7: La subasta

7

La subasta

En cuanto Agis penetró en el improvisado corral de esclavos, sus ojos fueron a posarse en un hombre de blancos cabellos que se encontraba en medio del grupo de nobles allí reunidos. Aunque el anciano era tan sólo unos centímetros más alto que los que lo rodeaban, destacaba en medio de la vociferante muchedumbre en virtud de su silencioso comportamiento. Una esclavina de color marfil le cubría los hombros, y en la mano sujetaba un bastón con un puño de obsidiana que despejó cualquier duda que pudiera tener Agis sobre su identidad: se trataba del hechicero que le había devuelto la daga en la Plaza de las Sombras.

—¿Qué hace en una subasta de esclavos? —murmuró Agis.

—Comprar esclavos, sospecho —respondió Caro, sarcástico—. ¿No es eso lo que se hace en estos inicuos asuntos?

—Fuiste tú quien pidió venir, Caro. Si no piensas comportarte, quizá debería enviarte a casa —replicó Agis.

Agis y Caro se encontraban, junto con otros cincuenta nobles y el hechicero, bajo la sombra del puente del Elfo, una antigua construcción que atravesaba el polvoriento lecho del río Olvidado. Según la leyenda, el fastuoso puente había cruzado en una ocasión un ancho estuario de aguas perezosas y brillantes. Ahora, la construcción no era más que una reliquia inútil, pues todo lo que quedaba debajo era la corta curva de un barranco reseco cerrado a ambos lados por montañas de escombros. Las únicas señales de agua en el lecho del río eran blancas costras de cal y lodo de dos décadas de antigüedad que todavía eran visibles en las bases de los pilares, restos de la última vez que había llovido en Tyr.

En esos momentos, una emprendedora tribu de elfos utilizaba la zona de debajo del puente como corral de esclavos. Habían formado una pequeña plaza por el sencillo método de alzar cuatro paredes de sucio cáñamo e invitado a un selecto grupo de nobles a asistir a una subasta ilegal. A juzgar por las abultadas bolsas que colgaban hoy de los cinturones de los nobles, los elfos cerrarían buenos tratos en esta ocasión.

Agis volvió su atención al anciano.

—Ven, Caro —indicó, empezando a cruzar la plaza—. Vayamos a hablar con nuestro amigo.

En los días que siguieron a la revuelta de la plaza, no había habido la menor indicación de que los templarios supieran de la participación de Agis en el asunto. Tampoco habían interrogado a Jaseela. Agis podría haber desterrado el recuerdo de su implicación en todo el asunto, pero no quería hacerlo. Al matar al semigigante, había cruzado una línea intangible. Ahora, para bien o para mal, era un rebelde.

Seguido de cerca por su anciano criado, el noble se abrió paso por entre la muchedumbre. Varios conocidos lo invitaron a detenerse y chismorrear un poco, pero se arriesgó a parecer maleducado devolviéndoles respuestas concisas y siguiendo su camino.

Cuando consiguió llegar junto al hechicero, una pareja de elfos de más de dos metros de altura se encontraban ya en el interior de la improvisada plaza. Con suma educación, los dos recién llegados despejaron un espacio en el que pudieran exhibir a los esclavos.

—Volvemos a encontrarnos —saludó Agis, sonriendo al hechicero.

El anciano le dedicó una mirada sin expresión.

—¿Te conozco?

Aunque Agis estaba seguro de que el hombre lo reconocía, decidió seguir su juego.

—Hace algunos días tuvisteis la amabilidad de indicarme la forma de llegar a El Kank Rojo.

El rostro del anciano mantuvo su expresión agria y desinteresada, pero respondió:

—Veo que sobreviviste a tu pequeña expedición.

—Sí, gracias —repuso el noble, tendiéndole la mano—. Me llamo Agis de Asticles.

El hechicero hizo caso omiso de la presentación y volvió la cabeza.

—No me des motivos para lamentar lo que hice por ti.

—Me sorprende veros aquí —observó Agis con tranquilidad, pasando por alto la afrenta.

