4: La ciudad de Tyr

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La ciudad de Tyr

Mientras se acercaba a las oxidadas puertas blindadas de Tyr, Sadira no apartaba la cautelosa mirada del templario situado tras la acostumbrada pareja de guardas semigigantes. Llevaba la sotana negra oficial de los burócratas del rey, pero incluso a la débil luz del crepúsculo la joven distinguía el destello del colgante metálico que pendía de su cuello. La joya daba a entender que se trataba de un hombre de considerable rango, pues los templarios corrientes no podrían haberse permitido poseer tanto metal.

Sin reducir la marcha en dirección a la ciudad, la hechicera examinó la zona situada justo en la parte exterior de las puertas, en busca de cualquier cosa que explicara la presencia del templario. Por lo que sabía de Tyr, no era normal que un oficial de alta graduación asumiera la rutinaria tarea de supervisar a los centinelas de la puerta.

En uno de los márgenes de la carretera, treinta mozos de cuerda descargaban una carraca[1] de madera, uno de los carromatos fortificados utilizados por los mercaderes para acarrear cargamentos a través de los inmensos desiertos de Athas. El carro era demasiado grande para poder maniobrar por las calles de Tyr, de modo que tenían que descargarlo fuera de las puertas de la ciudad.

Los dos mekillots que arrastraban la carreta seguían sujetos a los arneses. Estos reptiles, casi tan largos como el mismo carromato, poseían unos gigantescos cuerpos semejantes a montículos cubiertos por un grueso caparazón que les servía a la vez de armadura y de sombra protectora. Sadira puso una buena distancia entre ella y las descomunales bestias, pues éstas eran famosas por proyectar al exterior sin previo aviso sus largas lenguas y tomarse como tentempié a transeúntes imprudentes.

El otro margen de la carretera estaba libre de carromatos y de cualquier otro tipo de caravanas. Existía una amplia parcela de terreno polvoriento donde las carretas aguardaban a que les llegara el turno de ser cargadas o descargadas, pero ahora se encontraba vacío. Más allá de este terreno yermo, docenas de esclavos famélicos se dedicaban a esparcir los residuos procedentes de las alcantarillas de la ciudad sobre uno de los campos del rey. Con las manos desnudas, arrojaban puñados de aquel sedimento maloliente sobre las azules arzollas, o lo amontonaban alrededor de los tallos de los dorados zumaques que salpicaban el terreno, mientras sus enlutados capataces los azotaban sin compasión con látigos de nueve colas.

Después de que su furtiva investigación de la zona de las puertas no revelara una razón para la insólita presencia allí del templario, Sadira se echó sobre la espalda el enorme fardo de pedazos de madera y continuó la marcha con el mismo paso lento que hasta entonces. Aunque el templario le ponía nerviosa, no veía otra elección que seguir avanzando despacio y confiar en que su presencia no tuviera nada que ver con ella. Dar la vuelta ahora habría atraído excesiva atención y, además, estaba demasiado cansada y sedienta para pasar la noche en el desierto.

Tras la huida del Agujero, Sadira había recogido su libro de conjuros y escapado del recinto de Tithian utilizando su invisivilidad para cruzar la puerta principal sin que la vieran. El hechizo duró el tiempo suficiente para permitirle llegar a un grupo de rocas más allá de los límites de las tierras del sumo templario. Una vez allí, recogió el enorme fardo de pedazos de madera que ahora llevaba a la espalda, guardó el libro de conjuros en un morral que se colgó del hombro, y se puso una túnica deshilachada sobre la corta bata para intentar llamar la atención lo menos posible. Hecho esto, se dirigió a la carretera y se encaminó a Tyr con el paso lento y mesurado de una esclava leal que ha pasado la mañana registrando el campo en busca de mangos de madera para las herramientas de su amo.

El viaje resultó tan tranquilo como los otros viajes que Sadira realizaba periódicamente para visitar a su contacto en la Alianza del Velo, excepto que la carretera había estado más vacía de lo usual por tratarse de las primeras horas de la tarde, el momento más caluroso del día. Ahora, mientras se acercaba a la entrada oriental, el sol se hundía ya tras los quemados picos que se alzaban por el oeste. Llameantes filamentos de color fucsia y borgoña se desplegaban por el horizonte, y el atardecer arrojaba sus sombras púrpura sobre las ocres murallas de la ciudad.

En el centro de Tyr, el sol poniente depositaba un resplandor escarlata sobre la arrogante Torre Dorada, y hacía que el minarete pareciera bañado en sangre. Cerca del palacio se elevaba la mole del zigurat, su parte central ennegrecida por las sombras del crepúsculo. Bajo la luz cegadora que destacaba sus contornos, Sadira vislumbró miles de siluetas diminutas corriendo de un lado a otro por la enorme estructura, y comprendió que los esclavos de Kalak seguían trabajando.

Considerándose afortunada por no estar entre ellos, la muchacha se encorvó un poco más bajo la carga de maderos; clavó los ojos en la polvorienta carretera y penetró en la lóbrega entrada, con la esperanza de que, si no prestaba atención a los centinelas de la puerta ni a su supervisor, éstos tampoco le prestarían atención a ella.

Un medio gigante le cortó el paso, y Sadira se encontró cara a cara con un par de pies peludos calzados con sandalias. Durante un instante, la muchacha permaneció inmóvil, estudiando los enormes dedos de uñas negras del guarda, mientras repasaba mentalmente todos los conjuros que conocía, intentando decidir cuál resultaría más útil en esta situación.

Al ver que el guardián no se apartaba, Sadira alzó los ojos despacio. Aunque no particularmente musculosos, cada uno de los muslos del semigigante eran tan gruesos como el tronco de un árbol y probablemente más pesados. Sobre el voluminoso estómago, que era sólido y poderoso a pesar de su aspecto, el centinela llevaba una túnica púrpura blasonada con la estrella dorada de Kalak. Entre los brazos, apoyado sobre este mismo estómago, sostenía un formidable garrote de hueso pulido, que quedaba más o menos a la altura de los ojos de la joven semielfa.

