11: La ciudad subterránea de Tyr

11

La ciudad subterránea de Tyr

Ktandeo golpeó el banco con su bastón.

—Sentaos.

Sadira obedeció al instante, pero Agis hizo caso omiso de la orden y permaneció en pie. Los tres se encontraban reunidos alrededor del banco de piedra de la parte trasera de la taberna de El Gigante Borracho, con la reluciente cortina de escamas de reptil corrida para disfrutar de una mayor intimidad.

—Por fin nos encontramos de forma oficial —dijo Agis, manteniendo las palmas de ambas manos vueltas hacia arriba en ceremonioso saludo—. Me llamo Agis de Ast…

—Sé quién eres —lo interrumpió Ktandeo, señalando el banco—. Ahora siéntate.

Sadira tiró de Agis, obligándolo a sentarse junto a ella, ansiosa por no enojar más a su contacto. Ella y el noble habían intentado ver a Ktandeo desde la conversación que Agis había sostenido con Tithian. Después de que la pareja hubo pasado dos días dando la lata en la taberna, el anciano había condescendido finalmente a aparecer.

En cuanto el senador se hubo acomodado sobre la piedra, Ktandeo miró a la hechicera, disgustado.

—Estoy seguro de que sabes lo que has hecho.

Sadira no sabía a ciencia cierta si el anciano se refería a sus esfuerzos por concertar una entrevista con Rikus o al haber conducido a Agis a su punto de encuentro, pero asintió de todos modos. Ante la Alianza del Velo, ambas cosas eran ofensas graves.

—Cuando oigas lo que Agis tiene que decir, te alegrarás de que lo haya hecho.

—Será mejor que sea así —replicó Ktandeo—. De lo contrario…

—Algo terrible está a punto de suceder en Tyr —interrumpió Agis—, y sólo vosotros podéis impedirlo.

Antes de que Ktandeo pudiera responder, el tabernero de la barba roja surgió del otro lado de la cortina con una garrafa de espeso vino negro y tres jarras. Agis sacó de su bolsa varias monedas, pero el anciano colocó su bastón sobre la muñeca del noble.

—No bebería nada comprado con tu oro —dijo el hechicero.

—Puedes beber lo que Agis te ofrece —le espetó Sadira, posando una mano sobre la musculosa rodilla del senador.

Durante los últimos dos días, la hechicera y el noble no habían estado separados durante más de diez minutos seguidos, y la joven había llegado a conocerlo bien.

—Es mucho mejor que sus congéneres —añadió la hechicera.

—¿He oído bien? —inquirió Ktandeo, introduciendo un grueso dedo en su oreja como para limpiarla—. Podría jurar que he oído a una mujer que mata templarios defendiendo la reputación de un esclavista.

—Los hombres a los que maté eran escoria mezquina y asesina, y habrían seguido siendo lo mismo tanto si eran libres como esclavos —repuso Sadira, enrojeciendo—. Agis es un buen hombre, y haber nacido dentro de una aristocracia corrompida no lo cambia.

—Tanto si es un noble como si es un esclavo todo es lo mismo para mí —declaró el tabernero, extendiendo la mano—. Su dinero es todo lo que importa.

Agis dejó caer unas cuantas monedas en la mano del hombre; éste las examinó por un momento y devolvió un pequeño disco de bronce a Agis.

—Si creéis que voy a aceptar esto en lugar de buenas monedas tyrianas, estáis muy equivocado. Jamás he visto una moneda como ésta.

Agis deslizó el disco en el interior del bolsillo de su túnica con expresión contrariada, y sacó dos monedas de curso legal para reemplazarlo.

—No tengo ni idea de cómo ha ido a parar a mi bolsa. Por favor, aceptad mis disculpas.

Cuando el fornido tabernero se hubo marchado, Ktandeo enarcó una ceja en dirección a Sadira.

—¿No saliste de aquí hecha una fiera la otra noche porque estás enamorada de ese gladiador?

—¿Qué si es así? —replicó Sadira.

Ktandeo agitó su bastón en dirección a Agis.

—Ahora hablas como si también te interesara este otro.

—Podría ser —respondió Sadira, y le dedicó a Agis una sonrisa afectuosa, a la que el noble respondió con una expresión ligeramente angustiada—. ¿Qué hay de malo en ello?

Sadira comprendía bien por qué Agis y su contacto parecían alterados, pero no compartía sus puritanos puntos de vista. La educación recibida no le había enseñado a considerar el idilio como un compromiso en exclusiva. Tithian había utilizado a su madre para procrear, y Catalyna, la mujer que le había enseñado el arte de la seducción, había advertido a la joven hechicera sobre los peligros de sentir demasiado apego por un solo hombre.

—Quizá podríamos discutir mi visita al sumo templario —sugirió Agis.

—Para eso has venido —refunfuñó Ktandeo, mirando con frialdad a Sadira—. Y espero que sea importante.

Mientras Agis relataba su encuentro con Tithian, Ktandeo no dejó de quejarse de las libertades tomadas por Sadira para reclutar a Tithian en nombre de la Alianza. La miró ceñudo cuando Agis reveló que el sumo templario sabía que la Alianza del Velo quería entrevistarse con Rikus. No obstante, cuando el senador describió la pirámide y las bolas que había visto en la memoria de Tithian, el estado de ánimo de Ktandeo pasó de la irritación a la inquietud.

—Tithian está demasiado informado de lo que vosotros dos habéis estado haciendo —comentó Ktandeo, la mirada clavada pensativamente en el puño de su bastón.

—No hay duda de que Tithian tiene a un espía cerca de uno de nosotros —repuso Agis.

—Es tu criado, Agis. Estoy segura de ello —intervino Sadira.

