3. Robles Negros
Kelemvor tiró de las riendas para detener a su caballo y se llevó la cantimplora a los labios. Le pareció haber olido humo, pero esto no era de extrañar. A pesar de la ausencia del sol, que aquella mañana no había salido, el día era abrasador. Una espesa niebla naranja se adhería al suelo, y lo bañaba todo con un terrible calor seco.
La niebla había arrancado toda la humedad de la tierra, y convertido la carretera en una cinta de polvo que ahogaba a hombres y bestias por igual. Los caballos avanzaban poco a poco y de mala gana, y se detenían una y otra vez para olisquear en busca del olor fresco de un río o un estanque. Kelemvor sabía que no encontrarían agua. El grupo había cruzado varios arroyos, y lo único que había en sus lechos eran jirones de niebla anaranjada.
Después de limpiarse el polvo de la boca, Kelemvor volvió su rostro curtido hacia la izquierda. La niebla hacía muy difícil ver el bosque que había al lado izquierdo de la carretera. Olió el aire y se convenció de que era humo. Era un olor semejante al del sebo de la carne quemada. En su mente apareció un tumulto de imágenes de batallas y de aldeas y ciudades arrasadas.
—Huelo humo —dijo Kelemvor, al tiempo que se giraba sobre la montura para mirar a sus compañeros.
El segundo jinete, Adon, se detuvo y olió el aire.
—Yo también —afirmó el clérigo, manteniendo la cabeza un poco torcida para ocultar la cicatriz que se iniciaba debajo de su ojo izquierdo—. Diría que hay un incendio en alguna parte, ¿no crees?
—Tendríamos que echar una ojeada —dijo el guerrero.
—¿Para qué? —preguntó Adon, con un gesto de su mano que abarcaba la niebla a su alrededor—. No me extrañaría que el mismo aire se hubiese incendiado.
Kelemvor volvió a oler. Resultaba difícil estar seguro, pero insistía en pensar que el olor era de carne quemada.
—¿No lo podéis oler? —preguntó—. ¿No huele a carne quemada?
El tercer componente del grupo sofrenó su cabalgadura detrás de los animales de Kelemvor y Adon. Su capa negra se había vuelto gris con el polvo del camino, y llevaba el cabello recogido en una cola de caballo.
—Yo también puedo olerlo —afirmó Medianoche—. ¿No es un olor como a cordero quemado?
—Es probable que no sea más que la hoguera de un campamento —dijo Adon, resignado, mientras se volvía para mirar a la maga—. Sigamos nuestro camino.
En un gesto inconsciente, el clérigo puso una mano sobre el motivo de su preocupación: las alforjas donde se hallaba la Tabla del Destino. Nada había más importante que llevarla a Aguas Profundas, tan deprisa como fuese posible. Adon no quería desperdiciar ni un solo momento en rodeos, máxime después de los problemas de los últimos días.
Kelemvor sabía el origen de las preocupaciones de Adon. Tras haber escapado de los jinetes zombis, se habían dirigido a Wheloon para descansar. Pero en cuanto el trío llegó a la ciudad, lord Sarp Barbarroja había acusado al guerrero del asesinato de un comerciante local. Los guardias habían intentado detener al acusado, y los tres compañeros se vieron obligados a escapar en caballos robados.
Si Adon no estaba preocupado por los guardias de Wheloon, entonces lo estaba por los zhentileses. Después de Wheloon, el grupo había cabalgado hasta Hilp, y luego tomado en dirección sur hacia Suzail. En aquel lugar esperaban conseguir abordar un barco y cruzar el Dragonmere hasta Ilipur, para luego unirse a cualquier caravana con destino a Aguas Profundas.
Solo habían conseguido llegar hasta el puente del río de las Estrellas, donde seis soldados zhentileses les tendieron una emboscada. Kelemvor había sido partidario de hacerles frente, pero Adon había insistido en la prudente medida de huir. Si bien el guerrero de ojos verdes tenía fuerzas de sobra para el combate, Adon y Medianoche estaban demasiado cansados para medirse con unos rivales que los doblaban en número.
Kelemvor dudaba que los zhentileses o los guardias de Wheloon los persiguieran. Los guardias no eran más que mercaderes y comerciantes. Lo más probable era que se hubiesen vuelto a casa después de un día de marcha. Resultaba más difícil aún creer que los zhentileses venían tras sus pasos. En territorio cormyta, solo podían conservar la vida si se ocultaban durante el día y avanzaban con mil y una precauciones por la noche. Si los soldados zhentileses se hubiesen atrevido a moverse libremente, no habrían pasado más de dos días antes de que una patrulla cormyta los encontrase y acabase con ellos.
—No te preocupes, Adon —dijo Kelemvor—. Tenemos tiempo para explorar un poco. Al menos, de eso estoy seguro.
—¿Y de qué no lo estás? —preguntó Medianoche. La maga había aprendido hacía tiempo que lo que Kelemvor no mencionaba podía ser más importante que lo que decía.
—No comprendo por qué hemos encontrado zhentileses en territorio cormyta. No tiene sentido —respondió el guerrero, consciente de que sería inútil ocultar su preocupación.
—Tiene mucho sentido —afirmó Medianoche, más tranquila—. Son soldados de Cyric. Él intenta por todos los medios mantenernos apartados de las carreteras que van al sur.
Kelemvor y Adon intercambiaron una mirada.
—Si yo creyese que Cyric desea obligarnos a ir hacia el norte —replicó Kelemvor—, no vacilaría ni un segundo en marchar hacia el sur.
—Cueste lo que cueste —asintió Adon.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Medianoche, enfadada.
—Porque Cyric quiere verme muerto —contestó el guerrero.
Era otra vez la misma historia. Durante casi toda una semana, Medianoche había hecho todo lo posible para convencer a sus amigos de que Cyric no los había traicionado por el hecho de haberse unido a los zhentileses.
—¿Quién disparó las flechas que nos salvaron hace cinco noches atrás? —preguntó Medianoche, refiriéndose al misterioso arquero que los había ayudado en su combate con los jinetes zombis. Desvió la mirada y contempló el bosque, segura de que ellos no podrían darle una respuesta satisfactoria.
—No lo sé —contestó Kelemvor, resuelto a que Medianoche no se quedara con la última palabra—. Pero no las disparó Cyric. Él no se habría ocupado de tumbar a los jinetes cuando tenía la posibilidad de matarme.
Medianoche inició una protesta, pero entonces lo pensó mejor y decidió abandonar el tema. Kelemvor no era persona que cambiara fácilmente de opinión. Con un tono severo, dijo:
—Continuemos la marcha.
—Sí —asintió Adon, quien se apresuró a taconear a su caballo—. Cada hora de marcha es una hora menos para llegar a Aguas Profundas.
Kelemvor le quitó las riendas.
—Pero… —Irritado por la negativa de Kelemvor a aceptar su liderato aun en las cosas más simples, el clérigo recuperó las riendas, y protestó—: No pienso ir. Solo es alguien que asa un cordero.
Molesto por la testarudez de Adon, Kelemvor apretó los dientes y entrecerró los ojos, pero después se controló para no ser tan empecinado como el clérigo. En cambio, dijo:
—Si tienes razón, no tardaremos más de un minuto en averiguarlo. Pero si te equivocas, quizás haya alguien que necesita de nuestra ayuda.
A pesar de su tono moderado, Kelemvor no estaba dispuesto a marcharse sin averiguar el origen del humo. Tenía el olor de la muerte por fuego, y para él esto significaba que había alguien en dificultades. Ahora que podía hacerlo, Kelemvor Lyonsbane estaba ansioso por ofrecer su ayuda a cualquiera que la necesitase de verdad.
