14. La llanura blanca
A medida que entraba en el disco, Medianoche sintió cómo su cuerpo desaparecía de Kanaglym para después aparecer en la llanura blanca. En cambio, su mente no tuvo ninguna sensación de movimiento y actuó como un ancla inmóvil en el fondo mientras la nave da vueltas a su alrededor.
En cuanto volvió a respirar, los vapores cáusticos le quemaron la nariz y la garganta. Cuando intentó enfocar la mirada, no vio nada más que blanco, como si estuviese mirando el sol. El suelo temblaba bajo sus pies como algo vivo e inquieto, y un millón de voces monótonas producían un zumbido que le escocía en la piel.
Poco a poco, la visión de Medianoche volvió a la normalidad. El resplandeciente disco del caminomundo flotaba a su lado. No le pareció prudente dejar abierto un portal entre los Planos, así que invocó el hechizo y el disco desapareció.
Un momento más tarde, comenzó a interpretar el cúmulo de informaciones extrañas que captaban sus sentidos. Se encontraba en una llanura inmensa de color tiza, en medio de más gente de la que podía contar. A diferencia de los espectros de Kanaglym, estas criaturas tenían cuerpos tangibles. De no haber sabido que estaban muertas, la hechicera las hubiese confundido con personas vivas.
A la derecha de la maga había una multitud de varios miles. Todos los presentes miraban en la misma dirección, con la atención puesta en el cielo como si allí hubiese algo que Medianoche no podía ver. Mientras contemplaba a los reunidos, se elevó un rumor desde el extremo más alejado que se movió como una ola en un mar tormentoso. Cuando llegó hasta ella, el estruendo la dejó aturdida.
—¡Tyr! —gritó la multitud.
Miles de adoradores habían pronunciado a un tiempo el nombre de su señor, y a Medianoche no le resultó difícil imaginar cómo el grito atravesaba el vacío entre los Planos para llegar hasta los oídos de Tyr en los Reinos.
—Oh, Tyr, dios de la Justicia, Fiel de la Balanza, contesta a esta, la llamada de tus devotos. —La oración era clara y comprensible a pesar de las muchas voces que la pronunciaban—. ¿Cuándo vendrás a buscar a los que hemos dedicado todas nuestras vidas a tu gloria, a llevar la verdad y la justicia a todos los rincones de nuestro planeta, Toril? Escucha la llamada de tus fíeles, Tyr. ¡Mira! Aquí está Mishkul el Poderoso, que llevó al rey Lagost ante la justicia; y aquí está Ornik el Sabio, que juzgó entre las ciudades de Yhaunn y Tulbegh; y aquí está Qurat de Proskur, que…
La letanía prosiguió con su proclama de la lealtad de los adoradores de Tyr y los logros de cada uno. A juzgar por el tamaño de la muchedumbre, la oración podía durar varios días. Medianoche se apartó del grupo, y comenzó a buscar la manera de dar con el castillo de los Huesos.
En su camino se tropezó muy a menudo con grupos de cinco mil a diez mil personas. En una ocasión, vio a una docena de mujeres que se azotaban mientras gritaban su devoción por Loviatar, señora del Dolor. En otra, se cruzó con un millar de devotos de Ilmater que apoyados hombro con hombro mantenían el más absoluto silencio. Algunas veces, vio a grupos que cantaban alabanzas a dioses tan antiguos que sus nombres habían sido olvidados en los Reinos.
Después de caminar sin rumbo durante varias horas, Medianoche comprendió que jamás llegaría a su meta sin conseguir indicaciones precisas. Detuvo a un hombre corpulento, y le preguntó:
—¿Puede decirme cómo llegar al castillo de los Huesos?
—¡No, no puedo! —exclamó el hombre, con una mirada de pánico—. ¿Por qué iba a saber dónde está y además por qué le interesa? —El ser dio media vuelta y escapó entre la muchedumbre.
La hechicera detuvo a tres personas más y les formuló la misma pregunta. Las reacciones fueron muy parecidas a las del primer hombre: todas afirmaron desconocer la ubicación del castillo, y todas dejaron bien claro que ella era una estúpida por querer saberlo. Medianoche decidió no hacer más preguntas. Por algún motivo, sus indagaciones inquietaban a los muertos.
A la izquierda de la joven, alguien gritó aterrorizado. La maga se volvió en la dirección del sonido. Diez metros más allá, una masa de carne atacaba a una mujer. La multitud se había apartado, así que podía ver la escena sin obstáculos.
La mujer aparentaba tener unos cuarenta años, y sus cabellos eran tan negros como el ala de un cuervo, si bien tenía algunas canas. Pero lo más importante para Medianoche era el pendiente de la mujer: una estrella azul y blanca dentro de un círculo.
El símbolo de Mystra.
El atacante de la mujer era una cosa horrible. Su cabeza se parecía a la de un hombre, con nariz, boca y orejas. Pero también tenía unos colmillos gruesos de los que chorreaba bilis amarilla, y ojos rojos como ascuas. El cuerpo era como una enorme barrica, y los brazos muy largos aparecían cubiertos de grandes pliegues de piel correosa de la que destilaba un pus verde. Las piernas del monstruo eran tan esqueléticas y cortas que apenas si mantenían el cuerpo erguido. Sin embargo, el ser persiguió a la mujer con una velocidad y agilidad sorprendente.
—¡Ven aquí, bruja! —gruñó. La voz de la bestia era tan baja y gutural que Medianoche apenas si consiguió entender sus palabras. El ser llevaba en una mano una cimitarra oxidada, y en la otra un par de esposas que agitaba detrás de la mujer.
Dado que sabía muy poco acerca del reino de la Muerte, la maga vaciló antes de intervenir en el asunto, pero no por mucho tiempo. No podía permitir el ataque a una devota de Mystra.
—¡Déjala en paz! —gritó.
Al escuchar la voz de Medianoche, la mujer corrió hacia ella. La cosa se detuvo, frunció el entrecejo, y sacudió la cabeza como si le fuese imposible dar crédito a sus oídos.
—Pertenece a lord Myrkul —gruñó, por fin.
