5. Un sol verde
A pesar de la mala noche pasada, Medianoche se despertó una hora después del amanecer. Los rayos de luz que se filtraban por las rendijas de los postigos iluminaban su habitación con unos siniestros reflejos verdosos. Se cubrió con su capa y abrió la ventana. En el lugar donde debía de haber estado el sol colgaba un ojo inmenso y polifacético similar al de una mosca o una araña. Ardía con una brillante luz verde y todo el firmamento tenía un color esmeralda, mientras que las montañas grises alrededor de Cuerno Alto parecían estar cubiertas de hierba.
Medianoche parpadeó y miró en otra dirección. En las almenas de la muralla interior, los centinelas hacían sus rondas sin preocuparse de la presencia del ojo. La hechicera pensó si no lo habría imaginado, pero cuando volvió a contemplar el cielo, el ojo permanecía allí.
Fascinada por su tremenda fealdad, Medianoche estudió el ojo verde durante unos minutos. Luego, decidió que no valía la pena perder más tiempo en la contemplación y se apartó de la ventana para vestirse.
La hechicera se vistió sin prisas y con muchos bostezos. Después de encerrar a Bhaal en la roca, Medianoche había caído en un sueño intranquilo que muy poco ayudó a restaurar sus energías. Si bien el ataque del dios la había aterrorizado, se sentía tan agotada por la cabalgata desde Estrella del Anochecer que le resultaba impensable no irse a dormir.
No obstante, su descanso no había durado mucho. Los martillazos y comentarios de los dos guardias encargados de tapar el hueco del rellano con unos cuantos tablones la despertaron. Durante un par de horas, Medianoche no tuvo más opción que escuchar intranquila los pocos familiares ruidos de Cuerno Alto, hasta que finalmente cayó en un pesado sopor. Cuando despertó, se encontró con la sorpresa de un amanecer verde.
Si bien se sentía somnolienta y exhausta, Medianoche consideró inútil volver a acostarse. Dormir durante el día siempre le había resultado difícil, y ahora lo sería todavía más con el barullo de la actividad normal del castillo al otro lado de las ventanas. Además, la hechicera sentía un gran interés por recordar el hechizo que había empleado durante la noche.
El hechizo había aparecido sin más en la mente de Medianoche, lo que le había producido deleite y sorpresa. La magia era una disciplina rigurosa, que requería un estudio meticuloso y pesado. Los símbolos místicos que un mago grababa en su memoria cuando estudiaba un encantamiento contenían poder. La ejecución del acto mágico descargaba el poder, y borraba cualquier recuerdo de los símbolos hasta que la fórmula se estudiaba una vez más. Esta era la razón por la que el libro de hechizos fuese la más valiosa posesión de Medianoche.
Pero el encantamiento que permitía convertir la arcilla en granito había aparecido en su mente sin ningún estudio. De hecho, ni siquiera sabía de su existencia y consideraba que estaba más allá de su capacidad el ponerlo en práctica.
Llena de entusiasmo, Medianoche decidió probar con otro hechizo. Si podía invocar los símbolos místicos a voluntad, la pérdida de su libro resultaría una trivialidad, quizás incluso una suerte.
Cerró los ojos y despejó la mente. Entonces, al recordar cómo Kelemvor la había desdeñado durante la cena, intentó recordar los símbolos para un hechizo de seducción. Sin embargo, no tuvo necesidad de intentarlo demasiado. No ocurrió nada, y de inmediato la maga comprendió que no obtendría ningún resultado. Se sentó y analizó con calma cada uno de los detalles de los episodios de la noche anterior. Después de que los escombros de los rellanos hundidos no consiguieran matar a Bhaal, a ella se le había ocurrido que la única esperanza era la de aprisionar al dios, y el método para hacerlo había venido a su mente.
Pero Medianoche no conseguía recordar ninguno de los símbolos místicos del exorcismo, y comprendió que ellos le habían sido transmitidos en su forma más pura. Pensó en este último punto durante varios minutos. Hasta donde ella sabía, los símbolos eran hechizos en sí mismos, porque era a través de ellos que el hechicero se ponía en contacto con la magia y conseguía el poder para su arte. Era del todo imposible realizar un hechizo sin utilizar un símbolo místico.