Durante cinco generaciones, los hombres de la familia de Kelemvor se habían visto obligados a vender sus habilidades guerreras por culpa de la codicia de uno de sus antepasados. Kyle Lyonsbane, un mercenario despiadado, en una ocasión había desertado del servicio de una poderosa hechicera en medio de una batalla para dedicarse al saqueo de un pueblo enemigo. En represalia por aquel acto, la maga le había echado una maldición para que se convirtiese en pantera cada vez que se dedicara a satisfacer su codicia. En los descendientes de Kyle, la maldición se había invertido y solo se manifestaba en las ocasiones en que pretendían hacer algún acto desinteresado.
La maldición había sido una prisión más terrible de lo que cualquier hombre hubiese sido capaz de imaginar. Obligado a servir de mercenario, Kelemvor había aparecido ante los demás como un ser tan despiadado como su antepasado. En consecuencia, había llevado una vida amarga y solitaria.
Por una de esas cosas del destino, lord Bane, el dios de la Lucha, lo había cambiado todo. A través de una complicada serie de sucesos, había engañado a Bane para que lo librase de la maldición familiar. Ahora era libre de ayudar a los demás, y estaba decidido a nunca más volver la espalda a nadie que necesitara auxilio.
Cuando Adon no mostró ninguna voluntad de acceder al pedido de Kelemvor, fue Medianoche quien se ocupó de zanjar el problema. Después de oler el aire otra vez, dijo:
—Huelo a carne quemada. —A pesar de que todavía estaba enfadada con el guerrero por su postura en contra de Cyric, la maga estuvo de acuerdo con Kelemvor—. Venga, Adon. Kel está en lo cierto.
—De acuerdo. Acabemos con este asunto lo antes posible —aceptó el clérigo, resignado.
Kelemvor encabezó la marcha hacia el bosque. Entre los árboles, la niebla no parecía ser tan espesa, ni la temperatura demasiado elevada. Hasta donde podían ver, el rojo de las hojas de zumaque hacía que el bosque pareciera estar en llamas. Los tres compañeros continuaron su avance, si bien hacían una pausa cada cinco minutos para oler el aire y saber si marchaban en la dirección correcta.
Por fin, encontraron un sendero que se adentraba en las profundidades del bosque. A medida que avanzaban, el olor a humo y carne quemada era cada vez más fuerte. Llegó el momento en que tuvieron que desmontar y llevar a los caballos del cabestro, porque el sendero se estrechó y las ramas bajas hacían imposible cabalgar. Después de unos cinco minutos de caminata, el sendero los llevó por la ladera de un cerro. Ahora aparecían de tanto en tanto unas nubes de humo negro que se mezclaban con la niebla anaranjada. Al otro lado del cerro, los zumaques cedieron paso a un anillo de robles negros que con su altura de veinticinco metros convertían en enanos a los demás árboles.
En el centro del anillo de robles había un círculo quemado y pisoteado de unos cuarenta metros de diámetro. Un incendio había arrasado todo el sector. Aquí y allá, los escombros se amontonaban en pilas de medio metro de altura. Si bien era obvio que había pasado algún tiempo desde el incendio de la aldea, todavía se elevaban delgadas columnas de un humo aceitoso de algunas de las casas en ruinas. Medianoche fue la primera en hablar. Señaló un montón de piedras dispuestas alrededor de un agujero.
—Aquello debió de ser el pozo —dijo.
—¿Qué habrá pasado aquí? —preguntó Adon.
—Veamos si podemos averiguarlo —respondió Kelemvor. Ató las riendas de su caballo a un zumaque. Se acercó al primer montón de escombros, y comenzó a apartar las piedras grasientas.
La pequeña estructura, que no medía más de cuatro metros por lado, había sido construida con mucho cuidado. Los cimientos de piedra y mortero tenían una profundidad de poco más de un metro, y alguien había utilizado barro para enlucir las paredes y evitar el paso del viento.
Por fin, Kelemvor encontró una mano diminuta. De no haber sido por las arrugas y el curtido de la piel habría pensado que era de una niña. Se apresuró a quitar las piedras que cubrían el resto del cuerpo. La mano pertenecía a una mujer. Si bien no era más alta que un niño y pesaba menos que la espada del guerrero, se trataba de una anciana. Los aceites y el pigmento habían desaparecido hacía ya tiempo de la piel, que aparecía agrietada y cenicienta. Su rostro todavía mostraba una expresión de bondad, y sus ojos resultaban suaves y amistosos incluso en la muerte. Kelemvor la depositó con cuidado junto a su casa en ruinas.
—¡Halflings! —exclamó Medianoche—. ¿Por qué querría alguien arrasar una aldea de halflings?
Kelemvor solo respondió con un movimiento de cabeza. Los halflings no acostumbraban poseer oro o esconder tesoros. En realidad, no tenían cosas con valor para otros que no fuesen como ellos. El guerrero se acercó a su caballo y comenzó a desensillarlo.
—¿Qué haces? —preguntó Adon, calculando que todavía disponían de un par de horas de luz para marchar.
—Me preparo para acampar —contestó Kelemvor—. Esto puede llevarnos algún tiempo.
—¡No, de ninguna manera! —protestó Adon—. ¡Hemos venido hasta aquí, y ahora debemos irnos! ¡Esta vez no pienso ceder!
—Un hombre, incluso un hombre pequeño, merece ser sepultado —replicó Kelemvor, y miró furioso al clérigo—. Hubo un tiempo en que no hubiese hecho falta recordártelo.
—No lo he olvidado, Kel —dijo Adon, con el dolor que le habían causado las palabras de Kelemvor reflejado en el rostro—. Pero nos faltan semanas para llegar a Aguas Profundas, y cada hora que perdemos acerca más el mundo a su destrucción.
—Puede haber supervivientes que necesiten ayuda —manifestó Kelemvor, mientras dejaba caer la silla y quitaba el freno de la boca del caballo.
—¿Supervivientes? —gritó Adon—. ¿Te has vuelto loco? Pero si han matado hasta las ratas. —Al ver que Kelemvor no contestaba, el clérigo se volvió hacia Medianoche—. A ti te escuchará. Dile que no tenemos tiempo. Esto puede llevarnos días.
La maga no respondió de inmediato al pedido de Adon. Si bien Kelemvor se mostraba tan testarudo como siempre, este no era la persona que recordaba. Aquel hombre había sido egoísta e intratable. Este, en cambio, se consumía por la desgracia de gente que ni siquiera conocía. Tal vez la maldición había sido responsable de la dureza y de la vanidad más de lo que había creído. Quizá su cambio era auténtico.
Por desgracia, Medianoche sabía que Adon estaba en lo cierto. Kelemvor había elegido un mal momento para exhibir su nueva personalidad. Les quedaba un largo camino por recorrer, y no se podían permitir el lujo de desperdiciar ni un solo día. La joven desmontó y, acercándose al guerrero, dijo:
—Has cambiado más de lo que hubiese podido imaginar, y este gentil Kelemvor es el que me agrada. Pero no es el momento. Lo que ahora necesitamos es al viejo Kelemvor, al hombre capaz de enfrentarse a un titán.
—Si ahora abandono a estos halflings —replicó el guerrero, con la mirada puesta en Medianoche—, ¿para qué sirve haberme librado de la maldición?
La respuesta se la dio Adon:
—Si dejas que los Reinos desaparezcan, ¿qué importancia tendrá haberte librado de la maldición? ¡Deja de pensar en ti mismo y pongámonos en marcha sin perder un segundo!
—¡Tú haz lo que creas conveniente que yo haré lo mismo! —dijo Kelemvor, y se volvió hacia la aldea halfling.
Medianoche suspiró. De nada serviría intentar razonar con Kelemvor tal como estaban las cosas.
—Yo me encargaré de preparar el campamento —anunció—. En cualquier caso, necesitamos descansar, y este lugar está bien resguardado. —La muchacha ató su caballo a un árbol y comenzó a limpiar un trozo de terreno junto al montículo.
