2: La hechicera

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La hechicera

Rikus dejó de gritar.

Los bastones de combate del mul resbalaron de entre sus gruesos dedos. Sus hombros se derrumbaron, las nudosas rodillas se doblaron, y los negros ojos rodaron en sus cuencas hasta quedar en blanco. El gaj levantó las negras pinzas, mostrando el cuerpo inerte del gladiador como si se tratara de un trofeo. Uno de los peludos tentáculos permanecía arrollado a la frente de Rikus, sosteniendo en alto su cabeza, y los otros dos seguían sujetándole las muñecas.

Sadira se detuvo a unos diez metros del costado del gaj. La muchacha tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar al llegar hasta ella las últimas vaharadas de unos vapores fétidos. El cuerpo del mul colgaba fláccido entre las negras mandíbulas de la bestia, y la sangre que manaba de las heridas producidas por las púas resbalaban por las piernas y goteaba al suelo desde los dedos de los pies.

A la izquierda del gaj, Neeva se incorporó y sacudió la cabeza con violencia para aclararla. En el lado opuesto de la bestia, Yarig se encontraba ya de pie y levantaba su lanza dispuesto a atacar. Anezka, cuya lanza seguía alojada en la cabeza del animal, se encontraba algo más atrás que Sadira, estudiando a la criatura con una expresión de desconcertada cólera.

Desde lo alto del muro que rodeaba el foso, Boaz gritó:

—¡Dejad morir a ese mul estúpido!

Pero, aunque ello significaría un severo castigo, ninguno de los esclavos obedeció al entrenador. Cuando el gaj golpeó al mul con los erizados tentáculos, el inusitado sonido de los gritos de Rikus y la visión de su huida habían dejado bien claro que éste tenía problemas. Al momento, Yarig había apartado de un manotazo las lanzas apoyadas contra su garganta y descendido por la cuerda para ir en ayuda de su amigo. Por lealtad a su compañero enano, Anezka lo había seguido casi al instante, al tiempo que Neeva arrebataba las lanzas que sostenían un terceto de guardas y saltaba a la arena, sin utilizar siquiera la cuerda.

Ante el asombro de todos, excepto el suyo propio, Sadira se deslizó también por entre los guardas y siguió a los gladiadores al foso. Sin duda Boaz y los demás creyeron que había perdido la coquetona cabecita y corrido a la arena presa de pánico, pero no era así. Sadira había entrado en el foso de modo que pudiera estar lo bastante cerca para lanzar un hechizo si resultaba que no existía otra manera de salvar a Rikus.

En esos momentos, todo parecía indicar que el mul quedaría hecho pedazos antes de que los otros gladiadores consiguieran liberarlo de las pinzas del gaj. Para salvar al mul, Sadira tendría que utilizar su magia…, acción que sin lugar a dudas pondría su propia vida en peligro. En Tyr, al igual que en otras ciudades de Athas, sólo el rey y sus templarios podían utilizar la magia. Los que desafiaban esta ley eran ejecutados.

Más importante aún era que cualquiera algo versado en los rudimentos de la hechicería se daría cuenta de que Sadira no había adquirido tales poderes por sí misma. Tithian, su dueño y el hombre que probablemente la interrogaría, deduciría su conexión con la Alianza del Velo, la sociedad secreta de hechiceros cuyo empeño era derrocar al rey. Sin duda, también querría averiguar por qué la Alianza había reclutado a un agente en sus fosos. Si la capturaba viva, intentaría obligarla a responder mediante una tortura larga y terrible.

Pero, a pesar de todas estas consideraciones, Sadira no tenía otra elección que utilizar su magia. Rikus no lo sabía aún, pero la Alianza del Velo tenía planes para él durante los juegos del zigurat, y demasiadas cosas dependían de aquellos planes como para dejar morir al gladiador.

Preparándose para lanzar el conjuro, Sadira aspiró con fuerza y buscó con la mirada alguna indicación de que los luchadores estuvieran consiguiendo al fin llevar ventaja en su combate contra aquella criatura que parecía capaz de acabar con todos ellos. No la encontró. El gaj mantenía a raya a Yarig y a Neeva por el simple método de utilizar el cuerpo de Rikus a modo de gigantesco martillo, y Anezka parecía totalmente perdida sin su lanza.

—¡Neeva, Yarig, cubríos los ojos! —chilló Sadira.

—¿Qué? —inquirió Neeva, ceñuda.

—Confiad en mí —respondió Sadira—. Es por Rikus.

Sin esperar una respuesta, la semielfa bajó la palma de la mano hasta casi tocar el suelo y extendió los dedos. Tras apartar de su mente cualquier otro pensamiento, se concentró en la mano, invocando toda la energía que necesitaba para realizar el conjuro. El espacio comprendido entre la palma de su mano y el suelo empezó a relucir; luego, un chorro de poder apenas visible atravesó ese espacio, penetró en la mano y ascendió por el brazo.

Para el ojo inexperto, habría podido parecer como si Sadira extrajera la magia del suelo, pero no era así. Si bien era cierto que extraía el poder para su magia de la fuerza vital del mismo Athas, al igual que todos los hechiceros sólo podía utilizar ese místico poder a través de las plantas. La fuerza que penetraba en su cuerpo provenía de los zumaques, las agujas de pastor, y los carpes que rodeaban el recinto de los esclavos de Tithian. El suelo no era más que un elemento transmisor.