—Los nobles no son los únicos que necesitan esclavos —comentó el anciano.

—No creía que la Alianza del Velo tolerase la esclavitud.

—Me has confundido con alguna otra persona —dijo el hechicero enarcando una ceja y, sin esperar respuesta, se introdujo entre la gente y se alejó de Agis.

Por un momento, el noble consideró la posibilidad de seguir al anciano para abordar el tema de una coalición entre él y la Alianza del Velo. Por desgracia, sospechaba que insistir en aquella cuestión en un lugar público haría que el hechicero se sintiera menos inclinado aún a escuchar. El noble se dijo que, si el anciano asistía a una subasta de esclavos, debía de ser por una buena razón. Por lo tanto, si observaba con atención, quizás averiguaría algo que le permitiera acercarse a la Alianza del Velo, y en mejores circunstancias.

Un elfo de piel blanquecina y cabellos negros penetró en la plaza. En lugar de la típica chilaba del desierto que prefería la mayoría de elfos, éste vestía una elegante esclavina de lana cardada. El elfo levantó las manos para hacer callar a los presentes.

—Caballeros y damas, bienvenidos. Soy vuestro anfitrión, Radurak, y es un gran placer para mí presentaros una colección de esclavos traídos desde la lejana Balic…

—Tu tribu no ha salido de Tyr en seis meses —gritó un noble.

Radurak inclinó su sombrero ante el noble.

—Los incursores de Guthay tienen muchos guerreros —respondió con una sonrisa maliciosa—. Unos cuantos de nosotros hemos estado en Balic más recientemente de lo que pensáis.

Varios nobles mostraron su claro escepticismo ante esta declaración. Aunque fuera verdad lo afirmado por Radurak, habría resultado muy difícil mover a un número considerable de esclavos a través de tal distancia con tan sólo unos cuantos guerreros. Lo que parecía más probable era que los elfos hubieran robado los esclavos a tratantes legítimos. De no haber sido por la presencia del anciano y su propia desesperada necesidad de esclavos, Agis se habría marchado en aquel mismo instante. No le gustaba tener tratos con ladrones.

—Doy por sentado que toda la mercancía que ofreces procede de un depósito legal de esclavos —gritó otro noble.

—Desde luego —respondió Radurak—. Por desgracia los sellos de propiedad fueron robados por bandoleros, a menos de un kilómetro de Tyr. Tenéis mi palabra de que cada uno de los excelentes ejemplares que vendo es propiedad de mi tribu.

La afirmación provocó un estallido de carcajadas por parte de los escépticos aristócratas. Por fin, una voz se hizo oír por encima de las risas.

—¡Empecemos de una vez! Quisiera tener a mis esclavos bien guardados en mi mansión antes de que anochezca.

Agis miró en dirección al que hablaba y descubrió que se trataba de Dyan. Decidió no saludar al corpulento noble, pues ya no sentía ninguna afinidad con los cobardes que los habían abandonado a él y a Jaseela en la plaza.

—Sea como pides —dijo Radurak con una profunda inclinación.

Durante el resto del día, Radurak y sus elfos presentaron una variopinta colección de pordioseros, borrachos y cretinos que habían reunido para la subasta. Pasada la primera hora, Agis ya no tenía dudas de que todo aquel grupo había salido de las callejuelas del mercado elfo. En un momento de la subasta, el anciano hechicero alzó una mano para secarse el sudor de la frente, y Agis vislumbró una gruesa bolsa que colgaba del cinturón bajo el blanco capote. Desde luego, el hombre había acudido a comprar algo, aunque Agis no se imaginaba qué.

A medida que transcurría la tarde, los nobles empezaron a refunfuñar sobre la calidad de la mercancía y a quejarse con amargura de que la mitad de los esclavos morirían aun antes de llegar a las haciendas. Radurak aceptó las protestas con tranquilidad y siguió sonriendo, y con razón. Se estaba pagando por los esclavos diez veces más de lo que valían. Algunos nobles desesperados pujaban incluso por hombres tan débiles que tenían que ayudarlos a entrar en el cercado.