El noble disimuló la reacción producida por la afirmación de la joven levantando su jarra y tomando un trago de vino. Este era un punto en el que no estaban completamente de acuerdo. Cuando Agis había ido a reunirse con Tithian dos días atrás, Caro se había disculpado bajo pretexto de ir a vaciar su vejiga, y no había regresado hasta momentos antes de salir Agis del estadio. Ya entonces a Sadira le pareció sospechosa la prolongada ausencia del enano, pero, cuando se enteró de la interrupción que había estropeado el asalto a la mente del sumo templario, se sintió totalmente segura de que el enano era un espía y se llevó aparte a Agis para advertirle.

—¿El enano que estaba contigo en la subasta de esclavos? —inquirió Ktandeo.

Agis dejó la jarra a un lado con expresión huraña.

—Si se examina lo que Tithian sabe y lo que Caro puede haberle contado, parece probable —concedió Agis—. Pero todavía me resulta difícil aceptarlo. Caro ha permanecido leal a mi familia durante doscientos años.

—Sobreestimas la solidez de la lealtad de un esclavo —opinó Sadira.

—Quizá, pero el objetivo de la vida de Caro es servir a la familia Asticles. ¿Sabes lo que significaría si me traicionase?

—La condenación eterna parece un precio muy alto para la traición —convino Ktandeo—. De todos modos, Athas está lleno de espíritus de enanos, y no podemos saber qué puede haberle ofrecido Tithian. Espero que hayas tenido el suficiente sentido común como para no decirle a tu criado dónde te encuentras ahora.

Agis asintió.

—Lo envié a casa el mismo día de mi encuentro con Tithian. No nos ha visto desde entonces.

—Confiemos en ello —dijo Ktandeo, clavando los ojos en la empuñadura de su bastón—. Lo que viste en la memoria de Tithian es preocupante. —Miró a Sadira—. Te debo una disculpa, querida. Tenías razón: nada es más importante que matar a Kalak, y lo antes posible.

—¿Por qué? —preguntaron Sadira y Agis al unísono.

Ktandeo alzó una mano y sacudió la cabeza.

—Recemos para que nunca averigüéis la respuesta —contestó, dirigiendo la mirada a Agis—. Bien, ¿qué tienes que decir de la propuesta de Tithian? Desde luego, no pensarás que se puede confiar en el sumo templario…

—Sólo en aquello que le convenga a él —respondió Agis—. Pero sí creo que es sincero en lo de colaborar con vosotros.

—Entonces eres un tonto —declaró Ktandeo.

—Puede que no —replicó Agis—. Kalak ha colocado a Tithian en una situación desesperada. No tiene elección excepto volverse hacia los enemigos del rey en busca de ayuda.

—Al mismo tiempo —añadió Sadira—, advirtió a Agis que tuviera cuidado, de modo que…

De la plaza situada frente a la taberna les llegaron algunos gritos ahogados, que interrumpieron a Sadira. Aunque la cortina permanecía corrida, no era lo bastante gruesa como para sofocar los gritos de pánico. La semielfa empezaba a ponerse en pie para investigar el ruido cuando el tabernero sacó la cabeza por un lado de la cortina. En la mano sujetaba el morral en el que Sadira llevaba su libro de hechizos cuando Radurak la había capturado.

—¡Templarios! —siseó el tabernero. Arrojó el morral a las manos de la joven y desapareció.

Sadira se volvió a Ktandeo.

—¿De dónde ha sacado esto? —exclamó, colgándoselo al hombro. Estaba tan satisfecha de volver a tenerlo que apenas si se sentía preocupada por la presencia de los templarios.

—De Radurak, desde luego —repuso el anciano con sequedad—. Ahora no hay tiempo para hablar de eso. ¡La oferta de Tithian fue un anzuelo y los dos os lo tragasteis!

El hechicero hizo caer el banco de piedra a un lado. Debajo de él, una escalera llena de telarañas descendía al lóbrego interior de la tierra en un precario ángulo inclinado. A los ojos de elfa de Sadira, los primeros peldaños de piedra aparecieron perfilados de un tono azul emitido por la fría piedra. Más allá, el pasadizo le resultaba tan oscuro a ella como a sus compañeros humanos.

—¿Adónde conduce esto? —quiso saber Agis.

Antes de que nadie pudiera responder, se dejó oír al otro lado de la cortina la voz áspera e inquisidora de un templario. Sin esperar la orden de Ktandeo, la semielfa tomó la mano de Agis y lo condujo escaleras abajo. El anciano hechicero fue tras ellos y volvió a colocar el banco en su lugar, lo que sumió la escalera en la oscuridad. La fosforescencia roja que producía el calor de los cuerpos de sus compañeros y la fosforescencia azul emanada por la helada piedra facilitaban a Sadira toda la iluminación que necesitaba, pero la joven sabía muy bien que sus amigos humanos se movían completamente a ciegas en aquella oscuridad.

—Puedo conjurar un poco de luz —susurró la joven.

—¡Te lo prohíbo terminantemente! —fue la respuesta del anciano—. ¡Sigue!

La semielfa reanudó el descenso por la escalera, conduciendo a Agis de la mano. Ktandeo los siguió un peldaño por detrás, golpeando silenciosamente con el bastón cada peldaño antes de poner el pie en él. A medida que descendían, los sedosos filamentos de las telarañas acariciaban los hombros desnudos de Sadira como un chal de gasa, provocándole escalofríos por toda la espalda. En más de una ocasión, la joven tuvo que reprimir el impulso de darse una palmada en la espalda, víctima de la impresión de que algo se había deslizado por debajo de su blusón.

Peor que las telarañas era la gruesa capa de polvo que cubría los escalones. A cada paso que daba, pequeñas nubéculas ascendían desde el suelo para cosquillearle en nariz y garganta, causándole unas tremendas ganas de estornudar y toser. El polvo era tan espeso que los bordes de los peldaños resultaban resbaladizos y traicioneros, y Sadira resbaló en varias ocasiones, salvándose de caer rodando por aquel pozo de tinieblas sólo gracias a la fuerte presión de la mano de Agis.

