para construir su zigurat, y ni se ha molestado aún en informar al senado del motivo por el que lo está levantando!

El sumo templario volvió la cabeza y agitó la garrafa de vino en dirección al corazón de la hacienda de Agis.

—¿Podemos regresar a tu casa? No estoy acostumbrado a estar de pie bajo el sol. —Sin esperar una respuesta, empezó a andar con paso lento y uniforme.

Agis lo siguió, sin dejar de insistir.

—Los capitanes de las caravanas afirman que el dragón se dirige hacia Tyr, y el rey hace caso omiso de nuestras súplicas para poner en pie un ejército.

—No me digas que crees todas esas tonterías sobre el dragón, Agis…

El dragón era el terror de todos los viajeros, un horrible monstruo del desierto que, rutinariamente, hacía desaparecer caravanas enteras. Hasta hacía poco, Agis lo consideraba tan sólo un mito, descartando como meras creaciones de la fantasía popular las historias de que la criatura había devorado ejércitos enteros y arrasado ciudades. Sin embargo, había cambiado de opinión durante el último mes, cuando hombres de confianza y poco dados a fantasías empezaron a informar haberlo visto a distancias cada vez menores de Tyr.

—En mi opinión, el rey haría bien en tomar esta amenaza en serio —replicó Agis—. Debería dejar de malgastar su dinero y mano de obra en el zigurat y empezar a preparar la defensa de nuestras tierras y su ciudad.

—Si creyera en la existencia del dragón, estoy seguro de que lo haría —respondió Tithian.

Se encontraban ya en la cima de la suave colina que ocultaba el embalse del resto de las tierras de Agis. A sus pies se extendían varios acres de tierra fértil cubiertos de altos pharos, los árboles de cacto enanos que muchos nobles de Tyr cultivaban para vender directamente en los mercados. El pharo era una planta casi tan alta como un hombre, que constaba de un puñado de escamosos troncos que se elevaban en el aire para terminar en una enmarañada corona de ramas cubiertas de agujas. Las plantaciones estaban entrecruzadas a intervalos regulares por toda una red de fangosas acequias de irrigación. En el centro de la hacienda se alzaba la mansión ancestral de los Asticles, cuya cúpula de mármol recordaba las redondeadas cimas de las lejanas montañas que rodeaban el valle de Tyr.

—¿Cuál es tu secreto, amigo mío? —preguntó Tithian, deteniéndose para pasear un ojo apreciativo por los fértiles campos de Agis—. Lo más que cualquier otro puede conseguir es producir unos cuantos cientos de fanegas de agujas al año, pero tu granja está cubierta por todo un bosque.

Agis sonrió ante el cumplido.

—No tiene ningún secreto —dijo—. Simplemente tuve a un druida por maestro.

—¿Y qué es lo que aprendiste? —quiso saber Tithian.

—Trata bien a la tierra y comerás bien. Maltrátala y pasarás hambre. —Agis señaló con la mano la rojiza llanura yerma de polvo y arena que se extendía a partir de los límites de sus tierras—. Si todo el mundo siguiera esa sencilla regla, el resto del valle de Tyr sería tan fértil como mi hacienda.

—Quizá deberías ir a explicar este descubrimiento tuyo a Kalak —sugirió Tithian, aunque el cinismo de su voz evidenciaba que encontraba difícil de creer lo que acababa de contarle Agis—. Estoy seguro de que se sentiría interesado por una maravilla como ésta.

—Lo dudo —replicó el noble—. El único interés que Kalak siente por el valle es en esquilmarlo de toda la energía vital que éste pueda proporcionar, sin importarle el efecto que eso tenga en la tierra.

—Ten cuidado de a quién dices tales cosas, amigo mío —advirtió Tithian—. Ese comentario raya casi en la traición.