Sin ocultar su preocupación, Adon se resignó a la tozudez de Kelemvor, y también ató a su caballo. Luego le entregó las alforjas con la tabla a Medianoche y fue a ayudar a Kelemvor.
—Supongo que terminarás antes si te echo una mano —dijo el clérigo, con voz seca. La declaración sonó más dura y rencorosa de lo que había pretendido Adon. No le entusiasmaba la idea de dejar sin enterrar a los halflings, pero no podía evitar sentirse enfadado con Kelemvor.
—Creo que los halflings no están en situación de quejarse de quien los entierra —replicó el guerrero, con una mirada fría.
Los dos hombres trabajaron durante una hora y media; encontraron dos docenas de cadáveres, la mayoría de ellos quemados. El humor de Adon pasó de la rabia a la depresión. Si bien tres varones halflings habían muerto en la defensa de su aldea, los demás eran casi todos mujeres y niños. Los habían golpeado, mutilado o pisoteado con los caballos. Cuando habían corrido hacia sus casas en busca de refugio, los atacantes las habían incendiado para que se desplomaran sobre sus ocupantes. No había supervivientes, al menos en la aldea, ni tampoco ninguna pista acerca del porqué habían destruido el poblado.
—Mañana cavaremos sus tumbas —dijo Kelemvor, al ver que anochecía—. Habremos acabado y estaremos de camino para el mediodía. —Tenía la esperanza de que la demora fuese tolerable. No deseaba enemistarse aún más con el clérigo.
—No veo señal alguna de un cementerio —comentó Adon—. Tal vez sería mejor quemarlos esta noche.
Kelemvor frunció el entrecejo. Sospechó que Adon intentaba darle prisa, pero él no era un experto en funerales de halflings. Si alguien sabía cuáles eran las ceremonias adecuadas, ese era Adon. Replicó:
—Lo pensaré mientras descansamos.
Volvieron al lugar donde Medianoche había barrido el terreno e improvisado unos jergones con ramas y paja. Al verlos llegar, la maga exclamó:
—¡Me muero de hambre! ¿Dónde están las galletas?
—En mis alforjas —contestó Kelemvor, y señaló sus avíos.
Medianoche recogió las alforjas y miró en su interior, luego las puso boca abajo. Unas pocas migas cayeron al suelo, pero nada más.
—¿Estás segura que esas son las mías? —preguntó el guerrero, extrañado—. Tendrían que contener una daga, una capa de abrigo y guantes, una bolsa de harina y varias docenas de galletas de trigo.
—Pienso que son las tuyas —contestó Medianoche. Levantó las otras alforjas y las tumbó. Solo la tabla y el espejo de Adon fueron a parar a tierra.
—¡Nos han robado! —gritó Adon. Su capa, la comida y sus cubiertos habían desaparecido.
Alarmada, Medianoche cogió sus alforjas y rebuscó en su interior.
—Aquí está mi daga, el libro de hechizos, mi capa… —La maga sacaba cada cosa a medida que las nombraba—. No falta nada.
Los tres compañeros miraron atontados su campamento durante un minuto, incapaces de creer que alguien los había robado. Finalmente, Adon recogió la tabla y la apretó contra su pecho.
—Al menos no se han llevado esto —dijo, volviéndola a meter en las alforjas. Si bien echaría en falta el resto de su equipaje, el clérigo experimentó un alivio tan inmenso por no haber perdido la tabla que se sintió feliz.
En cambio, Kelemvor no compartía su optimismo.
—Pasaremos una noche de hambre a menos que consiga cazar algo para comer —dijo—. Podrías comenzar a preparar el fuego, Adon. —El guerrero sacó la yesca y el pedernal de la bolsa que colgaba de su cuello y se los dio al clérigo.
Medianoche asintió, recogió sus cosas y las colocó cerca de las de Adon.
—He visto un nogal cuando llegábamos. Sus frutos son alimenticios, si bien amargos. —La maga se puso de pie y sacudió sus prendas. Se puso en marcha hacia el bosque, no sin antes formular una advertencia a Adon—: Vigila las cosas que nos han dejado los ladrones.
—No te preocupes —replicó el clérigo—. Una cosa es robar unas alforjas olvidadas y otra muy distinta desvalijarlas ante la mirada atenta de un guardia.
—Esperemos que así sea —murmuró Kelemvor, encaminándose hacia el bosque en dirección opuesta a Medianoche. Si bien no quería decirlo, tenía la esperanza de encontrar alguna pista del ladrón.
Kelemvor regresó una hora más tarde sin nada más que una buena provisión de nueces para la cena. Se había hecho de noche deprisa, y no había conseguido encontrar ninguna huella de hombre o animal. Incluso mientras había permanecido inmóvil en el sendero, no había escuchado otra cosa que el chistido de un búho.
Medianoche estaba junto a una pequeña hoguera, dedicada a quitar las cáscaras de las nueces con su daga. Sobre el regazo tenía un montón de nueces peladas que parecían tan poco apetitosas como las piedras. Adon había recogido una abundante cantidad de leña, y ahora empleaba la maza para partirla en trozos adecuados para el fuego.
—¿No hay carne? —preguntó el clérigo, desilusionado. Ya había probado algunas nueces y esperaba que Kelemvor consiguiese alguna cosa mejor para la cena.
—Hay mucha carne —replicó Kelemvor—. Pero viva y muy lejos de aquí. —Recogió sus alforjas y rebuscó en el interior, con la esperanza de que al ladrón se le hubiese pasado por alto algún trozo de torta de maíz. Excepto por unos pocos mendrugos, el saco estaba vacío. El guerrero suspiró resignado; decidió esconder sus restantes pertenencias antes de que también desaparecieran—. Devuélveme la yesca y el pedernal, Adon.
—Están en tus alforjas —contestó el clérigo.
—Pues aquí no están —afirmó Kelemvor, y puso las alforjas boca abajo.
—Vuelve a mirar —exclamó Adon, irritado por el fracaso de Kelemvor en buscar algo decente para la cena—. Yo mismo los guardé hace un momento.
—El ladrón ha vuelto —anunció Kelemvor, con el corazón acongojado.
Medianoche se apresuró a buscar sus alforjas, y las dio vuelta. También estas estaban vacías. Se volvió hacia Adon:
—¡Maldito asno, mi libro de hechizos ha desaparecido!
—Se suponía que tú estabas encargado de la vigilancia… —Kelemvor se interrumpió en mitad de la frase, y luchó por controlarse. La ira no les haría recuperar lo perdido—. Olvídalo. Cualquiera capaz de robar algo delante de tus narices no es un ladrón vulgar.
—¡Tú no puedes ser Kelemvor Lyonsbane! —exclamó Medianoche, con una expresión de asombro en su rostro. No era propio de él ser tan comprensivo. El tranquilo desinterés del guerrero hizo que la maga se sintiese avergonzada de su propia ira. Sin embargo, no podía contenerla. Sin su libro de hechizos, estaba impotente.
El clérigo no prestó atención a ninguno de los dos. Recogió las alforjas que contenían la tabla y se las echó al hombro. Se sentía como un tonto por haber dejado que el ladrón los robase otra vez, pero podía vivir con la vergüenza mientras conservaran la tabla.
Si bien Kelemvor había conseguido dominar su enojo, no estaba resignado a dar por perdidas sus pertenencias. Fue hasta el borde del campamento y examinó con cuidado la maleza. Después de varios minutos de búsqueda, encontró unas pocas migas de las tortas. El guerrero llamó en voz baja a sus compañeros y les señaló las migas.
Medianoche echó a correr hacia el interior del bosque, sin preocuparse del ruido que provocaba. Kelemvor y Adon la alcanzaron de inmediato.
—Despacio —sugirió el guerrero, con una mano puesta sobre el hombro de la mujer.
—¡No tenemos tiempo! —gritó ella—. ¡El ladrón se ha llevado mi libro de hechizos!