De repente, Medianoche comprendió con claridad meridiana lo que había ocurrido. Ella no había lanzado ningún hechizo, al menos no en la forma que lo conocían la mayoría de magos. En cambio, había conectado directamente con la magia, y dado forma a su poder sin símbolos ni runas.
Con el estómago en un puño, Medianoche decidió probar una vez más el hechizo de seducción. Esta vez se concentró en el efecto deseado en lugar de los símbolos asociados con la invocación. El poder surgió dentro de ella, e intuitivamente supo cuáles eran las palabras y los gestos que transformarían la magia en el hechizo de seducción.
La mano de la maga voló a su pecho y pasó los dedos sobre la suave y estrecha línea que cruzaba su cuello. La marca se la había hecho, unas pocas semanas antes, la cadena del pendiente de Mystra cuando se incrustó en la carne.
—¿Qué me has hecho? —exclamó la maga, con la mirada en dirección al cielo. Desde luego, nadie le respondió.
Mientras Medianoche permanecía en su habitación dedicada a explorar su recién adquirido conocimiento, una docena de hambrientos oficiales cormytas esperaban en el comedor del primer piso. Desde hacía más de una hora aguardaban la aparición de lord Deverell, y que sirvieran el desayuno.
Por fin, el comandante de la guarnición entró en la sala. Tenía los ojos hundidos e inyectados de sangre, y la piel de un color amarillento. Su estado nada tenía que ver con el ataque de Bhaal durante la noche. Lord Deverell había dormido durante todo el episodio, y solo lo conocía porque su asistente de cámara se lo había relatado.
Si bien no había bebido tanto como lord Deverell, Kelemvor no estaba habituado a una cerveza de tanta graduación y estaba en un estado similar al del comandante. Aún estaba en la cama, después de haber avisado a una doncella que no tenía intención de levantarse antes del mediodía. En cuanto a Adon, tampoco se había levantado, y ahora dormía como un niño tras haber soportado unas cuantas pesadillas relacionadas con Bhaal y diversas formas de muerte lenta.
Hurón era el único de los cuatro compañeros presente en la sala cuando el lord comandante Deverell ocupó su sitio en la mesa. Si bien cualquier otro anfitrión podría haber encontrado extraño la ausencia de los amigos del halfling, o incluso como una falta de cortesía, a Deverell no le molestó. De hecho, lo hacía sentir menos culpable por haberse levantado tan tarde, y tal como estaban las cosas, no le venía mal. Los oficiales de la guardia nocturna sin duda protestarían por la incapacidad de su ayudante para despertarlo durante la noche pasada, y Deverell no se lo podía reprochar. En los últimos tiempos, había dado lugar a comentarios con demasiada frecuencia. Pero pensaba que no se lo podía acusar por querer aliviar la monotonía de la vida en Cuerno Alto. Deverell indicó a sus oficiales que se acercaran a la mesa.
—Sentaos —dijo con voz cansada—. Comed.
Los oficiales se sentaron sin comentarios. Por las conversaciones que había escuchado antes, el halfling sabía que los cormytas estaban de muy mal humor. Muchos habían pasado la noche en las atalayas castigados por la lluvia y el frío, y solo deseaban poder irse a la cama; pero la ceremonia dictaba que primero debían compartir el desayuno con su comandante.
Aparecieron las criadas cargadas con bandejas de cereal caliente. Deverell echó una ojeada al bol de gachas y lo apartó con un gesto de repugnancia; en cambio, Hurón atacó su plato con gran apetito. Prefería los cereales hervidos más que la carne asada o los pasteles dulces.
Al cabo de un momento, el comandante volvió su atención al halfling.
—Mi mayordomo me ha informado —dijo Deverell— que anoche entraste en su oficina.
Hurón se apresuró a tragar, y respondió:
—La necesidad era imperiosa, mi señor.
—Es lo que he oído —replicó el comandante. Movió la cabeza apenado—. Mi agradecimiento por tu rápida y oportuna actuación.
—No penséis más en ello, mi señor. Si lo hice, fue en gratitud por vuestra hospitalidad.
Si bien Hurón se había criado en Robles Negros, había rondado por suficientes castillos como para saber los mandatos de la cortesía.
Un murmullo de aprobación corrió entre los presentes. El lord comandante intentó sonreír e inclinó la cabeza.