Tras esta aclaración, la cosa reanudó su carrera. En cuanto alcanzó a la fugitiva, descargó las esposas contra la cabeza de la mujer que cayó al suelo hecha un ovillo.
—¡Basta! —ordenó Medianoche, avanzando hacia la víctima—. ¡Tócala otra vez y morirás!
El monstruo hizo una pausa y clavó su mirada en la hechicera.
—¿Morir? ¿Si la toco, moriré? —rugió, finalmente, y soltó una carcajada que sacudió todos los pliegues de su cuerpo. Luego, el ser se arrodilló y sujetó una de las manillas en la muñeca de la mujer.
La fórmula de un poderoso hechizo de aprisionamiento apareció en la mente de Medianoche. La hechicera dudó por un instante, pero luego sintió el tejido mágico a su alrededor. Era firme y estable, no débil e impredecible como había sido en los Reinos. Sonrió e invocó el exorcismo.
La cosa colocó la esposa en la otra muñeca de la mujer.
—Te lo he advertido —dijo Medianoche, en cuanto terminó de recitar las palabras, y caminaba hacia el ser.
El siervo de Myrkul apartó la mirada de la prisionera, observó a la maga y gruñó furioso. Luego se puso de pie dispuesto a enfrentarse a Medianoche.
—Te pudrirás en… —exclamó.
La hechicera tendió una mano y tocó a la horrible criatura. El encantamiento funcionó en el acto. El ser no pudo acabar la frase, y permaneció inmóvil. Un segundo después, una esfera negra rodeó su cuerpo y se lo llevó por la planicie. El monstruo permanecería en animación suspendida hasta que alguien lo librase del hechizo.
Medianoche comenzó a temblar. Se sentó y cerró los ojos. Durante el enfrentamiento, no había tenido ni un momento de vacilación, pero ahora se sentía muy débil y asustada. A pesar de que el tejido mágico le había parecido estable cuando lo invocó, en ese instante no podía menos que estremecerse al pensar en lo que podría haber pasado si su magia no hubiese funcionado.
Intentó apartar sus pensamientos negativos. El hechizo había resultado impecable, y comprendió que no tenía motivos para creer que la magia era inestable fuera de los Reinos. Durante unos momentos, Medianoche permaneció sentada sin abrir los ojos.
—¿La conozco? —preguntó una voz masculina.
El tono le pareció conocido, si bien Medianoche no podía precisar dónde lo había escuchado antes. Abrió los ojos y, para su gran sorpresa, encontró que un centenar de personas la miraban atónitos. La mujer a la que había salvado no estaba por ninguna parte. Se había esfumado sin siquiera darle las gracias.
El hombre que había hablado se encontraba delante de ella, vestido con una túnica roja bordada en oro. Era Rhaymon de Lathander.
—¿Qué haces aquí, Rhaymon? —preguntó Medianoche, mientras se ponía de pie. La última vez que lo había visto había sido durante el juicio en el valle de las Sombras.
—¡Entonces te conozco! —exclamó Rhaymon, encantado—. ¡Tenía razón!
Sin embargo, el clérigo no contestó a la pregunta de la hechicera. Había muerto en el bosque cercano al valle de las Sombras, cuando las ramas de un roble habían cobrado vida y lo habían estrangulado. No era una experiencia que le gustara recordar.
—Sí, me conoces —afirmó Medianoche—. Tú testificaste contra mí y contra Adon en el juicio por el asesinato de Elminster.
—¿Elminster? —Rhaymon frunció el entrecejo—. Pero ¿él no está muerto…, o me equivoco?
—No —se apresuró a contestar la hechicera—. El juicio fue una equivocación.
Rhaymon deseó poder recordar algo más acerca del juicio, porque su memoria era cada vez más débil desde que había entrado en el reino de la Muerte. Pero sí recordaba que Medianoche no había sido ejecutada.
—No recuerdo muy bien el juicio —admitió el hombre—, pero escapaste, así que, como dicen los devotos de Lathander, «la luz del amanecer hace que valga la pena la oscuridad de la noche».
—No estoy muy convencida de ello —replicó Medianoche, al pensar en las personas que Cyric había asesinado para ponerla en libertad.
—Has sido muy valiente al rescatar a aquella mujer —dijo Rhaymon, sin darse cuenta de la inquietud de la joven. Agitó un dedo hacia ella y añadió—: Pero también te has comportado como una tonta. No has conseguido nada con detener a uno de ellos.
—¿Qué era aquella cosa? —preguntó Medianoche, señalando en la dirección por donde había desaparecido la esfera negra.
—Uno de los engendros de Myrkul —respondió Rhaymon.
A la hechicera le pareció que el corazón se le escapaba del pecho, y de pronto se sintió muy vulnerable. Contempló a las personas que todavía la miraban asombradas.
—Desearía que dejaran de mirarme de esa manera —comentó Medianoche, inquieta, mirando ferozmente a la multitud.
Rhaymon dio media vuelta y se dirigió a los curiosos.
—Venga, marchaos. Aquí ya no hay nada que ver. —El grupo no le hizo caso. Entonces el clérigo optó por sujetar a la hechicera del brazo y echó a andar—. No les prestes atención. Sienten curiosidad por tus ojos.
—¿Mis ojos? —preguntó la muchacha.
—Sí. Hace tan solo un momento, tenías los ojos cerrados. Sabes, los muertos no cierran sus ojos. —Rhaymon se detuvo y, por un instante, estudió a Medianoche—. Supongo que eso significa que estás viva.
—¿Y qué importancia tiene si lo estoy? —replicó ella. La hechicera evitó dar una respuesta directa a la pregunta de Rhaymon y miró en otra dirección.
—Ninguna. Solo que no es muy habitual. —El clérigo reanudó la marcha—. La mayoría de los muertos no utilizan la magia, a no ser que sean brujos. Por cierto, ¿eres un zombi o estás viva?
—Estoy viva, Rhaymon —reconoció Medianoche—. Y necesito de tu ayuda.