Dejando sobre el suelo la carga de pedazos de leña, Sadira echó la cabeza hacia atrás y miró a lo alto. Los hombros del semigigante medían tanto de ancho como ella de altura. Sobre el grueso cuello reposaba una cabeza enorme de mandíbulas entreabiertas y abultados ojos tristones.

—¿Sí, Hombre Montaña? —inquirió la muchacha, dedicándole una sonrisa encantadora.

En lugar de responder, el semigigante miró en dirección al templario. Pese a que los ojos de Sadira permanecieron fijos en el guarda, su mente se concentró en el burócrata que montaba guardia a un lado del camino. Se trataba de un hombre corpulento de cabellos pajizos, mejillas protuberantes y labios tirantes y apretados. Los ojos enrojecidos del hombre estudiaban a la semielfa con expresión despreocupada y autoritaria. La hermosa hechicera se dijo al momento que se trataba de un hombre solitario y amargado, justamente la clase de persona que podía ser presa de sus encantos.

—Pregunta a la chica a quién pertenece —ordenó el templario con exagerada arrogancia. Aunque Sadira desde luego no era ninguna criatura, era costumbre en Tyr dirigirse a los esclavos como si fueran niños.

Sin aguardar a que el semigigante repitiera la pregunta, Sadira volvió la seductora sonrisa en dirección al templario.

—Pertenezco a Marut el fabricante de herramientas —dijo con voz suave.

La hechicera dejó que sus ojos recorrieran el cuerpo del templario hasta encontrarse con su mirada. Cuando el templario enarcó las cejas, intrigado por su interés, Sadira desvió la mirada con timidez y fingió sentirse turbada; un leve rubor se extendió por sus suaves mejillas.

—Aquí llevo mangos para las hachas de Marut —explicó.

Sadira no tenía la menor idea de quién era Marut, o de si tal persona existía en realidad. Todo lo que sabía era que su contacto en la Alianza del Velo le había ordenado responder de esta forma si le preguntaban. En las pocas ocasiones en que los guardas la habían interrogado con anterioridad, la respuesta siempre había conseguido que la dejaran pasar.

—Marut se sentirá feliz de prestar su esclava al rey. —La voz del templario era fría e impasible, pero sus ojos estudiaron las bellas facciones de la joven e inspeccionaron con aire codicioso la esbelta figura semioculta por la andrajosa túnica—. Quizás incluso te presente yo mismo a su majestad, chica.

Ambos semigigantes lanzaron una risita lasciva, y el que se encontraba detrás de la hechicera avanzó para sujetarla.

Sadira esquivó la mano que iba a cogerla.

—¡Os lo suplico, apuesto señor! ¡Se me ha hecho ya tarde y mi amo me azotará!

La hechicera cayó de rodillas ante el gordinflón oficial, a la vez que entreabría subrepticiamente la andrajosa túnica para dejar ver la reveladora bata que llevaba debajo, aunque teniendo buen cuidado de no abrirla tanto que quedara visible la daga robada que llevaba sujeta a la cadera. Al mismo tiempo, apoyó en el suelo la palma de la mano que no sujetaba la madera, para absorber la energía necesaria para el hechizo que esperaba la salvaría. El poder subió por su brazo y se acumuló rápidamente en su interior, pues la cercanía de los campos del rey facilitaba la acumulación de energía.

Sin que la oyeran, la muchacha musitó el conjuro que daría forma al hechizo, disfrazando los movimientos místicos con una profunda inclinación de cabeza y hombros. Era arriesgado emplear la magia contra los templarios pues siempre existía la posibilidad de que se dieran cuenta de que se lanzaba un hechizo y lo interceptaran.

Una mano enorme sujetó el hombro de la muchacha.

—Ven aquí, esclava, o ni siquiera conseguirás llegar a los corrales del rey.

Mientras el guardián la levantaba del suelo, Sadira clavó los ojos en los del templario, y lanzó el hechizo por el sencillo método de fruncir los labios como si le lanzara un beso.

El hombre entrecerró los brillantes ojillos y arrugó la frente; luego se pasó una gordezuela mano por el rostro y meneó la cabeza, pero, cuando volvió a mirar a Sadira, existía un ardor en su mirada que no había estado allí antes. El hechizo había funcionado. Ahora el templario desearía ayudarla, siempre y cuando eso no significara un riesgo para él. Todo lo que ella tenía que hacer era encontrar las palabras apropiadas para convencerlo de que nada malo le sucedería si lo hacía.

Con los pies colgando sobre el suelo, Sadira le suplicó:

—Por favor, al menos dejad que lleve estos mangos a Marut. Estoy segura de que me permitirá regresar con vos.

El templario se mordió el labio inferior, indeciso, y meneó la cabeza con testarudez.

—No conozco a ese Marut. No tengo ningún motivo para creer que te enviará de vuelta.

—Marut es un hombre digno de confianza, un súbdito leal del rey —contestó Sadira, haciendo una mueca a causa del dolor que le producía la férrea mano del semigigante.

El templario miró furioso al guardián que sujetaba a la esbelta hechicera.

—¡Si haces daño a la chica, te haré cortar la cabeza!

Estupefacto, el semigigante estuvo a punto de dejarla caer. Su compañero, situado junto al templario, abrió la boca como para decir algo y la volvió a cerrar.

Mientras el que sujetaba a Sadira volvía a depositarla sobre los adoquines, el templario continuó:

—No pienso dejarte ir. Tengo que confiscar todos los esclavos que pasen por esta puerta.

Sadira comprendió entonces que el temor del templario a su superior era mayor que el deseo que sentía por ella. La semielfa apenas si podía creerlo, pero decidió que sería más sensato presionar en otro sentido. Señaló el montón de madera que había dejado caer al suelo.

—Si no entrego estos mangos a mi amo esta noche, Marut no podrá fabricar los picos que tiene que entregar en el Ministerio de Obras Públicas mañana.