Después de un buen rato de precipitado descenso, alcanzaron el final de la escalera. Allí el pozo se convertía en un pasillo, que terminaba casi de inmediato ante una pared de piedra. Sadira se volvió, consciente de la presencia de un olor mohoso y de la refrescante frialdad del aire subterráneo.

—Estamos en el fondo —musitó.

En la parte alta de la escalera resonó un fuerte golpe. Desde lo alto, un estrecho rayo de luz cayó sobre los peldaños, y un enlutado templario apareció en la entrada.

—Sigue —murmuró Agis.

—Es un callejón sin salida —respondió Sadira.

—Falso —siseó Ktandeo—. Permaneced en silencio mientras me ocupo de nuestros amigos.

El anciano esperó con calma a que los templarios encendieran antorchas e iniciaran el descenso. El calor de las pequeñas llamas desbordó la visión elfa de Sadira con una cegadora luz blanca, pero sus ojos no tardaron en adaptarse.

Cuando el primer templario llegó a la mitad de la escalera, los labios de Ktandeo se curvaron en una maliciosa sonrisa.

—Tapaos los oídos.

El anciano apuntó con la empuñadura de su bastón en dirección a la escalera y pronunció una única palabra: «Nok». Una potente luz roja apareció en el corazón de la brillante empuñadura.

Sadira lanzó una exclamación de sorpresa al sentir un curioso hormigueo en lo más profundo del abdomen, y se llevó las manos a los oídos justo en el momento en que Ktandeo musitaba:

—Fuego espectral.

Una tremenda explosión sacudió el pasadizo. Nubes de polvo y pedazos de piedra cayeron sobre el trío, y la misma onda expansiva los hizo tambalear. Un rayo de nebulosa luz salió disparado escaleras arriba. En un principio, la luz se limitó a bañar a los hombres situados en la escalera, iluminando sus rostros asustados con un envolvente chorro de intensa luz roja. Durante algo más que un segundo, los aturdidos templarios permanecieron inmóviles dentro del rojo rayo, boquiabiertos y aferrados a sus cortas espadas.

Poco a poco, el hechizo empezó a desvanecerse. La piel de los que habían sido atrapados por el haz de luz se volvió gris y escamosa. La carne empezó a caer de sus cuerpos en forma de fino polvillo, y la escalera se llenó de gritos de dolor. Algunos intentaron huir escaleras arriba, otros se precipitaron hacia abajo, pero sus esfuerzos no sirvieron de gran cosa, pues, a medida que la luz se iba apagando, sus cabellos, ojos e incluso entrañas se convertían en cenizas. Cuando el hueco de la escalera volvió a quedar sumido en las tinieblas y Sadira volvió a depender de su visión elfa para orientarse, todo lo que quedaba de los templarios era un montón de huesos calcinados que rodaban escaleras abajo con un ruido sordo.

—¡El bastón extrajo la magia de nosotros! —exclamó Agis con asombro.

—¿Qué clase de magia es ésa? —quiso saber Sadira; Ktandeo jamás le había dicho que pudiera extraerse energía mágica de la vida animal.

Ktandeo lanzó un agotado suspiro. Extendió la mano para apoyarse en el hombro de Agis, pero no pudo localizarlo en la oscuridad, de modo que Sadira se apartó del noble y deslizó su hombro bajo el brazo del anciano. A sus ojos, el color que emitía el cuerpo del anciano había pasado del rojo intenso al rosa. Al parecer, el hechizo de Ktandeo había extraído casi toda su energía del cuerpo del hechicero.

Apoyándose en el hombro de Sadira, el hechicero avanzó penosamente hasta el final del pasillo y golpeó una piedra con el bastón.

—Empujad aquí —jadeó.

Con la mano que le quedaba libre, Sadira guio a Agis hacia adelante, y éste dio un empujón a la piedra. Una losa del tamaño de una puerta giró hacia adentro frente a ellos mientras nuevos templarios aparecían en lo alto de la escalera. Los hombres del rey empezaron a descender a toda velocidad, maldiciendo y pateando los huesos de sus colegas muertos.

—¡Cogedlos vivos! —aulló una voz autoritaria.

Sadira empujó a Agis al otro lado de la abertura.

—Deberíamos haber matado a Caro cuando tuvimos la oportunidad.

—Esto no hace más que demostrar que no fue él —protestó Agis—. No sabe dónde estamos.

—¡Silencio! —resolló Ktandeo, empujando para pasar al otro lado.

Una vez al otro lado, Sadira inspeccionó rápidamente la oscuridad que los rodeaba mientras Agis cerraba la puerta. Ante ellos se extendía una cueva silenciosa que olía a humedad y descomposición. La cueva estaba llena de las redondas formas azuladas de unas columnas de roca que se alzaban más de tres metros sobre sus cabezas para desaparecer en el interior de una masa amarillenta de diáfanos filamentos que colgaban del techo.

—Nok —volvió a decir Ktandeo, pronunciando la palabra que activaba el bastón; luego nombró el hechizo que deseaba utilizar—: Luz forestal.

El pomo del bastón empezó a brillar. Sadira parpadeó, y entonces vio que la bola de obsidiana estaba rodeada por un pequeño círculo de fantasmal luz violeta. Un hormigueo le recorrió el estómago, lo que le hizo comprender que el bastón estaba absorbiendo energía de ella.

Se escucharon voces ahogadas al otro lado de la losa de piedra que tenían a la espalda. Ktandeo se puso en marcha para conducirlos lejos de allí, pero avanzaba con tal penosa lentitud que Sadira se dio cuenta de que el anciano jamás conseguiría dejar atrás a los templarios. Por suerte, el trío se había adentrado ya varios metros en el bosque de columnas cuando la puerta secreta empezó a abrirse con un chirrido.

El anciano hechicero pasó la palma de la mano sobre el puño del bastón, y la luz violeta se desvaneció. Detrás de ellos, las figuras de los templarios iluminadas por la luz de las antorchas comenzaron a penetrar en la caverna.