—¿Qué necesitas? —preguntó el hombre, mientras rodeaba a un grupo de ancianas adoradoras de Lliira, diosa de la Alegría, que se revolcaban por el suelo, sin dejar de reír.
—Necesito encontrar el castillo de los Huesos —contestó la maga—. El destino de todo el mundo depende de mi éxito. —No añadió nada más. Hasta que Rhaymon no prometiera ayudarla, le pareció prudente no revelar más detalles.
—¡El castillo de los Huesos! —exclamó Rhaymon—. ¡Está en la ciudad de Myrkul!
—¿No es este el reino de Myrkul? —preguntó la muchacha.
—No precisamente —respondió el clérigo—. Pero puedes llegar allí sin muchas dificultades.
—¿Me ayudarás?
—Lo que dices debe de ser cierto —manifestó Rhaymon—, o jamás correrías el riesgo del sufrimiento eterno en la ciudad de Myrkul. Estoy seguro de que lord Lathander querría que te diese toda mi ayuda.
—Muchas gracias —dijo Medianoche—. ¿Hacia dónde vamos?
—Al oeste. —Rhaymon señaló hacia su derecha.
—¿Al oeste? —La hechicera buscó en la llanura y en el cielo algún punto de referencia—. ¿Cómo sabes dónde está el oeste?
—No lo sé —dijo Rhaymon, con una sonrisa—. Pero cuando estás muerto, adquieres un cierto sentido de este lugar que no sé cómo explicar. Tendrás que confiar en mí en este punto, y también en otro centenar más de cosas como estas.
A la vista de las dificultades que había tenido hasta el presente, Medianoche consideró que era prudente seguir el consejo. El clérigo prosiguió su camino entre la multitud, con algunas pausas y rodeos para evitar cruzarse con algún engendro. Después de muchas horas de marcha, la hechicera comenzó a dar muestras de agotamiento.
—¿Falta mucho? —preguntó.
—Muchísimo —respondió Rhaymon, sin detenerse.
—Tenemos que buscar un medio para llegar más deprisa —jadeó Medianoche—. Tengo que reunirme con Kelemvor en Aguas Profundas.
—No hay ninguna manera de viajar más rápido —afirmó el clérigo, muy tranquilo—. A menos que quieras llamar la atención de los engendros. Pero no te preocupes. Aquí el tiempo y las distancias son diferentes. Da igual que tardemos un día o un mes en llegar al castillo de los Huesos; el tiempo transcurrido en Toril solo será una fracción del pasado aquí.
Continuaron sin descanso durante varias horas, hasta que Medianoche no pudo más. Cayó al suelo y se durmió mientras Rhaymon vigilaba su descanso. Después de mucho tiempo, la hechicera se despertó recuperada y prosiguieron el viaje. La joven aprovechó la oportunidad para que el clérigo le diera información acerca del reino de Myrkul. Rhaymon acortó el paso para que Medianoche pudiera caminar a su lado, y dijo:
—Myrkul tiene dos dominios: su ciudad en el Hades, que es hacia donde vas y en la que él reina soberano, y el Plano del Olvido, que es una especie de limbo fuera de su ciudad que él controla como parte de sus obligaciones. Cuando alguien muere en los Reinos, su espíritu es atraído hacia alguna de las miles de entradas entre los Reinos y los dos dominios del dios de la Muerte. Los espíritus de los devotos a Myrkul van directamente a la ciudad en Hades. —Rhaymon hizo un alto e interrumpió su conferencia—. Sabes, quizá podrías llegar a Aguas Profundas antes que tu amigo Kelemvor.
—¿Cómo? —preguntó Medianoche, asombrada. La idea de utilizar el reino de la Muerte como un atajo, la llenó de alegría.
—Es más que probable que exista una puerta entre Aguas Profundas y la ciudad de Myrkul —respondió el clérigo—. Si consigues escapar de la ciudad, podrías volver a los Reinos a través de la puerta de Aguas Profundas.
—Gracias por la sugerencia —dijo la hechicera, muy seria, y echó a andar.
Rhaymon se puso una vez más a su lado, y reanudó la disertación.
—Si bien los fieles de Myrkul acceden sin trabas a la ciudad, todos los demás van a parar al limbo, que en realidad es una zona de espera para los espíritus de los muertos. Allí, los engendros de Myrkul, que en un tiempo supongo fueron sus devotos, recogen los espíritus de los Infieles y los Falsos…
—¿Los Infieles y los Falsos? —le interrumpió Medianoche.
—Los Falsos son aquellos que traicionaron a sus dioses —explicó Rhaymon—. Los Infieles no adoran a ningún dios.
—¿Qué hacen los engendros con los espíritus? —preguntó la hechicera, con el pensamiento puesto en Adon y su reniego de Sune.
—Supongo que se los llevan a la ciudad de Myrkul para que sufran el castigo eterno —comentó Rhaymon, despreocupado—. No lo sé, pero tú no tardarás en averiguarlo.
—No lo dudo —respondió la maga, sin muchos ánimos.
—Después de que los engendros separan los espíritus de los Infieles y los Falsos, los devotos esperan que sus dioses vengan a buscarlos y los conduzcan a su última morada en los Planos.
—Entonces ¿por qué hay tantos espíritus en el Plano del Olvido? —preguntó la maga, sin apartar la mirada de la muchedumbre.
—Porque esta es nuestra prueba final —contestó Rhaymon, un tanto preocupado—. Aparte de un par de excepciones, los dioses han escogido dejarnos aquí para probar nuestra valía.
—Parece un poco duro abandonar a leales devotos de esta manera —observó Medianoche.
—No nos han abandonado —afirmó Rhaymon, al momento—. Un día vendrán a buscarnos.
La hechicera aceptó la respuesta, si bien era obvio que la afirmación del clérigo se basaba en la esperanza y no en los hechos. Si era verdad que los dioses se preocupaban por sus creyentes, el Plano del Olvido no se encontraría abarrotado.
La conversación y la caminata se prolongaron otro par de días, pero la maga no se enteró de muchas más cosas de importancia. Poco a poco, las muchedumbres se hicieron menos numerosas, y una línea negra apareció en el horizonte. Medianoche comprendió que estaban cerca de la ciudad de Myrkul.