Con la garrafa de vino todavía en la mano, Tithian empezó a descender por el estrecho sendero que conducía a la mansión de la finca. Mientras descendía por la ladera, Agis se sorprendió ante la total ausencia de esclavos en sus campos. Cierto que los hacía trabajar principalmente en las horas relativamente más frescas de la mañana y de la tarde, pero incluso en el calor del mediodía debería haber habido algunos hombres en los campos para controlar las acequias de riego y despejar las obstrucciones. Tomó buena nota de hablar con Caro del asunto cuando regresara a la casa, y luego dirigió sus pensamientos a la tarea de ver qué podía sonsacar a Tithian.

—Hace una semana, el emisario de Urik amenazó con declarar la guerra si no volvíamos a iniciar los envíos de hierro —dijo Agis, sacando a colación un tema que sabía que el templario no pasaría por alto—. Pero no podemos hacerlo porque Kalak se ha llevado a los esclavos de la mina para que trabajen en el zigurat. ¿Cuánto tiempo cree el rey que puede seguir desatendiendo los problemas de la ciudad?

Tithian se detuvo y miró a Agis. En esos momentos se encontraban rodeados de enmarañadas ramas de pharo.

—¿Y cómo te has enterado de lo del emisario? —preguntó el templario, claramente sobresaltado.

—Si los sumos templarios tienen espías en el senado —contestó Agis sin inmutarse—, es evidente que el senado también puede tener espías en los departamentos de Estado.

La verdad era que el senado llevaba años intentando reclutar a un espía dentro de la burocracia del rey, que era donde, lo admitieran o no, se encontraba el auténtico poder político de Tyr. Por desgracia jamás lo habían conseguido. Agis se limitaba ahora simplemente a intentar confirmar un rumor que había escuchado de un mercader de una caravana. Si con ello causaba un cierto alboroto entre los templarios, tanto mejor.

—¿Cómo respondió Kalak a la amenaza de Urik? —siguió Agis.

Ante su sorpresa, Tithian lanzó un suspiro, bajó la mirada al suelo, y por fin respondió:

—Envió de regreso la cabeza del emisario, por medio de una caravana de mercaderes.

—¿Qué? —gritó Agis.

Tithian asintió sombrío.

—¿Es que intenta empezar una guerra?

—¿Quién sabe? —repuso el sumo templario encogiéndose de hombros—. Todo lo que puedo decir es que parecía muy satisfecho consigo mismo.

Agis se sintió casi tan conmocionado por el candor de Tithian como por la noticia en sí. Normalmente, un sumo templario, en especial éste, se mostraría discreto sobre estas cosas.

—¿Por qué me cuentas todo esto, Tithian? —inquirió el senador, suspicaz—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Tithian pareció sentirse herido y no respondió de inmediato. En lugar de ello tomó un buen trago de la garrafa y luego estudió su contenido durante varios segundos.

—Supongo que merezco tu recelo, Agis —dijo al cabo, levantando los ojos—. Debes saber que eres el único hombre al que siempre he considerado un verdadero amigo.

—Eso es muy adulador, Tithian —respondió Agis con cautela—, pero no se puede decir que tengamos la costumbre de compartir confidencias. Perdóname si parezco escéptico.

El sumo templario le dedicó una sonrisa.

—Me creas o no, no tiene importancia. Siempre ha existido un cierto vínculo entre tú y yo. Lo que es más importante, siempre me has tratado con consideración… aun cuando otros no lo hacían.

—Jamás pienso lo peor de nadie hasta haberlo visto por mí mismo —concedió Agis sin perder la reserva—. De todos modos, tendrás que admitir que ésta es la primera vez desde que éramos unos muchachos en que hemos hablado realmente de amistad.

Debido a que las haciendas de sus respectivas familias estaban cerca una de la otra, Agis y Tithian habían crecido siendo amigos. Incluso habían recibido instrucción juntos en el Sendero de lo Invisible, aunque Tithian no había sido un estudiante entusiasta. Desgraciadamente, su indolencia y rebeldía lo habían convertido en una especie de exiliado para con su maestro y condiscípulos, pese a lo cual la amistad de Agis se había mantenido firme.