—Tú eres nuestros ojos ahora —susurró Ktandeo, tirando de Sadira para colocarla delante—. Te cogeré de la mano. Agis, tú sujeta mi bastón y vigila lo que sucede a nuestra espalda.

Sadira dirigió una rápida mirada por encima del hombro y vio que el número de templarios reunidos al otro lado de la abertura sobrepasaba ya la docena.

—¿Adónde vamos?

Ktandeo la sujetó por los hombros para orientarla de forma que mirara en la misma dirección que él.

—Recto adelante. Cuenta cincuenta columnas y luego detente.

La semielfa tomó la mano de su maestro y empezó a andar todo lo deprisa que consideró soportable para él.

La voz chillona de un templario resonó en el silencio de la cueva:

—¡Han ido por allí! ¡Diez monedas de plata para todos los que estáis aquí si los cogemos vivos! ¡Diez latigazos si escapan!

—Agis… —llamó Sadira, sin dejar de avanzar. No volvió la cabeza, porque no quería que el calor de las antorchas de los templarios le afectara la visión elfa.

—Nos siguen de cerca —informó el noble.

—¡Corred! —siseó Ktandeo.

—Pero…

—¡Hacedlo! —ordenó.

Sujetando con fuerza la mano de Ktandeo, Sadira empezó a correr a paso corto, sin que sus pies hicieran el menor ruido al chocar contra el frío suelo de piedra. A su espalda, el anciano hechicero tropezaba y avanzaba a trompicones, con la respiración agitada y desigual. Aunque no podía decirse que avanzaran sin hacer ruido, a la joven semielfa no la preocupó el ruido que producían; sus perseguidores hacían tal ruido que tanto ella como sus amigos podrían haber hablado en voz alta sin temor.

Sadira se detuvo una vez que hubo contado el número exacto de columnas.

—Ésta es —anunció—. ¿A qué distancia se encuentran, Agis?

—A tres manzanas. Puede que menos —respondió éste—. Es difícil de decir.

—¿Con qué nos siguen? —preguntó Sadira—. ¿Cilops?

—No veo ninguna señal de domadores ni de animales —contestó Agis, dando un traspié en el desigual suelo de piedra.

El hechicero alzó su bastón.

—Veamos si puedo hacer que vayan un poco más despacio.

Sadira, temerosa de que Ktandeo estuviera demasiado débil para volver a utilizar el bastón, lo obligó a bajarlo al tiempo que decía:

—Déjame a mí.

La hechicera se arrodilló junto a la base de la columna, sacó un pedazo de carbón del morral en el que guardaba el libro de hechizos, y dibujó una serie de runas en forma de puntiaguda llama al pie de la columna.

—Será mejor que nos demos prisa. Cada vez están más cerca —advirtió Agis—. Casi puedo verles las caras. En estos momentos deben de estar sólo a una o dos manzanas de nosotros.

Sadira extendió una mano en dirección al techo y absorbió la energía que necesitaba para el conjuro. Ante su sorpresa, un gran círculo de diáfanos filamentos que pendía sobre su cabeza se secó y tornó negro. El filamento debía de ser alguna especie de planta. Dando gracias porque Ktandeo no podía ver lo que había hecho, Sadira pronunció su conjuro y se levantó.

—No tardarán en vernos —susurró Agis.

—Estoy lista —dijo Sadira, también con un susurro—. Ahora ¿adónde, Ktandeo?

—Veinte columnas a la derecha —jadeó el anciano.

—¡Pongámonos en marcha! —instó Agis.

Sadira volvió a tomar la mano de Ktandeo y se lo llevó de allí. Tan sólo habían pasado seis columnas cuando un templario gritó:

—¡Los veo!

—Espero que tu hechizo realmente funcione —resopló Ktandeo.

—Te sentirás orgulloso —prometió Sadira, sin detenerse.

A los pocos segundos, un sonoro crujido resonó tras ellos. Sadira miró por encima del hombro y vio cómo una columna de doradas y fluidas llamas consumía al que iba a la cabeza del grupo de templarios. El hombre lanzó un alarido y empezó a girar sobre sí mismo en una agónica danza, arrojando enormes goterones de fuego por doquier.

El capitán de los templarios empezó a gritar órdenes a la retaguardia de la columna para que pasaran delante dando un rodeo. A medida que los templarios obedecían, nuevos chorros de fuego brotaban de la base del pilar y se dirigían directamente al hombre más cercano. Varios otros templarios quedaron envueltos en llamas. En cuestión de segundos, la caverna sólo quedó iluminada con una luz dorada y se llenó de angustiados gritos de dolor. Los templarios huyeron en desbandada.

—Vayámonos —apremió Agis—. La confusión no durará eternamente.

—Esperad un momento —pidió Sadira, indicando a sus compañeros que se ocultasen tras una columna.

Alzó una mano hacia el techo y absorbió la energía que precisaba para un nuevo conjuro. Una vez más, un círculo de la diáfana flora que pendía sobre sus cabezas se marchitó y tornó negro, pero, en esta ocasión, el pequeño esqueleto de algún animal de la caverna muerto hacía mucho tiempo se desprendió del techo y fue a caer a los pies de Ktandeo. La criatura tenía un cráneo plano y circular con cuatro oquedades correspondientes a cuatro ojos y seis patas.

Los ojos de Ktandeo se trasladaron del esqueleto al techo, tras lo cual el anciano regañó con voz jadeante:

—¡Mira lo que has hecho!

Sadira se encogió asustada ante la reprimenda, consciente de que se traduciría en un largo sermón, y se apresuró a lanzar el hechizo. Una tenue luz amarilla, que recordaba a una antorcha lejana, apareció en medio de las columnas a la derecha de los templarios. La luz empezó a alejarse muy despacio.