—Dijiste que los mangos eran para hachas —tronó uno de los semigigantes.

—Por lo general fabrica hachas —se apresuró a explicar Sadira, sin apartar los ojos del regordete templario—, pero el ministerio necesita más picos para los fosos de ladrillos.

—Eso he oído decir —repuso el templario con gran alivio por parte de la joven.

—Sin las herramientas de mi amo, el ministerio no tendrá suficientes ladrillos —siguió ella, clavando los azules ojos en los del corpulento templario—. Quizá vos deberíais escoltarme hasta la tienda de Marut. Luego me traeríais de regreso aquí una vez que hubiéramos entregado los mangos. Estoy segura de que vuestro superior se sentiría muy satisfecho por vuestra iniciativa, y yo también.

Dedicó al gordezuelo oficial una sonrisa prometedora, pero no dejó que ésta permaneciera demasiado tiempo en sus labios. La clave para conseguir que cayera por completo bajo su influencia era hacer que creyera que ella se sentía realmente atraída por él, lo que no sería demasiado difícil dado que era algo que él deseaba creer de todos modos. Todo lo que debía hacer era tener buen cuidado de no ponerlo en guardia sobre sus intenciones exagerando la nota.

—¡No la escuches, Pegen! —advirtió el semigigante situado junto al templario—. Puedes hacer lo que quieras con la chica, igualmente.

Sadira enarcó las puntiagudas cejas y abrió mucho la boca como si sintiera miedo.

—¿Qué quiere decir, Pegen? —preguntó, apartándose del templario—. ¿Qué vais a hacerme?

La táctica funcionó a la perfección. El templario dirigió una mirada furiosa al semigigante, enojado porque la atracción que sentía Sadira se hubiera convertido de repente en repulsión.

—¡Silencio o te dedicarás a arrastrar ladrillos en el zigurat mañana por la mañana! —Se volvió luego hacia la joven semielfa—. No te preocupes. No voy a hacerte nada.

Sadira retrocedió otro paso.

—No comprendo lo que dicen —dijo, dirigiendo una mirada de soslayo a los guardas—. ¿Qué es lo que piensan que una pequeña esclava como yo puede hacer a un hombre fornido como vos?

Montando en cólera ante el supuesto insulto, el templario contempló malhumorado a los dos brutos.

—Cerrad la puerta cuando anochezca —ordenó—. Luego esperad mi regreso.

—Pero…

—¡Haced lo que digo, Tak! —los conminó Pegen, con una mirada colérica al reticente centinela—. ¡No quiero más discusiones!

Una vez que hubo terminado de reprender al semigigante, Pegen hizo un gesto a Sadira con la cabeza.

—Ve tú delante, chica. Espero que la tienda de tu amo no esté muy lejos.

Sadira recogió el fardo de pedazos de madera y se lo cargó a la espalda. Con Pegen andando justo detrás de ella, atravesó las oxidadas puertas y descendió por el suave declive del túnel que pasaba bajo las murallas de la ciudad. En el otro extremo del túnel, a uno de los lados de la boca, había un gigantesco bloque de granito. Cada uno o dos años, cuando otra de las ciudades de Athas se quedaba sin comida y enviaba un ejército a saquear lo que pudiera de los pobremente abastecidos graneros de Tyr, un templario de alta graduación hacía levitar la roca y se la colocaba de modo que obstruyera el túnel hasta que la guerra terminara.

Nada más atravesar la barrera, la semielfa descubrió que el interior de la ciudad resultaba más sorprendente si cabía que la presencia del templario ante las puertas. En contraste con el bullicio de carretas chirriantes y voces estridentes que le habían dado la bienvenida en visitas anteriores, Tyr parecía ahora tan silenciosa como el desierto. La gran avenida que circundaba el perímetro interior de la muralla estaba vacía a excepción de un puñado de artesanos y engalanados mercaderes que pasaban corriendo con la vista fija en los adoquines del suelo. Las tiendas de licores y comida situadas frente a la muralla de la ciudad, que por lo general estaban iluminadas por antorchas y lámparas de aceite hasta altas horas de la noche, aparecían uniformemente oscuras. Tampoco se percibía ninguno de los ricos aromas que recordaba: rotgrubs fritos, valeriana roja picante, néctar de kank fermentado. En su lugar, sólo olía el fétido aroma de los excrementos de animales y el humo acre producido por la combustión de roca negra.

Sadira giró a la izquierda por la gran avenida, siguiendo una ruta que no había recorrido más que dos docenas de veces en toda su vida. Pegen andaba a su lado, las pesadas botas marcando una cadencia uniforme sobre los adoquines. Al cabo de unos minutos, cuando la noche empezaba a caer sobre la ciudad, Pegen posó una mano sobre el hombro de Sadira, e indicó una avenida que discurría entre dos hileras de edificios de adobe de tres pisos.

—¿No nos dirigimos al distrito de los comerciantes?

Sadira se detuvo y contempló la avenida. Era una calle ancha, bien iluminada por antorchas de llama vacilante. La joven no tenía ni idea de adonde conducía la avenida.

—La tienda de Marut no está en esa dirección —dijo; luego, indicando la avenida por la que andaban, agregó—: Está más al final de esta calle.

—Si tú lo dices… —repuso Pegen con el entrecejo fruncido.

Tras recorrer unos trescientos pasos más, Sadira se detuvo y miró en dirección a una oscura callejuela que se introducía en una zona desvencijada de viviendas lúgubres y chabolas medio desmoronadas. Aunque las ventanas y puertas de los edificios de adobe no mostraban ninguna luz, los ojos de elfa de la joven esclava le permitían ver a los siniestros residentes que vigilaban el callejón desde cada cuarta o quinta casa.

—¿No lleva esto al mercado elfo…? —preguntó Pegen.

—Mi amo vive un poco más abajo de este lugar —le informó Sadira, y penetró en el oscuro callejón antes de que el templario pudiera poner ninguna objeción.