Algún tiempo después, el padre de Tithian escogió a uno de los hermanos más jóvenes como cabeza de la familia Mericles, y Tithian se enfureció tanto que cometió la traición definitiva a los ojos de los de su clase: se unió a las filas de los templarios. La amistad de Agis tampoco flaqueó cuando el hermano menor falleció en extrañas circunstancias y todo el mundo sospechó —injustamente, creía el senador— que Tithian había cometido el asesinato para recuperar el control del patrimonio familiar.

Aunque su amistad jamás se interrumpió, los dos amigos se habían ido distanciando con los años. Tithian se había elevado cada vez más entre las filas templarías, Agis había heredado la hacienda familiar, y sus respectivos intereses se habían ido volviendo cada vez más opuestos. Al final, había resultado más sencillo dejar que su íntima amistad llegara a su fin que forzarla intentando pasar por alto sus opuestos intereses.

El templario tomó un nuevo sorbo de la garrafa. Al ver que no respondía a su comentario, Agis continuó con voz cautelosa:

—¿Qué es lo que necesitas de mí?

El rostro de Tithian se ensombreció de cólera. Durante unos momentos, contempló a Agis con una sonrisa despectiva en los labios, para, finalmente, arrojar la garrafa contra el suelo. El recipiente se rompió en una docena de pedazos al chocar contra el compacto suelo.

—¡Hablo en nombre del rey! —escupió el templario—. ¡Tengo el poder de tomar cualquier cosa que desee de ti!

Tras dedicar una rápida mirada a la garrafa rota, Agis enarcó una ceja con calma.

—¿Por qué es nuestra amistad tan importante de improviso?

Tithian se pasó las suaves y enjoyadas manos por el rostro.

—Con todo lo que está sucediendo —dijo—, sólo quiero que sepas lo que siento.

Como avergonzado por aquella emoción, el sumo templario volvió a ponerse en marcha en dirección a la casa. Agis lo siguió, preguntándose en silencio si no habría tratado injustamente a su amigo de la infancia.

Al cabo de unos minutos, Tithian se detuvo en mitad del sendero. Con los ojos clavados en el pharo que crecía junto al camino, introdujo una mano bajo la capa en busca de su puñal. Siguiendo con la vista la mirada del templario, Agis descubrió una babosa de unos cincuenta centímetros de longitud que avanzaba muy despacio por uno de los troncos. Su cuerpo estaba cubierto por media docena de escamas verdes que le servían de excelente camuflaje, y tenía un cuello largo parecido al de una serpiente que terminaba en una cabeza estrecha con un pico tan afilado como la espina de un pharo.

Agis sujetó rápidamente la mano de su amigo.

—No hay necesidad de matarlo.

—¡Pero si es una plaga de la fruta!

—Puedo permitirme perder unas cuantas piezas de fruta.

Debido a que los árboles del pharo florecían sólo una vez cada diez años, cada una de las dulces frutas era un manjar casi tan valioso como el mismo árbol.

—Con esta forma de pensar tuya, no sé cómo puedes pagar los impuestos del rey —comentó Tithian, meneando la cabeza.

—Es precisamente porque pienso así que puedo pagarlos —explicó Agis—. Todas las cosas están unidas en la cadena de la vida. Si destruyes uno de los eslabones, la cadena se rompe.

Tithian lanzó una risa burlona.

—Antes alabaste mi huerto —agregó Agis—. ¿Te gustaría conocer una de las razones por las que crece tan bien?

El templario lo miró con curiosidad.

Agis señaló la babosa cubierta de escamas.

—Cuando el gusano se come la fruta, come también la semilla. Cuando la semilla pasa por su sistema digestivo, los líquidos del estómago deshacen la capa exterior negra. Las semillas sin la capa negra germinan mucho más fácilmente que las que tienen la capa.