Durante los segundos que siguieron, Sadira contuvo la respiración mientras deseaba que el sencillo hechizo fuera suficiente para engañar a sus perseguidores. Su intención había sido intensificar el engaño añadiendo voces fantasmales a la antorcha fantasma, pero eso era imposible ahora que Ktandeo había descubierto lo delicada que era la vida vegetal del techo.

Por fin, uno de los templarios descubrió la luz.

—¿Qué es eso? —gritó, consiguiendo con un gran esfuerzo hacerse oír por encima del clamor general.

Sadira hizo un gesto en dirección a la luz, y ésta empezó a moverse con rapidez como si corriera. Los templarios salieron corriendo tras ella, gritándose órdenes los unos a los otros y abandonando a la muerte a los compañeros envueltos en llamas.

—Ahora podemos seguir —anunció Sadira.

Condujo a sus compañeros adelante hasta haber contado veinte columnas, tal y como había indicado Ktandeo.

—¿Adónde ahora? —preguntó.

Los templarios ya no eran más que lejanas voces confusas, y Sadira volvía a depender de su visión elfa para orientarse en la oscuridad.

—Da medio paso a la izquierda —jadeó Ktandeo, apenas capaz de articular palabra.

—Creo que podemos descansar un minuto —sugirió Agis, sosteniendo al anciano—. Parece que los hemos perdido.

—¿Para qué sirven todas estas extrañas columnas? —inquinó Sadira, inspeccionando la pilastra más cercana. Tenía una textura parecida a la madera, pero el tacto de la roca maciza.

—Doy por sentado que estás mirando los pilones —contestó Agis, volviéndose a ciegas en dirección a la voz de la joven—. Estos pilares son los cimientos de Tyr. Esta es la ciudad subterránea de Tyr.

—¿Tyr está construida sobre columnas? —preguntó Sadira—. ¿Por qué?

—Según la leyenda, Tyr se alzaba antiguamente en medio de una enorme ciénaga…

—Eso es más que una leyenda —lo interrumpió Ktandeo con una voz débil, desprovista de su acostumbrada energía—. Pero tenemos cosas más importantes que discutir… como la destrucción provocada por los conjuros de Sadira.

—¿Qué querías que hiciera, dejar que nos atraparan? —protestó ésta.

—Sí —respondió Ktandeo, clavando los ojos en la oscuridad que se cernía sobre la cabeza de Sadira—. Debes mantener el equilibrio cueste lo que cueste. Si te vuelves como el rey-hechicero y sus secuaces, ya no hay forma de volver a ser como nosotros.

—Pensé que habías dicho que matar a Kalak era más importante que…

Dos hombres de delicadas facciones, con las curvadas cejas y los elegantes rasgos de todos los semielfos, saltaron de detrás de dos columnas a la espalda de Ktandeo. Ambos vestían las gruesas sotanas de los templarios. Uno de ellos era casi tan alto como un elfo puro, y el otro mostraba una corpulencia insólita.

—¡A tu espalda! —aulló Sadira, agarrando a Ktandeo y atrayéndolo hacia sí—. ¡Templarios!

El semielfo más alto lanzó una cuerda sobre la joven, y la cuadrada red cayó sobre sus hombros antes de que pudiera reaccionar. El templario ciñó el nudo corredizo, y la parte inferior de la red se contrajo, inmovilizándole los brazos contra el cuerpo.

Ktandeo activó la luz violeta de su bastón.

Aunque tenía pocas probabilidades de conseguir soltarse, Sadira no dejó de forcejear, con la esperanza de mantener ocupado al largirucho semielfo.

—¡Comandante! —gritó uno de los templarios—. ¡Por aquí!

Ktandeo levantó los brazos para utilizar su magia, pero el templario corpulento pronunció el nombre del rey y, apuntando al anciano hechicero con un dedo, lanzó su propio conjuro. Las manos de Ktandeo se tornaron rígidas, y el conjuro surgió en una mezcolanza de frases sin sentido. El hechicero intentó sacudirse de encima la magia del templario, pero todo lo que consiguió fue moverse dos veces más despacio que todos los demás.

Agis desenvainó su daga de acero y dio una patada al templario corpulento que lo hizo retroceder trastabillando; luego fue hacia Sadira y cortó de un tajo la cuerda que la aprisionaba.

El templario de mayor estatura soltó la red y retrocedió antes de que Agis pudiera atacarlo. El noble giró sobre sí mismo y cayó sobre el segundo templario justo cuando éste se recuperaba de la primera patada. La daga de Agis cortó el cuello del hombre antes de que éste pudiera sacar la espada de la vaina.

El hechizo que inmovilizaba a Ktandeo desapareció. El anciano dio dos pasos al frente, tropezó con el templario que Agis acababa de matar, y cayó sobre el cuerpo hecho un ovillo.

Cuando Agis se volvió para enfrentarse de nuevo al semielfo alto, el templario se había perdido ya en la oscuridad. En lugar de perseguirlo, el aristócrata terminó de cortar las ligaduras de la hechicera.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —gimió Ktandeo, incorporándose despacio—. Mirad.

Indicó en la dirección de la que venían, y Sadira alcanzó a ver las antorchas que avanzaban hacia ellos.

—¿Cómo escaparemos? —preguntó.

—Seguidme —dijo Ktandeo.

Respirando entrecortadamente, el anciano empezó a guiarlos a un trotecillo corto, iluminando el camino con el resplandeciente bastón. La áspera voz del jefe de los templarios resonó detrás del trío gritando órdenes a sus subordinados. Cada vez, la voz se oía más cerca.

—Quizá deberías apagar el bastón, Ktandeo —sugirió Sadira—. Les facilita la tarea de seguirnos.

—No es mi bastón lo que han estado siguiendo hasta ahora —resopló el hechicero; apoyó las manos con fuerza sobre las rodillas y miró con atención al frente, al lugar donde finalizaba el bosque de columnas. El terreno descendía allí en un ángulo muy empinado—. Además, casi estamos a salvo.

