13: El paso verde
13
El paso verde
—¡Levántate! —gritó Rikus, clavando la severa mirada en Agis—. ¡No es hora de descansar!
El apuesto noble contempló al gladiador por unos segundos.
—No necesito tu permiso para sentarme —dijo luego con voz tranquila, apoyando de nuevo la cabeza entre las manos—. Ni para hacer ninguna otra cosa.
Se encontraban ascendiendo por las Montañas Resonantes, avanzando con dificultad por un empinado saliente de roca. A un lado, una espira de granito en forma de cono se alzaba amenazadora varios centenares de metros sobre sus cabezas, y al otro un precipicio cortado a pico caía en vertical más de mil metros. A los pies del precipicio se extendía el valle de Tyr. El objetivo de la penosa marcha se encontraba oculto en algún lugar más adelante: la lanza mágica que Ktandeo había mencionado a Sadira. Aquella arma, de todas las armas de Athas, era la única que les ofrecía el poder de acabar con el rey-hechicero.
—Nos movemos demasiado despacio —se quejó Rikus, temblando bajo el frío viento de la montaña.
El mul no llevaba más que el acostumbrado taparrabos y un par de resistentes sandalias, habiendo rechazado el caballeroso ofrecimiento de Agis de prestarle algo de más abrigo. En la mano, el gladiador empuñaba el único artículo que había condescendido a tomar prestado, un hacha de hueso con dos hojas gemelas colocadas la una junto a la otra.
Rikus indicó al frente, donde el saliente de roca terminaba al borde de la profunda sima.
—¿Dónde está Anezka? —inquirió—. Si la perdemos ahora, jamás podremos encontrar a Nok ni a la condenada lanza de Sadira.
—Seguro que ella regresará —dijo Agis, frotándose las sienes.
Aunque el noble iba vestido en lo que Rikus consideraba un estilo afectado —botas de marcha que le llegaban hasta la pantorrilla, pantalones de cuero, y un peto rojizo con una capa de lana a juego—, el mul se veía obligado a admitir que al menos las ropas del noble parecían abrigadas.
Agis dirigió la mirada hacia Sadira y Neeva.
—Las mujeres necesitan descansar —añadió.
Rikus siguió la dirección de su mirada y vio que Sadira se encontraba unos metros detrás del noble, vestida con unos pantalones de cuero y un chal de lana. En algún rincón de la casa de Agis, la joven había descubierto también un sombrero con aspecto de corona con un par de elegantes correas que descendían por su nariz y cruzaban bajo las mejillas a modo de máscara. El mul había visto a mujeres nobles ataviadas con sombreros semejantes, y le molestaba ver cómo Sadira imitaba orgullosa sus necias maneras de vestir.
Detrás de la semielfa apareció Neeva, ascendiendo por la ladera de la montaña con paso pesado pero regular. Desde luego, las únicas ropas que Agis pudo facilitar a una mujer de sus proporciones habían salido de sus recintos de esclavos, pero, de todos modos, se la veía muy cómoda con un par de pantalones de cáñamo y una áspera capa de lana, y totalmente a gusto con el trikal de hoja de metal en la mano. La mujer se había mostrado encantada cuando Agis se lo regaló, y eso preocupaba al mul más incluso que el cariño de Sadira por su nuevo sombrero. Este Agis de Asticles se tomaba demasiadas molestias para ganarse el aprecio de un grupo de esclavos fugados.
—Parece como si a las mujeres les fuera mejor que a ti —observó Rikus, mofándose de la debilidad del noble—. Al menos siguen andando.
A pesar de su inflexible actitud, Rikus sabía lo que le sucedía a Agis. Nada más iniciar la ascensión, todos los miembros del grupo habían sentido una cierta falta de resuello y un peculiar agotamiento, que, a medida que Anezka los conducía más hacia las cumbres de las montañas, se iba acentuando. Sentían unas punzadas insoportables en la cabeza, el mero esfuerzo de respirar hacía que sus pulmones parecieran a punto de estallar, y los músculos de sus piernas estaban como adormecidos por el cansancio. La diferencia entre Agis y sus compañeros era que el noble no estaba acostumbrado a las privaciones y penurias prolongadas, mientras que los otros las habían conocido toda la vida.
Haciendo caso omiso de la pulla del mul, Agis introdujo la mano en su morral y sacó su odre de agua. Estaba medio vacío, ya que no habían encontrado agua potable desde que habían penetrado en las montañas tres días atrás.