Cuando Sadira hubo reunido poder suficiente para su conjuro, cerró la mano y cortó el flujo de energía. Si absorbía demasiado poder y demasiado deprisa, las plantas de las que sacaba la fuerza vital morirían y la tierra que envolvía sus raíces se volvería estéril y yerma. Por desgracia, pocos hechiceros eran tan cuidadosos con sus poderes, y era este descuido lo que había convertido Athas en un erial.

Ahora que había obtenido suficiente energía mística, la semielfa formuló el conjuro que daría forma y dirección a la magia, y arrojó un puñado de arena a su objetivo. Un cono centelleante escarlata y dorado brotó como un torrente de sus dedos y se lanzó hacia la cabeza del gaj en forma de resplandeciente rayo. Cuando alcanzó a la bestia, el raudal de luz se transformó en una efervescencia de burbujas de color esmeralda, que a su vez estallaron en un ramillete de luces rojas, azules, amarillas o cualquier otro de entre un centenar de vibrantes colores. Incluso para Sadira, que sabía lo que iba a ver, la exhibición resultó deslumbrante. El brillo de toda aquella variedad de colores hizo que sintiera vértigo, y sólo el hecho de saber por anticipado el resultado del conjuro evitó que el resplandeciente espectáculo la aturdiera.

Los tentáculos del gaj cayeron fláccidos, soltando la cabeza y muñecas de Rikus, y los ojos rojos de la criatura adoptaron un apagado tono castaño. Luego ésta encogió las gruesas patas, y el escamoso caparazón cayó al suelo. Por desgracia, las pinzas siguieron cerradas, manteniendo el cuerpo inerte de Rikus bien sujeto entre las poderosas mandíbulas. La carne del gladiador mostraba rojos verdugones allí donde las antenas del gaj lo habían sujetado.

Tanto Neeva como Yarig pasearon la mirada de Sadira a la inmóvil criatura.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el fornido enano.

—Está atontado —explicó Sadira, avanzando en dirección a las mandíbulas de la bestia—. Le he lanzado un hechizo.

Ambos gladiadores se quedaron boquiabiertos.

—¡Eso significará tu muerte! —farfulló Neeva—. ¿Harías eso por Rikus?

—Ya lo he hecho —contestó Sadira.

—¿Qué le ha sucedido al gaj? —chilló Boaz desde lo alto del muro—. ¡Lord Turnan te cortará la cabeza!

La ayudante de cocina no le hizo el menor caso y se puso a tirar de las mandíbulas del animal. Pero éstas no se abrieron.

—Hemos de sacar de ahí a Rikus —dijo—. El gaj no tardará en recuperarse.

Neeva se colocó junto a Sadira e insertó una lanza entre las mandíbulas.

—Rikus no me dijo nunca que fueras una hechicera.

—Intento no revelar todos mis secretos —respondió Sadira.

Neeva apretó un pie contra la mandíbula e hizo palanca con la lanza; cuando las pinzas empezaron a abrirse poco a poco, Yarig soltó su arma y comenzó a tirar de Rikus para sacarlo. Las púas, clavadas todavía en el abdomen del mul, empezaron a desgarrar el estómago del gladiador.

—¡Aguarda! —indicó Sadira, posando una de sus suaves manos sobre el brazo del enano—. Neeva tiene que abrir un poco más las pinzas.

—No puedo —declaró la otra con voz tensa.

—¿Qué le estáis haciendo al gaj? —exigió Boaz desde la plataforma—. ¡Deteneos! No le hagáis más daño.

Los guardas avanzaron con desgana en dirección a la soga que pendía sobre el foso y empezaron a repetir las órdenes de su señor de que dejaran en paz al gaj, pero ninguno de ellos dio un paso más para hacerlas cumplir. Su indecisión no sorprendió a Sadira. Su destreza para la lucha no podía equipararse a la de los gladiadores, y ninguno de ellos se sentía ansioso por ser el primero en utilizar la fuerza contra los esclavos.

Yarig recuperó su lanza y la colocó entre las pinzas, junto a la de Neeva. Con la ayuda del poderío muscular del enano, la mandíbula se abrió lo suficiente como para que las púas soltaran el estómago de Rikus, y la sangre empezó a manar de las heridas.

Sadira agarró los gruesos hombros del gladiador y tiró de él, pero el mul resultaba demasiado pesado para sus fuerzas.

—¡Anezka, ayúdame!

La halfling se acercó despacio y tomó uno de los brazos de Rikus; entre las dos consiguieron arrancarlo de las pinzas.

Una vez que el inconsciente mul quedó libre, Neeva y Yarig soltaron las armas y dejaron que las pinzas volvieran a cerrarse. Sujetándolo entre ambos por los brazos, empezaron a arrastrar a Rikus en dirección al extremo del foso de combate. Sadira y Anezka los siguieron unos pasos más atrás, sin dejar de vigilar por encima del hombro a la aturdida criatura, en busca de indicios de que empezaba a recuperarse.

Cuando llegaron junto al muro, los tentáculos del gaj empezaban ya a agitarse. Yarig agarró la cuerda y empezó a trepar. Boaz lo esperaba arriba.