—Esta noche no podrá ir muy lejos —afirmó Kelemvor—. Pero si nos oye llegar, jamás lo encontraremos.
—¿Qué te hace pensar que tiene miedo a la oscuridad? —preguntó la maga, mientras apartaba la mano del guerrero.
—Desplegaos y guardad silencio —ordenó Adon, poco dispuesto a tolerar más discusiones. Sabía que Kelemvor tenía razón acerca de la conveniencia de avanzar con sigilo, pero también consideraba poco probable que pudiesen encontrar al ladrón con el único dato de unas pocas migas—. Necesitamos encontrar otro rastro para poder determinar el rumbo que ha seguido nuestro ladrón.
Medianoche soltó un suspiro y aceptó la sugerencia del clérigo. Diez minutos más tarde, encontró en el suelo una bola de cera sulfurosa. Era uno de los componentes para producir encantamientos que guardaba en una de sus alforjas.
—No es mucho —comentó Adon. Hizo girar la bola en la palma de su mano y añadió—: Pero es lo único que tenemos. —El clérigo trazó una línea imaginaria desde el punto donde Kelemvor había visto las migas hasta el sitio donde habían recogido la bola de cera. Marcaba una dirección en ángulo recto a la que habían pretendido seguir Medianoche y Kelemvor—. Creo que lo encontraremos un poco más adelante. Será mejor que no hagamos ruido.
El trío avanzó con mucho cuidado a través de la oscuridad del bosque. En varias ocasiones, el pie de alguno pisó una rama seca y la quebró, y una vez Adon tropezó sin poder acallar un grito cuando dio con sus huesos en tierra. Sin embargo, los ojos de los héroes se acostumbraron muy pronto a la oscuridad y pudieron moverse más deprisa, sin hacer ruido.
El resplandor de una hoguera apareció entre los árboles al cabo de unos pocos minutos. Los compañeros disminuyeron la velocidad de la marcha y, con mucho sigilo, se aproximaron al borde de un claro.
Dos docenas de halflings, la mayoría mujeres y niños, estaban sentados en círculo. Vestían las mismas prendas de algodón sencillas que los halflings muertos en la aldea. Una matrona se valía de la daga de Kelemvor para cortar las tortas de maíz en porciones pequeñas. Puestos a asar en la hoguera, había tres conejos jugosos, cada uno lo bastante grande como para alimentar a todos los reunidos.
Varios niños halflings se amontonaban debajo de una tienda hecha con la gruesa capa de Kelemvor, y un anciano bebía vino de una bota improvisada con uno de los guantes del guerrero. Si bien la compañía no parecía estar alegre, tampoco parecían melancólicos. Los halflings estaban dispuestos a continuar con sus vidas a pesar de las condiciones adversas, y Kelemvor no pudo menos que admirar su coraje.
Adon le hizo una seña al guerrero para que hiciese un rodeo hacia el lado izquierdo del campamento, y después indicó a Medianoche que hiciese lo mismo pero hacia la derecha. El clérigo les señaló que él mantendría su actual posición.
Kelemvor avanzó para cumplir la orden y, siete pasos más adelante, pisó una rama que se partió con un estampido seco y fuerte. Los halflings se volvieron en dirección a la fuente del sonido, y los adultos se armaron con bastones dispuestos a la defensa. El guerrero se encogió de hombros y penetró en el claro.
—No tengáis miedo —dijo con voz suave, levantando las manos para que todos vieran que no llevaba armas.
La matrona halfling miró a Kelemvor con miedo y asombro. Los hombres dieron un paso atrás; enarbolaron sus bastones sin dejar de hablar entre ellos en su propia lengua. Los niños se echaron a llorar y corrieron a buscar refugio detrás de los adultos. Kelemvor se puso de rodillas, con la esperanza de infundirles menos pavor, y repitió:
—No tengáis miedo.
Un momento más tarde, Medianoche apareció por el lado opuesto de la hoguera. Cuando habló, lo hizo con una voz serena y melodiosa.
—No vamos a haceros ningún daño.
Los halflings no perdieron sus expresiones de asombro, pero tampoco se dieron a la fuga.
En los ojos de la matrona brilló una mirada de astucia y comprensión. Luego se volvió hacia Kelemvor, le apuntó con su propia daga, y preguntó:
—¿Qué quieres? ¿Has venido para acabar la faena?
La respuesta se la dio Adon, quien apareció en aquel momento ante la vista de todos. El clérigo aprovechó la oportunidad para decir:
—No. No hemos sido nosotros quienes…
—¡Puaj! —La mujer lanzó un escupitajo, y volvió la daga de Kelemvor hacia Adon—. Los Altos son todos iguales. Vienen a saquear las ciudades ricas de los halflings. —Movió el arma en un gesto de amenaza—. No tomarán Berengaria sin lucha. Cortaré…
—¡Por favor! —exclamó Adon, señalando la daga—. ¡Ese cuchillo con el que me amenazas es nuestro!
—Ahora mío —replicó Berengaria—. Despojos de guerra, como tienda. —La matrona señaló la capa de Kelemvor—. Y pellejo de vino. —Apuntó el guante.
—Nosotros no estamos en guerra —la interrumpió el guerrero, a punto de perder la paciencia.
Pese a vivir muy cerca de Hilp, estos halflings parecían muy salvajes y poco civilizados. Quizá no eran bien aceptados en la ciudad, porque a los halflings se los tenía por una raza de ladrones. Al parecer, era una reputación bien merecida.
—Estamos en guerra —gruñó Berengaria. Hizo una señal a dos ancianos y estos se adelantaron, armados con lanzas plegadas en dos partes.
Kelemvor se inquietó a pesar de la evidente debilidad de los viejos. Sus lanzas eran wumeras, un tipo especial de arma que había visto emplear con terrible eficacia. La wumera consistía en una lanza de unos noventa centímetros de largo y un palo de la misma medida con un surco a todo lo largo y un tope en un extremo. Los guerreros halflings colocaban la lanza en el surco, y luego utilizaban el palo como una prolongación del brazo, lo que les permitía lanzar la flecha con una velocidad y precisión asombrosa. En manos expertas, el arma resultaba tan poderosa y acertada como un arco largo. Adon se adelantó, sin olvidar de mantener bien a la vista sus manos vacías.
—Nosotros no destruimos vuestra aldea —dijo—. Somos vuestros amigos.
—Y como prueba de ello —añadió Kelemvor—, os regalamos la daga, la tienda y el pellejo de vino. —El guerrero señaló cada uno de los objetos a medida que los mencionaba.
Adon arrugó el entrecejo, pero no dijo nada. Los «regalos» que había mencionado Kelemvor eran de su propiedad, y era asunto suyo si los quería regalar. Por su parte, la matrona estudió a los héroes con una mirada astuta durante un buen rato, mientras valoraba sus palabras.
—¿Regalos? —se sorprendió.
—Para ayudar a la reconstrucción de tu aldea —asintió Kelemvor.
—¿Qué quieres a cambio? —preguntó Berengaria.
—El libro —respondió Adon—. Y la yesca y el pedernal de Kelemvor. Los necesitamos para poder sobrevivir.
Berengaria puso una cara muy seria, pero los niños se echaron a reír, y la matrona respondió:
—Hecho. Todos…
Medianoche, que hasta el momento había permanecido en silencio, soltó un grito de angustia y corrió hacia la hoguera. Al instante, Kelemvor desenvainó la espada, de un salto dejó atrás a Berengaria y a los dos ancianos.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¡Mi libro de hechizos! —respondió a gritos la maga—. ¡Lo han quemado! —Medianoche arrebató la espada de las manos del guerrero, para luego intentar rescatar del fuego un ancho trozo de cuero retorcido. Kelemvor sabía que la mujer utilizaba el libro para anotar los hechizos demasiado complicados como para confiarlos a la memoria y, por lo tanto, comprendía su desesperación. De todas maneras, recuperó su espada y la envainó; el fuego no era nada bueno para el temple de la espada.