El noble abrió el gollete, y Rikus lo detuvo.
—No es hora de beber. Guárdalo para más adelante.
Agis dedicó al mul una mueca despectiva.
—Soy yo quien carga con él, de modo que beberé cuando me plazca.
—Nos estamos quedando sin agua —gruñó Rikus, acercándose al noble.
—Nuestras reservas no están ni mucho menos agotadas —replicó Agis—. Además, he estado en el desierto. Puedo encontrar más agua cuando se nos acabe. —El noble paseó la mirada por las áridas laderas de las montañas que los rodeaban, y luego añadió—: Bueno, al menos, antes de que corramos el peligro de morir. —Volvió a llevarse el odre a los labios.
El mul estiró una mano para coger el odre.
—¡Estas estupideces tuyas van a conseguir que muramos todos!
—¿Qué pretendes? —exclamó Agis, apartando el pellejo.
—¡Protegernos a todos nosotros de ti!
El mul se lanzó de nuevo sobre el odre de agua, y en esta ocasión lo cogió por el abierto gollete.
Agis tiró de él en sentido contrario, con la fuerza suficiente para evitar que el otro se lo arrebatara.
—Rikus, si seguimos así, vamos a derramar el agua que queda —dijo con un suave tono de altivez en la voz.
—¿Qué es lo que hacéis, vosotros dos? —gritó Sadira al llegar cerca de ellos.
Rikus hizo caso omiso de ella.
—No pienso dejar que te la bebas toda —anunció, negándose a ceder ante lo que consideraba una amenaza velada—. Antes la vertería en el suelo.
Agis soltó el odre.
—Eres lo bastante idiota para hacerlo, ¿no?
—Debería partirte la cabeza —replicó Rikus.
Sin dejarse impresionar por la amenaza, Agis se volvió hacia Sadira.
—No creo que Rikus hubiera podido ilustrar mejor mi punto de vista, ¿no te parece?
—No me involucréis en esto —repuso ella, frotándose las sienes—. Es algo entre vosotros dos.
—Si pasarais menos tiempo discutiendo, probablemente ya habríamos llegado al bosque de los halflings —los regañó Neeva, reuniéndose con ellos. En lugar de intentar colocarse junto a Sadira sobre el estrecho saliente, la luchadora se detuvo detrás de la semielfa—. Quizá lo que necesitamos es un jefe.
Rikus dedicó una sonrisa a su compañera de lucha, que se transformó en una mueca petulante al mirar a Agis.
—Buena idea —dijo, volviendo a atar la abertura del odre—. Beberemos cuando yo lo diga.
El noble arrugó la frente.
—Neeva dijo que necesitábamos un jefe, pero no he oído que nadie haya sugerido que seas tú.
—¿Qué otro podría ser? —contestó Rikus, mirando a Agis con desprecio—. Tú eres demasiado blando.
Los ojos de Agis echaron chispas.
—Pasé más de un año aprendiendo a sobrevivir en el desierto —declaró con voz tensa—. Dudo que tu posición social te haya concedido las mismas oportunidades.
—Estamos en las montañas, no en el desierto —le recordó Rikus, no muy seguro de si el noble había hecho el comentario como una reflexión o como un insulto—. Además, no me importa cuánto tiempo pasaste en el desierto. Todavía eres demasiado blando.
—Y tú eres demasiado simple —objetó Agis con ardor—. Confundes la intimidación con el mando, y el único sistema que conoces para solucionar un problema es matarlo.
Rikus contempló a Agis sin decir palabra. Probablemente había algo de cierto en las palabras del noble, pues no lo habían preparado para ninguna otra cosa que no fuera la lucha. No obstante, la idea no redujo su deseo de agarrar a Agis y arrojarlo por el precipicio.
—Ninguno de los dos debería ser el jefe —intervino Neeva, pasando por delante de Sadira.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que hemos de obedecerte a ti? —se mofó Rikus—. ¡No me digas que te unes a esa conspiración idiota para asesinar a Kalak!
Neeva le sostuvo la mirada sin parpadear.
—¿Qué te parece que hago aquí?
Rikus arrugó el entrecejo, incapaz de responder. Había dado por sentado que Neeva realizaba el viaje sólo porque él lo hacía. No se le había ocurrido que pudiera tener otros motivos.
—Si no estás aquí porque quieres matar a Kalak, ¿por qué insististe en venir? —preguntó Agis volviéndose hacia el mul. Éste señaló a la semielfa.