Por fin, el clérigo y la maga llegaron a un punto más allá del cual no había nadie. La línea en el horizonte se había convertido en una franja oscura que se extendía de una punta a otra de la inmensa planicie. Rhaymon se detuvo.
—Te he traído hasta donde podía llegar —dijo—. A partir de aquí, no te seré de ninguna utilidad.
Al escuchar las palabras de su compañero, Medianoche soltó un suspiro e intentó sonreír, a pesar de sentirse triste y abandonada.
—Ya has hecho más que suficiente —contestó, con voz suave.
—Tengo entendido que la entrada a la ciudad está por allá abajo —dijo Rhaymon, señalando hacia el extremo izquierdo de la cinta oscura—. He venido a este lugar para que puedas acercarte a la muralla sin riesgo de encontrar a los engendros que van y vienen de la entrada.
—Las palabras no bastan para expresar mi gratitud —declaró la maga. Cogió la mano de Rhaymon—. Echaré de menos tu compañía.
—Y yo la tuya —contestó el clérigo. Después de una pequeña pausa, añadió un consejo de última hora—: Medianoche, este no es el mundo de los vivos. Todo aquello que te parece cruel y malvado es lo normal en este sitio. No importa lo que encuentres en la ciudad de Myrkul, recuerda siempre dónde estás. Si te entrometes con los engendros, jamás podrás marchar.
—Recordaré tu consejo —manifestó la joven—. Lo prometo.
—Bien. Que los dioses favorezcan tu camino —dijo Rhaymon.
—Y que tú conserves tu fe —le deseó Medianoche.
—Lo haré. Palabra de honor. —Tras esta despedida, el clérigo le dio la espalda y caminó de regreso hacia el Plano del Olvido.
La hechicera contempló el terreno que debía cruzar y reanudó la marcha. Dos horas más tarde, oyó un gemido siniestro y las primeras ráfagas de un hedor insoportable le hizo fruncir la nariz. Medianoche continuó su avance a buen ritmo. Poco a poco, el gemido se convirtió en un aullido ahogado; el hedor a podrido se hizo más fuerte y constante. El muro era cada vez más alto y grueso, y cuando estuvo más cerca pudo ver que la superficie se ondulaba y retorcía; parecía tener vida propia. Por un momento, pensó si no estaría hecho con serpientes. Eso explicaría la ausencia de centinelas. Con un muro tan formidable, Myrkul no necesitaba poner guardias.
Por fin, Medianoche se acercó hasta unos quince metros de la pared. El aullido se transformó en una cacofonía de llantos y quejas, y la intensidad del hedor le provocó arcadas. Además, la hechicera pudo ver que se había equivocado respecto a las formas que se movían en el muro. No eran serpientes sino miles de piernas que pataleaban.
Toda la pared estaba construida con cuerpos humanos. Hombres y mujeres apilados hasta veinte metros de altura, con la cabeza hacia el interior de la ciudad. Las personas más corpulentas daban espesor y altura al muro, mientras que las pequeñas servían para tapar agujeros. Todos se mantenían en su lugar sujetos por un cemento verdoso que parecía moho solidificado.
La siniestra barrera estuvo a punto de acabar con el viaje de Medianoche. Durante mucho tiempo, no pudo hacer otra cosa que contemplarla con asco y repulsión. El primer plan de la hechicera había sido escalar el muro, pero no se sentía capaz de utilizar las piernas de los condenados a modo de peldaños. Por fin, decidió recurrir a la magia. Invocó y realizó el hechizo de levitación.
De inmediato, se elevó en el aire y solo se sujetó por un momento a alguna pierna para guiarse. En cuanto llegó a lo alto, se tumbó sin tocar el muro para simular que era un cuerpo más.
Un coro de aullidos y lamentos saludó su llegada. Medianoche retrocedió y se tapó los oídos. Al otro lado del muro, los gritos de los muertos habían sido amortiguados por el espacio entre el Plano del Olvido y la ciudad de Myrkul. Pero al escalar la pared, había cruzado el limbo para entrar en el Hades.
El aire apestaba a basura, y a alguna cosa cáustica que le ardía en la garganta y la nariz cada vez que respiraba. El cielo encapotado dejaba a la ciudad en penumbras. Aquí y allá, aparecían unos diminutos puntos de luz entre las nubes grises. Por lo que le había dicho Rhaymon, la maga supuso que eran los portales entre el dominio de Myrkul y diversos lugares de los Reinos.
La ciudad había sido construida en una enorme cuenca que se iniciaba junto al muro para perderse en el horizonte. La metrópoli era tan grande que, incluso desde lo alto de la pared, Medianoche solo podía ver cómo se esfumaba en la niebla.
A sus pies, vio una avenida ancha que seguía el trazado de la muralla humana. A unos veinte metros de su posición, treinta engendros provistos con látigos guiaban a centenares de esclavos que cargaban a hombros a otros seres. Mientras el grupo desfilaba delante de ella, la hechicera observó que los esclavos tenían características similares: cabellos plateados, piel gris amarillenta y ojos grises sin expresión. En cambio, las personas que llevaban eran diferentes entre sí. Había una mujer con los dientes salidos, un hombre de nariz grande, una gorda con triple papada.
Medianoche sintió la necesidad de hacer alguna cosa por liberar a aquellos infelices, pero no había olvidado la recomendación de Rhaymon y se limitó a mirar en otra dirección. Después que pasó la caravana, volvió su vista hacia la ciudad.
Más allá de la avenida de circunvalación había un enjambre de edificios de piedra de diez pisos de altura. En otros tiempos, las construcciones habrían sido idénticas, pero siglos de decadencia y erosión las habían convertido en una multitud de formas diferentes. Mientras algunos edificios parecían primitivos, había muchos que no eran más que un montón de piedras a punto de desplomarse. En otros se habían formado pequeños minaretes y torres retorcidas, y los había que solo conservaban un vago parecido con la forma original.