Por fin, cuando empezó a oscurecer y la plaza se llenó de oscuras sombras, los elfos dejaron de traer más esclavos al interior del improvisado patio.

—Me temo que habéis agotado mis existencias —anunció Radurak.

Un murmullo de desilusión recorrió el recinto. A pesar de lo malos que eran los esclavos del elfo, eran lo único que había podido conseguirse en Tyr desde que Tithian había iniciado las confiscaciones.

El pálido elfo les dedicó una cálida sonrisa, y alzó las manos.

—Como una forma de daros las gracias por vuestro mecenazgo, os tengo un regalo especial.

Radurak dio dos palmadas. Al momento, una pareja de elfos escoltó a una esbelta mujer semielfa al centro del patio. En consideración a sus clientes humanos, los elfos sostenían un par de antorchas que arrojaban una seductora luz amarilla sobre la esclava. Agis pudo apreciar que era tan hermosa como cualquier aristócrata, con una figura esbelta y facciones elegantes. La larga cabellera ambarina le caía sobre los hombros en sedosas ondas, y sus pálidos ojos azules eran tan transparentes como la más delicada de las piedras preciosas. Si Agis hubiera sido del tipo de hombre que toma concubinas, ésta era la mujer que habría querido tener.

Radurak había vestido a Sadira con una túnica de gasa que dejaba entrever lo suficiente de sus encantos como para que cualquier hombre quisiera ver más, pero ella se movía con una torpeza deliberada que esperaba la haría parecer incapaz y estúpida. No la ilusionaba en absoluto ser vendida en la nefasta subasta de Radurak, y estaba decidida a hacer todo lo posible para conseguir que pagaran por ella un precio muy bajo.

Había sido Radurak quien le había ofrecido refugio a Sadira en su huida de los hombres del rey tres noches atrás. En cuanto la semielfa traspuso la puerta desde la que el elfo la había llamado, éste vació un frasco de líquido ponzoñoso en el umbral, que llenó el aire de unos vapores insoportables. Se habían alejado de la puerta justo antes de que los cilops llegaran a ella, pero Sadira pudo oír cómo los animales lanzaban terribles chillidos de dolor. Al cabo de unos instantes, toda la plaza se llenó de gritos de miedo cuando las bestias empezaron a correr como locas por todas partes, atacando todo lo que encontraban.

Radurak aprovechó la confusión para conducir a Sadira a través de un laberinto de salas y habitaciones, hasta salir por fin a una callejuela situada al otro lado del edificio. Nada más salir la hechicera por la puerta, varios de los miembros de la tribu del elfo se apoderaron de ella, y la ataron y amordazaron. Poco después, Radurak descubrió la existencia de su libro de conjuros y se lo quitó, amenazando con destruirlo si la muchacha le causaba problemas. También ofreció devolvérselo si no intentaba escapar antes de ser vendida. Sadira aceptó estas condiciones de mala gana, pues los conjuros eran demasiado valiosos para perderlos, aunque tenía sus dudas sobre si el elfo mantendría o no su palabra. Si no era así, ya se le ocurriría a ella una forma de hacérselo pagar.

—Yo, personalmente, compré a esta esbelta belleza en los mercados de esclavos de Gulg —mintió Radurak—, donde se decía que es la hija de un caudillo de la gran tribu sari…

—Señor, me habéis confundido con alguna otra —interrumpió Sadira, sonriendo con dulzura y mirando al repulsivo elfo con un coqueto parpadeo—. Jamás he salido del valle de Tyr.

Su interrupción provocó un torrente de carcajadas entre los nobles reunidos allí, pero Radurak no lo encontró divertido. Se acercó a ella y, abofeteándola con el dorso de la mano, siseó:

—Acuérdate de tu libro, muchacha.

Antes de que Sadira pudiera responder, la voz de Ktandeo preguntó:

—¿Cuánto?

—Cincuenta en oro —respondió Radurak.

