6: Deuda de honor
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Deuda de honor
Rikus se encontraba de pie sobre una plataforma que sobresalía de un acantilado de pizarra de color naranja. Una brisa fresca le acariciaba el rostro, y altos y finos bastoncillos de tallos de espino de color rubí le arañaban los desnudos hombros. A su espalda se extendía una enorme planicie de rojizo desierto, salpicado por delicados macizos de blancos matorrales de ramas quebradizas y verdes esferas de rodantes bolas de espinos. Ante él no había más que el vacío que llenaba una neblina inmóvil y grisácea que, desde la base del acantilado, se desplegaba hasta el horizonte.
El mul llevaba bastante tiempo intentando penetrar aquellas tinieblas grises —no podía precisar si eran minutos, horas o días—, esperando poder vislumbrar lo que se ocultaba al otro lado. Hasta ahora, el velo no se había desvanecido, y empezaba a pensar que contemplaba el mar de Silt.
Rikus no recordaba haber cruzado el desierto que se extendía tras él, y no tenía la menor idea de cómo había ido a parar a ese acantilado. Lo último que recordaba era haber visto a sus amigos correr en su ayuda mientras el gaj le abrasaba el cerebro. Temía que aquel fallo de su memoria se debiera a lesiones provocadas por el ataque de la criatura.
A la derecha del mul, la neblina gris empezó a agitarse, removiéndose hasta convertirse en un remolino oval del tamaño de una persona. Rikus retrocedió y alzó los puños en posición de ataque, dispuesto a defenderse. El remolino siguió girando sobre sí mismo.
—Entra —dijo una voz detrás de Rikus. Poseía un timbre suave y melodioso que no era ni masculino ni femenino.
El mul se dio la vuelta. Junto a él se encontraba una forma vagamente humana. La figura llevaba una chilaba gris con la capucha echada sobre la cabeza de modo que ni el rostro ni los ojos resultaran visibles. Tenía los brazos cruzados ante ella y las manos introducidas en las aberturas de las mangas.
—¿Quién eres? —preguntó el mul. El corazón le latía de improviso con fuerza, lleno de confusión y temor, y no le gustaba aquella sensación.
—Nadie —fue la respuesta. La figura levantó un brazo y señaló en dirección al remolino; no había ninguna mano al final de la manga—. ¿Qué estás esperando?
—Nada —respondió Rikus, con los ojos fijos en la manga.
—En ese caso lo has encontrado.
Rikus dio un paso en dirección a la figura.
—¿Qué es lo que sucede aquí?
—Nada —fue la respuesta.
El mul arrugó el entrecejo y atisbo bajo las sombras de la capucha. Al no encontrar más que un negro vacío, extendió la mano y echó la capucha hacia atrás.
La figura carecía de cabeza. Incluso el cuello de la chilaba estaba tan vacío como las mangas y la capucha.
Sobresaltado, Rikus se dio cuenta de por qué no recordaba haber cruzado el desierto.
—¿Es eso? ¿Estoy muerto? —inquirió, agitando una mano ante la cortina de color gris—. ¿Es esto en lo que acaba toda una vida de dolor y esclavitud?
—Esto es en lo que acaba todo —repuso la figura; la suave voz surgía del espacio vacío situado sobre el cuello de la túnica. Con la vacía manga, hizo un gesto en dirección al remolino.
—No es suficiente —dijo Rikus, negando con la cabeza—. No para mí. —Y, volviéndose hacia la planicie desértica, empezó a andar.
La figura gris se desvaneció para volver a aparecer delante de él.
—No hay nada más —anunció, alzando las vacías mangas para impedirle el paso—. No puedes escapar.
—Puedo intentarlo —siseó el mul, extendiendo la mano para asir la túnica—. Además, ¿qué me lo va a impedir? —Hizo un ovillo con la vacía prenda y la arrojó por encima del hombro—. Nada.
Anduvo durante kilómetros primero, y cientos de kilómetros después. El terreno jamás cambiaba, excepto que la cortina de niebla gris situada a su espalda estaba cada vez más lejos. Ante él, una llanura interminable de pizarra naranja se perdía hasta la línea del horizonte, su triste monotonía era rota tan sólo por los blancos grupos de matorrales arbustivos, las manchas verdes de las bolas de espinosas, y los estériles tallos de los espinos de color rubí que se agitaban bajo la brisa.