—Debería dejaros ahí abajo para que el gaj acabara con vosotros —siseó el entrenador.

—Entonces tendríamos que matarlo —se limitó a responder Yarig, deteniéndose al final de la cuerda—. ¿Vuelvo a bajar?

Boaz contempló al obstinado enano durante unos instantes, enojado ante su propia incertidumbre, pero acabó por hacerse a un lado.

—No. Ya se me ocurrirá un castigo más apropiado para vuestra desobediencia.

Cuando Yarig hubo trepado fuera del foso, Neeva levantó a Rikus y lo alzó todo lo que pudo. Yarig se volvió y, tendiéndose sobre el estómago, extendió los brazos para coger al mul, pero éstos eran demasiado cortos para cubrir la distancia que los separaba. Fue Anezka quien solucionó el problema, trepando hasta la mitad de la cuerda y alzando los pesados brazos de Rikus hasta su compañero.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Yarig, tirando con fuerza del mul para subirlo a la plataforma, mientras Neeva empujaba desde abajo.

Detrás de Sadira, en el centro del foso, el gaj hizo chasquear las pinzas y partió las abandonadas lanzas con una serie de agudos crujidos.

Neeva lanzó un gruñido e impulsó a Rikus por encima de su cabeza. Yarig aprovechó la oportunidad para ponerse en cuclillas y tiró del mul con renovada energía hasta llevarlo a la plataforma. Anezka no perdió un segundo y trepó rápidamente por el resto de la cuerda hasta aquélla. Sadira volvió la cabeza atemorizada. El gaj se había puesto en pie y apuntaba los peludos tentáculos en dirección al grupo.

—¡Hemos de darnos prisa! —gritó Sadira—. ¡Está despierto!

Apenas si había acabado de hablar cuando un par de poderosas manos la cogieron por la cintura y, antes de que la semielfa se diera cuenta de lo que sucedía, Neeva ya la había pasado a Yarig, quien la alzó sin el menor esfuerzo.

En cuanto Yarig la depositó en la plataforma, Sadira se volvió para mirar el foso. El gaj se deslizaba velozmente por el arenoso suelo y se encontraba ya a medio camino del muro. Neeva dio un salto en el aire y se agarró a la cuerda, pero Sadira dudó que la mujer tuviera tiempo de llegar arriba antes de que la criatura la alcanzara.

Puesto que ya había descubierto su condición de hechicera, Sadira decidió que ya nada podía perder si utilizaba de nuevo la magia para salvar ahora a la compañera de Rikus. Así pues, extendió los brazos en dirección al gaj y empezó a recitar un conjuro, preparándose para lanzar un rayo de energía mágica contra la cabeza del animal.

Pero, justo antes de que pudiera lanzar el hechizo, Boaz gritó:

—¡Detenedla!

Y el mango de la lanza de un guarda fue a estrellarse contra el antebrazo de Sadira, desviando el ataque. Un chorro de energía dorada surgió centelleante de las puntas de sus dedos y estalló en el interior del foso, a la izquierda del gaj. Una columna de arena se alzó unos nueve metros en el aire.

El gaj hizo caso omiso de la explosión y siguió adelante con su ataque, chasqueando las mandíbulas y agitando enojado las antenas. Una de las manos de Neeva coronó la pared, y Yarig le sujetó el brazo.

En cuanto el gaj llegó al extremo del foso, levantó la parte frontal del caparazón y empezó a arañar la parte inferior del muro en un inútil intento de ir tras la mujer. La cabeza de la criatura se encontraba sólo a unos metros de los tobillos de Neeva, cuando la otra mano de ésta alcanzó también el borde de la pared, y la gladiadora empezó a alzarse fuera del foso.

El gaj lanzó entonces al frente uno de los tentáculos y lo arrolló a la pantorrilla desnuda de Neeva. La luchadora lanzó un grito de dolor y sorpresa. Sus dedos resbalaron de la pared, pero Yarig la agarró por el brazo y la sujetó con fuerza. Neeva volvió a aferrarse al borde con la otra mano y, sin dejar de aullar de dolor, intentó subirse a la pared.

La cerdosa antena de la criatura permaneció en torno a la pantorrilla, negándose a soltar su presa. Neeva tiró de la pierna hacia arriba, retorciéndola con violencia, hasta que, de improviso, el pedúnculo se separó de la cabeza del gaj con un sonoro chasquido. El animal emitió un chillido desgarrador, para después retirarse apresuradamente. A unos cuantos metros de la pared, la criatura encogió las piernas y la cabeza, y hundió a toda prisa el caparazón sobre la arena.

—¡Sacádmelo! —aulló Neeva, revolcándose en el suelo. Intentó alcanzar el tentáculo enrollado en su pierna, pero el intenso dolor hacía que piernas y manos se agitaran en terribles espasmos.

Sadira se inclinó para ayudarla, pero se encontró con la afilada punta de la lanza de un guarda.

—No intentes moverte —amenazó el hombre.

Sin hacer caso de la amenaza del guarda a la pinche de cocina, Yarig intentó ir en auxilio de Neeva, pero Boaz se interpuso entre él y la aullante mujer.

—No te he dado permiso para que le prestaras ayuda —dijo.

El enano le dedicó una mueca e intentó esquivar al entrenador, pero un guarda se lanzó hacia adelante y presionó la punta de su lanza contra las costillas de Yarig.