Ktandeo aspiró con fuerza y los hizo descender por un terraplén hasta un pequeño patio de adoquines. Aunque la sorprendió encontrar algo así bajo la ciudad, Sadira no tuvo tiempo de intentar descubrir su origen. Mientras cruzaban el patio, su atención se centró casi por completo en mirar por encima del hombro, desviando la mirada al suelo muy de tarde en tarde en busca de posibles obstáculos. Cuando alcanzaron el otro extremo del pequeño patio, se veían ya los primeros templarios en la parte superior del terraplén. Estaban tan cerca que podía distinguir entre los que llevaban bigote o barba y los que no. Muchos de ellos habían interrumpido la persecución y miraban boquiabiertos a un lugar que se encontraba por encima de la cabeza de la joven.

Sadira volvió la cabeza al frente y descubrió el motivo de su sorpresa. El bastón de Ktandeo iluminaba la fachada de un inmenso edificio de bloques de granito, que no se parecía a nada que la joven hubiera visto jamás. Una escalinata enorme conducía a varios pares de ornamentadas puertas, cada una colocada en un pronunciado arco rematado por un porche de gablete. Cada gablete estaba adornado por hermosas ventanas de cristal coloreado que mostraban a un hombre de elevada estatura con la cabeza de un águila, un enorme par de fibrosas alas, y la parte inferior del cuerpo en forma de cola de serpiente enroscada.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Sadira, atemorizada.

—Es el Santuario Rojo —respondió Ktandeo casi sin resuello, ascendiendo despacio la escalera—. Un templo de los antiguos.

Sadira y Agis se detuvieron en seco, pues se rumoreaba que tales lugares eran el hogar de fantasmas y espectros.

—¿Debajo de Tyr? —inquinó Agis.

—Antes de que Tyr fuera una ciénaga, esto era un bosque sagrado —explicó Ktandeo, sin molestarse en volver la cabeza mientras hablaba—. Eso fue hace dos mil años. La ciudad se construyó alrededor de este templo.

En el otro extremo del patio, el jefe templario ladró:

—¡No perdáis tiempo quedándoos boquiabiertos! ¡Si consiguen llegar al interior, os enviaré tras ellos!

Sadira y Agis se apresuraron a seguir al anciano.

—¿Cómo sabéis todo esto? —quiso saber Agis.

—He hablado con los que habitan en el templo —repuso el hechicero, alcanzando la parte superior de la escalinata.

Cuando Sadira llegó junto a Ktandeo, la luz púrpura del bastón iluminaba ya la pared que se alzaba ante ellos. Cuatro pares de ventanas muy altas y en forma de puñal flanqueaban una estatua que representaba a la figura de cabeza de águila en pleno vuelo. En las ventanas, la figura aparecía también volando y con un recipiente debajo del brazo con el que rociaba de agua un bosque exuberante. Mientras estudiaba la pared, a Sadira le pareció ver pasar por detrás de una de las ventanas en forma de daga la oscura figura de un hombre. La figura dirigió una mirada a Sadira y a sus compañeros, lo que provocó un vuelco en el corazón de la muchacha.

—¡No pensarás hacernos entrar aquí dentro! —exclamó.

—Los puros de corazón no tienen nada que temer en el Santuario Rojo —contestó Ktandeo.

Agis siguió al hechicero hasta la puerta, pero Sadira no se movió.

—¿Qué quieres decir con «puros de corazón»?

Ktandeo señaló con el bastón a la plazoleta que se extendía a sus pies.

—Puedes enfrentarte a los caballeros rojos o a los doblegadores de mentes de Kalak. La elección es sólo tuya.

Al ver que una docena de los esbirros del rey habían cruzado ya la mitad del patio, Sadira tomó una rápida decisión.

—Me enfrentaré a los caballeros.

Ktandeo hizo una señal a Agis para que abriera las puertas del templo. El noble obedeció y retrocedió casi al instante, asustado.

—¡Por Ral!

En el umbral se encontraba la figura de un espectro cubierto de la cabeza a los pies por una armadura de metal. Tenía el visor abierto, mostrando dos ojos rojos que miraban al exterior desde un fondo de tinieblas. Sobre el peto colgaba una cota nacarada en la que también aparecía la figura de cabeza de águila tan prominentemente representada en la fachada del templo, y de la parte superior del yelmo surgía una fantástica pluma roja. El espectro empuñaba una enorme alabarda, y sus ojos llameantes estaban fijos en Agis.

Detrás del guardián se encontraba una habitación cavernosa iluminada por un millar de velas que parpadeaban con una brillante llama roja. Parecía como si cada centímetro del templo hubiera sido esculpido con bajorrelieves de criaturas fantásticas.

—¡Es sorprendente! —exclamó Agis—. ¿Qué es lo que mantiene encendidas todas esas velas, la magia?

—No hay magia en este templo —aseguró Ktandeo—. La fe mantiene las velas encendidas.

Sadira dirigió una inquieta mirada a su espalda. Los doce templarios habían llegado al pie de la escalinata. En el otro extremo de la plaza, el jefe templario gritaba órdenes al resto de sus hombres, enviándolos a lo largo de la parte superior del terraplén para rodear la zona.

—Si hemos de entrar, hagámoslo ya.

Ktandeo pasó junto al espectro y penetró en el interior del templo. El resplandor violeta de su bastón se apagó en cuanto traspuso el umbral. La zona situada al otro lado de la puerta quedó entonces en la penumbra pero sin sumirse del todo en la oscuridad; la luz de las velas del santuario iluminaban toda la escalinata.

Agis hizo un gesto a Sadira para que entrara la siguiente, pero la joven negó con la cabeza.

—Tú primero —dijo.

El noble avanzó hacia la puerta con su acostumbrada confianza y apostura, pero, nada más poner un pie en el umbral, el espectro lo golpeó en la frente con el extremo de la alabarda.