Finalmente, las piernas de Rikus empezaron a dar síntomas de agotamiento. El mul se sentó para descansar; se le escapó un bostezo, y advirtió que no recordaba la última vez que había dormido. Se tumbó de espaldas, sin importarle los afilados bordes de los pedazos de pizarra que se le clavaban en los hombros y las costillas. No brillaba ningún sol en el firmamento amarillo, únicamente una neblina etérea de la que emanaba un fulgor ambarino. Rikus cerró los ojos.
Cuando despertó, ya no se encontraba en el desierto. Se hallaba en el centro de una habitación cuadrada. Sobre su cabeza pendía un artesonado hecho con costillas de mekillot, atadas unas con otras de modo que formaran una reja dividida en cuadrados. Más allá de la reja de huesos, las lunas gemelas, Ral y Guthay, brillaban a través de las escamas de una piel tensada que servía de cobertura al techo, inundando la habitación con una tenue luz amarillenta.
Las paredes y el suelo eran de piedra maciza, a excepción de una gran puerta de barrotes de hierro en una pared. Cuando se la abría, la puerta se alzaba verticalmente mediante una resistente cuerda de cabello de gigante y unas poleas situadas fuera de la celda.
—¿Qué hago aquí? —preguntó Rikus, sin dirigirse a nadie en particular.
Estaba tumbado sobre un montón de harapos sucios que le habían servido a modo de lecho. La celda apestaba a excrementos y a sudor, y por las rejas de la puerta se colaban los rugidos, chirridos y gritos de una docena de bestias diferentes.
Rikus se sentó sobre los andrajos y sacudió la cabeza, lo que envió oleadas de un dolor punzante a toda su cavidad craneana. Su espalda, brazos y piernas estaban entumecidos y doloridos, y el abdomen le ardía allí donde las dentadas mandíbulas del gaj habían atravesado la carne.
El mul lanzó un gemido, al tiempo que paseaba la mirada con atención por todo el recinto. En una esquina, Yarig y Anezka yacían enroscados el uno en el otro. Junto a Rikus, tendido sobre el suelo de piedra, se encontraba el fornido cuerpo de Neeva, cubierto únicamente por la pesada capa de la luchadora.
—Estoy vivo —dijo Rikus.
—Eso parece —respondió una sarcástica voz familiar—. Qué pena.
Rikus alzó los ojos en dirección a la reja. Boaz lo contemplaba desde el pasillo situado al otro lado. El semielfo llevaba una esclavina de seda azul y sostenía una garrafa abierta de vino de leche. Sus ojos estaban empañados, y parecía tener problemas para sostenerse derecho, como si fuera a caer hacia adelante en cualquier momento. De su cintura pendía un aro con llaves y un puñal de acero.
—¿No hay guardas? —preguntó Rikus. Mentalmente, el mul volvió a ver al entrenador de pie sobre la pared del foso de entrenamiento, interesado en saber cuál de los amigos del gladiador debía ser azotado como castigo a la falta de respeto del mul. El recuerdo llenó el corazón del luchador de amarga cólera—. Te estás volviendo muy descuidado, Boaz.
—Estoy totalmente a salvo con esto entre nosotros —contestó el semielfo, indicando con la mano la reja de hierro. Hablaba con dificultad, como si le costara articular las palabras—. Además, todos mis guardas han perdido el sentido. No hay nada que hacer en este aburrido recinto, así que beben en exceso.
—Si no hay nada que hacer aquí, ¿por qué no estáis todos en Tyr? —quiso saber Rikus, acercándose a la reja.
Boaz se llevó la garrafa a los labios, y luego escupió el vino de leche al rostro de Rikus.
—Por culpa tuya…, tuya y de Sadira —repuso el entrenador, tomando la precaución de colocarse fuera de su alcance. A su espalda, algo se removió en la jaula situada frente a la de Rikus—. Me ocuparé de que te castiguen por la mañana.
—¿Por qué motivo? —inquirió Rikus, limpiándose la blanca espuma del rostro.