—Para proteger a Sadira. Salvó mi vida, de modo que tengo una deuda de honor con ella. Debo defender su vida hasta que esa deuda quede saldada.
—En ese caso no hay necesidad de que continúes adelante —declaró el senador con una sonrisa—. Soy perfectamente capaz de defender a la joven…
—Olvídalo —le espetó Rikus, dedicándole una mirada furiosa. No había dicho el auténtico motivo por el que se encontraba aquí: sencillamente quería estar junto a Sadira.
—¿Por qué no regresáis vosotros dos? —insistió Neeva—. Viajaríamos mucho más deprisa si no tuviéramos que detenernos cada pocos kilómetros mientras vosotros dos os peleáis por Sadira.
—Discuten, no pelean —apuntó Sadira—. Además, no hay nada por lo que tengan que luchar. Una mujer puede sentirse atraída por más de un hombre.
Neeva puso los ojos en blanco.
—Lo mismo que Rikus nos quiere a nosotras dos —siguió Sadira—. Nosotras no peleamos.
—No somos precisamente amigas —objeto Neeva con frialdad—. Y yo no diría que lo que Rikus siente por mí es amor. —Dicho esto, dirigió la vista al final del saliente—. Ahí está Anezka. Si hemos de llegar hasta Nok, lo mejor será que mantengamos su ritmo. No tardará en cansarse de esperarnos.
Rikus dedicó a Neeva una mirada furiosa, pero no dijo nada. Como de costumbre, su compañera había ido a dar en el quid de la cuestión con unos pocos comentarios sarcásticos.
Al volver la mirada al frente, el mul vio a Anezka de pie en el extremo del saliente contemplándolo a él y a los otros con una expresión enojada. La halfling giró en dirección al pico situado a su derecha y, abandonando el saliente, desapareció de la vista.
El mul la siguió y vio que había pasado del saliente a una pequeña repisa de roca. La repisa era tan estrecha que, a primera vista, no parecía más que una línea oscura que atravesaba la parte en sombras de la cima. Discurría por la ladera de granito hasta desaparecer por el lado opuesto de la montaña.
Rikus se tomó unos momentos para sujetar bien el hacha de dos hojas a su morral, y luego pasó a la repisa. Apenas si era más ancha que sus pies y estaba cubierta de una capa de arena suelta. Sin embargo, Anezka se movía por ella con la misma facilidad que si anduviera por el pasillo que conducía al gran estadio de Tyr. Rikus siguió sus pasos, no muy seguro de que la repisa fuera a aguantar su peso.
Descubrió con sorpresa que el estrecho saliente parecía bastante sólido, pero que la gruesa capa de tierra que lo cubría resultaba una amenaza constante. En dos ocasiones, durante los primeros pasos, las lisas suelas de sus sandalias resbalaron sobre la suelta superficie y estuvo a punto de verse precipitado al negro abismo que se abría a sus pies. Miró por encima del hombro para advertir a quien fuera detrás de él de lo traicionero del terreno, pero se contuvo al ver que esta persona era Agis. Aunque Rikus hubiera querido protegerlo, dudaba que el aristócrata hubiera tomado su advertencia amistosamente.
Rikus se colocó de cara a la montaña para poder utilizar ambas manos para sujetarse, y empezó a moverse muy despacio por la repisa, apartando la tierra con el pie antes de dar cada paso. Siempre había oído decir que no se debía mirar abajo cuando se estaba en un lugar elevado, de modo que intentó mantener la vista fija en la cima de la montaña.
Al cabo de un rato, descubrió que era un terrible error. El interminable cielo que se extendía sobre su cabeza le llenaba la mente de imágenes de un abismo sin fondo a sus pies. Llevaba recorrida casi una cuarta parte del camino cuando una imagen de su cuerpo cayendo a la sima pasó por su cerebro. Se vio rebotando por la escarpada pared, la musculosa figura volviéndose más pequeña a cada segundo que pasaba mientras el eco de su aterrorizado grito se apagaba en la lejanía. Finalmente, su cuerpo se encogió hasta convertirse en un punto y desapareció en el abismo.
Rikus desechó la visión lo mejor que pudo y siguió el penoso avance por la repisa. A mitad de camino, el mul se imaginó, no su fornida figura cayendo a la sima, sino la de Neeva. La vio rebotar en la pared del precipicio una vez, dos, para luego precipitarse silenciosamente al fondo del abismo. Sacudió la cabeza para aclararla y siguió adelante. Descubrió consternado que los músculos de las rodillas le temblaban.