—¡No! —Su voz resonó hasta el corazón del bosque de columnas.

Agis soltó un grito de sorpresa, para luego retroceder tambaleante mientras se llevaba la mano a la ensangrentada frente.

—¡Malditos nobles! —masculló Ktandeo, sacando medio cuerpo fuera de la puerta.

—¿Por qué no lo deja entrar? —quiso saber Sadira, dirigiendo su pregunta en parte a su maestro y en parte al fantasmal guardián.

—A lo mejor porque tiene esclavos, o quizá por algún otro vicio —respondió el anciano hechicero, levantando el bastón y apuntando el pomo hacia los doce templarios que subían por las escaleras—. Agachaos, los dos.

Mientras Sadira y Agis obedecían, Ktandeo profirió:

—¡Nok! ¡Tempestad silenciosa!

Sadira sintió cómo su estómago se ponía en tensión. Un rayo de luz blanca surgió del extremo del bastón, e iluminó el rostro del templario más próximo. La antorcha del hombre se apagó, y éste se desplomó en silencio hecho un ovillo. Un segundo rayo de luz brotó del bastón, y Sadira sintió cómo le arrebataban más energía. Un nuevo templario se desplomó sin vida. Un tercer relámpago siguió al segundo, y luego un cuarto y un quinto. Con cada uno se apagaba otra antorcha, otro templario moría, y Sadira se sentía más débil.

Cuando el bastón lanzó el duodécimo rayo de luz, Sadira estaba agotada, tumbada sobre las losas del suelo con la respiración entrecortada e intentando no vomitar. Cuando consiguió por fin volver a levantar la cabeza, vio que Ktandeo seguía en la puerta iluminado por la luz proveniente del interior del templo. El hechicero estaba doblado sobre sí mismo y se aferraba a la puerta para conseguir mantenerse en pie. Agis yacía a la derecha de la joven, sujetándose la sangrante herida de la cabeza y respirando despacio y con dificultad.

—¿Y tú me regañaste por matar un poco de musgo del techo? —jadeó la muchacha.

Ktandeo levantó la cabeza, parecía inconmensurablemente anciano y muy débil. El simple esfuerzo de respirar le sacudía todo el cuerpo.

—No he tomado nada que no pueda reponerse —susurró el hechicero—. Lo que tú hiciste destruyó… —Lo interrumpió un violento acceso de tos; cuando terminó, siguió—: Conoces la diferencia. Ahora ven. Si cerramos la puerta, a lo mejor Agis puede escabullirse en la oscuridad.

—Adelante —asintió Agis—. Empiezo a recuperar las fuerzas. Estaré bien. Incluso aunque me capturen, dudo que Tithian les permita hacerme ningún daño.

—No voy a arriesgarme —insistió Sadira, sintiendo que volvían sus energías—. Hemos de conseguir que el guardián cambie de opinión y deje entrar a Agis.

—El guardián no tiene opinión —explicó Ktandeo con un hilillo de voz—. Todo lo que tiene es fe en las enseñanzas de su dios, y esas enseñanzas prohiben que Agis penetre en el templo.

En el otro extremo del patio, media docena de templarios empezaron a descender por el terraplén. Agis se puso en pie e hizo intención de marcharse, pero Sadira lo sujetó por el brazo.

—¡El dios no puede estar vivo todavía! Kalak jamás toleraría algo así debajo de su propia ciudad —protestó Sadira—. El guardián no tiene nada que perder si hace una excepción.

—No lo comprendes —replicó Ktandeo, irguiéndose por completo con un esfuerzo—. Los dioses de los antiguos no son reyes-hechiceros. Eran mucho más poderosos, y los que los adoraban lo hacían con todo su corazón…, no en la forma en que los templarios adoran a Kalak.

—¿Qué les sucedió a esos antiguos dioses? —preguntó Agis.

Ktandeo sacudió la cabeza.

—Como todas las glorias del pasado, se desvanecieron. Nadie sabe por qué.

Sadira empujó a Agis en dirección a la puerta.

—No me importa el decreto de un dios muerto o la fe ciega que tenga en él un espectro.

Ktandeo les cerró el paso.

—Para dejar entrar a Agis, el guardián tiene que faltar a su fe —dijo el anciano con voz cada vez más llena de energía. Señaló con una mano al interior del santuario—. Cada vez que un caballero rojo falta a su fe, una de las velas se apaga. ¿Os parece que se han apagado muchas velas en los últimos dos mil años?

Sadira no tenía tiempo de estudiar la sala, pero a primera vista no le pareció que hubiera ninguna vela apagada.

—Si crees que debes quedarte con Agis, entonces quédate con él —concluyó Ktandeo, cerrando la puerta hasta dejar sólo una rendija por la que se escapaban unos tenues rayos de luz roja—. Dejadme aquí y marchaos. Estaré a salvo hasta que recupere las fuerzas, y Vosotros dos tendréis más probabilidades de escapar sin mí.

—¿Dónde te volveré a encontrar? —inquirió Sadira.

—Yo te encontraré —aseguró Ktandeo, indicándoles que se fueran. Mantuvo la puerta ligeramente entreabierta para poder observar su marcha.

Sadira cogió a Agis de la mano y ambos bajaron corriendo por el lado izquierdo de la escalinata del templo. Parecía como si la hilera de templarios que tenían delante estuviera muy desparramada, de modo que la joven confió en que pudieran escabullirse por uno de los espacios oscuros situados entre antorcha y antorcha.

De improviso, se escuchó la voz del jefe de los perseguidores que gritaba desde el otro lado de la plazoleta:

—¡Van por el lado izquierdo de la plaza!

Los seis templarios de la plaza cambiaron de rumbo según lo indicado.

—¿Cómo puede localizarnos desde allí arriba? —rezongó Agis, furioso—. ¡Parece como si nos olfatease!