Mientras Neeva seguía revolcándose y chillando, Boaz volvió la vista hacia los hombres que rodeaban a Rikus, tendido aún boca abajo sobre la plataforma.

—¿Está muerto el mul?

Uno de los guardas movió la cabeza negativamente.

—Respira, pero eso es todo.

—Entonces ¡Intentad mantenerlo vivo! —ordenó Boaz—. No podemos dejar que nuestro campeón muera mientras duerme. A lord Tithian no le gustaría.

El guarda asintió y se dedicó a vendar las heridas del mul. A pocos metros de distancia, Neeva continuaba aullando de dolor, pero nadie fue en su ayuda.

Boaz dirigió entonces la mirada hacia Sadira.

—¿Qué vamos a hacer contigo, mi embrujadora jovencita? Estoy seguro de que ya sabes que el castigo por practicar la magia es la muerte.

La ayudante de cocina sostuvo con firmeza la mirada del entrenador, a pesar de que el corazón le latía aterrorizado.

—Lord Tithian querrá sin duda interrogarme antes de que me maten —repuso. Fingiendo una seguridad que estaba muy lejos de sentir, obligó a sus voluptuosos labios a exhibir una sonrisa—. Pero me parece que eso no resultará muy agradable para ti. Después de todo, lord Tithian no se sentirá muy feliz cuando se entere de que enviaste a su mejor gladiador a luchar contra el gaj armado tan sólo con un par de bastones silbadores.

—Así pues, ¿debo olvidar lo que vi? —inquirió Boaz, respondiendo a la sonrisa de Sadira con una mueca llena de cinismo.

—Eso te beneficiaría —respondió ella, cuidando de mantener un tono calmado.

—Nada tengo que temer de Tithian —declaró Boaz—. Para él, el mul no es más que otro esclavo.

Mientras el entrenador la estudiaba con la mirada, Sadira buscó cualquier señal de las dudas que esperaba estuviera sintiendo Boaz. Sólo su expresión concentrada le dio motivos para pensar que había tenido éxito. A pesar de lo que había afirmado el entrenador, Tithian se sentiría realmente molesto si se enteraba de como había sido herido Rikus, y Boaz sabía que la historia saldría a la superficie si entregaba a Sadira a su señor para que la interrogase.

—Quizá debería matarte ahora —gruñó Boaz—. Siempre podría arrojarte al gaj.

—Eso debes decidirlo tú —replicó Sadira con valentía—. Pero eso robaría a lord Tithian la oportunidad de interrogarme, y, más tarde o más temprano, se enteraría de que yo había utilizado magia. Aunque tus guardas no hablen, estoy segura de que estos gladiadores sí lo harán. ¿O es que también los matarás a todos ellos?

Mientras el entrenador consideraba su próxima respuesta, Neeva consiguió por fin arrancar la antena del gaj de su pierna y la arrojó al interior del foso. Sus angustiados gritos se transformaron en un gemido. La repentina calma pareció inspirar a Boaz.

El semielfo sonrió a Sadira apretando los labios.

—Tendré en cuenta tu consejo. —Deslizó la mirada de la esclava al guarda situado junto a ésta, cuya lanza estaba apoyada ahora contra la garganta de la joven—. Enciérrala en el Agujero.

Sadira se encogió sobre sí misma, acobardada. El Agujero era un viejo almacén con docenas de pequeños silos abiertos en el suelo. Se trataba del castigo favorito de Boaz. La muchacha no sabía a ciencia cierta qué horrores se ocultaban en el Agujero, pero existían muchos, muchísimos rumores. Lo que Sadira sí sabía con certeza era que ningún esclavo sobrevivía en el Agujero más de cinco días.

El guarda tomó a la joven por el brazo. Mientras se la llevaba de allí, la semielfa dirigió una última mirada a Rikus. Ahora eran dos los guardas que cuidaban de él. Habían hecho jirones la capa del mul y vendado su estómago con ellos, pero la sangre seguía rezumando por debajo de los vendajes a una velocidad alarmante. Sin embargo, Sadira se sintió contenta de ver manar sangre, pues era la única señal de vida que se apreciaba en la inerte figura del mul.

Boaz hizo una señal al guarda que sujetaba a Sadira.

—Ocúpate de que esté atada y amordazada.

Esta última orden hizo que el corazón de Sadira diera un vuelco. Amordazada y con las manos atadas, no podía utilizar su magia. Resultaría imposible realizar los gestos ni pronunciar los conjuros de los hechizos que necesitaría para escapar.

El guarda asintió y apoyó la lanza en la espalda de Sadira.

—Ya sabes adónde vamos.

Seguida por el guarda, Sadira atravesó la plataforma hasta llegar a un corto tramo de escaleras. Justo enfrente de ellos había una docena de edificios achaparrados de paredes de ladrillos pardos hechos de barro, y techos cubiertos con pieles de animales. Por entre los edificios se movían, arrastrando los pies, un puñado de esclavos demacrados. Llevaban cubos de agua y comida a las celdas habitadas por los gladiadores de Tithian y, más importante aún, a los corrales que contenían los exóticos animales que sus cazadores habían capturado para los juegos del zigurat.