Medianoche contempló la hoguera, y una lágrima solitaria corrió por su mejilla. Susurró:
—Ha desaparecido.
—No es tan grave —dijo Kelemvor, con la intención de consolarla.
Pero Medianoche se volvió hacia él, y lo amenazó con los puños.
—¡Grave! —chilló—. ¡Pedazo de animal! Allí estaban todos mis encantamientos; sin ellos, no soy nada.
Un manto de silencio se extendió sobre el campamento. Durante unos minutos, Medianoche contempló a Kelemvor como si el libro lo hubiese quemado él mismo. Por último, siseó:
—¿Para esto ha servido enterrar a los halflings? —Le volvió la espalda y miró el fuego.
Un momento después, Berengaria se acercó a Adon.
—¿Todavía se mantiene el trato? —preguntó la matrona, un tanto asustada—. ¿Todavía somos amigos?
—Todavía somos amigos —afirmó Adon. No sacarían ningún provecho con castigar a los halflings—. Vosotros no lo comprenderíais.
—Tal vez ella no se dio cuenta de lo que era el libro de hechizos —dijo una clara voz masculina—. Pero eso es lo único que no comprende. —Un halfling macilento entró en el campamento. Su piel tenía el color de la ceniza, unas profundas sombras rojizas bordeaban sus ojos, y un vendaje mal hecho envolvía su frente.
Los demás halflings se apartaron del recién llegado, mientras cuchicheaban entre ellos. Él se puso en cuclillas junto al fuego y recogió los dos conejos asados.
—Tomad esto —dijo, y entregó uno a Adon y otro a Kelemvor—. Hay muchos más en el bosque, y es trato justo por todo lo que habéis perdido.
Kelemvor aceptó el conejo, pero no mostró intención de comerlo. El guerrero tenía una sensación extraña respecto al halfling, y no solo era porque los demás lo temían. Preguntó:
—¿Quién eres tú?
—Atherton Cooper —respondió el halfling, sin desviar su mirada de los ojos de Kelemvor—. Pero la mayoría me llama Hurón. Ahora haced el favor de comer. Berengaria no se ha comportado esta noche como una buena anfitriona.
—Sí, por favor, comed —añadió Berengaria—. Siempre podemos cazar más conejos. —La matrona guardó la daga y sonrió.
A Adon no se le pasó por alto que el lenguaje de Berengaria había mejorado de pronto. Estaba bien claro que los halflings los habían tomado por tontos.
—Sabías desde el principio, que nosotros no habíamos atacado tu aldea, ¿verdad? —dijo Adon—. ¡Nos habéis robado mientras nosotros enterrábamos a vuestros muertos!
—Es verdad —replicó Berengaria, un tanto encogida. Luego se volvió hacia Kelemvor y añadió—: Pero esto no niega nuestro acuerdo. Lo hecho, hecho está. Además, nuestra necesidad es grande.
El guerrero de ojos verdes gruñó y dio un bocado al conejo. No tenía intención de reclamar lo que había dado a los halflings, porque Berengaria tenía razón en cuanto a sus penurias. Sin embargo, no le hacía feliz verse despojado de sus posesiones a través del engaño y la superchería.
Kelemvor masticó sin prisa, mientras valoraba a Hurón. Atherton Cooper era más alto y delgado que la mayoría de su raza y había un cierto aire de amenaza en su apostura. El alto halfling era el único varón en buen estado físico en el campamento, y esto resultaba sospechoso. Sin embargo, Hurón era el único que no había robado o mentido a los héroes, y él estaba dispuesto a responder a la honestidad y el respeto con la misma moneda.
—¿Dónde están los demás hombres? —preguntó el guerrero, entre bocado y bocado de conejo—. No había muchos en la aldea, y aquí todavía hay menos.
—Han marchado a cuidar su vanidad mientras las mujeres mueren de hambre en el bosque —respondió Hurón.
Berengaria, que intentaba consolar a Medianoche, añadió:
—Los hombres estaban de cacería cuando los zhentileses…
—¿Zhentileses? —la interrumpió Adon—. ¿Estás segura?
—Sí, estoy segura —contestó Berengaria—. ¿Vestían las armaduras de Zhentil Keep, no es así? En cualquier caso, los hombres no estaban, porque si no la historia en Robles Negros hubiese sido diferente. Ahora, los guerreros han marchado tras la pista de aquellos hijos de perra.
—Y para que también los maten a ellos —comentó Hurón, con voz amarga.
Berengaria le dirigió una mirada amenazadora.
—¡Estarán bien sin tu compañía! —replicó la matrona.
—Los aventajan en número, tamaño, y sesos —dijo el halfling, burlón.
Kelemvor compartía la opinión de Atherton, pero no lo dijo. Incluso si los halflings conseguían alcanzar a los atacantes, los zhentileses harían una masacre de los guerreros inexpertos. Los soldados de Zhentil Keep eran unos luchadores traicioneros y desalmados, que jamás plantaban cara a menos de estar seguros de llevar la mejor parte. Después de una pausa bastante larga, el halfling añadió melancólico:
—Ojalá estuviese ahora con ellos.
—¿Por qué no lo estás? —preguntó Adon, dirigiendo al halfling una mirada suspicaz, porque no conseguía desprenderse de la inquietud que le producía el porte un tanto siniestro del ser.
—No me han querido con ellos —respondió Hurón, y encogió los hombros.
—¡Es culpa suya que vinieran a atacarnos! —protestó Berengaria, al tiempo que agitaba uno de sus dedos retorcidos ante el rostro de Hurón—. Él tenía su propio caballo y una espada mágica. ¡Era eso lo que buscaban!
—¿Es verdad? —le preguntó Adon a Hurón.
Este sacudió la cabeza con la mirada gacha.
—Quizá —murmuró. Luego lo miró de frente—. Pero lo dudo. No tenían necesidad de arrasar toda la aldea para conseguirlo; me alcanzaron antes de entrar al poblado. —La mirada de los ojos enrojecidos del halfling se volvió dura y distante—. Oíd, por casualidad no iréis hacia el norte, ¿verdad? ¡Sería un placer alcanzar a esos cerdos zhentileses!
—Ahora que lo mencionas —dijo Kelemvor, después de tragar un trozo de conejo—, pre…
—¡Kelemvor! —exclamó Adon, furioso—. Tenemos nuestros propios problemas.
Hurón se irguió en toda su altura para enfrentarse al clérigo, y dijo:
—Sin el libro de vuestra hechicera, necesitaréis toda la ayuda posible. Yo soy tan buen explorador como cualquiera que pudierais encontrar fuera del bosque de los Elfos.
—Mucho me temo… —dijo el clérigo, con un gesto definitivo.
—Puede cabalgar conmigo —afirmó Kelemvor, con una voz que era casi un gruñido—. ¿Qué se ha hecho de tu sentido de la cortesía, Adon?
El joven clérigo miró al guerrero durante un buen rato, irritado una vez más por la negativa de Kelemvor a escucharlo. Por fin, decidió abandonar el tema, ya que su compañero estaba dispuesto a acceder en parte. Con su mejor voz de mando, exclamó:
—¡Entonces marcharemos al amanecer!
Pero Kelemvor no estaba dispuesto a dejar que lo mandaran.
—No. Los halflings muertos…
—¡Serán enterrados por halflings! —Adon acabó la frase por él, y apuntó al guerrero con un dedo cubierto de grasa—. ¡A ti no te importan estas gentes! Solo pretendes demostrar que la maldición ha desaparecido. ¿Piensas que no lo sabemos? —El clérigo miró a Medianoche, ensimismada en la contemplación de su libro quemado—. Tu demostración nos ha costado mucho, Kel. —Adon puso su mano sobre el hombro de la maga y añadió—: Solo deseo que podamos llegar a Aguas Profundas sin contar con la ayuda de los hechizos de Medianoche.