La muchacha no había dado más que unos pasos en el interior de la calleja cuando oyó cómo Pegen tropezaba con uno de los adoquines sueltos de la calle. El templario posó una mano sobre el fardo que cargaba la joven y tiró de él.

—¡Aguarda!

Sadira obedeció al instante, dejando caer el fardo a sus pies. Su mano se deslizó bajo las ropas y sacó la daga de obsidiana robada al guarda en el Agujero. El templario, incapaz de ver en la oscuridad, tropezó con los pedazos de madera y cayó. Sadira giró en redondo, levantando el puñal para acabar con él.

El templario cayó de cara sobre el montón de madera, mascullando maldiciones e intentando volver a incorporarse, lo que hizo comprender a Sadira que le resultaría muy fácil aprovechar la ocasión para desaparecer por el laberinto de chabolas que ocupaba aquella parte de la ciudad. Desde luego, eso era lo que la Alianza del Velo habría querido, ya que su contacto le había dado instrucciones muy precisas de no enfrentarse jamás a los burócratas del rey si no era realmente necesario.

—Ayúdame a levantarme, chica torpe —ordenó Pegen—. ¡Podría hacerte azotar por esto!

—No debieras haber dicho eso —contestó la joven semielfa, decidiendo que «necesario» era un término relativo.

Con la mano que tenía libre, Sadira sujetó el colgante de bronce del hombre, y tiró de él de modo que la cadena levantara el doble mentón y dejara al descubierto el corpulento cuello. Los ojos de Pegen se abrieron de par en par y miraron en dirección a su rostro, pero no podían verla en la oscuridad y se llenaron de terror.

—¿Qué es lo que estás haciendo? —exigió con voz jadeante.

—Comprobar si este cuchillo es lo bastante afilado como para atravesar tu rolliza garganta —respondió Sadira, colocando el filo del cuchillo sobre los gruesos pliegues de su papada. Tuvo que apretar con fuerza, pero la hoja sí era lo bastante afilada.

Sintió el contacto de la sangre caliente sobre su mano. Pegen lanzó un gorjeo y se llevó las manos a la garganta; luego rodó fuera del montón de madera y quedó tendido en el suelo boca arriba, con la vida escapándosele por entre los dedos y los asombrados ojos clavados en el cielo nocturno. Sin aguardar a que muriera, Sadira limpió la hoja del cuchillo en la sotana del oficial, y echó a correr a toda velocidad por las oscuras callejuelas.

La muchacha no aminoró el paso hasta que, tras dejar atrás una callejuela flanqueada por dos edificios, fue a parar a una plaza a la que iban a dar cinco calles. La plazoleta estaba bañada en una brillante luz amarilla, pues la rodeaban seis tabernas, dos burdeles y una casa de juego, en cuyas puertas ardían brillantes antorchas. Apoyados contra las paredes de los edificios se veía a hombres adormilados, en su mayoría humanos y elfos, mientras que mujeres semidesnudas paseaban de un lado a otro en busca de alguien que deseara compañía.

Sadira se detuvo en un extremo de la plaza y se quitó la capa salpicada de sangre que llevaba. Con el revés de una de las mangas, se limpió el polvo y el sudor del rostro, e introdujo la prenda como pudo en el morral donde guardaba el libro de conjuros. Hecho esto se pasó los dedos por los ambarinos cabellos en un intento bastante infructuoso de desenredarlos. De todos modos, sabía que, por mucho que se esforzara, no conseguiría un aspecto ni remotamente parecido al de sus mejores momentos. La reciente carrera había dejado su pecho jadeante y las delgadas piernas temblando de fatiga. No obstante, una vez que hubo hecho todo lo posible por aparecer presentable, cruzó la plaza en dirección a una taberna cuya entrada estaba adornada con el dibujo de un gigante borracho.

Dentro, tras un mostrador de mármol, un hombre musculoso con una incipiente calvicie y una descuidada barba roja servía leche de cabra fermentada a tres clientes de ojos nublados utilizando un cucharón de hueso cincelado. Al entrar en el establecimiento, Sadira clavó la mirada en el tabernero para atraer su atención, y, de forma disimulada, se llevó la mano a la boca de modo que cubriera sus gruesos labios y delicada barbilla. El hombre indicó con un movimiento de cabeza el fondo del local, y musitó algo a uno de sus clientes. El hombre se levantó al momento y salió tambaleante de la taberna.

Sadira se dirigió al fondo del establecimiento y se acomodó sobre un pequeño banco de granito, tras colocar el morral bajo éste. Para su sorpresa, el barbudo tabernero le llevó una jarra de vino agrio de savia. Cuando se le acercó, la joven sonrió y dijo:

—Ya sabes que no tengo dinero.

—Lo sé, pero me doy cuenta de que necesitas algo de comer y de beber —respondió el musculoso tabernero.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Sadira, sintiéndose desconcertada. Se llevó los dedos a las mejillas, temiendo de improviso haber dejado sobre ellas alguna mancha de sangre—. ¿Le sucede algo a mi rostro?

El hombre lanzó una risita y meneó la cabeza.

—No, sólo tienes cara de estar sedienta —dijo, indicando a los dos borrachos sentados ante el mostrador—. Al menos eso es lo que esos dos se deben de haber imaginado. Son ellos los que pagan.

Sadira dedicó a los dos hombres una sonrisa seductora, y vació de un trago la jarra de resina de árbol fermentada. Mientras la fuerte bebida hacía su efecto, la muchacha cerró los ojos mostrando las largas pestañas que adornaban sus párpados y sacudió la cabeza. Devolviendo la jarra al tabernero, anunció:

—Tomaré otra.

—Creo que lo mejor será que eche un vistazo a sus bolsas —rio el tabernero, tomando la jarra. No obstante, antes de regresar al mostrador su rostro adoptó una expresión seria y preguntó—: ¿Tienes problemas?