Era costumbre entre los elfos celebrar las subastas marcando un precio y vendiendo al primero que lo pagara, o, si eso no sucedía, a quien más se acercara.

—Los pago —replicó Ktandeo.

Sadira lanzó un suspiro de alivio. Sin duda Ktandeo la había visto aceptar la ayuda del elfo, de modo que no la sorprendía que el anciano la hubiera localizado. Tampoco la sorprendía que acudiera en su ayuda, pues, como él mismo había dicho, sería desastroso si caía en manos de los templarios. La hechicera se asombró, no obstante, al verlo aceptar el precio del elfo, pues siempre le había parecido una persona más astuta que eso.

Radurak sonrió al anciano.

—Sois un caballero que aprecia la calidad, señor.

Un murmullo de estupor recorrió a los allí reunidos, ya que el precio era cinco veces mayor que lo que se había pagado por cualquier esclavo aquel día. En esos momentos era ya demasiado oscuro para que Agis pudiera ver la expresión del hechicero, pero no tenía la menor duda de que la joven esclava era el motivo de la presencia allí del hombre.

—Pagaré cincuenta y cinco en oro —anunció Agis, rompiendo el protocolo establecido para las pujas. La excitación se apoderó de la multitud.

—Habéis caído muy bajo, amo —siseó Caro.

—No la quiero para mí —explicó Agis, indicando al enano que permaneciera en silencio.

—Sesenta en oro —dijo el anciano, con voz firme.

Radurak paseó la mirada de uno a otro hombre; luego se encogió de hombros y sonrió.

—Parece que he subestimado el valor de mi mercancía. Mi tribu está abierta a cualquier oferta.

Agis hizo intención de volver a hablar, pero entonces cambió de idea de improviso. De repente, pujar contra el anciano parecía algo estúpido. Empezó a pensar que ya poseía cientos de esclavos y que ésta no era en realidad tan especial como parecía. También le pasó por la mente la idea de que Radurak había esperado hasta el anochecer para ocultar algún defecto que resultaría muy visible al día siguiente por la mañana.

—¿Quiere volver a pujar el caballero de la derecha? —inquirió Radurak—. Esta muchacha es una auténtica belleza. Estoy seguro de que no lo lamentaréis.

Las palabras del elfo devolvieron a Agis a la realidad, y se dio cuenta de que los pensamientos que le habían pasado por la mente no eran suyos en realidad; una influencia externa los había colocado allí. Gracias a su formación dentro de las técnicas del Sendero supo que la influencia no podía ser de naturaleza paranormal. Habría percibido cómo entraba en su mente, de ser así.

No sin cierto sobresalto, Agis comprendió que el anciano lo había hechizado. Iba a quejarse, pero se dio cuenta de que en una subasta celebrada en un sitio como ése por una tribu de elfos, su protesta parecería absurdamente cándida y cómica. Así pues, dijo:

—Sesenta y cinco en oro.

Agis se volvió a Caro para musitarle:

—Mantén la puja. Haz lo que sea, pero no dejes escapar a la semielfa.

—Pero si es sólo…

—¡Hazlo! —ordenó Agis—. Ya comprenderás el motivo más tarde.

El noble cerró los ojos y visualizó una sólida pared de árboles de pharo surgiendo del suelo para rodear su intelecto, con sus ramas cubiertas de espinos tan densamente entrelazadas que era imposible que nada, ni aun del diminuto tamaño de un gusano-aguja, pudiera arrastrarse por entre el seto sin quedar hecho trizas. Esta barrera viviente siguió creciendo y se arqueó por encima de su mente como un emparrado, protegiéndolo tanto de ataques que llegaran por arriba como por los lados. Mentalmente imaginó las raíces de los árboles penetrando en lo más profundo de su ser, absorbiendo su nexo de energía en busca de la fuerza que convertiría en resistentes sus defensas. La barrera no era impenetrable —nada lo era para un maestro del Sendero—, pero Agis sabía que al hechicero le costaría conseguir introducir cualquier otro hechizo a través de ella.

