Prólogo

La patrulla había salido de Marsember, con la misión de proteger las granjas que lindaban con el bosque en forma de lágrima llamado del Ermitaño. El sargento, Ogden el Centauro, era uno de los mejores de Cormyr, y gozaba de la fama de mantener su sector libre de bandoleros.

A las órdenes de Ogden habían servido doce jinetes. Formaban un grupo de soldados típicos: media docena de jóvenes holgazanes, un par de borrachos, dos hombres de valía y dos asesinos. Como era de suponer, estos últimos eran insubordinados y habían prometido añadir a Ogden a su corta lista de víctimas, si bien ninguno de ellos jamás había conseguido reunir el valor suficiente para atacar al sargento.

Ahora ya no volverían a tener ni siquiera la oportunidad de intentarlo. La patrulla de Ogden yacía a unos cien metros al norte del bosque del Ermitaño; todos muertos, hasta los caballos. El Dragón Púrpura, blasón del rey Azoun IV, aún resplandecía, y el acero bruñido de las armaduras brillaba cuando la luz de la luna aparecía entre los nubarrones y alumbraba sus cuerpos.

Pero ahora la pulcritud y el lustre no tenían importancia. Los chacales y los cuervos habían hecho acto de presencia el día anterior, y dejado una espantosa carnicería a su paso. Ira había perdido las orejas. Los dedos de los pies de Fineas habían sido arrancados a dentelladas. Un ojo de Ogden había servido de festín a un cuervo. Los cadáveres de los demás miembros de la patrulla habían tenido un destino todavía peor, y había trozos de sus cuerpos dispersos por todo el campo.

Incluso sin la ayuda de los carroñeros, el espectáculo ofrecido por la patrulla habría sido horripilante. Cabalgaban por el campo cuando el suelo había comenzado a vomitar un gas negro y pestífero. No había ningún motivo aparente para aquella emisión letal. El terreno no estaba situado cerca de ningún volcán, pantano o ciénaga, ni tampoco había, en un radio de ciento sesenta kilómetros, una caverna donde se hubiesen podido acumular gases. Aquel vapor negro no era más que otra prueba del caos que asolaba a los Reinos.

Todo esto había ocurrido dos días antes y, desde entonces, la patrulla había estado expuesta al sol. Los cadáveres tenían los miembros hinchados y abotagados, y, en algunos casos, una pierna o un brazo aparecía retorcido de una forma extraña como consecuencia de las fracturas producidas en la caída. Las partes de los cuerpos en contacto o próximas al suelo estaban negras y cubiertas de sangre coagulada, mientras que las expuestas a la luz habían tomado un color gris pardusco. El único signo de vida que quedaba en los integrantes de la patrulla de Ogden era el perturbador matiz rojizo que ardía en sus ojos.

Debido a que sus almas todavía no se habían separado de sus cuerpos, los soldados eran completamente conscientes de su situación. Estar muertos no era precisamente lo que esperaban. Habían estado listos y dispuestos para unirse a las gloriosas huestes de Tempus, dios de la Guerra, o encontrar el dolor eterno bajo el látigo cruel de la señora del Dolor, la diosa Loviatar. No habían contado con que su conciencia permanecería en sus cadáveres mientras su carne se descomponía lentamente.

Por lo tanto, cuando Ogden recibió la orden de levantarse y formar fila, él y sus soldados se alegraron al comprobar que podían obedecer. Los hombres y los caballos se incorporaron, sin gracia alguna y muchas dificultades, pero se levantaron. Los jinetes empuñaron las riendas de sus caballos muertos y se acomodaron en perfecta formación, igual como lo habían hecho cuando estaban con vida.

La orden de levantarse había llegado de la ciudad de Aguas Profundas, donde noventa apóstoles de la maldad y la corrupción estaban arrodillados en el interior de un templo en penumbras. La sala apenas era lo bastante grande para acogerlos, y se parecía más al interior de una cripta mohosa que a un templo. Las paredes de piedra estaban negras por el légamo y el moho. La única luz del recinto la suministraban dos antorchas humeantes colocadas en las hornacinas detrás del enorme altar de piedra.

Los apóstoles vestían unas mugrientas túnicas de ceremonia de color marrón, hechas de burda tela. Mantenían la mirada fija en el suelo, y tenían tanto miedo del ser que estaba ante el altar manchado de sangre que apenas si se atrevían a respirar para no molestarlo.