Aunque la semielfa y el hombre de la barba roja se conocían de vista, la muchacha no sabía cuánto podía revelar. Lo único que sabía de él era que podía comunicarse con su contacto en la Alianza del Velo. Aparte de esto, tanto él como ella evitaban deliberadamente sostener conversaciones prolongadas, pues en el caso de que los hombres del rey capturasen a uno de ellos, cuanto menos pudiera revelar sobre el otro mejor.

—Un templario intentó arrestarme para el zigurat —contestó, limitándose a dar una explicación sencilla.

—Han estado confiscando esclavos todo el día —asintió el hombre—. Las patrullas de enganche han pasado hoy tres veces por aquí para arrestar borrachos. Es por eso que la plaza está tan silenciosa esta noche. —Fue a buscar más vino agrio para Sadira, y al regresar inquirió—: ¿Debo esperar la aparición del templario que te quería atrapar?

—No —respondió la semielfa, sacudiendo la cabeza—; hasta que los muertos puedan andar.

El hombre exhaló un suspiro, con el alivio reflejado en el rostro. Tras llenar la jarra de Sadira, dejó la garrafa junto a la joven.

—Correré la cortina para más seguridad. Si vuelcas el banco, abrirás un túnel de huida. Utilízalo si oyes algo anormal aquí afuera.

Sadira dirigió una rápida mirada al asiento de piedra.

—¿Adónde conduce?

—A la Tyr subterránea —repuso—, y a un templo de los antiguos.

—¡No! —jadeó Sadira. Sabía muy poco sobre los antiguos templos, excepto que habían sido construidos antes de que Athas se convirtiera en un desierto. Según los rumores, la mayoría estaban repletos de enormes cantidades de preciado metal defendidas por los fantasmas de aquellos que habían adorado a dioses olvidados o muertos hacía tiempo inmemorial—. ¿Debajo de esta taberna?

—No directamente debajo —la corrigió él—. Pero si sucede algo y utilizas el túnel, no tengas prisa por encontrar ese templo. Por lo que he oído, saldrías mejor parada si te entregases a los templarios de Kalak.

Tras estas palabras, se apartó y corrió una cortina a lo largo del fondo del local. La cortina estaba hecha por completo de escamas de serpiente agujereadas y ensartadas unas con otras. Cada una de las escamas había sido recubierta de un esmalte brillante para preservar y aumentar su color natural, con lo que el resultado era una cortina centelleante de muchos colores diferentes: amarillo arena, naranja quemado, verde cactus, y media docena más.

Sadira bebió la segunda jarra de vino de savia más despacio, obligándose a sorber la fuerte bebida. Aunque sentía el impulso de vaciar de un trago la jarra para saciar la sed, dudaba que le llegaran más suministros con la cortina corrida. La resina fermentada era la más horrible de las bebidas que podían obtenerse en las bodegas de Tyr, pero ello no importaba a la semielfa, que habría deseado seguir saboreándola; en la hacienda de Tithian, todo lo que le daban para beber era agua.

Mientras sorbía los últimos restos del vino, un anciano apartó la cortina y pasó al otro lado. Poseía unas facciones orgullosas y llenas de vigor, con una frente amplia acentuada por gruesas cejas blancas, una larga nariz aguileña bien plantada entre unos astutos ojos castaños, y una boca enérgica. La barba era larga y nívea. Llevaba un tabardo que le llegaba hasta la rodilla, y sobre sus hombros colgaba una esclavina de color marfil sujeta alrededor de la garganta por un cierre de cobre. En una mano sostenía una jarra llena de espeso vino marrón, y en la otra un delgado bastón de madera oscura. El pomo del bastón, una bola de reluciente obsidiana, resultaba a la vez insólito y sorprendente. A Sadira le costó apartar la mirada de la hermosa esfera negra, pero lo hizo, pues sabía que a su propietario no le gustaba que la gente la mirara con tanta atención.

El anciano tomó un buen trago de su jarra, mientras estudiaba a la semielfa con atención. Por fin, le apuntó con el bastón e inquirió:

—¿Qué haces aquí, muchacha? No te he hecho llamar.

—Yo también me alegro de verte, Ktandeo —dijo Sadira con una radiante sonrisa. Se puso de pie y rodeó al hombre con sus esbeltos brazos.

—¡Cuidado con mi bebida! —le espetó él, apartando la jarra del cuerpo al ver que se derramaban algunas gotas de su contenido—. Este es del bueno.

Sadira no se dejó intimidar por el malhumor del anciano. Lo conocía tan bien como cualquiera y sabía que bajo aquellos modales hoscos se escondía un corazón tierno.

A los pocos días de haber cumplido Sadira los doce años, Tithian había contratado a un arisco anciano domador de animales para que preparara a las bestias para los combates. Ktandeo, que había solicitado el puesto para poder encontrar un espía entre el servicio del sumo templario, escogió entonces a la jovencita para que fuera su ayudante. Durante el año siguiente, se dedicó a examinar el carácter de Sadira, planteándole sutilmente dilemas morales y pruebas de valor. El ejemplo más vivido que ella recordaba era la vez en que el anciano la encerró «sin querer» en la jaula que contenía un takis hambriento para comprobar si se dejaría llevar por el pánico. Mientras él intentaba descorrer el pestillo, ella había permanecido inmóvil y permitido que aquella criatura de aspecto similar al de un oso la olfateara de la cabeza a los pies con la babosa trompa. Ktandeo no abrió la puerta hasta que el enorme animal no mostró los afilados colmillos en forma de puñal y empezó a golpear el suelo con la huesuda cola que utilizaba también a modo de mazo. La única vez en la vida que Sadira había visto reír a su mentor fue durante la enfurecida reprimenda que ella le dedicó tras conseguir escapar de la jaula.