Los cuatro compañeros salieron de Robles Negros al alba, hambrientos, ateridos y empapados. Durante la noche, la niebla naranja se había convertido en una llovizna helada que se prolongó a lo largo de toda la mañana. No habían desayunado. Los halflings se habían comido las últimas tortitas de maíz en la cena, y a la gris luz de la mañana, los restos del grasiento conejo frío solo habían resultado apetecibles para Kelemvor.
Adon se puso al frente, y sugirió la conveniencia de viajar hacia el norte hasta Estrella del Anochecer, y desde allí tomar la ruta hacia Aguas Profundas. Hurón cometió el error de decir que conocía un atajo y Adon insistió en que el halfling cabalgase con él para servirle de guía.
A pesar de su pérdida de fe, la conversación del clérigo no resultaba menos pedante, y Hurón no era un oyente tolerante.
Kelemvor, con expresión seria y preocupada, cabalgaba en el segundo lugar. En dos ocasiones había intentado disculparse con Medianoche por la pérdida de su libro de hechizos, pero cada vez le había fallado la voz y apenas si había murmurado algo.
La muchacha cerraba la columna, todavía demasiado alterada para conversar. Sentía en la boca del estómago un vacío de pánico y dolor. Desde que había cumplido los dieciséis años había escrito con todo cuidado en su libro todos los encantamientos que aprendía, y el texto se había convertido casi en una extensión de su mente. Sin él se sentía vacía e inútil, como una madre sin hijos.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Medianoche todavía recordaba muy bien varios encantamientos, y los podía volver a anotar en un libro nuevo. Algunos eran tan comunes que, con un poco de tiempo y la ayuda de un mago amigo, podría recuperarlos sin muchas dificultades. En una o dos semanas de búsqueda, sería capaz de reconstruir otros. Pero había algunos, como el de la fuerza fantasmal y el crecimiento de las plantas, tan exóticos que jamás podría volver a recordar. Estos hechizos se habían perdido, y no había nada que pudiese hacer al respecto.
En su conjunto, la situación no era tan terrible como había supuesto en un primer momento. Por desgracia, este conocimiento no había servido para disminuir el enfado de Medianoche. Deseaba con ansias poder culpar a cualquiera por la destrucción del libro, y dado que Kelemvor había sido quien los había llevado hasta Robles Negros, él resultaba el blanco más próximo.
Pero en su corazón, Medianoche sabía que el guerrero no era más responsable que ella de la crisis. Él no había arrojado el libro al fuego, e incluso los halflings no lo habían quemado por malicia. Había sido un accidente, sin más, y nada conseguiría con descargar su furia sobre sus amigos.
Sin embargo, Adon no ayudaba a calmar los ánimos de nadie. En varias ocasiones había echado en cara a Kelemvor el haberlos llevado a Robles Negros, además de recordarle al desconsolado guerrero que el libro de hechizos seguiría intacto de no haber sido por aquel rodeo. Contra todo pronóstico, Kelemvor había aceptado las regañinas. Las agudas palabras pronunciadas por el clérigo la noche anterior habían herido al rudo guerrero mucho más que cualquier espada, y Medianoche estaba enfadada con Adon por su comportamiento. A pesar de su pena, no podía soportar ver a Kelemvor tan humillado.
Ensimismada en sus melancólicos pensamientos, la maga apenas si notó el paso de las horas. Para el mediodía el grupo estaba en las profundidades del bosque, y ella todavía no había aclarado las cosas con Kelemvor. En parte, esto se debía a que el sendero era demasiado estrecho para permitir que sus caballos marchasen a la par. Así que, cuando Adon, sin previo aviso, mandó parar, ella adelantó su caballo y se detuvo a la derecha del guerrero.
—Kelemvor… —comenzó a decir, pero Adon se giró en su montura y levantó una mano para reclamar silencio al tiempo que ordenaba:
—¡Escuchad!
Medianoche inició una protesta, pero entonces escuchó un fuerte rumor; provenía de algún lugar sendero arriba, y sonaba como si todo un ejército estuviese en marcha sobre un campo de hojas secas. Al crujido y las detonaciones de las ramas al quebrarse se sumó después un golpeteo sordo que se aproximaba al grupo.
—¿Qué puede ser? —preguntó la maga.
—No se me ocurre ninguna explicación —replicó Adon.
—Ha llegado el momento en que me gane el viaje —dijo Hurón, deslizándose de la grupa del caballo del clérigo, avanzó por el sendero y, en un instante, desapareció por un recodo.
Durante diez minutos, Medianoche, Kelemvor y Adon permanecieron montados. El rumor se hizo más fuerte, hasta convertirse en un auténtico estrépito, y los crujidos y estampidos se convirtieron en gritos y gemidos. Los golpes adquirieron una cadencia rítmica y resonaban como tambores en el bosque.
Por fin, apareció Hurón por el sendero; el halfling corría tan deprisa como le permitían las piernas.
—¡Apartaos del camino! ¡Ahora mismo! —gritó, casi sin aliento.
La cara del halfling mostraba tal expresión de terror que nadie pensó en pedir explicaciones. Clavaron las espuelas a sus caballos y penetraron en el bosque, para reagruparse unos treinta metros más allá. En el momento en que Hurón se reunió con ellos, Adon preguntó:
—¿Qué…?
El clérigo no tuvo tiempo para acabar. Un sicómoro de treinta metros de altura apareció a la vista, moviendo docenas de ramas como si fuesen brazos. Cada vez que sus raíces se retorcían para avanzar, resonaba en todo el bosque un ruido tan fuerte que destrozaba los tímpanos. La tierra se sacudía al recibir el impacto de las raíces. Un segundo sicómoro escoltaba al primero y detrás de él venían varios centenares más.
Durante una hora, la compañía contempló boquiabierta y en silencio el desfile de los árboles por el sendero. Para el momento en que había pasado el milésimo sicómoro, a todos les silbaban los oídos y la cabeza les daba vuelta. El caballo de Kelemvor se encabritó y solo consiguieron dominarlo a costa de muchos esfuerzos.
Pero por fin el último árbol se perdió de vista y el grupo pudo volver al camino. El ruido los dejó sordos para el resto de la tarde, y no pudieron comentar el fantástico episodio. En su avance hacia el norte, tuvieron oportunidad de ver miles de enormes agujeros donde todos los sicómoros del bosque habían arrancado sus raíces para ponerse en marcha.
Poco antes del crepúsculo, llegaron al límite norte del bosque. Estrella del Anochecer estaba a menos de un par de kilómetros, y los candiles iluminaban sus ventanas. La ciudad carecía de fortificaciones, y contaba con una cincuentena de edificios más o menos grandes. Los compañeros cabalgaron hasta las primeras casas, y después hicieron una pausa antes de aventurarse a entrar en el pueblo. Todos recordaban las acusaciones de asesinato de que habían sido objeto en Wheloon.
Al estar ubicada en un cruce de caminos, Estrella del Anochecer contaba con unos cuantos establos, posadas y mercados casi en las afueras. Hacia el centro se ubicaban las tiendas de los artesanos que producían tejidos, vino, útiles de labranza y, como Medianoche pudo ver, pergamino. Las calles estaban limpias y bastante tranquilas. Si bien por la hora que era las tiendas habían cerrado, hombres y mujeres iban de un lado a otro, sin prestar atención a los cuatro forasteros.
Después de decidir que no había peligro a la vista, Adon puso su caballo al paso. Medianoche pidió a los demás que la esperasen mientras iba a llamar a la tienda de pergaminos, con la esperanza de encontrar a su propietario. Por desgracia, excepto los comercios dedicados a atender a los viajeros, todos los demás negocios de Estrella del Anochecer cerraban a la puesta de sol. Tendría que esperar hasta la mañana para poder comprar el pergamino destinado a un nuevo libro de hechizos.