Detrás de los edificios se encontraba la muralla del recinto, una barricada de unos seis metros de altura hecha de ladrillos de barro, coronados por puntiagudos pedazos de obsidiana. En cada esquina de la muralla se alzaba una elevada torre de techo plano. Unas pieles recubiertas de escamas cubrían los techos de estas torres.

Una pareja de centinelas montaba guardia en cada una de las cuatro torres. No llevaban armadura, pues cualquiera que fuera cubierto de atavíos tan pesados no tardaría en desmayarse bajo el abrasador calor de un día athasiano, pero cada centinela iba armado con una ballesta, una pequeña cantidad de saetas de punta metálica, y una daga de acero.

Sadira sabía que las armas de acero eran más para intimidar que para ser utilizadas. En Athas, el metal era más precioso que el agua y tan escaso como la lluvia. Tyr era única entre las ciudades-estado de Athas por poseer el control de una mina de hierro todavía en explotación. Las demás ciudades, por su parte, tenían que depender de aguerridas bandas de rescatadores para conseguir metal. Estos audaces grupos de aventureros se dedicaban a buscar perdidos arsenales y cámaras del tesoro entre las antiguas ruinas enterradas por doquier bajo las arenas del desierto.

Que Tithian confiara a los guardas de las torres armas de metal era señal de la increíble fortuna de que era poseedor el sumo templario. Incluso en Tyr, donde el hierro abundaba, una saeta de metal resultaba más cara que un saludable esclavo de granja, y las dagas valían tanto como un buen gladiador.

El guarda que acompañaba a Sadira la golpeó en la espalda con la punta de obsidiana de la lanza.

—Deja de perder el tiempo.

Resistiendo al impulso de realizar un conjuro allí mismo, la semielfa descendió los peldaños que conducían a la plataforma del foso. En esos momentos, Boaz y los otros guardas reaccionarían con rapidez al menor indicio de problemas, y Sadira sabía muy bien que no podía luchar contra media docena de guardas. Tendría que aguardar el momento oportuno; entonces el sigilo la ayudaría a conseguir escapar.

Sadira se dirigió hasta el Agujero, un pequeño edificio situado en el extremo más lejano del recinto. Allí un guardián la amordazó con un mugriento pedazo de tela y le ató las manos a la espalda con unas ligaduras que le cortaron la piel; luego la entregaron a un par de centinelas que estaban a cargo del Agujero, quienes la empujaron al interior. Nada más descender un tramo de escalones de piedra, la embargó el malsano hedor de la basura y el sudor humano. Se sintió a punto de vomitar, y casi se asfixió con la mordaza que le tapaba la boca.

Riéndose de su situación, los guardas la tomaron por los brazos y la arrastraron hacia adelante. Los rayos del rojo sol penetraban por el tejado de piel, iluminando el interior con un resplandor rojizo que hacía que el lugar pareciera todavía más perverso y repugnante.

El suelo de la cabaña era de piedra y estaba cubierto por pesadas losas de roca. Los guardas condujeron a Sadira al otro extremo de la habitación, y una vez allí empujaron a un lado una de las losas de piedra. Un siseo apagado, no muy diferente del susurro de la brisa, surgió del silo situado a sus pies. La celda estaba tan oscura como la obsidiana, pero Sadira pudo ver lo que sucedía allá abajo con la misma claridad que si hubiera estado iluminado por una antorcha. De sus antepasados elfos había heredado la infravisión, la habilidad de ver el calor ambiental cuando no existía otra fuente de luz.

El frío azul de las paredes de ladrillo del silo le permitió advertir a Sadira que se trataba de un agujero de algo menos de ochenta centímetros de diámetro y unos tres metros de profundidad. Había el espacio justo para permanecer de pie, pero no para sentarse o tumbarse.

La celda estaba ocupada de arriba abajo por la gasa verde de una sedosa telaraña, por la que se deslizaban docenas, quizá cientos, de reptiles rosados, que eran quienes producían el apagado murmullo al frotar las flexibles escamas contra la seda, las paredes, o entre sí. Eran casi tan largos como los dedos de la joven, con cuerpos blandos y tubulares, cabezas triangulares, diminutas orejas cuadradas, y ojos compuestos parecidos a los de un insecto. No estaba muy segura de si considerarlos lagartos o serpientes, ya que poseían unas patas minúsculas en la parte delantera del cuerpo, pero no en la posterior.

Uno de los guardas sujetó a Sadira por los sobacos y la balanceó sobre el pozo. La semielfa gimió asustada y apretó los pies contra los bordes del agujero. Sabía que era inútil luchar, pero la idea de verse arrojada a la hormigueante masa de allí abajo la llenaba de repulsión.

El compañero del que la sujetaba apartó a patadas los pies de la esclava de los extremos del pozo, y el que la tenía cogida la dejó caer. Sadira cayó en picado a través de la telaraña, arrastrando en su caída una lluvia de cuerpos viscosos e hilos pegajosos. Cuando golpeó contra el fondo, las rodillas se le doblaron y un hombro se estrelló contra el muro de ladrillo. Un dolor punzante se apoderó de sus tobillos y rodillas, y perdió toda sensibilidad en el brazo izquierdo. Se encontraba encajada en el estrecho silo con las posaderas apoyadas en los talones.