En su estudio de los edificios, Medianoche advirtió que las estructuras en condiciones similares estaban agrupadas. Luego comprendió que la ciudad estaba dividida en barrios de tamaños más o menos iguales. Los sectores con construcciones primitivas a su vez estaban divididos en manzanas por calles amplias y rectas. En las zonas donde los edificios se venían abajo, los escombros se apilaban en las calles hasta tal punto que parecía imposible atravesarlas. En cuanto a los barrios con las casas retorcidas y grotescas, las calles eran estrechas y enrevesadas como un laberinto. Por ninguna parte alcanzó a ver nada parecido a un castillo, y Medianoche no sabía por dónde comenzar la búsqueda.
Pero sí tenía muy claro que debía apartarse del muro. Después de esperar que pasase otra caravana de esclavos, la hechicera dio un salto y bajó suavemente hasta la avenida. En cuanto llegó al suelo, hizo una pausa para reconocer el terreno. Un grupo de tres engendros corría hacia ella por la calle mientras que otros dos monstruos se le acercaban desde el sector que tenía delante. Por fortuna, los dos grupos se encontraban a unos ciento cincuenta metros de distancia, así que echó a correr calle abajo. Tras diez segundos de carrera, se metió en uno de los barrios de edificios ruinosos que, vistos desde el muro, le habían parecido desocupados.
Las calles desiertas estaban cubiertas de basuras y escombros. En los balcones, había lámparas amarillas cuyas luces marcaban círculos en la inmundicia. Al pasar junto a una de las lámparas, Medianoche respiró un poco del vapor sulfuroso que desprendía. Sufrió unos segundos de ahogo y le ardió la piel en el lugar donde la había tocado un poco de humo.
La hechicera se escurrió por un callejón y escaló como pudo una montaña de escombros que casi tenía cinco pisos de altura. Luego rodó por el otro lado para meterse en la callejuela que comunicaba con otra calle. Giró a la izquierda y volvió a correr. Por fin, segura de que los engendros jamás la encontrarían, subió otra pila de cascotes y se encontró que no había salida.
Necesitaba un guía. En una ciudad tan inmensa, le sería imposible dar con el castillo de los Huesos sin ayuda. Incluso en el caso de saber la ubicación, la ciudad era tan extraña que un solo error bastaría para acabar muerta. Medianoche comprendió que debía invocar ayuda.
De inmediato, el exorcismo para invocar monstruos apareció en su mente, junto con toda la información anexa acerca de su creador y la teoría que le daba base. No era un monstruo lo que necesitaba, pero después de estudiar la fórmula original, Medianoche vio que podía modificarla para que pudiera responder a sus necesidades.
El hechizo había sido diseñado para llamar a un monstruo no especificado en ayuda del mago. Sin embargo, la muchacha necesitaba invocar a una persona, si bien no sabía quién podía ser. Si cambiaba algunos de los movimientos de los dedos y alteraba la entonación de los componentes verbales, quizá podía llamar a alguien que conociera bien la ciudad de Myrkul y estuviese dispuesta a ayudarla.
Medianoche sintió un poco de miedo por lo que estaba a punto de hacer. Por lo general, únicamente los magos más poderosos y sabios modificaban o creaban encantamientos. Pero, a la vista del inmenso caudal de conocimientos a su disposición y la estabilidad del tejido mágico en el plano, confiaba en su éxito.
Después de repasar las modificaciones, la hechicera practicó el sortilegio. Un momento más tarde, alguien comenzó a trepar la montaña de escombros en la entrada del callejón sin salida. Medianoche esperó angustiada, lista para ocultarse en uno de los edificios si el visitante no era lo que esperaba.
Un halfling apareció en lo alto de la pila, se detuvo, y miró a la maga con el entrecejo fruncido. Tenía las mismas características, cabellos plateados, piel gris amarillenta e inexpresivos ojos grises, como los esclavos que había visto desde el muro. De hecho, solo por la estatura podía saber que era un halfling.
Atherton Cooper no tenía la más remota idea de cómo había venido a dar en este callejón. Un instante antes, había estado ocupado en emparedar a una mujer que no dejaba de chillar.
—¿Hurón? —preguntó la hechicera, vacilante.
La expresión preocupada del hombrecillo se acentuó. Había algo familiar en la voz de la mujer y en el nombre que le había dado. Entonces recordó que Hurón era su apodo.
—Sí, soy yo —dijo—. ¿Quién…? —Supo la respuesta antes de acabar la pregunta. En un tiempo, había sido amigo de la mujer que tenía ante sus ojos. Mientras bajaba por la ladera de escombros, gritó—: ¡Medianoche! ¿Qué haces aquí?
—No es lo que te imaginas —respondió la hechicera. Tendió los brazos para estrechar al halfling—. Estoy viva.
El comentario de Medianoche acerca de estar con vida fue una realidad dolorosa para Hurón, quien se detuvo antes de que la joven pudiera abrazarlo.
—Y yo estoy muerto. —Un montón de recuerdos desagradables volvieron a su memoria, y dijo—: ¿Por qué dejaste que Cyric me matara?
Medianoche no supo qué responder. No esperaba encontrarse con Hurón, y mucho menos tener que justificar haber salvado a Cyric a una persona asesinada por el ladrón.
—No volveré a cometer el mismo error —contestó, bajando los brazos.
—Es un pobre consuelo —protestó el halfling—. ¡Mira en lo que me has convertido! —Pasó las manos sobre su cuerpo.
—¡Yo no dejé que Cyric te matara! —afirmó Medianoche—. ¡Tú mismo te pusiste a su merced!
—¡Tuve que hacerlo! —dijo Hurón, mientras nuevos recuerdos llenaban su mente. Apartó la mirada—. Él tenía mi espada. Era cuestión de recuperarla o volverme loco.
—¿Por qué? —preguntó la maga. Se sentó para estar al mismo nivel que el halfling.
—Es un arma maldita —explicó Hurón, sin mirar a su amiga—. Si la pierdes, debes recuperarla. El hombre al que se la robé murió en su intento de quitármela, de la misma manera que yo acabé muerto intentando arrebatársela a Cyric.