Incluso aunque hubiera podido coger a Boaz, dudaba que lo hubiera matado en ese momento. Hacerlo habría significado renunciar a la posibilidad de ganar la libertad, y no estaba dispuesto a hacerlo por un escupitajo de vino.
Boaz volvió a llevarse la garrafa a los labios. Rikus se apartó de la reja por si acaso, pero esta vez el único vino que abandonó la boca del semielfo fue el que le resbaló por la barbilla. Con una perorata casi incoherente, el entrenador contó a Rikus cómo Sadira lo había salvado del gaj por medio de la magia, y cómo luego había matado a dos guardas para huir del Agujero.
—Lord Tithian estaba tan furioso conmigo y mis hombres —terminó Boaz— que nos confinó a todos en los fosos.
—Mientes —dijo Rikus—. Sadira jamás…
—No miente —lo interrumpió Neeva; se acercó a Rikus y apoyó el cuerpo contra la puerta, envuelta en la misma capa que había utilizado como manta—. ¿Qué parte es la que no crees? ¿Que Sadira es una hechicera o que te ha abandonado?
—Que me salvara una pinche de cocina —respondió Rikus.
—No es una esclava vulgar —aseguró Neeva, dirigiendo al mul una sonrisa sarcástica—. Me sorprende que sea yo quien te lo tenga que decir.
Boaz lanzó un bufido ante el ataque de celos de la luchadora.
—¿Qué le ha sucedido? —quiso saber Rikus, haciendo caso omiso del entrenador—. ¿Dónde está ahora?
—¿Qué importa eso? —replicó Neeva, entrecerrando los ojos, de color esmeralda—. No estabas enamorado de ella, ¿verdad?
—Claro que no. —Rikus volvió la cabeza y vio que Yarig y Anezka también habían despertado. El enano y su pareja halfling intentaban no tomar parte en la conversación—. Tengo una deuda de honor con ella. Eso es todo.
—Ha habido otras esclavas y nunca me has mentido —dijo Neeva, golpeando a Rikus en el pecho con el pulgar—. ¿Por qué empezar ahora?
Rikus descubrió que no podía mirar a los ojos a su compañera de combate. Así pues, lanzó una significativa mirada a Boaz y preguntó:
—¿Hemos de hablar de esto aquí?
—Desde luego —repuso Boaz con una risita—. Lo mejor es ventilar estas cuestiones de inmediato. Los resentimientos ocultos han destrozado a más de una pareja.
—¿Y bien? —interrogó Neeva—. ¿Es Sadira tan diferente de las otras?
Rikus se obligó a sostener la mirada de su compañera. La verdad es que el mul no sabía si lo que sentía por la muchacha era gratitud o algo más profundo, y la incertidumbre lo incomodaba.
—Sadira arriesgó su vida para salvar la mía. Imagino que eso la hace diferente.
Neeva se volvió, con los ojos llenos de lágrimas. Rikus la sujetó por los hombros.
—Mis sentimientos por Sadira, sean los que sean —dijo—, no tienen nada que ver con nosotros. Sólo necesito saber qué le ha sucedido.
Neeva se desasió de sus manos y fue a refugiarse en un oscuro rincón de la jaula.
—Ojalá pudiera ayudaros, pareja de enamorados —se mofó Boaz—. Por desgracia, nadie sabe qué le ha sucedido. Lo que imagino es que cualquier día la encontraré en el mercado elfo. En un burdel, sin duda.
Rikus proyectó el brazo por entre los barrotes de hierro, en un intento de agarrar al semielfo. Boaz contempló cómo los dedos del gladiador se cerraban a pocos centímetros de su objetivo.
—Anezka pagará muy caro por esto —aseguró con una risita.
Apenas había acabado de hablar el entrenador cuando Rikus recibió en plena espalda el impacto de una vasija de barro. Miró por encima del hombro y vio cómo Yarig sujetaba a la halfling, que en aquellos instantes intentaba coger un recipiente de madera para arrojárselo también. El enano se encogió de hombros, pero no se disculpó por el comportamiento de su compañera.
Rikus sacudió la cabeza y volvió a mirar a Boaz. Antes de que pudiera decir nada, escuchó una voz muy tenue dentro del cráneo.