Escamosas tiras de carne empezaron a correr por sus piernas desnudas, sus hombros e incluso por su espalda. Sadira lanzó un grito ahogado de repugnancia y se puso en pie con un esfuerzo que provocó nuevas oleadas de dolor en sus tobillos y rodillas.

En la boca del silo, los dos guardas lanzaron una risita y volvieron a colocar la losa de piedra.

Sadira quedó sola en la celda, excepto por la presencia de las repulsivas criaturas que frotaban sus escamas contra su cuerpo y la golpeaban con sus rasposas lenguas. No estaba muy segura de si aquellas demostraciones eran una bienvenida a la colonia o simplemente se dedicaban a probar el sabor de la última captura de la telaraña. La hechicera se consoló con el pensamiento de que el mayor peligro que planteaban los reptiles era el de volverla loca. Dudaba que Boaz tolerase la existencia de aquellas criaturas si reducían el tormento de sus víctimas matándolas.

La joven semielfa no perdió mucho tiempo dejándose llevar por el miedo o lamentando su destino, pues sabía que éstas eran las reacciones que Boaz deseaba. Puesto que había nacido ya siendo esclava, Sadira había comprendido hacía tiempo que, aunque sus amos podían utilizar amenazas y violencia para esclavizarla físicamente, no podían controlar su mente ni sus emociones a menos que ella se lo permitiera. Mientras permaneciera firme y se negara a aceptar el derecho de aquellas personas a someterla, sería libre, aunque sólo fuera espiritualmente. Claro está que la libertad espiritual era un pobre sustituto de la auténtica, pero al menos mantenía viva la esperanza.

La hechicera había visto a demasiada gente renunciar a este último ápice de dignidad. La propia madre de Sadira, una humana de cabellos ambarinos llamada Barakah, había muerto pidiendo disculpas a su hija por los «crímenes» cometidos, crímenes que habían dado como resultado el que Sadira naciera esclava. De todos modos, la joven jamás consideró que las acciones de su madre hubieran sido crímenes.

Por lo que la semielfa había conseguido averiguar, de joven, su madre se había ganado la vida gracias a una de las pocas ocupaciones prohibidas en Tyr. El rey Kalak había declarado ilegal vender o comprar elementos mágicos, y, como es natural, ello dio origen a que en el conocido mercado elfo surgiera un próspero comercio en pieles de camaleón, goma arábiga, polvo de mica, estómagos de culebra, y otros artículos difíciles de adquirir. Barakah se ganaba la vida como recadera entre la Alianza del Velo y los poco fiables contrabandistas elfos, pero cometió el error de enamorarse de un infame granuja elfo llamado Faenaeyon.

Poco después de la concepción de Sadira, los templarios habían realizado una incursión en la destartalada tienda en que Faenaeyon vivía y realizaba sus transacciones. Este consiguió escapar y huyó al desierto, pero a la embarazada Barakah la capturaron y vendieron como esclava. La reacción de Faenaeyon fue desentenderse de su amante y del hijo que llevaba en su vientre, sin hacer el menor esfuerzo por comprar su libertad o ayudarlos a escapar. Pocos meses más tarde, nacía Sadira en los fosos de los gladiadores de Tithian, y allí era donde se había criado.

Pero no era allí donde pensaba morir. Sadira concedió a los guardas unos cuantos minutos para que salieran, y luego se dedicó a la ardua tarea de intentar escapar. La mordaza resultó bastante fácil de quitar. La joven simplemente ladeó la cabeza y restregó la barbilla contra el hombro varias veces. El pedazo de tela que le rodeaba la boca se deslizó más abajo de la barbilla hasta reposar sobre los hombros y pudo escupir la bola de algodón que le habían introducido en la boca.

El paso siguiente fue intentar liberar las manos. De no habérselas atado a la espalda, habría sido una tarea muy simple roer las ataduras hasta poder romperlas; pero, para hacerlo ahora, primero tenía que conseguir llevar las manos al frente. Trató de deslizar las manos atadas por debajo de las piernas, pero sus brazos eran demasiado cortos. Sólo consiguió que le doliera más el ya dolorido hombro.

Comprendiendo que el reducido espacio en el que se encontraba no le permitiría jamás realizar esta maniobra, empezó a mover las muñecas en sentido contrario, arriba y abajo. Con el tiempo —y sospechaba que disponía de grandes cantidades de él— quizá conseguiría aflojar el nudo o tensar la cuerda lo suficiente para poder soltar una mano.

El repetitivo movimiento atrajo la atención de los reptiles. En cuestión de segundos, Sadira se vio cubierta de los viscosos animalillos desde los codos hasta los pies. Se retorcían sobre sus brazos presas de creciente excitación, con un roce de escamas que parecía el susurro de una brisa. La semielfa hizo caso omiso de ellos y continuó moviendo las manos.

De improviso, Sadira sintió una aguda punzada en el pliegue del codo, y, cuando notó que un hilillo de algo húmedo y caliente le corría por el brazo, se dio cuenta de que una de las criaturas la había mordido. Docenas de minúsculas lenguas rasposas se pusieron a lamer la sangre, y a poco sintió otra punzada en la parte exterior del antebrazo. Ambas heridas sangraban más abundantemente de lo que habrían debido, y la excitación de aquella especie de lagartijas aumentó, llenando el silo con un suave y continuado zumbido. La muchacha empezó a temer que sus esfuerzos por liberarse estuvieran conduciendo a los reptiles a un frenesí alimentario.