De pronto, Medianoche comprendió por qué el halfling estaba en la ciudad de la Muerte. En su búsqueda de la espada, al vivir exclusivamente para ella, había traicionado a su dios.
—Entonces, tú eres uno de los Falsos —exclamó.
—Sí, creo que lo soy —respondió Hurón, y miró de frente a la hechicera.
—¿Qué es lo que significa? —preguntó Medianoche—. ¿Cuál es tu destino?
El halfling encogió los hombros, y después miró a su alrededor como si su suerte fuese algo que no tenía importancia. Al cabo de unos segundos, contestó:
—Soy uno de los esclavos de Myrkul. Pasaré toda la eternidad dedicado a emparedar Infieles en el muro. —Medianoche soltó una exclamación—. ¿De qué te preocupas? —Miró a la muchacha irritado—. Creía que eras devota de Mystra. No es que ser fiel o no tenga mucha importancia aquí abajo. El Plano del Olvido está a rebosar de almas de fieles abandonadas por sus dioses.
—No me preocupo por mí misma —dijo Medianoche—. Unas pocas semanas después de haberte asesinado, Cyric mató a Adon… quien murió sin fe en los dioses.
—Pues entonces acabará en el muro —afirmó Hurón, con una expresión sombría en su rostro—. Es probable que sea yo quien lo emparede.
—¿Hay algo que tú puedas…?
—¡No! —exclamó el halfling, tajante. Con un movimiento de su mano interrumpió la súplica de la hechicera—. Escogió su destino cuando estaba vivo. Nada puede cambiarse ahora. Si es este el motivo para haberme invocado…
—No lo es —respondió Medianoche, apenada y también molesta por la actitud de su amigo. Pensó en si se mostraría tan poco dispuesto a ayudarla a recuperar la tabla como lo había estado en ayudar a Adon. Decidió mostrar una actitud más firme—. Debes llevarme hasta el castillo de los Huesos.
—¡No sabes lo que pides! —gritó Hurón, con ojos desorbitados—. Cuando nos atrapen, ellos… —Hizo una pausa, y consideró su situación. Los engendros no podían hacerle nada peor de lo que ya le estaban haciendo.
—Si no me ayudas —dijo Medianoche, con las manos puestas en los hombros del halfling—, los Reinos desaparecerán.
—¿Y a mí qué? —replicó Hurón. Dio un paso atrás y comenzó a subir la montaña de escombros—. Con un poco de suerte también desaparecerá la ciudad de Myrkul.
—Ayúdame a encontrar la Tabla del Destino y a devolverla a Aguas Profundas —insistió Medianoche, siguiendo al halfling—. Pondré fin a tus desgracias.
—¿Cómo? —preguntó Hurón, quien se detuvo al instante.
—Todavía no lo sé. Pero encontraré la manera. —El halfling la miró escéptico—. Confía en mí. ¿Qué puedes perder con ello?
Desde luego, Hurón no tenía nada que perder. Si los engendros lo sorprendían mientras ayudaba a la hechicera, lo torturarían por el resto de la eternidad, pero eso también lo hacían ahora.
—De acuerdo, te ayudaré —respondió el halfling—. Pero recuerda que has hecho una promesa muy importante. Si no la cumples, serás considerada como una de los Falsos cuando vuelvas aquí.
—Lo sé —dijo Medianoche—. Vamos.
Hurón subió la pila de escombros. Durante varias horas guio a Medianoche por un laberinto de callejuelas y calles atestadas de basura. De vez en cuando, pasaban por algunas de las amplias y limpias avenidas. Hurón se daba prisa en cruzar estos sitios, y luego volvía a meterse por los barrios en peores condiciones.
Medianoche no pudo menos que sentir alivio por contar con los servicios del halfling. Si bien tenía una idea aproximada de que iban hacia la parte baja de la ciudad, por lo demás estaba absolutamente perdida. Hasta Hurón se detenía de cuando en cuando para pedir indicaciones a algún Falso, y siempre confirmaba la respuesta preguntando a dos o tres más.
—No se puede confiar en los Falsos —explicó—. Son muy capaces de enviarte directamente a manos de los engendros solo por su costumbre de mentir.
Por fin, al ver que Medianoche casi no podía mover los pies de cansancio, la hizo subir hasta la azotea de uno de los edificios ruinosos.
—Necesitas descansar —dijo Hurón—. Aquí arriba estaremos seguros.
—Gracias —contestó Medianoche. Se tendió en el suelo y apoyó la cabeza sobre los brazos. Miró al cielo y vio los puntitos de luz que parecían estrellas.
—Aquellas son las puertas a los Reinos —comentó el halfling, al ver el interés de la muchacha.
—¿Estás seguro? —preguntó la maga. Por las cosas que le había dicho Rhaymon, había supuesto lo mismo. No obstante, dado que uno de aquellos puntos sería su vía de escape, valía la pena confirmarlo.
—¿Qué otra cosa podían ser? —dijo Hurón—. No hay estrellas en la ciudad de Myrkul.
—Si son salidas —comentó Medianoche—, ¿por qué no las utilizan los engendros y los muertos?
—¿Qué les impide a los hombres llegar a las estrellas verdaderas? —replicó el halfling, despreocupado—. Están demasiado lejos y hay ciertas barreras. Será mejor que descanses. Come algo, si es que tienes comida.
—Descansaré —contestó la maga. De pronto, comprendió que no había probado bocado en varios días. No le preocupó. Incluso de haber tenido comida, le hubiese resultado imposible retenerla en el estómago. El hedor y los lamentos de los condenados eran suficientes para hacer vomitar al más valiente.
Unas pocas horas más tarde, Medianoche y Hurón reanudaron la marcha hacia la parte baja de la metrópoli. Tras recorrer varios kilómetros por callejones tortuosos y calles mugrientas, el halfling se detuvo delante de un puente retorcido que cruzaba un río de mucílago negro.
—Ya casi hemos llegado —anunció—. ¿Estás preparada?
—Sí —afirmó la hechicera. A pesar de su ansiedad, no mentía. Gracias a Hurón, se sentía todo lo fresca que se podía esperar después de deambular por el reino de Myrkul durante casi una semana.