Cuando ya casi había llegado al final, el pie delantero de Rikus resbaló en el momento en que apoyaba todo el peso del cuerpo sobre él. Lanzó un breve grito, pero consiguió sujetarse a los salientes de roca y evitar la caída. Las piernas le empezaron a temblar; su respiración se volvió entrecortada y rápida, y la visión se le llenó de puntitos blancos. El mul cerró los ojos y se aferró a los salientes con tanta fuerza que le dolieron los antebrazos.
Agis se deslizó hasta Rikus.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Necesitas ayuda?
—¡No! —siseó el otro, manteniendo los ojos cerrados—. Estoy bien. ¿Cómo les va a Neeva y Sadira?
—Mejor que a nosotros, me parece —respondió Agis—. Se han atado la una a la otra.
—¿Qué? Eso es una estupidez —opinó Rikus—. Si una cae, arrastrará a la otra con ella.
El rostro ceñudo de Agis estaba empapado en el frío sudor del miedo. Al igual que el mul, se aferraba a las rocas con tanta fuerza que las venas de sus antebrazos parecían a punto de estallar. Al noble también le temblaban las rodillas, pero no tanto como al otro.
A pesar de que le producía una peligrosa sensación de mareo, Rikus echó la cabeza hacia atrás para poder mirar a las dos mujeres. Se habían atado con una cuerda y avanzaban por la repisa con mucha más tranquilidad que los dos hombres. Primero avanzaba Neeva todo lo que daba de sí la cuerda. Sadira aguardaba en su lugar, observando a la otra mujer con gran atención, lista para lanzar un hechizo que las salvara a ambas de caer. Cuando la cuerda de Neeva quedaba tensa, ésta buscaba un lugar en el que poder apuntalarse, y, mientras Sadira se iba acercando, la gladiadora recogía la cuerda, lista para coger a la menuda hechicera en el momento en que ésta diera un paso en falso.
—No es mala idea —aprobó Rikus.
—Me pregunto si no deberíamos intentar algo parecido —sugirió Agis.
Rikus echó una mirada al morral que llevaba colgado a la espalda; luego miró por entre sus pies a las oscuras profundidades del abismo.
—¿Te crees capaz de sacar la cuerda de tu bolsa?
Agis miró abajo.
—No lo creo.
—Yo tampoco —confesó Rikus—. Tendremos que seguir adelante lo mejor que podamos.
El mul reemprendió el lento avance por la repisa. Al poco rato, Rikus olió una extraña fragancia, un olor terroso que no había percibido nunca antes. Parecía dulce y amargo al mismo tiempo, con un trasfondo de perfume y descomposición. Rikus miró hacia el oeste. Anezka los esperaba no muy lejos, en el lugar en el que la repisa daba la vuelta a la montaña.
Detrás de la halfling, una silueta borrosa ocupaba toda la extensión de la cordillera. Parecía una nube verdosa y turbia posada muy cerca del suelo. En ciertos momentos, las formas que adoptaba le recordaban vagamente a Rikus los escasos árboles vistos en el valle de Tyr, pero jamás había visto un árbol que se retorciese y agitase como éstos parecían hacer.
Al acercarse más, Rikus oyó los salvajes cacareos y chillidos de extrañas criaturas. Además, el viento traía consigo algo que el gladiador jamás había sentido sobre su piel: una neblina fría. En el aire flotaba el perfume de la lluvia recién caída, y el mul pudo ver ahora que la extraña silueta que ocupaba la parte superior de la cordillera era, en realidad, el conjunto formado por las copas de los árboles de un bosque; un bosque que parecía bailar, pero un bosque de todos modos.
El mul no podía contar el número de veces que habían coronado cordilleras o pasos de montaña similares durante los últimos días. En cada ocasión habían esperado ver aparecer ante ellos los enormes bosques de los halflings, para encontrarse sólo con las laderas rocosas de montañas aún más altas ocultas detrás de la que acababan de franquear. Rebosante ahora de alegría y excitación, Rikus volvió la cabeza y dedicó a Agis una amplia sonrisa.
—¡Hemos llegado! —dijo, señalando la cadena de montañas.
El pie del mul resbaló entonces, pasando inesperadamente la mitad del peso de su cuerpo a la mano sujeta todavía a la pared de la montaña. Sus dedos se despegaron del saliente y arañaron la pared intentando aferrarse a cualquier minúscula protuberancia de la superficie rocosa.