A sugerencia de Hurón, los héroes fueron a La Jarra Solitaria, la única hostería del pueblo. La posada era limpia y acogedora, y su cálido ambiente resultaba un cambio agradable después del frío y la humedad del bosque. Un amplio salón comedor, atestado de viajeros y lugareños, ocupaba la mayor parte de la planta baja. Medianoche observó satisfecha que en el suelo de madera no había basura ni mugre acumulada. Una escalera en la pared izquierda conducía a las habitaciones en las plantas superiores.
Hurón sobornó al vigilante de la entrada que controlaba a los huéspedes de la casa. Después de aceptar el dinero del halfling, el guardia estudió a Medianoche con una mirada atenta y preguntó:
—Por casualidad, ¿no será taumaturga?
—No, no. —El halfling respondió por ella—. De ninguna manera. La dama pertenece al mundo de las artes, nada más.
En el rostro del hombre apareció una expresión de duda.
—Su Majestad el rey Azoun IV ha decretado que las hechiceras de cualquier tipo deberán registrarse con el heraldo local cuando viajen por Cormyr.
Hurón le alcanzó otra moneda de oro. El guardia la hizo desaparecer en su bolsillo y dijo:
—Desde luego, con tanta gente como hay en estos días por los caminos, es imposible llevar ninguna clase de control.
Dicho esto, el vigilante abandonó su puesto y dejó que el grupo se las arreglase con el mozo de la posada. Después de alquilarles dos habitaciones, el mozo acompañó a los cuatro hasta una mesa cerca del fondo del bar.
Una camarera joven se apresuró a servirles vino y cerveza, y les preguntó si deseaban cenar. Unos minutos más tarde, volvió cargada con fuentes de nabos, patatas hervidas y cerdo asado. A pesar de su mal humor, el aroma de las viandas fue suficiente para despertar el apetito de Medianoche. Se sirvió una abundante ración de patatas y nabos, y un trozo de carne.
La calidad de la comida no sirvió para alegrar al grupo. Medianoche deseaba poder pedirle disculpas a Kelemvor, pero no frente a los demás compañeros. Adon y Hurón eran los únicos dispuestos a charlar, pero no entre sí. El clérigo intentó animarlos con una discusión referente al camino a seguir, pero todos respondieron que preferían postergar el tema hasta la mañana. Kelemvor permaneció ensimismado en sus pensamientos, y a Medianoche se le agotó la paciencia ante la exhibición constante que Adon hacía de su posición como jefe temporal del grupo.
Después de cenar, los cuatro subieron las escaleras hasta el primer piso. Era demasiado pronto para dormir, pero habían cabalgado mucho durante el día, y les esperaba otra jornada igual de agotadora. Las habitaciones disponían de dos camastros y una pequeña ventana que daba a las negras aguas del río de las Estrellas.
—Los hombres dormiremos en este cuarto —dijo Adon, y señaló la habitación de la derecha—. Tú puedes acomodarte en la otra. No creo que nadie se moleste si cambiamos de lugar una de las camas.
—No creo que quepa —comentó Hurón—. Yo me quedaré con Medianoche.
Kelemvor puso cara de celos, pero fue Adon quien protestó.
—¡No lo dirás en serio!
—Gracias, pero prefiero la compañía de Kelemvor —replicó la maga, con una sonrisa para el halfling y sin hacer caso del clérigo.
—Pero si tú estás… —dijo Adon, asombrado.
—No creo necesario que dispongas cómo debemos dormir —respondió Medianoche, sin alzar la voz ni enfadarse.
—Pero si no has hablado con Kelemvor en todo el día —insistió Adon. Luego encogió los hombros, resignado, y añadió—: No es asunto mío si quieres pasar la noche con él. Solo pretendía ser cortés.
Hurón suspiró. Después de compartir la montura con Adon durante todo el día, había tenido la esperanza de no tener que pasar la noche con el pedante exclérigo.
Medianoche entró en su habitación sin hacer ningún otro comentario. Cuando Kelemvor no la siguió, la joven asomó la cabeza al pasillo y le preguntó:
—¿Vienes o no?
Kelemvor sacudió la cabeza como si con el gesto quisiese aclarar sus ideas, y después entró en el cuarto. Medianoche cerró la puerta, y dejó a Adon y Hurón en el pasillo. El guerrero miró nervioso a su alrededor, y manipuló con torpeza la hebilla del cinturón de su espada. Por fin, la desabrochó y dejó el arma sobre uno de los camastros.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Medianoche, al tiempo que se quitaba la capa empapada—. No es la primera noche que pasaremos juntos.
El hombre la estudió con la mirada; no tenía muy claro si ella lo había perdonado o lo había atraído a su cuarto para tomarse venganza. Respondió:
—Tu libro de hechizos. Pensé que estabas enfadada.
—Lo estoy, y mucho más de lo que piensas. Pero no fuiste tú quien lo arrojó al fuego. —Medianoche intentó sonreír—. Además, lo podré reescribir, con un poco de tiempo y pergamino. —En el rostro del guerrero no apareció ninguna expresión de alivio—. ¿No lo comprendes? La pérdida del libro no fue culpa tuya. Los halflings lo tiraron al fuego. Es algo que tú no podías evitar.
—Gracias por tu perdón —dijo Kelemvor—. Pero Adon estaba en lo cierto. Fui a la aldea por razones egoístas.
—Tus razones no fueron egoístas —replicó Medianoche, cogiendo la mano del guerrero—. No tiene nada de malo ayudar a los extraños.
Por un momento, los dedos de Kelemvor permanecieron como muertos y la mirada de sus ojos esmeraldas no se apartó de los ojos de la maga. Luego le devolvió el apretón y la atrajo hacia él. Un ascua adormecida durante mucho tiempo volvió a la vida en los cuerpos de ambos. La disculpa de Medianoche había ido más allá de lo que había pretendido, pero no lo lamentaba.
Más tarde, Medianoche permaneció sentada y despierta en su lecho, mientras Kelemvor roncaba en el otro camastro. Hacer el amor con él había sido diferente a las veces anteriores en Tantras. Se había mostrado más considerado, más gentil. La joven no tenía ninguna duda de que él había cambiado de verdad al desaparecer la maldición que lo afligía.
Pero la maldición de su amante, o su desaparición, no era la causa del insomnio de la hechicera. Este nuevo Kelemvor era más encantador y atractivo que antes de Tantras, y Medianoche pensaba en las consecuencias que dicho cambio podían tener para ella. El guerrero se había vuelto más peligroso, porque se entregaba más y, por lo tanto, reclamaba más a cambio. La mujer no sabía muy bien hasta qué punto podía corresponderle, porque su arte siempre había sido, y siempre sería, su primer amor.
Además, tenía que pensar en la misión. Se sentía cada vez más ligada a Kelemvor, y la maga tenía miedo de que una relación sentimental pudiese influir en ella en caso de verse obligada a decidir entre la seguridad del hombre y la de la tabla.
En el pasillo, se oyó el ruido de una pisada. Medianoche se deslizó de la cama y se puso la capa, muy alerta. Hacía cosa de una hora había escuchado las suaves pisadas de Hurón cuando abandonó el cuarto de Adon. No sabía dónde había ido. El hombrecillo tenía sus propios secretos, como ella tenía los suyos, y no era cuestión de entrometerse en sus asuntos.
Pero la pisada había sido demasiado fuerte para corresponder a Hurón; los halflings podían caminar con la suavidad de un copo de nieve. Medianoche desenfundó la daga y se acercó a la puerta.
Visiones de ladrones y asesinos bailaron en la mente de la maga cuando abrió la puerta y espió. Un solitario candil de aceite colgado sobre el hueco de las escaleras alumbraba el pasillo. La débil luz de la lámpara le permitió ver a un hombre en el rellano, quien despedía al recepcionista con un gesto de su mano. La otra mano permanecía oculta debajo de su capa empapada. El extraño se giró un poco para estudiar el pasillo, y la silueta de su nariz aguileña se recortó contra la luz.