La pareja continuó calle abajo, para luego torcer por un callejón sinuoso que atravesaba uno de los barrios en peor estado. Al cabo de unos minutos, un gemido siniestro sonó por las callejuelas. Hurón acortó el paso y avanzó con cautela. Medianoche lo siguió casi pegada a su espalda.
El callejón se desvió bruscamente a la izquierda y el hedor se hizo tan fuerte que la hechicera tuvo arcadas. Tocó el brazo de Hurón y se detuvieron para que ella pudiese habituarse al olor. Varios minutos más tarde, avanzaron otra vez y llegaron a una de las amplias avenidas. Al otro lado, se levantaba un nuevo muro construido con seres humanos.
El hecho de haber visto antes una de estas espantosas barreras, no minimizó el efecto de esta otra. Una vez más, a Medianoche se le revolvió el estómago y no pudo menos que estremecerse al pensar que Adon podía acabar emparedado junto a todos aquellos miles de desgraciados.
—Aquel es el castillo de los Huesos —dijo Hurón, señalando una cúpula elevada de color marfil que asomaba detrás del muro—. Y aquello es el torreón.
Medianoche no podía dar crédito a sus ojos. Al otro lado de la pared, tan solo a treinta metros de distancia, se erguía una torre en espiral edificada con huesos humanos. La torre acababa en un templete. En lo alto del templete, iluminada por seis antorchas mágicas y a la vista de todo el mundo, había una tabla de piedra. De inmediato, la hechicera comprendió que era idéntica a la que había dejado en manos de Kelemvor.
Al igual que un cazador que exhibe su trofeo más preciado, Myrkul había colocado la tabla donde todos sus súbditos pudiesen admirarla.
—¡Allí está! —susurró Medianoche.
—Ya lo veo —dijo Hurón—. ¿Cómo pretendes hacerte con ella?
—Todavía no lo sé —contestó la maga, mientras estudiaba la situación—. Parece algo demasiado fácil. No tiene sentido dejar la tabla sin vigilancia.
—No cometas el error de pensar que no está vigilada —le advirtió Hurón—. Hay miles de guardias.
—¿Cómo es posible? —preguntó Medianoche.
—Si nosotros podemos ver la tabla, también la ven los engendros, los duques y príncipes que están en los alrededores.
—¿Duques y príncipes? —se sorprendió Medianoche.
—¿Quién crees que manda a los engendros? —exclamó el halfling—. Los duques gobiernan los barrios. Los príncipes mandan a los duques. Cada uno es peor que sus vasallos.
Medianoche asintió. Si la corte de Myrkul era como cualquier otra en los Reinos, no habría escasez de duques y príncipes en la vecindad del castillo de los Huesos.
—¿Y qué más? —preguntó.
—La mejor manera de guardar un tesoro es engañar al ladrón para que piense que no está vigilado, y luego atraparlo cuando trate de cometer el robo —dijo el halfling—. Supongo que debe de haber un par de trampas mágicas cerca de la tabla.
La hechicera no se molestó en preguntarle a Hurón cómo sabía tantas cosas acerca del robo. Si bien él había afirmado ser un guía y lo había demostrado en vida, no era ningún secreto que muchos halflings aprendían a robar para poder sobrevivir. Ahora mismo, Medianoche no podía menos que estar agradecida por los conocimientos de su amigo. Jamás hubiera sido tan tonta como para ir a buscar la tabla sin averiguar antes cómo estaba protegida, pero era un alivio ver confirmadas sus sospechas.
—¿Alguna cosa más?
—Es suficiente —afirmó Hurón—. Un millar de guardias y un par de trampas bastan para vigilar cualquier cosa, a menos que puedas disponer de una magia muy poderosa.
Medianoche comprendió que el halfling había añadido este último comentario para darle ánimos, pero no lo necesitaba. Contempló la torre durante unos momentos, mientras pensaba en el plan a seguir, y dijo:
—Ojalá tengas razón. Nos volveremos invisibles y…
—No sirve —exclamó Hurón, sin dejarle acabar la frase—. Los engendros, sobre todo los duques, nos descubrirían al instante.
Medianoche frunció el entrecejo, y luego pensó en otro plan.
—De acuerdo. Volaremos hasta allá arriba —anunció—. Desmontaré los hechizos protectores. Luego cogeremos la tabla, y a escapar.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —preguntó Hurón, tras considerar el plan por unos segundos. Utilizó la segunda persona consciente de que no podía acompañar a su amiga.
—No mucho —aseguró Medianoche, confiada.
—Probablemente, será demasiado —opinó el halfling—. Te alcanzarán en el tiempo que tardes en llegar hasta arriba, quizás antes.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —dijo la maga.
—Piensa en otro plan —respondió Hurón—. No podrás cumplir tu promesa si te atrapan.
Medianoche permaneció en silencio, y durante un rato muy largo, intentó dar con la solución a su problema. Repasó en su mente todos los detalles y finalmente anunció:
—Este funcionará. Prepararé nuestra ruta de escape antes de tocar la tabla. Luego, en lugar de ir a buscarla la traeré hasta nosotros y, un instante después, nos habremos ido.
—Es posible que resulte —dijo Hurón—. Y ahora, con tu permiso, me voy antes de que lo intentes.
—¿Te vas? —exclamó Medianoche, sorprendida—. ¿Es que no vienes conmigo?
—No. Estoy muerto —respondió el halfling—. En los Reinos me convertiría en un zombi y sería todavía más desgraciado que aquí.
—Jamás comprenderás lo importante que ha sido tu ayuda… —comenzó a decir la hechicera, mientras sujetaba la mano de Hurón.
—No me interesa —la interrumpió el halfling, enfadado. No podía evitar el resentimiento ante el hecho de que Medianoche podía irse y él no—. Solo recuerda tu promesa. —Apartó su mano, y se alejó por el callejón.
—Lo recordaré —dijo la hechicera, con un hilo de voz, confusa y herida por la súbita frialdad de su amigo.
Hurón desapareció en una esquina.