Una vez que tuvo la mente bien defendida, Agis se dispuso a atacar la de su oponente. Por lo general, no se habría rebajado a utilizar el Sendero para ganar una subasta, pero, si el anciano recurría a la magia, Agis no veía nada deshonroso en utilizar sus habilidades.

El senador abrió los ojos y miró al otro lado del patio. Aunque estaba muy oscuro para ver el rostro del hechicero, Agis se representó mentalmente los astutos ojos castaños del anciano. Cerrando su mente a cualquier otra cosa que no fueran esos ojos, reunió la energía paranormal suficiente para crear un mensajero psíquico, en este caso una lechuza. Dio a la lechuza plumas del mismo color que los ojos del hechicero y la envió volando silenciosamente hacia su oponente. Cuando el ave llegó a su objetivo, las marrones plumas desaparecieron en los dos iris de los ojos del anciano, para luego deslizarse al interior de lo que se encontraba más allá de ellos.

Agis, que había enviado un fragmento de su intelecto junto con la lechuza, se sintió anonadado al penetrar en la mente del hechicero. La actitud brusca y la constante expresión huraña del viejo habían hecho pensar al aristócrata que encontraría un lugar turbulento y áspero, tan violento como el mismo desierto athasiano, con ardientes fogonazos de cólera y fríos relámpagos de desprecio moviéndose en todas direcciones. En lugar de ello, se encontró con lo que más bien parecía un oasis feliz en una noche en calma, una charca llena de aguas azules rodeada por un bosquecillo de árboles robustos capaces de resistir cualquier viento. Agis quedó tan sorprendido que vaciló antes de hacer descender a su lechuza para reclamar el control del lugar.

En ese momento, el anciano advirtió que invadían su cerebro, y, de improviso, un millar de alcaudones blancos surgieron de los árboles y volaron en dirección a la lechuza de Agis. Cada una de las pequeñas aves lanzó un agudo y ensordecedor chillido de advertencia. El noble plegó las alas de su rapaz y descendió en picado en dirección a la charca, pero los alcaudones atacaron, desgarrando las plumas de la cola del ave y picoteándole los ojos.

Agis se disponía a cambiar su sonda por algo menos sutil pero más poderoso, cuando los alcaudones acabaron finalmente con la lechuza. El aristócrata tuvo una fugaz visión de un pico y un puñado de plumas cayendo sobre la charca del oasis, y luego se encontró de nuevo mirando a su oponente desde el otro extremo del oscuro patio.

El noble tardó unos segundos en recuperar el aliento, pues la batalla y la pérdida de la lechuza le habían costado una cantidad considerable de energía. No obstante, aunque dudaba poder volver a penetrar en la mente del hechicero, le quedaba aún mucha energía y existían tantas formas de utilizar el Sendero como hombres andaban sobre la superficie de Athas. Encontraría otra forma de atacar y lo intentaría otra vez.

—¿Cómo está la puja, Caro? —preguntó.

—Setenta y uno en oro.

Desde el otro extremo del recinto, la voz del anciano gritó con fuerza:

—¡Setenta y cinco!

—Ochenta —respondió Agis sin reflexionar.

Un murmullo recorrió el patio. Se podían conseguir gladiadores mul por ochenta piezas de oro.

No llegó ninguna respuesta desde el otro lado. La joven esclava contempló a Agis con sus transparentes ojos, y enseguida los volvió en dirección al anciano.

—¿Habéis terminado de pujar? —preguntó Radurak, dirigiendo su mirada al anciano.

—Retiro mi oferta.

Ante la sorpresa de Agis, la voz había surgido de un lugar muy próximo a él. ¿Había hablado Caro? Agis bajó los ojos y vio un par de labios que se habían formado sobre el polvo a sus pies. No se veía ni nariz, ni barbilla, ni ningún tipo de rostro: sólo una boca.

Mientras el noble los contemplaba, los labios se abrieron y dijeron:

—Retiro mi oferta.