El hombre del altar era alto, demacrado y padecía de lepra. Su rostro deforme mostraba unas profundas arrugas, y todo él estaba cubierto de pústulas tumefactas. En todos los puntos de su cara y manos donde las heridas habían destrozado la piel enferma, colgaban trozos de carne gris y apestosa. Él no había hecho nada para ocultar su estado. En realidad, se sentía encantado con su enfermedad, y exhibía las consecuencias de la misma a la vista de todos.

Este extraño comportamiento con respecto a la enfermedad no resultaba sorprendente, porque el ser del altar no era otro que Myrkul, dios de la Decadencia y de la Muerte. Estaba sumido en la concentración más profunda mientras enviaba su mensaje telepático a través del continente a la patrulla de Ogden. El esfuerzo para poder transmitir las órdenes superaba su capacidad, y se había visto obligado a tomar el poder de las almas de cinco de sus fíeles adoradores. Al igual que las demás deidades de los Reinos, Myrkul ya no era omnipotente porque había sido expulsado de los Planos y obligado a tomar un cuerpo humano —un avatar— en los Reinos.

La razón para el exilio había sido que alguien había robado las Tablas del Destino, las dos piedras sobre las cuales lord Ao, señor de los dioses, tenía escritos los privilegios y las responsabilidades de cada deidad. Ni Ao ni los demás dioses sospechaban que Myrkul y el difunto dios de la Lucha habían sido los autores del robo de las tablas. Se habían llevado una cada uno, para esconderlas por separado sin revelar el escondite al otro. Las dos divinidades habían actuado de esta manera con la esperanza de aprovechar la confusión provocada por el robo de las tablas, y aumentar su propio poder.

Pero la pareja no había previsto el alcance de la cólera de su señor. Apenas hubo descubierto el robo, Ao desterró a todos los dioses a los Reinos, no sin antes despojarlos de la mayor parte de sus poderes. Prohibió a sus siervos el regreso a los Planos si no eran portadores de las tablas. La única divinidad que se libró de este destino fue Helm, dios de los Guardianes, a quien Ao encargó la custodia de la Escalera Celeste que llevaba de vuelta a los Planos.

Ahora Myrkul no era más que una mera sombra de lo que había sido antes del exilio. Pero, con las almas de las víctimas del sacrificio como materia prima para la obtención de energía, aún podía emplear su magia. En este preciso momento, estaba utilizando la magia para examinar a la patrulla de cormytas muertos, y lo que veía no podía ser más agradable. Era obvio que los soldados y sus caballos, que comenzaban a pudrirse poco a poco, estaban muertos. Pero no estaban del todo inanimados. Myrkul había tenido suerte, porque había descubierto a la patrulla antes de que sus espíritus hubiesen abandonado la materia. Estos zombis serían más inteligentes y ágiles que la mayoría, porque hacía relativamente poco que habían muerto. Si los soldados debían realizar las órdenes de Myrkul, necesitarían estas ventajas adicionales.

Myrkul hizo que Ogden se dirigiera hacia el bosque del Ermitaño, y luego transmitió sus órdenes a la patrulla por telepatía. Hay dos hombres y una mujer acampados en este bosque. En sus alforjas, llevan una tabla de piedra. Matad a los hombres, y luego traedme a la mujer y la tabla.

La tabla era, desde luego, una de las Tablas del Destino. Era la misma que Bane había escondido en Tantras, y que a su vez había sido encontrada sin muchas dificultades por otro dios y un puñado de humanos. Lord Black había intentado con desesperación recuperar el objeto, y para ello movilizó su ejército. Pero este ambicioso plan había significado su perdición. Los saqueos de las huestes de Bane habían alertado a sus enemigos, quienes habían unido sus fuerzas y derrotado al dios de la Lucha… definitivamente.

Myrkul estaba dispuesto a seguir un plan más prudente. Allí donde Bane había recurrido a un ejército para recuperar la tabla, él emplearía a una patrulla con el mismo fin. Tampoco caería en el error de creer que una vez que la tabla estuviera en su poder, sería cosa fácil conservarla. En aquel mismo momento, el trío con la tabla de Bane era perseguido por un traidor despiadado. Este traidor no se detendría ante nada, con tal de robarles la tabla a ellos, o incluso a los zombis de Myrkul. Pero el dios de la Muerte conocía los planes del criminal, y ya había enviado a un agente para desbaratar sus propósitos.