Con un gran esfuerzo para dejar de lado su creciente repugnancia, Sadira continuó trabajando en el cuero de las ataduras. Consideró la posibilidad de utilizar a los lagartos para sus propósitos intentando conseguir que royeran las ligaduras. Por desgracia, los reptiles parecían más interesados en lamer sangre que en roer cuero.

Las muñecas no tardaron en escocerle allí donde las ataduras cortaban la carne, y una cantidad aún mayor de sangre caliente empezó a correr por sus manos. Los diminutos reptiles corrieron en tropel hacia el nuevo suministro de alimento. Unos cuantos incluso osaron introducirse en la estrecha hendidura que quedaba entre sus manos atadas. Llena de repugnancia, lanzó un gemido y, apretando las palmas una contra la otra, logró aplastar a un par de las repulsivas criaturas, cuyos cuerpos estallaron con un blando chasquido. Una especie de baba fría le cubrió las manos.

Al advertir lo resbaladiza que era aquella porquería, Sadira se dijo que le sería útil para liberar las manos. Así pues, los siguientes minutos los pasó restregando arriba y abajo las doloridas muñecas, y, a medida que éstas sangraban, permitía que más de aquellas criaturas se introdujeran entre las manos para irlas aplastando gradualmente. De vez en cuando, trataba de liberar una mano pero se encontraba con que las ligaduras seguían sin ceder. Los reptiles, entretanto, continuaban mordisqueándole los brazos y lamiendo las heridas alrededor de las tiras de cuero. Asqueada, aplastó varios de ellos contra la pared con el antebrazo. Muy pronto, tanto sus manos como sus brazos estuvieron empapados de una mezcla de su propia sangre caliente y las frías entrañas de las criaturas.

Sadira volvió a intentar soltar una mano. Esta vez, la mano izquierda se deslizó fuera del lazo. El breve grito de alegría resonó en las paredes de ladrillo del silo, pero dudó que lo hubieran oído en el exterior. La semielfa pasó inmediatamente las manos delante y se sacudió los reptiles de los brazos ensangrentados. A falta de otra cosa mejor, se limpió las manos como pudo en la bata que llevaba, para luego dedicarse a ir sacando los reptiles enredados entre sus cabellos. No se molestó en ocuparse de las criaturas que le corrían por las piernas, puesto que eran demasiado numerosas y ninguna parecía estar ocupada en morderla.

Por fin Sadira estuvo lista para lanzar el primer conjuro de su huida. En lugar de dirigir la palma de la mano hacia el suelo para llamar a la energía que necesitaba, la hechicera la dirigió a la pared. Puesto que ya se hallaba bajo tierra, no había necesidad de sacar la energía de abajo antes de conducirla hasta ella.

En cuanto sintió cómo la energía penetraba en su cuerpo, Sadira tomó una pequeña porción de tela de araña de la pared, hizo una bola con ella y se la colocó bajo la lengua. Luego pronunció un conjuro. Cuando la bola de tela de araña desapareció de su boca, supo que el conjuro había funcionado y que podría trepar por las paredes con la misma facilidad que los reptiles. La joven semielfa posó las yemas de los dedos sobre la pared y se impulsó hacia arriba. Su cuerpo se levantó del suelo como si fuera tan ligero como un hilo de seda.

La hechicera ascendió rápidamente hasta la parte superior del silo, produciendo un nítido siseo con cada movimiento. Aunque las rodillas y los hombros le dolían de una forma terrible a causa de la caída en la celda, su cuerpo parecía tan ligero que su peso no le suponía un esfuerzo excesivo.

Una vez en la parte superior de la exigua cárcel, Sadira se detuvo para coger algunos reptiles de sus piernas, y luego se sacudió el resto. Colgada de la pared con la misma facilidad que si estuviera subida a una escalera, reunió la energía necesaria para un nuevo conjuro, aspiró con fuerza y empezó a empujar la losa que cubría el silo. No intentaba deslizarla a un lado. Más bien, la hechicera esperaba tan sólo atraer la atención de los guardas y convencerlos para que investigaran la procedencia del sonido.

No tuvo que aguardar mucho. En pocos segundos, la losa se desplazó a un lado y una rendija de luz rojiza apareció sobre su cabeza. Retrocedió un poco pared abajo y esperó a que la puerta se abriera del todo.

Lo primero que hizo su aparición en la creciente medialuna de luz fue la punta de obsidiana de una lanza. Aunque la luz le hería los ojos, la joven se obligó a no desviar la cabeza, y, cuando la vaga silueta de un guarda tomó cuerpo al otro extremo de la lanza, Sadira levantó hacia el hombre los reptiles que se había arrancado de las piernas, y lanzó su conjuro.

Lo terminó con un comentario dirigido a su víctima.

—Piensa en esto la próxima vez que arrojes a una muchachita aquí abajo.

Cuando liberó el hechizo, los convulsionados reptiles que sostenía se transformaron en tentáculos que se retorcían en el aire, cada uno de tres metros de longitud y tan negros como el silo del que surgían. Como oscuros relámpagos, los tentáculos saltaron de la mano de Sadira en dirección al rostro del guardián. Este soltó la lanza y emitió un alarido de terror, pero las negras cintas cortaron en seco el grito al arrollarse alrededor de su rostro y cuello. El hombre retrocedió tambaleante, entre boqueadas, intentando enloquecido arrancar aquellas cosas que le oprimían la garganta.