Miente.
—¿Qué? —inquirió Rikus, llevándose las manos a los oídos. Se volvió hacia Neeva—. ¿Has oído eso?
Como ella no le hizo caso, Yarig preguntó:
—¿Una voz dentro de tu cabeza? —El enano aún mantenía a Anezka bien sujeta.
Rikus asintió.
—No, no la he oído ahora —respondió Yarig con guasa—. Pero lo he hecho estos últimos días.
Rikus arrugó la pelada frente.
—Si…
Boaz se echó a reír al observar la confusión del mul.
—Es el gaj, payaso. Te hablaba a ti.
—¿Me hablaba a mí? —exclamó Rikus, entre disgustado y asustado. Los punzantes tentáculos del gaj y la forma en que le habían abrasado la mente estaban frescos en su memoria.
Sí. Estoy aprendiendo a hablar bien, declaró el gaj.
Boaz miró en dirección a la jaula situada frente a la de Rikus. La bestia de su interior se había colocado frente a la reja, y las puntas de sus pinzas sobresalían por entre las barras de hierro. Rikus apenas pudo distinguir la bulbosa cabeza blanca del gaj en el interior del lóbrego corral.
—Hemos aprendido muchas cosas sobre el gaj durante los últimos dos días, ¿no es así? —comentó Boaz—. No come cuerpos, come mentes. —Dio un paso en dirección al corral.
La criatura retrocedió fundiéndose con las sombras.
Boaz conoce a un elfo llamado Radurak, dijo el gaj en la mente de Rikus. Radurak tiene a tu mujer.
Rikus se volvió hacia Yarig.
—¿Oíste eso?
El enano hizo un gesto negativo.
—Sólo habla con una persona a la vez —explicó.
Boaz dirá a Tithian dónde encontrarla.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Rikus.
Está en sus pensamientos, repuso el gaj.
En el pasillo, Boaz tomó una piedra suelta del suelo y la arrojó a la jaula del gaj.
—¿Cómo es que ya no me hablas a mí?
Rikus estaba aturdido. ¿Debía creer al gaj, o era esto algún truco por parte de Boaz para conseguir que revelara lo que sabía de Sadira? Rikus había oído hablar del Sendero, claro está, y sabía que podía utilizarse para la comunicación telepática. Lo que le costaba aceptar era que una chinche demasiado desarrollada como el gaj pudiera poseer la inteligencia suficiente para utilizarlo. No obstante, no tenía más alternativa que creer lo que oía dentro de su cabeza.
Boaz apuró los restos del vino de leche, y luego arrojó la garrafa contra el gaj.
—¡Bestia estúpida! —Empezó a dirigirse a la salida del cobertizo de los animales con paso tambaleante.
—Dime, Boaz, ¿crees que hablar a Tithian sobre Radurak conseguirá que el sumo templario te perdone? —gritó Rikus.
Boaz se detuvo en seco.
—¿Dónde has oído el nombre de Radurak?
Cualquier duda sobre lo que le había dicho el gaj desapareció de la mente de Rikus.
—No creo que te ayude —continuó el mul, pasando por alto la pregunta del entrenador—. Lord Tithian te seguirá culpando por no haberte dado cuenta de los poderes de Sadira, y también por dejarla escapar.
Rikus oyó moverse a Neeva en el oscuro rincón al cual se había retirado. Le dirigió una rápida mirada y vio que, aunque seguía mirándolo con resentimiento, había dejado que la capa le cayera de los hombros y lo observaba con atención. El mul lanzó un suspiro de alivio. No sabía qué iba a suceder, pero lo alegraba ver que ella lo apoyaría.
Boaz regresó y se detuvo frente a la celda de Rikus, poniendo buen cuidado en mantenerse fuera de su alcance.
—Será mejor que desees que levanten mi confinamiento —declaró el entrenador.
Aunque apestaba a leche fermentada, el semielfo parecía de improviso casi sobrio, y Rikus temió que le resultaría difícil atraerlo lo bastante cerca de la reja para poder atacar.
—La vida empieza a volverse aburrida en esta hacienda —continuó Boaz—. Cuando me aburro, me vuelvo irritable. Las cosas podrían volverse muy desagradables para ti y tus amigos si Tithian no se siente indulgente.