Mientras Myrkul reflexionaba sobre todas estas cosas y muchas más, un dorado y trémulo disco de fuerza apareció en un lugar de Aguas Profundas, muy apartado del mohoso templo del dios, delante mismo de una torre inmaculada. La estructura tenía casi quince metros de altura, y estaba construida toda de piedra. No se apreciaban entradas o ventanas, ni siquiera en la parte más alta, y no parecía ser otra cosa que un pilar de granito pulido.

Un anciano salió del disco dorado, luego se volvió y, con un gesto de su mano, esfumó el portal. A pesar de la edad, el hombre ofrecía un aspecto robusto y saludable. Una pesada capa de viaje de color marrón colgaba de sus huesudos hombros, sin poder disimular su figura esbelta. Su rostro era delgado, de facciones angulosas, ojos avispados y vivaces, y larga nariz recta. Tenía la cabellera blanca y abundante, y una barba tan tupida como la melena de un león.

—¿Quién es el que llama? —La voz imperiosa surgió de la base de la torre, si bien su dueño no era visible.

El anciano contempló la torre con una expresión de disgusto, y luego respondió:

—Si Khelben ya no conoce a su maestro, quizás es que he venido al sitio equivocado.

—¡Elminster! ¡Bienvenido! —Un hombre de cabellos negros asomó la cabeza y los hombros directamente por la pared del segundo piso de la torre. Sus facciones eran elegantes, tenía los ojos castaños, y la barba negra bien recortada—. ¡Pasa! ¿Recuerdas dónde está la entrada?

—Desde luego —contestó Elminster. El viejo caminó hacia la base de la torre y atravesó la pared como si esta fuese una puerta. Se detuvo en un salón bien amueblado atestado de cuernos de dragón, coronas de hierro y otros trofeos procedentes de las aventuras del mago. Elminster sacó de un bolsillo de la capa su pipa de espuma de mar, la encendió con la llama de una de las velas, y luego se sentó en el sillón más cómodo de la habitación.

Un momento después, Khelben Báculo Oscuro Arunsun bajó a toda prisa las escaleras, al tiempo que se echaba una capa púrpura sobre la sencilla túnica de seda blanca que era su prenda habitual cuando no tenía visitas. El hechicero de cabellos oscuros frunció la nariz ante el olor demasiado dulzón de la pipa, mientras se acomodaba en el sillón reservado a los invitados.

—Bienvenido a Aguas Profundas, amigo mío. ¿Qué te trae…?

—Necesito tu ayuda, Báculo Oscuro —lo interrumpió Elminster.

El viejo apuntó con la boquilla de su pipa al joven mago. Este hizo una mueca, y respondió:

—Mi magia ya no es…

—¿Acaso crees que no lo sé? —lo cortó el anciano sabio—. En todas partes ocurre lo mismo. No ha pasado ni un mes desde que mi pipa favorita estalló ante mis ojos cuando intenté encenderla con un hechizo pirotécnico, y la última vez que quise hacer un truco con una soga, tuve que cortarla para conseguir desatarme.

Báculo Oscuro asintió en un gesto de simpatía, y comentó:

—Establecí una comunicación telepática con Petrucho el Paladín, y toda la ciudad de Aguas Profundas se enteró de nuestros pensamientos.

Elminster llevó la pipa a sus labios y dio varias chupadas. Después, dijo:

—Y esto no es lo peor. El caos reina a todo lo largo y ancho del mundo. Los pájaros del valle de las Sombras han comenzado a cavar madrigueras y el agua del río Arken se ha convertido en sangre hirviente.

—Pues en Aguas Profundas ocurre exactamente lo mismo —afirmó el joven mago—. Los pescadores se niegan a salir del puerto, porque los bancos de caballas les hunden los barcos.

El anciano sabio asintió y con aire distraído soltó un anillo de humo verde. Tras un momento de reflexión, preguntó:

—¿Ya sabes cuál es la causa de todos estos trastornos?

En el rostro de Báculo Oscuro apareció una expresión de molestia. Respondió:

—Sé que todo empezó cuando Ao echó a los dioses de los Planos por el robo de las Tablas del Destino, pero no he conseguido enterarme de nada más.