El rostro de Radurak expresó una tremenda desilusión al mirar a Agis.

—¿He oído bien?

El senador colocó una bota sobre la boca del suelo y negó con la cabeza. La boca intentó volver a hablar, pero todo lo que consiguió salir de ella fue un ahogado murmullo incoherente. Cuando estuvo seguro de que los labios mágicos del hechicero no lo interrumpirían de nuevo, Agis anunció:

—He querido decir ochenta y cinco en oro.

—Una maniobra atrevida —dijo Radurak con una sonrisa de alivio, volviéndose en dirección al anciano—. ¿Podéis mejorar su oferta?

Esta vez, el noble estaba listo para pagar al hechicero con la misma moneda. Utilizó el Sendero para crear un túnel invisible que terminara exactamente en la boca de su adversario. Cuando el anciano habló, Agis formó en silencio las palabras que quería que salieran de los labios de éste.

—No tengo tanto.

La voz era la del viejo, pero las palabras eran de Agis. El noble se sintió orgulloso de la forma en que la voz se quebró llena de desilusión.

—Qué mala suerte —gorjeó Radurak, compasivo, antes de hacer una señal a Agis para que se adelantara.

El anciano fue a protestar, pero una vez más Agis plantó sus propias palabras en la boca del hechicero.

—Quizá me fiaríais el resto…

Esto provocó grandes carcajadas en todos los reunidos bajo el puente. El hechicero dirigió una mirada amenazadora a Agis, pero el noble hizo caso omiso de él y avanzó, desatando la bolsa que pendía de su cinturón. Sus dedos temblaban de agotamiento mientras deshacía el nudo; el enfrentamiento con el hechicero estaba afectando a sus fuerzas.

La esclava lo miró con una expresión de desprecio en el rostro. Murmuró algo por lo bajo e hizo un gesto a Agis para que regresara a su lugar.

—¡Jamás me pondrás las manos encima, engendro de mekillot mal nacido!

El pie de Agis tropezó con un obstáculo invisible, y se encontró cayendo de bruces sobre el polvo. Apenas si tuvo tiempo de volver a guardar la pesada bolsa de dinero antes de que su cuerpo chocara contra el duro suelo.

Varios de sus colegas efectuaron comentarios obscenos sugiriendo que Agis debería concentrarse en lo que hacía y esperar hasta llegar a casa para pensar en lo que iba a hacer con su trofeo. El noble se incorporó, aceptando las chanzas con buen humor.

—He encontrado unas cuantas monedas más, Radurak —se dejó oír la voz del hechicero—. Aumento mi oferta a noventa en oro. —El anciano dirigió una rápida mirada a Agis, haciendo un gesto en su dirección como si lo invitara a alejarse.

Agis permaneció donde estaba, y gritó:

—¡Noventa y cinco!

La oferta provocó una mirada de sorpresa en Radurak. El elfo arrugó el entrecejo y preguntó a Agis:

—¿Habéis visto alguna vez a Ral y Guthay bailando una giga de dos tiempos?

—¿De qué estás hablando? —inquirió el noble.

Esta vez el elfo lo miró furioso y respondió:

—Deberíais andar sobre vuestras manos hasta Gulg.

Con el corazón encogido, Agis comprendió que el anciano le había lanzado un nuevo hechizo. Cualquier cosa que se le dijera llegaba a sus oídos bajo la forma de algo totalmente disparatado, y, a juzgar por la expresión de Radurak, sus propias palabras se convertían también en incoherencias.

El elfo indicó a Agis que regresara a su lugar e invitó al hechicero a acercarse. Al ver que el noble no obedecía al momento, dos largiruchos compatriotas del elfo se dispusieron a avanzar para hacer valer la orden de su jefe. Agis decidió que nada conseguiría discutiendo en su estado actual…, excepto, quizás, iniciar una pelea. Retrocedió de mala gana, y se quedó mirando al anciano mientras éste avanzaba despacio.