Poco después, una mañana de Sol Nuevo, tras haber enviado el lote correspondiente de animales a los juegos que celebraban la llegada del año nuevo, Ktandeo fue a ayudarla a limpiar los corrales vacíos. Fue entonces cuando le preguntó si quería aprender magia. En el transcurso de pocas semanas, ya le había enseñado a llenar el aire con luces danzantes, pero cuando ella le pidió que le enseñase otro conjuro, él vaciló, diciendo que ya le había enseñado demasiado. Sólo tras semanas de ruegos por parte de la muchacha accedió él a enseñarle otro hechizo. Pero en esta ocasión puso una condición a su regalo: ella tendría que unirse a la Alianza del Velo y servirla sin importar lo que ésta le pidiera que hiciera.

Desde luego, Sadira había aceptado, pues veía en la magia una vía para escapar a su esclavitud. Durante los cuatro años siguientes, Ktandeo le enseñó muchos hechizos, pero también le inculcó un sentido a su vida que iba más allá de la simple huida. Empezó a hablar de revolución, de derrocar al rey y dar a los esclavos su libertad. No pasó mucho tiempo antes de que Sadira compartiera su sueño y se dedicara en cuerpo y alma a la liberación de todo Tyr.

Cuando Sadira cumplió los dieciséis y empezó a alcanzar la plenitud como mujer, Ktandeo llevó a su «hija» a vivir con él. Catalyna era cualquier cosa excepto una figura filial, con ojos provocativos, una sonrisa coqueta, y un cuerpo bien proporcionado. Bajo su tutela, Sadira aprendió a sacar todo el provecho posible a su propia belleza, y no tardó mucho en conseguir una ración extra de gachas de agujas de pharo o un poco de agua extra, utilizando tan sólo el guiño de un ojo y una sonrisa afectuosa.

En cuanto finalizó su preparación, Ktandeo la había ayudado a salir del recinto sin ser vista, para luego conducirla a Tyr y mostrarle cómo encontrarlo yendo a esa taberna. Poco después, tanto él como Catalyna desaparecieron de la hacienda de Tithian, y Sadira se quedó allí, espiando discretamente a los habitantes del recinto durante los cinco años siguientes. Sus obligaciones consistían sobre todo en utilizar las técnicas enseñadas por Catalyna para aflojar las lenguas de guardas y capataces; luego, dos veces al año, se aventuraba a ir a Tyr para informar sobre lo poco que había descubierto y aprender uno o dos hechizos nuevos.

Finalmente, la joven hechicera se había decidido a preguntar si no habría algún lugar en el que pudiera ser más útil. Fue entonces cuando Rikus hizo su aparición en los fosos de los gladiadores; fiel a su deber, la joven no tardó en informar a Ktandeo de la presencia del mul. Al poco tiempo, el anciano le hizo llegar el mensaje de que intentara «intimar todo lo posible» con el nuevo mul, sugiriendo que la Alianza necesitaba la cooperación del luchador en un proyecto muy especial. Algún tiempo después, la joven averiguó que el proyecto especial era hacer que Rikus atacara a Kalak con una lanza mágica durante los juegos del zigurat.

Con un carraspeo, Ktandeo se sentó sobre el banco de piedra y cruzó las manos sobre el pomo de su bastón.

—¿Bien?

Sadira permaneció de pie.

—Rikus está herido —contestó, con un ligero temblor en la voz—. Puede que no sobreviva.

El rostro del anciano se ensombreció.

La muchacha tomó asiento y relató a su contacto todo lo ocurrido desde la mañana, omitiendo tan sólo su utilización de los tentáculos mágicos en el Agujero contra el primer guarda. Cuando llegó a la descripción de su intento de hechizar a Pegen, y su huida final, los efectos del vino ya habían desaparecido.

Durante varios segundos, Ktandeo permaneció sentado con el entrecejo fruncido, pensativo. Por fin, levantó la cabeza, los castaños ojos llenos de indignación, y golpeó con fuerza los nudillos de la muchacha con el negro pomo del bastón.

—Estás jugando a un juego muy peligroso, muchacha.

Sadira se quedó boquiabierta ante el tono acusador de su maestro.

—¿Qué? —exclamó, frotándose la dolorida mano.

El anciano la miró con una mueca de reproche.

—¿Tan bueno es tu control que puedes lanzar media docena de hechizos al día, todos ellos bajo tensión, y sin embargo mantener el equilibrio? Cualquiera con el doble de tu experiencia no se atrevería. Me estremezco sólo de pensar en todo el daño que has causado.

Sadira se alegró de no haber mencionado el hechizo de los tentáculos al hablar de los otros. Lo más probable es que Ktandeo la hubiera declarado una profanadora, una hechicera que maltrataba la tierra. Según las tradiciones de la Alianza del Velo, los miembros que se convertían en profanadores eran ejecutados.

—¿Y era realmente necesario asesinar a tres…?

—¡Un templario y dos guardas de esclavos! —objetó Sadira.

—Seres humanos de todos modos —replicó Ktandeo—. Parece como si te sintieras orgullosa de ti misma…

—¿Y qué si lo estoy? —exclamó la joven semielfa, poniéndose en pie—. Cualquiera de ellos me habría azotado, violado o asesinado en un instante. Por lo que a mí respecta, acabé con ellos antes de que acabaran conmigo. ¿Por qué no debería estar orgullosa?

El anciano también se levantó.

—¡Escúchate a ti misma! —le soltó, agitando el bastón con furia por encima de la cabeza de la joven—. ¡Hablas como un templario! ¿Cuál es la diferencia entre tú y ellos?

—La misma que la que existe entre tú y Kalak —contestó ella—. Si vas a asesinar al rey, ¿por qué no puedo yo matar a esos hombres?

—Kalak es la fuente de todos nuestros males. Es él el que ha proscrito la magia, el que profana la tierra, el que ha convertido la esclavitud en una forma de vida, el que gobierna a sus súbditos a base del asesinato y el terror…

—¡No creerás que, en cuanto Tyr se deshaga de él, sus templarios y nobles se convertirán de improviso en servidores del bien!