—¿Cómo sabes todo esto? —quiso saber Tithian.

—Pasé una semana siguiendo gusanos —respondió Agis, dejando que una sonrisa avergonzada asomara a sus labios.

—Muy ingenioso —replicó el sumo templario—. Puedes estar seguro de que tu secreto está a salvo conmigo.

—Cuéntaselo a quien quieras. No afectará al precio de las agujas de pharo —aseguró Agis—. Demasiada gente prefiere vender su fruta hoy que cosechar las agujas mañana.

—Eso es totalmente cierto —asintió Tithian, sonriente. Devolvió la daga a su funda y reemprendió el camino hacia la casa.

Agis fue tras él.

—No has llegado hasta donde estás hoy en día sin ser tan inteligente como despiadado, Tithian —dijo el noble con diplomacia—. Así pues, estoy seguro de que ya tienes pensado cómo cumplirás con el plazo dado por el rey para finalizar el zigurat.

Tithian levantó la cabeza para poder mirar en dirección a la mansión de Agis.

—Pues sí, lo tengo pensado —contestó.

—De todos modos, puesto que has venido como amigo, no me parece fuera de lugar ofrecer un consejo de amigo —siguió Agis.

Tithian se detuvo sobre una pequeña losa colocada a modo de puente encima de una acequia de regadío, y miró a Agis por el rabillo del ojo.

—¿Y cuál es?

—Trata a tus esclavos como harías con tu propia familia —respondió Agis—. Aliméntalos bien y dales un lugar acogedor para dormir. De esta forma, no sólo estarán más fuertes, sino que trabajarán más duro.

—¿Por un sentimiento de gratitud? —Tithian sonrió con ironía. Sacudió la cabeza y reinició la marcha—. Si crees eso, entonces he escogido a un idiota por amigo.

—¿Lo has intentado?

—Agis, por tu propio bien, escúchame —dijo Tithian, hablando por encima del hombro sin detener el paso—. Por muy bien que se los trate, los esclavos odian a sus señores. Puede que no lo demuestren, y puede que ni ellos se den cuenta. Pero dales la oportunidad y nos matarán en cuanto puedan… por muy dóciles que parezcan mientras nosotros sujetamos el látigo.

—Si son asesinos, es porque sus dueños los convierten en eso —protestó Agis.

—Sí —repuso Tithian, llevándose un dedo a la frente—. Empiezas a comprender.

Agis se enfureció ante los aires de superioridad del templario.

—Mis esclavos…

—Tus esclavos querrían deshacerse de ti tanto como a ti te gustaría deshacerte de Kalak. La diferencia es que tú puedes ser lo bastante estúpido como para darles esa oportunidad —interrumpió Tithian—. Tendrás que tener más cuidado durante las próximas semanas.

—¿Que quieres decir con esto? —exigió Agis. Seguía hablando a la espalda de Tithian, lo que aumentaba su enojo a cada paso que daba.

Tithian se pasó la mano por encima de la cabeza y acarició la trenza que pendía sobre su espalda.

—Nada amenazador —dijo con evasivas—. Las cosas se están poniendo difíciles en Tyr; tienes que estar alerta porque la traición puede aparecer en cualquier parte. Esta misma mañana, sin ir más lejos, he descubierto que uno de mis esclavos pertenece a la Alianza del Velo.

—¡No! —exclamó Agis, incapaz de ahogar una risita. La idea de que la Alianza pudiera operar justo bajo las narices de un sumo templario era demasiado para que pudiera soportarlo en silencio.

—Sí, divertido, ¿verdad? —La voz de Tithian tenía un tono agrio.

—Lo lamento —se apresuró a disculparse Agis, comprendiendo de repente el motivo del comentario de Tithian sobre los esclavos—. ¿Qué hiciste?