Elminster dio varias chupadas a la pipa antes de decir:

—Por fortuna, yo sí he podido averiguar algunas cosas más. Poco después del Advenimiento, vino a buscarme un grupo de cuatro aventureros. Se trataba de una maga llamada Medianoche, un clérigo de nombre Adon de Sune, un guerrero que dijo ser Kelemvor Lyonsbane y un ladrón que respondía al nombre de Cyric. Afirmaron que habían rescatado a la diosa Mystra de las manos de Bane. A continuación, Mystra intentó regresar a los Planos, pero perdió la vida cuando Helm rehusó dejarla pasar. En su último suspiro, según su versión, Mystra les encomendó la misión de advertirme de que Bane atacaría el valle de las Sombras, y que obtuvieran mi ayuda para buscar las Tablas del Destino.

»Al principio, no les creí —prosiguió Elminster, después de una pausa para dar un par de chupadas a su pipa—. Pero la mujer me presentó un medallón que le había dado la diosa. Y, tal como habían anunciado, Bane atacó el valle de las Sombras. Los cuatro se comportaron muy bien en la defensa del valle.

El sabio omitió expresamente hacer mención de los infortunios que habían padecido los cuatro héroes como consecuencia de su propia desaparición durante la batalla del valle de las Sombras. Los lugareños habían acusado a Medianoche y a Adon de haberlo asesinado. Por fortuna, aquel asunto había quedado aclarado.

—En cualquier caso —añadió Elminster—, no tardé en saber que una de las tablas estaba en Tantras. Después de haber estado separado por poco tiempo de ellos, como resultado de la batalla del valle de las Sombras, volví a reunirme una vez más con Medianoche, Kelemvor y Adon en Tantras.

—¿Y qué se hizo del ladrón…, el tal Cyric? —preguntó Khelben. Era un buen oyente y no había pasado por alto el hecho de que Elminster había omitido el nombre de Cyric en su última frase.

—El ladrón abandonó el grupo durante el viaje a Tantras. No estoy muy seguro de lo que ocurrió, pero parece que traicionó a sus compañeros. De todas maneras, él carece de importancia para lo que sucedió después. Bane siguió a Medianoche y a sus amigos hasta Tantras, y una vez allí intentó recuperar la tabla por sí mismo. El dios Torm, que había fijado su residencia en la ciudad, se enfrentó a Bane en combate. La batalla amenazó con destruir a Tantras, pero Medianoche tocó la campana de Aylan Attricus…

—¿Que ella hizo qué? —gritó Báculo Oscuro, al tiempo que se ponía de pie de un salto—. Nadie puede tañer esa campana… ¡Ni siquiera yo!

—Medianoche lo hizo —afirmó Elminster—. Y puso en marcha el escudo antimagia que protegía a la ciudad. Los avatares de ambos dioses resultaron destruidos. —Tras estas palabras, el viejo sabio se dedicó a fumar su pipa con toda calma.

—Y luego ¿qué? —preguntó Khelben después de un momento.

Elminster lanzó una sucesión de anillos de humo.

—Pues que es aquí donde nosotros entramos en escena —respondió por fin—. Medianoche y sus amigos están de camino hacia Aguas Profundas con la tabla.

El joven mago analizó la información recibida durante un buen rato, en un intento por encontrar una explicación que justificara la necesidad de emprender un viaje tan largo y peligroso. Cuando fracasó en su empeño, preguntó:

—¿Por qué?

—Por dos razones —contestó Elminster, sin poder ocultar la sonrisa—. La primera, porque en algún lugar cercano a este punto hay una Escalera Celeste. La segunda es que la otra tabla está aquí y necesitamos las dos para hacer que los dioses vuelvan a los Planos.

—¿Hay una tabla en Aguas Profundas? —preguntó Báculo Oscuro—. ¿Dónde?

—Este es el motivo por el que te necesito —dijo el sabio—. Todo lo que he podido averiguar es que podía encontrar una tabla si venía a Aguas Profundas.

—Aguas Profundas es una ciudad muy grande —replicó el joven, quien puso los ojos en blanco.

—Entonces, ya es hora de ponernos en marcha —afirmó Elminster, mientras guardaba la pipa—. Me gustaría poder encontrar la tabla antes de la llegada de Medianoche.