Si su mentor de la Alianza, un irascible anciano de nombre Ktandeo, la hubiera visto utilizar este hechizo, seguramente no lo habría aprobado, pues le tenía prohibido aprender o utilizar magia tan potente. Aquel tipo de hechizo requería la absorción de energía de un radio muy amplio; si el radio era demasiado pequeño, el follaje utilizado por el conjuro moriría. Ktandeo consideraba que la joven semielfa no dominaba todavía su arte lo suficiente para intentar tales proezas. Sadira opinaba muy diferente, de modo que, durante su última visita clandestina, había copiado en secreto el conjuro, junto con varios otros, del libro de hechizos del anciano. En esos momentos, se alegraba de haberlo hecho.

La hechicera se encaramó por la pared del pozo. Un segundo guarda sacó la cabeza por el borde del silo, empuñando una afilada daga. No había tiempo para lanzar un nuevo hechizo; así pues, Sadira extendió la mano y lo agarró por el cuello del uniforme.

—Ven aquí —dijo, tirando con todas sus fuerzas de la camisa del hombre—. Hay algo aquí abajo que deberías ver.

El sorprendido guarda cayó hacia adelante, levantando el puñal para clavarlo en el brazo de Sadira. La muchacha lo soltó rápidamente y apartó el brazo de la zona de peligro, pero el contraataque no sirvió de mucho al hombre. Se encontraba ya tan inclinado hacia adelante que le fue imposible recuperar el equilibrio; lanzó un grito de alarma, y el puñal chocó contra el suelo. El guarda mismo no tardó en seguirlo, cayendo de cabeza a la oscuridad del pozo, mientras intentaba denodadamente asirse a los ladrillos en un inútil esfuerzo por detener la caída. Segundos más tarde, se estrellaba contra el fondo. El fuerte golpe y la serie de rápidos crujidos que sonaron en la base del silo informaron a Sadira que ya no tendría que volver a preocuparse de aquel guarda en concreto.

La joven trepó fuera del pozo y recogió la lanza que había soltado el primer centinela. Este seguía luchando con los tentáculos mágicos arrollados a su rostro. Aunque el hombre no se encontraba precisamente en situación de impedirle la huida, Sadira se colocó junto a él y apoyó la punta de la lanza contra sus costillas.

—Esto es por todos los esclavos que no consiguieron salir —dijo, apretando con más fuerza.

El guardián dejó de luchar y volvió la cabeza cubierta de tentáculos hacia ella.

—¡No! ¡Por favor! —jadeó, sin apenas poder articular las palabras—. Ten… tengo… hijos…

—También los tenía mi madre —respondió Sadira.

Apretó todo su peso contra la lanza y empujó la punta hasta clavarla en el corazón del hombre. Un breve grito de dolor surgió de los labios de éste y su cuerpo se estremeció; al cabo de un instante, se derrumbaba sin vida. Un chorro de sangre empezó a manar de la herida.

Tras quitar al cadáver del guarda la daga y el cinturón, Sadira arrastró el cuerpo hasta el silo, y lo arrojó sobre el de su compañero sin molestarse en retirar la lanza de su corazón ni los tentáculos de su cabeza. Mientras empujaba la losa de madera sobre el agujero del pozo, sus pensamientos estaban ya puestos en la fase siguiente de su huida.

La muchacha se sujetó la daga y el cinturón del guarda alrededor de la delgada cintura; luego tomó de sus ropas unos cuantos hilillos sueltos de la telaraña de los reptiles. Tras formar una bolita con estas hebras, se arrancó una pestaña y la introdujo en la sedosa esfera. Colocando la palma de la mano en dirección al suelo, absorbió la energía necesaria para un nuevo encantamiento; esta vez, mientras pronunciaba las palabras del conjuro, la hechicera hizo rodar la bolita muy despacio entre los dedos.

La telaraña y la pestaña desaparecieron. La joven semielfa levantó la mano y la agitó frente a sus ojos. Al igual que el resto del cuerpo, la mano se había vuelto invisible.

Sadira se apresuró a abandonar el Agujero. No disponía de mucho tiempo antes de que el hechizo se desvaneciera, y, en ese poco tiempo, la muchacha tenía que deslizarse en su celda de ladrillos de barro y recoger su libro de hechizos de debajo de la losa suelta en la que lo ocultaba. Hecho esto, abandonaría la hacienda atravesando las puertas, pasando bajo las mismísimas narices de los guardas encargados de mantenerlos a ella y a los otros esclavos dentro del recinto. Esperaba estar bien lejos de los muros de los pozos de gladiadores de lord Tithian cuando se desvaneciera el efecto de su magia.

Aunque le habría gustado comprobar el estado en que se encontraba Rikus, sabía que tal acción implicaba demasiados riesgos, pues sin duda estaría rodeado de guardas y médicos. Tendría que confiar en la resistencia natural del mul y confiar en que sobreviviera el tiempo suficiente para que ella pudiera enviarle ayuda procedente de la Alianza del Velo.