—Nada, todavía —respondió Tithian al tiempo que cruzaba la última acequia que separaba los campos de cultivo de la casa de Agis—. Aún no he podido regresar a casa para ocuparme de la cuestión.

Tithian salió de la zona plantada de pharos y penetró en lo que era ya el jardín trasero de la mansión. Se trataba de una zona muy agradable diseñada para recordar a Agis el oasis de Durwadala. En el centro de aquel terreno acotado había un pequeño estanque de aguas azul celeste, bordeado por una orilla arenosa y unos cuantos metros de doradas juncias. Todo quedaba cubierto por las sedosas ramas níveas de una docena de sauces blancos.

Aunque Agis había concebido el jardín para utilizarlo como refugio cuando necesitase de un lugar tranquilo para retirarse, sintió cualquier cosa menos tranquilidad al entrar ahora en él. Hasta él llegó el apagado rumor de cientos de voces susurrantes que hablaban en el otro extremo de la mansión.

—¿Qué es eso? —quiso saber Agis, colocándose junto a Tithian.

—Quizá se trata de tus felices esclavos que se han reunido para saludar tu regreso —respondió el sumo templario sin que su rostro mostrara la menor emoción.

El tono burlón de su voz alarmó a su amigo.

—¿Qué sucede aquí?

Sin esperar la respuesta de Tithian, el noble cerró los ojos y concentró la mente en su nexo, ese espacio en el que las tres energías del Sendero —espiritual, mental y física— convergían dentro de su cuerpo. Levantó la mano y visualizó una especie de cuerda de hormigueantes llamas que surgía del nexo y atravesaba su torso para penetrar en su brazo, abriendo un sendero a las energías místicas de su ser.

A diferencia de la magia, que sacaba la energía de la tierra y la convertía en un hechizo, la fuerza que Agis iba a utilizar surgía de un lugar que, en realidad, no era Athas… aunque nadie sabía con exactitud cuál era ese lugar. Algunos practicantes creían sacarla de otra dimensión. Otros afirmaban que los seres vivos poseían una cantidad de energía inimaginable, y que simplemente se limitaban a utilizar, de forma muy somera, sus propios recursos.

Agis creía que él mismo creaba el poder. Por su misma naturaleza, el Sendero era un arte enigmático e indefinible, que se basaba en la confianza y la fe en lugar de en el conocimiento y la lógica. En contraste con los meticulosos conjuros y las rígidas leyes del equilibrio que gobernaban la magia, lo que llevaba a Agis y a otros a considerarla más una ciencia que un arte, el Sendero era algo fluido y maleable. Con él, se podía realizar casi cualquier cosa, siempre y cuando se pudieran crear y controlar las energías necesarias sin destruirse uno mismo. Un practicante podía invocar el Sendero tan a menudo como deseara o convocar tantas partes de aquél como necesitara, sin temor a dañar la tierra.

En cuanto sintió que la energía que necesitaba penetraba en su mano, Agis se concentró en su espada. Era un arma magnífica tan antigua como la misma Tyr, con una hermosa cazoleta de cobre labrado en la empuñadura y su larga historia escrita sobre la curvada hoja de acero. Extendió el brazo en dirección a la espada y se vio a sí mismo sujetando la empuñadura. Recordó la sensación que producía sujetar la empuñadura envuelta en suave cordón, y luego sacó el arma de su vaina.

—Muy impresionante —comentó Tithian.

Agis abrió los ojos y vio, tal y como esperaba, que la espada se encontraba realmente en su mano. Gracias a la energía del Sendero, había salvado la distancia que mediaba entre ambos y la había cogido.

Agis avanzó hacia el templario.

—No has venido aquí como un amigo —dijo.

—La verdad es que sí —respondió Tithian, sin retroceder—. Estoy seguro de que te darás cuenta… si vas a la parte delantera de la casa.

Agis arrugó la frente, no muy seguro de si debía confiar en él.