Rikus se dobló hacia atrás.
La pared de la montaña pareció apartarse de él, y Rikus se encontró contemplando la inmensa bóveda del cielo azul. La distante cima centelleó ante sus ojos unos segundos, y luego oyó cómo Agis lo llamaba.
Rikus vio cómo los pies le pasaban por encima de la cabeza; luego las marrones profundidades de la sima parecieron precipitarse a su encuentro. A lo lejos escuchó gritar a Neeva y Sadira, e incluso le pareció oír un gorjeo de soprano procedente del lugar donde se encontraba Anezka. Rikus dio una nueva voltereta y vislumbró a Agis mirándolo con intensa concentración mientras le apuntaba con un largo dedo.
El mul tuvo la impresión de que su corazón dejaba de latir. Una sensación de terror nauseante y vertiginosa se apoderó de su estómago, y sus oídos se llenaron con el sonido de sus propios gritos. Deseó lo único que podía desearse ante tales circunstancias: morir de miedo antes de que su cuerpo estallara en un torrente de sangre al chocar contra las rocas del fondo.
Cuando volvió a girar sobre sí mismo por el impulso de la caída, un círculo de oscuridad apareció bajo su cuerpo y lo envolvió. Una helada ráfaga de viento le arrebató el aire de los pulmones. Mientras atravesaba el negro túnel, Rikus tuvo tiempo de preguntarse de dónde habría salido aquel círculo, pero, antes de hallar la respuesta, su cuerpo fue a chocar contra el suelo.
Se le cortó la respiración, y todo su cuerpo se convirtió en una masa dolorida. El mul se enroscó sobre sí mismo en posición fetal. Para sorpresa suya, el dolor continuó. Se sintió patinar por una empinada ladera y, cuando abrió los ojos, descubrió verdes helechos y un suelo negro y fértil bajo las mejillas.
Unas fuertes manos diminutas lo sujetaron por los hombros y detuvieron su descenso. Rikus levantó los ojos, y ante ellos aparecieron las suaves y familiares facciones de un rostro pequeño de mirada extraviada.
—¿Anezka? —jadeó, descubriendo con gran asombro que todavía respiraba.
La halfling le dedicó una mueca y asintió con la cabeza. Apoyando firmemente los pies a cada lado de los hombros de Rikus, la mujer consiguió tirar de el hasta colocarlo en una posición más o menos sentada. El mul lanzó una ahogada exclamación ante el panorama que se ofreció a sus ojos.
Las montañas de este lado de la cordillera eran más empinadas que las que daban a Tyr. En lugar de desnudas rocas de color amarillo anaranjado, las laderas de este lado estaban cubiertas por un espeso bosque de coníferas de agujas de color añil. Estos gigantescos árboles daban la impresión de estar realizando alguna primitiva danza giratoria; sus rojos troncos estaban segmentados en articulaciones giratorias que crujían y gemían a medida que el fuerte viento los retorcía obligándolos a adoptar una interminable sucesión de formas distintas.
Había también árboles más pequeños —al menos Rikus los consideró árboles— con grandes troncos de corteza blanca en forma de bolas. De la parte superior de estos globos surgían torrentes de enormes frondas en forma de corazón.
Largas tiras de musgo colgaban de las ramas de ambas clases de árboles, de cuyos adamascados mechones brotaba una sorprendente y colorida colección de hongos, la mayoría en forma de campanas, cuya circunferencia era tan grande como el puño de Rikus. Sobre el suelo florecía una abultada y ondulante masa de maleza amarilla. A lo lejos, ante los ojos de Rikus, se alzaban más de una docena de empinadas cadenas cubiertas con la misma abundante vegetación.
Una nube enorme cubría la base de las montañas como una inmensa manta de algodón, despidiendo unos destellos rosáceos bajo la luz del sol poniente. Esa misma nube enviaba zarcillos de espesa neblina al interior de cada uno de los profundos valles situados entre las montañas que tenía delante.
Rikus apenas si se dio cuenta cuando Agis apareció a su espalda.
—Disculpa por el accidentado aterrizaje.
El mul no prestó atención a la disculpa.
—Es una suerte que Anezka viniera con nosotros —dijo, indicando el enorme bosque que tenían más abajo—. Sin ella, jamás podríamos encontrar a Nok en medio de todos esos árboles.