Cuando el hechicero se situó bajo la luz de las antorchas, Agis vio el bulto que hacía la bolsa del anciano bajo el capote, y esto le dio una última idea desesperada. Deslizó su mano vacía bajo la capa e imaginó que desaparecía del extremo del brazo, llamando en su ayuda al Sendero para conseguir que esto sucediera. Sintió un agudo dolor circundando su muñeca, y luego ya no notó nada más allá de ésta.

El anciano se detuvo frente a Radurak e introdujo la mano bajo su capote. Sin sacar el muñón de su brazo de debajo de la capa, Agis extendió la mano en dirección al oro del hechicero. Con la ayuda, una vez más, del Sendero, visualizó su mano bajo las ropas del anciano, agarrada a la bolsa. De improviso sintió la pesada bolsa en su mano, como si ésta siguiera sujeta a su brazo, aunque existían varios metros de insensibilidad entre el antebrazo y los dedos.

El hechicero desató los cordones de la bolsa, momento que Agis aprovechó para dar un tirón del saquito de piel, dando por terminado al mismo tiempo el gasto de energía paranormal que mantenía su mano separada de su muñeca. La sensación en la muñeca regresó a la normalidad, y ahora sujetaba en la mano cefrada un pesado saco de monedas de oro.

Al sentir que le arrebataban la bolsa de la mano, el anciano giró en redondo y señaló a Agis con un dedo rechoncho.

¡Descubriréis que el agua del pozo negro es la que sabe mejor! —rugió.

Agis se encogió de hombros ante aquellas palabras tan disparatadas. Sin dejar de sujetar la bolsa del otro bajo la capa, miró a Radurak enarcando las cejas. Antes de que el elfo pudiera responder, el hechicero le dijo algo, indicando al noble con un dedo acusador.

Mientras el anciano permanecía de espaldas a él, Agis aprovechó para colocarse pegado a Caro y entregar al enano la bolsa que acababa de robar.

Desde luego, lo que el anciano decía no tenía el menor sentido para Agis, estando como estaba bajo los efectos del hechizo, pero contaba con la legendaria codicia de los elfos para que discutiera por él. Puesto que no había oro en las manos del anciano, el noble esperaba que Radurak lo despacharía rápidamente.

Tal y como había pensado Agis, el cabecilla elfo se encogió de hombros ante las quejas del hechicero, e hizo una señal a Agis para que se acercara.

—¡Traedme los pulmones y riñones de vuestra cabra favorita!

Sin arriesgarse a contestar, el noble se colocó junto al elfo y contó las noventa y cinco monedas mientras los otros nobles abandonaban el lugar con sus adquisiciones. Una vez que Agis hubo abonado la cantidad exacta, Radurak hizo que sus ayudantes trajeran a la esclava al frente, y ofreció su mano al noble con estas palabras:

—Llevad a esta mujer a la cima de la montaña más próxima. La luz de la luna beneficiará su piel.

La semielfa dedicó al hechicero una mirada llena de desaliento; éste, por su parte, contempló a Agis furioso durante algunos segundos, antes de volverse hacia la esclava y decir:

En los campos de pharo están batiendo ventanas enormes. Por el momento estarás bien con él.

Agis lanzó un suspiro de alivio al ver que la segunda parte de las palabras del anciano sí tenían sentido. Al parecer, el hechizo era de duración corta y ahora podía oír y hablar con normalidad. Avanzó hacia el anciano.

—Antes de que os vayáis…

El hechicero interrumpió a Agis clavándole la punta del bastón en el pecho.

—La respuesta es no —escupió, tras lo cual dio media vuelta y salió del improvisado corral de esclavos.

Haciendo una señal a Caro para que se acercara con la bolsa del hechicero, Agis hizo intención de seguirlo.

—Escuchadme al menos.

La recién adquirida esclava lo detuvo.

—Me llamo Sadira —dijo, colocándose frente a él.

Agis intentó rodearla, pero ella siguió impidiéndole el paso. Con los fríos ojos azules clavados en él, la joven añadió:

—No sé por qué me has comprado, pero te aseguro que has desperdiciado tu oro.