—Ve delante —ordenó, indicando en dirección a la salida del jardín.

—Desde luego —sonrió Tithian.

El templario lo condujo por el lado oeste de la casa, pasando junto a una columnata de mármol donde Agis recibía a menudo a los invitados especiales. Al acercarse a la parte delantera de la mansión, Tithian ascendió por un corto tramo de escaleras a una galería que recorría todo el frente de la casa. Cuando volvieron la esquina, Agis se quedó de piedra.

El patio anterior estaba ocupado por quinientos esclavos, casi todos los que trabajaban para él. Los custodiaba el producto de un cruce mágico de gigantes con humanos, unos seres a los que se denominaba simplemente «semigigantes». Miembros de una raza tosca, estos guardas, que podían llegar a medir hasta tres metros y medio de altura, poseían facciones burdas, frente huidiza y una enorme mandíbula colgante. Eran fornidos, casi fofos, con hombros caídos, estómagos protuberantes y colosales piernas arqueadas. Los semigigantes más próximos a la casa de Agis iban vestidos con pantalones de cáñamo y cubiertos con las túnicas púrpura de las legiones del rey.

La guardia personal de Agis, un centenar de hombres y enanos vestidos con corseletes de cuero, estaban sentados a un lado del patio con las manos sobre las cabezas. Los custodiaban una docena de los templarios subalternos de Tithian, que mantenían las manos extendidas hacia lo alto, dejando muy claro que estaban dispuestos a atajar cualquier resistencia mediante el empleo de los conjuros que el rey les había concedido la facultad de utilizar.

Caro, el criado personal de Agis, se encontraba a la cabeza de los esclavos, con la fofa barbilla apoyada sobre su pecho hundido y los empañados ojos clavados en el suelo. La calva cabeza y el rostro lampiño del anciano enano estaban cubiertos de arrugas dejadas por los años, y los negros ojos apenas si eran más que estrechas rendijas oscuras atisbando por debajo de unos párpados hinchados.

—Lo siento, amo —se disculpó en el torpe farfulleo de un anciano sin dientes—. Debería haberos avisado, pero estaba durmiendo la siesta.

—No es culpa tuya, Caro —repuso Agis.

—Lo es —sostuvo el enano—. Si hubiera estado despierto, nada de esto habría sucedido.

—¡Maldita sea, Caro, si digo que no es culpa tuya, no lo es! —le espetó Agis, perdiendo la paciencia con su testarudo criado—. ¿Está eso claro?

Caro miró ceñudo a Agis por unos instantes; luego desvió los ojos hacia el suelo y asintió.

—¿Qué es lo que sucede aquí? —inquirió Agis volviéndose hacia Tithian.

El templario aguantó sin pestañear la mirada del atezado noble.

—El rey necesita más esclavos para terminar su zigurat —contestó, dando a su voz un tono oficioso y autoritario—. Se te devolverán los supervivientes una vez que esté terminado.

Agis levantó la espada unos centímetros.

—Debería matarte ahora y acabar de una vez.

Tithian pareció sentirse herido por sus palabras, pero no retrocedió.

—¿He de hacer notar que estás amenazando a un representante legal de la Torre Dorada? Esto es un acto de clara rebeldía, senador.

—No tienes autoridad para confiscar mis esclavos —respondió Agis, bajando la espada de mala gana.

—El rey promulgó esta misma mañana un decreto que me concede esa autoridad —replicó Tithian.

—¡El senado vetará ese decreto!

—No, si sabe lo que es bueno para él. —La voz de Tithian se tornó menos solemne—. Si lo intentáis, Kalak se asegurará de que no asistan senadores suficientes para que exista quórum. —El sumo templario empezó a alejarse, pero se detuvo a medio camino para añadir—: Te dejaré a las mujeres y los niños para que trabajen tus campos. Es más de lo que le concedo a los demás, viejo amigo.