—¡No nos olfatea, pero nos percibe! —exclamó Sadira, comprendiendo de repente cómo habían conseguido los templarios localizarlos en El Gigante Borracho primero y a través de las oscuras cavernas de la Tyr subterránea después.

—¿Qué? —se asombró Agis—. ¿Qué quieres decir?

—¡Mediante la magia! Perciben dónde estamos utilizando la magia —respondió Sadira—. ¿Todavía llevas encima el disco de bronce que intentaste entregar al tabernero?

—Sí, aquí mismo. —Colocó la ficha en la mano de la joven.

Sadira sonrió en la oscuridad.

—Esto es lo que los guía hasta nosotros —dijo, invirtiendo el rumbo y conduciendo a Agis de nuevo escaleras arriba.

Si no se equivocaba con respecto al disco de bronce, pensaba que casi podría garantizar su huida.

—Caro debe de haberlo introducido en tu bolsa antes de que lo enviaras a casa el otro día —susurró Sadira mientras alcanzaban la parte superior de las escaleras—. Los templarios nos siguieron hasta El Gigante Borracho gracias a él, y luego esperaron a que Ktandeo apareciera antes de cerrar la trampa. Con esta chuchería para ayudarlos a localizarnos, podían permitirse ser pacientes.

Desde el otro extremo de la plaza, el jefe del grupo lanzó una maldición.

—¡Han cambiado de dirección! —gritó—. ¡Se dirigen a las puertas del templo!

Los seis templarios de la plaza regresaron sobre sus pasos en dirección al santuario. Por suerte, el pequeño rodeo que los templarios se habían visto obligados a dar había retrasado su avance, y sólo habían alcanzado la mitad de la explanada.

—Hay docenas de personas que entran en la taberna y salen de ella cada día —objetó Agis—. ¿Cómo podían saber los templarios quién era tu contacto?

—Caro otra vez —contestó Sadira, avanzando hacia el hilillo de luz roja que indicaba que Ktandeo mantenía aún ligeramente entreabierta la puerta del templo—. Estaba allí cuando me compraste en la subasta de Radurak. Puede haber sido capaz de describir a Ktandeo a partir de ese incidente.

Delante de ellos, el parpadeante resquicio de luz se tornó más amplio a medida que la puerta se abría. Ktandeo sacó la cabeza al exterior.

—Cubriré tu huida, Sadira —susurró el anciano.

A la tenue luz roja que brillaba desde la puerta, la muchacha vio cómo el hechicero apuntaba con el bastón a los seis templarios de la plaza.

—Corred —indicó Ktandeo.

—Espera…

En el mismo instante en que Sadira abría la boca para hablar, Ktandeo activó el bastón y ordenó:

—¡Suelo llameante!

Una gota de gas verde fluorescente salió disparada del bastón y flotó hasta el centro de la plaza. Los templarios se detuvieron al ver la nube que descendía sobre ellos. Las piedras empezaron a chisporrotear, y la reluciente neblina se extendió por toda la plaza como una niebla a ras de suelo; luego, en un abrir y cerrar de ojos, transformó su color en un brillante tono azul. Se produjo un fogonazo cegador, y los templarios lanzaron un grito. Cuando la visión de Sadira volvió a aclararse, la plaza estaba sumida en la oscuridad.

Ktandeo gimió y se agarró al marco de la puerta para no caer al suelo. La hechicera dio un paso al frente para sujetarlo, pero un trueno ensordecedor retumbó por todo el rocoso suelo y techo de la cueva. Un rayo atravesó la explanada de la plaza y se estrelló contra la abierta puerta.

—¡Ktandeo! —chilló Sadira, momentáneamente cegada por la luz.

Cuando recuperó la visión, la hechicera vio que el rayo ni siquiera había chamuscado la puerta del templo, y se atrevió a esperar que Ktandeo no hubiera sufrido ningún daño, pero entonces descubrió la desplomada figura del anciano entre las dos puertas.

Sadira corrió hacia él, recogiendo el bastón del lugar al que había ido a parar, y al arrodillarse junto al anciano vio que la sangre le brotaba de los oídos y boca. Aunque el rayo no había ni chamuscado las puertas del templo, sí había aplastado las costillas de Ktandeo.

La hechicera colocó el bastón en la mano de su maestro.

—¿Servirá esto? —preguntó. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas para ir a caer sobre el rostro del moribundo.

Ktandeo apartó a un lado el bastón.

—No, esta vara sólo mata. —Lo acometió un violento acceso de tos y escupió un hilillo de un brillante líquido rojo. Cuando por fin recuperó el habla, susurró—: Sadira, tienes que ir a ver a Nok.

—¿Nok? —inquirió ella—. ¿Dónde…?

El anciano le sujetó la muñeca.

—¡Escucha! Coge mi bastón y ve a ver a Nok allá en los bosques halfling. Consigue la lanza y mata a Kalak. Tithian os traicionó, pero el peligro que mostró a Agis es real.

—¿Cuál es ese peligro? —quiso saber Sadira.

—Nok, él…

Volvió a ser presa de un acceso de tos, y Sadira aguardó pacientemente a que remitiera. No intentó sugerir que el anciano podría sobrevivir. Habría sido una mentira evidente para ambos, y no pensaba insultar de esa forma al hombre que le había enseñado todo lo que sabía sobre la magia. Cuando Ktandeo dejó de toser, le indicó con la mano que se acercara más.

—Allí averiguarás la respuesta —le indicó—. Hay otra cosa que también debo decirte, Sadira.

Ella se inclinó sobre sus labios para escuchar sus últimas palabras.

—Sí.

—Ten cuidado. —Señaló el morral que contenía el libro de hechicería de la joven—. Si no hubieran aparecido los templarios, no te lo habría devuelto. Te mueves demasiado cerca del borde del precipicio. Si das un paso en falso, caerás en un abismo en el que nunca volverás a ver la luz.

Dicho esto, lanzó un último estertor y cerró los ojos para siempre.