¡Cyric! Con el corazón embargado de júbilo y también con un poco de miedo, Medianoche salió al pasillo. El ladrón se volvió hacia ella, con una expresión de alarma en los ojos.
—¡Cyric! —susurró la muchacha, avanzando hacia él—. ¡Me alegro tanto de verte!
—Tú…, eh, yo también me alegro mucho —contestó el hombre, al tiempo que retiraba la mano oculta debajo de la capa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Medianoche. Le cogió del brazo, y caminó con él hacia el fondo del pasillo. Allí era menos probable que fuesen oídos, y la maga no tenía intención de despertar a Kelemvor y a Adon—. ¿Fueron tus flechas las que nos salvaron de los jinetes zombis?
Cyric asintió, con los ojos entrecerrados, y preguntó a su vez:
—¿No le habrá pasado nada a la tabla, verdad?
—Desde luego que no —replicó Medianoche—. ¿Y qué hay de los zhentileses que nos obligan a marchar hacia el norte? ¿También son tuyos?
—Así es —afirmó el ladrón—. Quería que vinierais a Estrella del Anochecer. —La mano del hombre volvió a deslizarse debajo de la capa.
—¿Por qué? —preguntó Medianoche, muy seria—. ¿Qué peligros yacen en el sur?
—La fuerza de los aliados de Bane, por supuesto —contestó Cyric, tranquilo y sonriente, tras un momento de duda—. Lord Black puede haber muerto, pero tenía muchos partidarios y los jinetes zombis no eran los más importantes. —El ladrón apartó la mano de la capa y rodeó con el brazo los hombros de la hechicera—. Esta es la razón de mi presencia aquí.
—Si has venido para reunirte con nosotros, debemos tener cuidado —dijo Medianoche, sin poder ocultar su preocupación—. Kel y Adon no han olvidado Tantras.
—No es esto lo que pretendía decir —exclamó Cyric, que se apresuró a apartar el brazo de los hombros de la muchacha—. He venido a buscarte a ti y a la tabla.
—¿Pretendes que los abando…?
—Ellos no pueden protegerte —afirmó Cyric, tajante—. Yo sí.
—No puedo —respondió Medianoche, con sus pensamientos puestos en Kelemvor—. No quiero.
El ladrón la estudió en silencio durante unos segundos, y luego exclamó:
—¡Piensa! ¿Acaso no comprendes el poder que posees?
—He perdido mi…
—¡Con las tablas, podemos ser dioses! —casi gritó Cyric.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Medianoche, con la inquietante sensación de que Cyric hablaba para sí mismo—. ¡Es una blasfemia!
—¿Blasfemia? —Cyric soltó la carcajada—. ¿Contra quién? Los dioses están aquí: destrozan los Reinos en busca de las Tablas del Destino. Nosotros podríamos ser nuestros propios dioses. ¡Podríamos forjar nuestros propios destinos!
—¡No! —Medianoche dio un paso atrás.
—Los dioses os siguen el rastro —dijo Cyric, y la sujetó del brazo—. Hace dos noches, lord Bhaal asesinó a tres de mis mejores hombres. No pienso abrumarte con los detalles de sus muertes. —Por un momento, los ojos del ladrón adquirieron un brillo rojizo—. Si Bhaal hubiese querido quedarse un par de días más, habría acabado conmigo y todos mis soldados. Pero no lo hizo. ¿Sabes por qué? —Medianoche no contestó y Cyric le apretó el brazo con más fuerza—. ¿Sabes por qué? ¡Porque Bhaal te quiere a ti y a la tabla! ¡Jamás podréis llegar a Aguas Profundas! ¡Atrapará a Kelemvor y Adon para matarlos de una forma tan espantosa como la que jamás podrías imaginar!
—¡No! —Medianoche apartó su brazo—. No lo permitiré.
—Entonces ven conmigo —insistió Cyric—. Es tu única oportunidad… Es vuestra única oportunidad.
En aquel momento, se abrió la puerta de la habitación de la hechicera, y se escuchó la voz somnolienta de Kelemvor:
—¿Medianoche?
La mano del ladrón se ocultó bajo la capa y empuñó la espada. Medianoche empujó a Cyric hacia las escaleras.
—¡Vete! ¡Kel te matará!
—O yo lo mataré a él —replicó Cyric, desenvainando la corta espada. La hoja resplandeció con un fulgor rojizo.
Medio dormido, Kelemvor salió al pasillo, después de ponerse los pantalones a toda prisa, y con la espada en la mano. Al descubrir la presencia de Cyric, se frotó los ojos como si no pudiese creer en lo que veía. Exclamó:
—¿Tú? ¿Aquí? —Avanzó con la espada en guardia.
—No me obligues a escoger entre amigos —le dijo Medianoche a Cyric, mientras se apartaba.
—Pronto tendrás que hacer tu elección —replicó Cyric, con una mirada fría. Luego corrió escaleras abajo y desapareció en la oscuridad.
Kelemvor no lo siguió, consciente de que, en las sombras, todas las ventajas estarían de parte de Cyric. En cambio, se volvió hacia Medianoche y le dijo:
—Tenías razón. Nos ha seguido. ¿Por qué no me has llamado?
—Vino a hablar —contestó Medianoche, sin saber muy bien si el tono de Kelemvor era de dolor o enfado—. Tú lo habrías matado.
En aquel preciso momento, Hurón apareció en lo alto de la escalera con un rollo de soga al hombro y un libro de pergamino en las manos. Cuando vio a Medianoche y a Kelemvor, casi se cae de bruces.
—¡Estáis despiertos! —exclamó.
—¡Sí! —gruñó el guerrero—. Hemos tenido un visitante.
—Pues están a punto de llegar más. Un grupo de zhentileses viene para aquí. —El halfling le entregó el libro a Medianoche sin ninguna explicación acerca de cómo lo había conseguido.
Por su parte, Kelemvor abrió la puerta del cuarto de Adon, y gritó:
—¡Despierta! ¡Recoge tus cosas! —Luego se volvió hacia Medianoche y le preguntó—: ¿Todavía crees que Cyric quería hablar?
—Tú fuiste el primero en desenvainar —contestó la maga, con la mirada puesta en la espada del guerrero.
—Estee…, ¿no podríais dejar la discusión para después? —señaló Hurón, al tiempo que descargaba el rollo de soga.
—Tal vez nunca tengamos la oportunidad —replicó Kelemvor—. Jamás podremos llegar al establo…
—Ni falta que hace —exclamó el halfling con una sonrisa de oreja a oreja—. En cuanto vi a los zhentileses que husmeaban, ensillé los caballos y ahora están debajo de mi ventana.
Kelemvor dio una de sus palmadas en la espalda del hombrecillo y a punto estuvo de tumbarlo al suelo, y exclamó:
—¡Bravo por ti! —Luego el guerrero se volvió hacia Medianoche y, con tono perentorio, añadió—: ¡Recoge nuestro equipaje! ¡Discutiremos este asunto más tarde!
Si bien estaba molesta por su tono de mando, Medianoche se apresuró a acatar la orden de Kelemvor. Mientras la maga se ocupaba de preparar el equipaje, el guerrero cogió la soga y ató un extremo a una de las vigas. Adon y Hurón salieron por el ventanuco y se descolgaron hasta la montura del primer caballo. Luego Kelemvor les arrojó las alforjas con sus cosas y la tabla. Un momento después, apareció Medianoche con el resto de sus avíos. La hechicera hizo igual que sus otros dos compañeros y en cuanto se instaló en su montura, Kelemvor le tiró las alforjas, y sin perder un segundo se descolgó por la soga. El halfling los guio fuera de la ciudad por una callejuela, y no vieron ni uno solo de los hombres de Cyric.