—Tus palabras son amables, pero debo disculparme. Prometí un refugio seguro, y mi fracaso es una grave ofensa a los deberes del anfitrión.
—No fue culpa vuestra, lord Deverell —dijo Medianoche, mientras entraba en el comedor.
Lord Deverell y los oficiales se pusieron de pie para saludar su presencia.
—Señora Medianoche —respondió Deverell—. Tenéis muy buen aspecto esta mañana.
Medianoche sonrió, agradecida por el halago, si bien sabía que su fatiga era aparente, y se acercó a la mesa, mientras añadía:
—No tenéis por qué haceros responsable de lo ocurrido. Nuestro agresor era nada menos que Bhaal, señor de los Asesinos.
Esta vez los susurros fueron más fuertes. La hechicera acababa de confirmar los rumores que habían circulado entre soldados y oficiales durante toda la noche. Algunos de los presentes miraron nerviosos hacia el patio, donde Bhaal permanecía encerrado en su prisión de granito dorado, pero nadie hizo ningún comentario.
—No había nada que vos hubierais podido hacer —añadió Hurón—. Nadie podía pretender detenerlo.
—Pero tú pudiste demorarlo, amigo halfling —respondió Deverell, invitando a Medianoche a que tomara asiento—. Quizá tú deberías ser mi capitán de la guardia.
Uno de los oficiales, un hombre larguirucho llamado Pell Beresford, frunció el entrecejo. Lo mismo hizo Medianoche. En el transcurso de los pocos días que llevaba en compañía de Hurón había cogido aprecio al halfling, y también admiraba la astucia demostrada en salvar a la compañía en dos ocasiones. La perspectiva de una separación no la hizo muy feliz.
—Sé que no llevas mucho tiempo en compañía de Medianoche y sus amigos —agregó lord Deverell, mientras se sentaba—. Si quieres quedarte, mi oferta es firme. Siempre es bueno tener hombres con el seso despierto.
—Me halagáis —dijo Hurón, asombrado. No era frecuente que los humanos ofrecieran puestos de mando a los halflings.
Medianoche se mordió el labio inferior. Si Hurón aceptaba la oferta, no tendría más remedio que poner buena cara y felicitarlo. Pero para gran alivio de la hechicera, el halfling miró los ojos turbios de Deverell, y añadió:
—Me gustaría poder aceptar, pero mi camino seguirá el de Medianoche todavía por algún tiempo. —Después, convencido de que el lord comandante merecía algún otro detalle, dijo—: Tengo algunos asuntos pendientes con una banda de zhentileses que va tras ellos.
—¿Robles Negros? —preguntó Pell Beresford, mientras hacía a un lado su tazón de desayuno.
—¿Cómo se ha enterado? —quiso saber Hurón.
—Antes del alba, cuarenta de los tuyos pasaron por este camino. Iban tras el rastro de un grupo de zhentileses que una de nuestras patrullas hizo huir durante la noche.
—Sin duda son los mismos zhentileses que os persiguieron hasta aquí —observó lord Deverell.
—¡Debo partir de inmediato! —exclamó Hurón, y abandonó su silla—. ¿Qué dirección tomaron?
—Paciencia —dijo el lord comandante—. Es de suponer que escaparon hacia el oeste, y aquellas tierras pertenecen a los zhentileses, si es que pertenecen a alguien. Jamás podrás dar con los que buscas, si bien encontrarás muchas maldades. Sería mucho más sensato olvidar tu venganza y aceptar mi oferta.
—Si solo fuese una cuestión de venganza, la aceptaría —suspiró Hurón. El halfling había hablado con toda sinceridad. Por mucho que deseara castigar a los hombres culpables de la destrucción de Robles Negros, sabía muy bien que no conseguiría nada con perseguirlos hasta la llanura de Tun.
Pero Hurón no tenía elección. Cuando los zhentileses habían atacado la aldea, le habían robado su espada. Ahora, por malvada que fuera, tenía que recuperarla. El arma tenía una voluntad propia —una voluntad que dominaba al halfling desde hacía mucho tiempo, y que en demasiadas ocasiones lo había obligado a asesinar indiscriminadamente—. De no haber sido porque la ausencia de la espada roja lo volvía loco, Hurón se habría olvidado de ella con gran alegría.