—Claro que no —respondió Ktandeo, sacudiendo la cabeza con energía—. Pero Kalak es la base. Derríbalo y el resto de la estructura se desmoronará.

—Incluso sin Kalak, no conseguirás hacer caer a la burocracia y la nobleza sin derramamiento de sangre —argumentó Sadira—. Así que no veo qué hay de malo en luchar ahora.

—No hay nada de malo en luchar, ni siquiera en tender emboscadas y asesinar… siempre y cuando con ello liberes a un grupo de esclavos, destruyas una fábrica de ladrillos, o sirva para conseguir otro objetivo importante. Pero matar por odio… —Ktandeo no terminó la frase—. No es digno de ti, chica.

Sadira extendió uno de los delgados brazos y barrió con él las jarras fuera del banco. Los recipientes se estrellaron contra la pared y se rompieron en mil pedazos.

—¡No te dirijas a mí como a una esclava! —escupió, los pálidos ojos llameantes de cólera—. Y no me juzgues. ¿Qué sabes tú de lo que es ser un esclavo? ¿Has sentido alguna vez el contacto del látigo sobre la espalda? —Tras una pausa tensa, siguió—: Eso es lo que pensaba.

El hombre de la barba roja surgió de detrás de la cortina, con un par de jarras en las manos y una pequeña cachiporra introducida en el delantal.

—Me pareció oír caer una jarra —comentó, contemplando los pedazos de barro cocido del suelo—. Aquí tenéis más suministros. —Dirigió una mirada significativa a Ktandeo y añadió—: Intentad no derramarlo.

—Fíjate en lo que has hecho —dijo el anciano cuando el tabernero se hubo marchado. Su voz era más amable que momentos antes. Volvió a sentarse y colocó el bastón con cuidado sobre sus rodillas para así no verse tentado a blandido de un lado a otro—. Ahora que te has descubierto —siguió—, tendrás que irte a otra ciudad.

—No me voy —respondió Sadira, haciendo un gran esfuerzo para no levantar la voz—. No estoy dispuesta a abandonar a Rikus.

—¿Rikus? ¿Qué pasa con él? —inquirió Ktandeo, tomando un buen trago de su jarra.

—No le he pedido que arroje la lanza —respondió Sadira—. La verdad es que todavía no sabe que pertenezco a la Alianza del Velo.

—Al menos has seguido esas instrucciones —suspiró el anciano.

Intento hacerlo bien.

Sadira notó cómo una lágrima le corría por la mejilla y se volvió rápidamente para secarla. Ktandeo era lo más parecido a un padre que había conocido, y, aunque consideraba que se mostraba demasiado susceptible con respecto a los guardas que ella había matado, el enfrentamiento con él la angustiaba más de lo que le gustaba admitir.

Cuando devolvió su atención a Ktandeo, los ojos castaños del anciano tenían una expresión más afable, pero el rictus de la boca seguía denotando enojo.

—En cuanto Tithian se entere de cómo ayudaste a Rikus, sabrá que llevas el velo. Removerá todo Tyr para encontrarte.

—Pero, si yo me voy, ¿quién pedirá a Rikus que arroje la lanza? —objetó ella.

—En estos momentos, ni tan sólo sé si va a haber una lanza que arrojar —dijo Ktandeo—. No la he ido a buscar y, tal y como están las cosas, no podré hacerlo.

—¿Por qué no? —quiso saber Sadira, alarmada.

Ktandeo se pasó una mano llena de manchas oscuras por la arrugada frente.

—El rey ha emprendido una guerra sin cuartel contra nosotros —explicó—. De momento, sus hombres ya han asaltado las casas y tiendas de quince miembros. Al defenderse, esos miembros han matado cincuenta templarios y una docena de semigigantes, pero el enemigo intenta capturar con vida a nuestra gente. Cada vez que lo logran, los doblegadores de mentes del rey consiguen averiguar uno o dos nombres más, y queda al descubierto un poco más de nuestra organización. Más tarde o más temprano, capturarán a un gran consejero. Cuando eso suceda…

Sadira resistió la tentación de preguntar qué podía ser más importante que matar a Kalak, pues, si existía una respuesta válida, sería mejor no conocerla si la capturaban. En lugar de ello, dijo:

—Yo te traeré la lanza. Cuando regrese, las cosas se habrán calmado y podré hablar con Rikus entonces.

Ktandeo negó con la cabeza.

—La lanza la está haciendo un jefe halfling. Si envío a cualquier otro a recogerla, lo matará.

—Me arriesgaré —se ofreció ella—. Tú procura un médico para asegurarte de que Rikus esté vivo cuando yo regrese.

—No pienso mandarte a una muerte cierta; te voy a enviar a un lugar seguro —respondió Ktandeo, extendiendo la mano automáticamente para coger su bastón. Golpeó el suelo con la punta, antes de añadir—: ¿Y por qué esta adoración por Rikus? Hay muchísimos otros gladiadores.

—No como Rikus.

Ktandeo enarcó una ceja.

—¿Y qué es lo que hace tan diferente a ese mul?

Sadira notó cómo la sangre fluía a sus mejillas.

—Es un campeón —repuso, tras tomar un trago de vino y depositar la jarra de nuevo sobre el banco—. Es el único gladiador del que puedes estar seguro que vivirá lo suficiente para poder atacar al rey durante los juegos.

—Encontraremos otro momento y otro lugar para atacar —arguyó Ktandeo, volviendo el rostro con expresión despreocupada.

—Si eso fuera posible, ya lo habríais atacado —dijo Sadira, comprendiendo que Ktandeo jugaba con ella, probablemente en un esfuerzo por decidir el alcance de su atracción por Rikus. Se puso en pie, añadiendo—: Tú fuiste quien me dijo que intimara con Rikus y lo hice. Si eso te disgusta, lo siento. No cambia el hecho de que lo necesitemos. Tú has de enviarle ayuda, y yo he de quedarme aquí hasta que recupere el conocimiento.