—Quizá debería hablar en tu favor ante el sumo templario —ofreció Rikus, sarcástico.
Detrás de Boaz, el gaj avanzó también, empujando las pinzas por entre los barrotes de su jaula en un esfuerzo por enganchar al entrenador. Las mandíbulas eran demasiado cortas para alcanzar al semielfo, pero a Rikus le dio la idea de que a lo mejor podría matar a Boaz y salvar a Sadira sin sacrificar su sueño de libertad.
El entrenador respondió a la oferta de ayuda del mul con una mueca de desprecio.
—Dudo que te deje vivir lo suficiente para poder hablar con lord Tithian.
Gaj, si quieres a Boaz, esto es lo que hay que hacer, transmitió mentalmente Rikus, con la esperanza de que el animal pudiera escuchar sus pensamientos de la misma manera que había escuchado los de Boaz. El mul le expuso un sencillo plan.
Tiene que estar vivo, fue la respuesta que recibió. Si muere antes de que mis antenas toquen su cabeza, su mente ya no me servirá de nada.
Sí, accedió Rikus.
—Cuando sea libre —le dijo a Boaz, aferrando con fuerza los barrotes de la puerta de su celda—, lo primero que haré será buscarte en una calle oscura…
El mul no tuvo tiempo de finalizar la amenaza; detrás del entrenador, el gaj escogió ese momento para lanzarse contra los barrotes de su jaula. Al chocar contra los barrotes de hierro, el caparazón de la bestia produjo un tremendo estrépito que resonó por todo el cobertizo de los animales, lo que desencadenó un inmediato coro de asustados chillidos y rugidos procedentes de las otras jaulas.
Tal y como Rikus esperaba, el sobresaltado entrenador saltó fuera del alcance del gaj, para ir a caer en los abiertos brazos del mul. Rikus agarró a Boaz por el cuello de la túnica y arrastró al semielfo en dirección a la reja. El asombrado entrenador hizo intención de gritar pidiendo ayuda, pero Rikus le aplastó una de sus enormes manos contra la boca.
—¡Rikus! —exclamó Neeva—. ¿Qué haces?
—Devolver a Sadira el favor de salvarme la vida —respondió el mul—. Coge sus llaves y abre la puerta.
¡No lo mates!, instó el gaj, retrocediendo en su jaula.
—Lo tendrás vivo… más o menos —contestó Rikus, apretando la boca de Boaz con todas sus fuerzas. Percibió una serie de satisfactorios crujidos a medida que los dientes delanteros del semielfo se rompían a la altura de las raíces.
Boaz gimió de dolor, al tiempo que intentaba coger el puñal que pendía de su cinturón. Rikus sujetó la muñeca del entrenador con la mano libre.
—Movimiento equivocado —anunció, haciendo pasar el brazo culpable por entre los barrotes. Apretó el antebrazo contra una de las barras hasta que escuchó un fuerte crujido; un lamento ahogado escapó de los labios amordazados de Boaz.
—Harás que nos maten —sentenció Neeva, colocándose junto a Rikus y sacando el llavero del cinturón de Boaz.
—No, si mi plan funciona —replicó Rikus, dedicando a su compañera de combate un guiño confidencial—. Pensarán que lo ha hecho el gaj.
—Será mejor que así sea —declaró Neeva, acercándose a la cerradura de la puerta e insertando diferentes llaves en ella en busca de la correcta.
Rikus miró al enano, que seguía sujetando a Anezka, aunque ya no parecía que hubiera que sujetarla.
—Yarig, será mejor que levantes la puerta para que Neeva se deslice por debajo.
—No me gusta —refunfuñó el enano—. No deberías haber hecho algo así sin preguntarnos antes.
Boaz intentó desasirse, y Rikus lo aplastó de nuevo contra la puerta sin desviar los ojos de Yarig.
—¿No te parece que preguntar habría estropeado la sorpresa?
—Eso no importa —repuso Yarig, tozudo—. Esto nos afecta a todos. No me importa si tú eres el campeón. No puedes tomar decisiones como ésta tú solo.
Rikus hizo girar los ojos y soltó la muñeca rota de Boaz.