Medianoche contempló el callejón por un momento, otra vez sola y un poco más asustada. Juró para sus adentros que, después de devolver las Tablas del Destino a Helm, buscaría la forma de ayudar al halfling, y no solo por su promesa.
Pero lo primero que debía hacer era recuperar la tabla y salir de la ciudad de Myrkul antes de que la mataran. La hechicera invocó el exorcismo caminomundo de Elminster. Luego, y de acuerdo con la recomendación de Rhaymon de buscar una vía de salida a Aguas Profundas, comenzó a analizar todas las partes del encantamiento para ver cómo lo había montado Elminster.
Necesitó de quince minutos de intensa concentración para comprender los detalles, y otros quince para modificar el hechizo de forma tal que el otro extremo del portal se encargase de buscar un pozo de salida a Aguas Profundas. Repasó todas las modificaciones pero no consiguió tener la seguridad de que saldría a la Ciudad de los Prodigios. Si hubiese sabido de antemano cuál de todos aquellos puntos de luz era la salida, no habría tardado tanto en los cambios. Tal como estaban las cosas, solo podía rogar tener suerte y confiar en no haber cometido un error.
Una vez preparada, Medianoche ejecutó el hechizo. Una tremenda ola de energía mágica estremeció su cuerpo, pero no se asustó ni sorprendió al considerar el poder que necesitaba.
A su lado apareció el disco de fuerza. Por un instante, la maga deseó saber qué había al otro lado, pero no tenía tiempo que perder. A continuación, invocó el exorcismo de telequinesis, y lo aplicó con la tabla como objetivo. Una fracción de segundo más tarde, en respuesta a su magia, la tabla se separó unos centímetros de sus soportes.
De inmediato, Medianoche envió la orden para que la tabla viniera hacia ella. Al principio se movió lentamente, luego ganó impulso, y por fin salió disparada en su dirección. Si bien no podía escuchar nada más que los aullidos de los Infieles del muro, la hechicera imaginó que un coro de voces sorprendidas y gritos de furia se extendía por los barrios vecinos al castillo. Cualquiera con la mirada puesta en el torreón, no hubiera podido evitar ver cómo robaban el trofeo de Myrkul.
Para confirmar las sospechas de Medianoche, una cosa se elevó al otro lado de la pared. Unas alas de murciélago enormes se desplegaron de su grueso cuerpo emplumado. Con sus grandes ocelos y puntiagudos colmillos, la cabeza de la criatura parecía un cruce entre vampiro y mosca.
La hechicera sujetó la tabla en cuanto llegó a su lado. Al instante, detectó una magia poderosísima. Había algo que estaba mal, porque la otra tabla no tenía una aureola mágica. Medianoche sospechó que Myrkul había colocado un hechizo protector en el propio objeto.
Pero esto ahora no tenía importancia. Una docena de engendros seguían al primero, y un centenar más se acercaban desde el otro lado del torreón. No tenía tiempo para detenerse a estudiar la Tabla del Destino.
Penetró en el disco y se encontró subiendo por un corto pasillo de luz. La última vez que había utilizado el caminomundo, no había hecho más que entrar en el disco para salir de inmediato al Plano del Olvido. No había habido ningún túnel. Por un momento pensó que había estropeado el hechizo de Elminster al haber introducido sus propias modificaciones.
Entonces, a unos diez metros delante de ella, vio una pared de agua que cubría el final del pasillo. Era como correr por el interior de un pozo. Al recordar que había variado el encantamiento para que buscase la puerta de acceso a Aguas Profundas, comprendió que el caminomundo había funcionado a la perfección. Al otro lado del agua se encontraba Toril.
Medianoche recorrió el resto del túnel y se detuvo junto a la pared líquida. Dio media vuelta e intentó cerrar el portal.
El disco de energía permaneció en su sitio, y los engendros alados del castillo de los Huesos aparecieron en el otro extremo del pasillo. La hechicera probó una vez más a cerrar la entrada, pero fue inútil.
La primera de las criaturas le dirigió una sonrisa que dejó al descubierto sus enormes colmillos.
—No podrás cerrarlo —dijo, con una voz que sonó como el chirrido del acero rascando la piedra—. Donde vaya la tabla, iremos nosotros.
Otros dos monstruos aparecieron en el portal.
—¿Cómo es posible? —exclamó Medianoche.
—¿Y a ti qué te importa? —replicó el engendro—. Devuelve la tabla.
En aquel momento, la hechicera comprendió lo que ocurría. La magia que había detectado en la tabla era una de las siniestras trampas de Myrkul. Resultaba imposible para cualquiera que robase la tabla escapar de sus guardianes. El dios de la Muerte la había cargado con una variedad de encantamientos para convertirla en un faro de guía para sus monstruos.
Sin embargo, saber cómo lo había hecho no tenía importancia. El problema grave era que cuando intentara llevar la tabla a Aguas Profundas, desencadenaría a las hordas de Myrkul. La tabla se encargaría de mantener el portal abierto para los engendros y los llamaría. Medianoche no podía permitir que esto sucediera ni tampoco podía devolverles la tabla a los vasallos del dios de la Muerte.
Comprendió que debía bloquear el pasadizo, y el hechizo adecuado surgió en su mente. Se trataba de una esfera prismática, un globo de colores titilantes que los engendros jamás podrían atravesar.
Los monstruos se tendrían que conformar con rascar y golpear el exterior, mientras ella estaría sana y salva en el interior.
—Es tu última oportunidad, mujer —la amenazó el monstruo alado, mientras subía por el pasillo—. No tienes escapatoria.
—Eso es lo que tú crees —replicó Medianoche.
Realizó el hechizo, y, un instante después, la rodeó una esfera brillante, que al mismo tiempo bloqueó el acceso a Aguas Profundas.
A la maga le pareció que su cuerpo se quemaba, y le dolía tanto la cabeza que apenas si podía pensar. En el espacio de unos pocos minutos, había utilizado dos de los más poderosos exorcismos que existían, y ahora acusaba el esfuerzo. Pero no tenía importancia. La hechicera estaría segura mientras se mantuviese la esfera prismática, y, en su caso, podía ser por mucho tiempo.