—¡No! ¡Dejas que las emociones enturbien tu buen juicio! —refunfuñó Ktandeo, incorporándose también—. ¡Piensa! Si te quedas en Tyr y Tithian te localiza, ¿qué es lo que puedes decirle? ¡No sólo puedes descubrirme a mí y a esta taberna, sino que además puedes describirle todo nuestro plan!

—¡Entonces asegúrate de que no me cojan! —respondió Sadira.

—Eso sería imposible, en especial teniendo en cuenta la forma en que has estado hablando esta noche —le espetó Ktandeo, golpeándola en el pecho con la punta del bastón—. En cuanto a Rikus, si le envío un médico y lo capturan, lo que es muy probable, Tithian sabría entonces que tenemos planes para el mul. Adivinaría de qué se trata al instante, y entonces nuestro plan no serviría de nada.

El anciano calló para dedicar a Sadira una mirada huraña. La muchacha sintió que los labios le temblaban, pero no supo cómo contestar a Ktandeo. Lo que decía tenía sentido, pero no podía aceptar la fría lógica de su mentor. Rikus era algo más que una enorme acumulación de músculos en los que ellos confiaban para matar a Kalak, y ella era algo más que una marioneta sin vida a la que podían desechar cuando ya no les fuera de utilidad.

—¡No nos tratáis mejor que nuestro amo! —exclamó Sadira. Luego introdujo la mano debajo del banco y sacó el morral—. ¡No voy a irme de Tyr hasta que Rikus esté bien y le haya hablado!

Antes de que el anciano hubiera podido hacer el menor movimiento para detenerla, la semielfa apartó la cortina a un lado y se dirigió a toda velocidad en dirección a la parte delantera de la taberna. Mientras se abría paso por entre los dos clientes que le habían pagado las primeras dos jarras de vino de savia, Ktandeo tronó:

—¡Vuelve aquí!

Haciendo caso omiso de él, Sadira salió a la plaza y, sin pensarlo, tomó por la misma calle por la que había venido. No había dado ni tres pasos, cuando vio a varios semigigantes que cerraban el paso por el callejón unos metros más allá. El jefe del grupo llevaba un casco con una enorme pluma de color púrpura, un peto hecho con la escamosa parte inferior de un mekillot, y un cinturón muy ancho del que colgaba una espada de obsidiana. En las manos sujetaba un par de correas.

Un par de cilops tiraban del otro extremo de las correas. Los gigantescos ciempiés eran tan altos como Sadira y medían más de cuatro metros de largo. Sus cuerpos planos estaban divididos en una docena de segmentos, cada uno sostenido por un par de delgadas patas. Sus cabezas ovaladas poseían tres juegos de mandíbulas parecidas a pinzas, un único ojo compuesto, y un par de antenas prensiles que se movían de un lado a otro sobre el suelo delante de las criaturas.

Sadira retrocedió al momento fuera del callejón, pues los cilops eran la peor pesadilla de un esclavo fugado. Había oído decir que aquellas criaturas horribles habían conseguido seguir la pista de fugados a través de veinte kilómetros de terreno rocoso… más de una semana después de que los esclavos hubieran pasado por allí y un vendaval hubiera cubierto sus huellas con una buena capa de polvo.

—¡Ésa es la chica! —gritó la familiar voz de un semigigante—. ¡Ella es la que ha matado a Pegen!

La primera intención de Sadira fue correr en dirección a la taberna antes de que el semigigante soltara a los cilops. Al girar en dirección a ella, vio a Ktandeo y al tabernero de la barba roja que la observaban desde la puerta, sin que sus curiosos rostros denotaran el menor signo de conocerla.

—¡Detente, esclava! —ordenó el semigigante que iba a la cabeza—. ¡Detente o soltaré a mis niños!

Sadira comprendió al momento que no podía regresar al establecimiento con sus perseguidores pisándole los talones. No sólo podría delatar el lugar como punto de encuentro de la Alianza, sino que podría provocar la captura de Ktandeo. A pesar de lo enojada que estaba con él, sabía que ése era un riesgo que no podía correr.

Así pues, dio la espalda a la taberna y echó a correr por otra calleja oscura. No existían muchas probabilidades de que consiguiera escapar, pero sabía que su mejor posibilidad estaba en atraer a los cilops al laberinto de callejuelas de aquella zona de la ciudad e intentar confundirlos cruzando y volviendo a cruzar sobre sus propios pasos.

A su espalda el semigigante gritó:

—¡Es tu última oportunidad!

Sadira miró por encima del hombro y vio que el jefe del grupo y sus animales de presa habían penetrado en la plaza. Bajo el rótulo de El Gigante Borracho, Ktandeo y el tabernero seguían observando lo que sucedía con tranquilas expresiones de curiosidad en sus rostros, aunque el anciano golpeaba ansiosamente el suelo con la punta del bastón.

—¡Por aquí, muchacha!

Cuando Sadira devolvió la atención a la calle por la que corría, vio a una figura de más de dos metros que sacaba su largirucho torso y demacrado rostro por un portal abierto. Tenía una piel pálida y amarillenta, cabello oscuro y orejas puntiagudas, con unas mejillas y labios suaves, casi femeninos. La capa de lana que llevaba tenía el aspecto de ser cara, al igual que la llamativa gorra de la cabeza.

—Maldita sea mi suerte —masculló Sadira.

El elfo le dedicó una amplia sonrisa y sacó un frasco de debajo de la capa.

—Esto conseguirá que incluso los cilops pierdan tu rastro —anunció—. Lo prometo.

Sadira volvió a mirar por encima de su hombro, considerando cuáles eran sus posibilidades de escapar sin la ayuda del elfo. El semigigante había dado unos cuantos pasos más hacia el centro de la plaza y empezaba a soltar las traillas de las simpáticas criaturas. A su espalda, los dos guardas de la puerta y varios otros semigigantes salían a la plaza procedentes de la oscura callejuela.

Sadira corrió en dirección al elfo, musitando:

—Sé que me voy a arrepentir.