—Tienes razón —concedió el mul—. Lo dejaré ir.
Anezka negó frenéticamente con la cabeza.
Neeva hizo girar una llave en la cerradura de la puerta y un sonoro chasquido resonó en la celda.
—Decide de una vez, Yarig —dijo la mujer.
—Empujaremos a Boaz hasta el gaj, nos volveremos a encerrar, y arrojaremos las llaves frente al corral de la bestia —explicó Rikus, aplastando otra vez al semielfo contra la puerta…, esta vez sólo porque le apetecía hacerlo—. Todo el mundo pensará que estaba borracho, que deambulaba por aquí, y se acercó demasiado a la jaula.
Yarig soltó a la halfling y levantó la reja despacio. Cuando consiguió alzarla lo suficiente para que Neeva pudiera arrastrarse por debajo, ésta pasó al pasillo y sujetó a Boaz desde fuera mientras Rikus abandonaba la jaula.
El largo pasillo estaba flanqueado a ambos lados por puertas de metal semejantes a aquella bajo la cual acababa de arrastrarse el mul. En algunas de ellas podía ver zarpas o tentáculos o manos vagamente humanoides que sobresalían de entre las rejas, pero aparte de esto cada jaula resultaba idéntica a las demás.
Mientras Rikus salía al pasillo, Neeva empujó a Boaz hacia una jaula situada a poca distancia. Un potente olor acre salía de ella.
—Rikus, a lo mejor podríamos arrojar a Boaz a un raakle en lugar de al gaj —sugirió la mujer.
¡No, Rikus!, gimió el gaj. ¡Lo prometiste!
El entrenador se echó hacia atrás, y sus ojos se vidriaron de espanto. Rikus no lo culpó por sentir miedo. Los raakles eran aves de brillantes colores del tamaño de un semigigante, pero sus bocas eran unos cortos picos tubulares no más anchos que el dedo de un hombre. Para digerir a sus presas, estas criaturas las sujetaban primero con sus poderosas garras de tres dedos, para luego escupir sobre ellas una especie de ácido pegajoso. Este líquido convertía tanto huesos como carne en un limo pulposo que el pájaro chupaba mediante su pequeña boca.
Aunque le habría gustado escuchar los gritos de Boaz al padecer la terrible agonía de ser digerido vivo, Rikus sacudió la cabeza negativamente.
—Di mi palabra —explicó—. Además, ser comido por un raakle no puede compararse al dolor que el gaj provocará al cerebro de Boaz.
—Si tú lo dices… —Neeva empujó a su prisionero hacia la jaula del gaj.
Rikus posó una mano sobre el hombro de su compañera y meneó la cabeza.
—Yo lo llevaré —anunció. Sustituyó con su mano la que Neeva había utilizado para mantener cerrada la sangrante boca de Boaz—. Quiero el placer de entregarlo al gaj yo mismo.
El gaj proyectó las mandíbulas hacia el pasillo tanto como pudo, mientras Rikus se acercaba a la jaula.
Boaz farfulló algo al mul. Aunque el entrenador hacía todo lo posible por parecer amenazador y seguro de sí mismo, el terror y el pánico le ablandaban las afiladas facciones.
El gladiador apartó la mano que cubría la boca del semielfo lo justo para poder oír lo que éste tenía que decir.
—No os saldréis con la vuestra —siseó Boaz—. Tithian averiguará lo sucedido, y Neeva será quien pagará por ello.
—Tú eres el único que va a pagar —lo interrumpió Rikus, aplastando un puño contra la caja torácica del semielfo. Boaz lanzó un grito y empezó a respirar con dificultad.
¡Por favor, Rikus!, suplicó el gaj. Entrégamelo ahora.
Boaz intentó pedir ayuda, pero, con las costillas y los dientes rotos, sólo brotaban murmullos incoherentes de sus labios. Rikus sonrió y empujó al semielfo al otro lado del pasillo. Las dentadas mandíbulas del gaj se cerraron sobre el abdomen del entrenador, y un par de antenas en forma de látigo surgieron de la jaula para enrollarse alrededor de la frente de su víctima.
A pesar de sus heridas, Boaz encontró las energías suficientes para gritar.