No obstante, un deseo irracional por recobrarla dominaba todos sus pensamientos y no había dormido ni una hora desde el momento del robo. Hurón era consciente de que los síntomas se agravarían. El anterior dueño de la espada se había vuelto loco de atar antes de morir en un mal planeado intento por recuperar el arma.
—Haz lo que tu honor te indique —dijo lord Deverell, confundiendo la desesperación en los ojos del halfling con el deseo de venganza—. No importa mi necesidad. No puedo ordenarte que permanezcas aquí.
—Muchas gracias por vuestra hospitalidad —respondió el halfling, con una reverencia. Luego se volvió hacia Medianoche—. Por favor, despídeme de Kelemvor y Adon.
—¿Adónde vas? —preguntó Medianoche, incorporándose.
—En busca de los zhentileses que destruyeron mi aldea —afirmó Hurón, con la mirada puesta en la puerta—. Si mal no recuerdo, tú pretendes esquivarlos.
—¿Vas en busca de los tuyos para unirte al grupo de guerreros? —quiso saber Medianoche, sin hacer caso del comentario crítico.
—Sabes muy bien que no me aceptarán —contestó Hurón, irritado.
—Si vas solo, tus probabilidades serán de veinte a uno —exclamó Deverell y movió la cabeza incrédulo.
—¿Te has vuelto loco? —añadió Medianoche, y sujetó al halfling por un hombro.
Al advertir que los oficiales cormytas no perdían palabra de la discusión, Hurón vaciló antes de responder. Medianoche no sabía nada de la maldición de la espada. No lo sabía nadie, y consideró prudente mantener el secreto. Por fin, el halfling se libró de la mano de la muchacha.
—Me he metido en campamentos mejor guardados —replicó bruscamente.
—¿Y luego qué? —exclamó Medianoche—. ¿Degollarás a todos los zhentileses mientras duermen?
«Solo a uno», pensó el halfling. Esto era algo que había hecho con demasiada frecuencia. Pero en respuesta al comentario de la maga dijo:
—Debo irme.
—¡Te matarán! —gritó Medianoche. Apretó los puños, furiosa ante la tozudez del hombrecillo.
—Quizá no —intervino lord Deverell, con la mirada puesta en el halfling—. A menudo enviamos patrullas muy numerosas a la llanura de Tun. Ya es hora de que salga una. Si cabalgas con ella, estarás protegido hasta que des caza a los zhentileses que atacaron tu aldea. —Antes de que Hurón pudiese replicar, lord Deverell se volvió hacia Medianoche—. La patrulla también puede escoltar a vuestro grupo hasta el paso de la Serpiente Amarilla, si es que vais en aquella dirección —le dijo.
Varios oficiales enarcaron las cejas, y dieron gracias en silencio por estar destinados, de forma permanente, al servicio dentro de la guarnición.
—Es una oferta que no puedo rechazar —dijo Medianoche. Aún no había discutido con sus compañeros la nueva ruta hasta Aguas Profundas, pero estaba convencida de que Adon y Kelemvor estarían de acuerdo. Se habían desviado tanto hacia el norte, que arriesgarse a cruzar la llanura de Tun y el paso de la Serpiente Amarilla resultaría mucho más fácil que dirigirse hacia el sur para unirse a una caravana.
—Bien —afirmó Deverell, cansado—. Haré que el furriel se encargue de abasteceros. Necesitaréis ponis de montaña, prendas de abrigo, armas de recambio, sogas, un mapa…
Cyric permaneció acurrucado detrás de un peñasco, con la capa empapada sobre los hombros. Por todas partes, los picos manchados de blanco eclipsaban el horizonte, clavando en el vientre gris del cielo sus morros dentados. Los hombres de Cyric habían acampado en el único trozo llano visible en varios kilómetros a la redonda, un campo de piedra al pie de un acantilado imponente. El campo tenía su límite en otro acantilado que daba a la carretera de Cuerno Alto.
Una brisa suave y fría recorría el valle, y se llevaba con ella el olor agrio de la asa fétida. Aparte de unos pocos arbustos achaparrados entre las oquedades, no había ni un solo árbol o arbusto a la vista más alto que un enano.
Dalzhel permaneció junto a Cyric, después de informarle de una petición de los soldados que, a su juicio, le parecía justa.
—No pueden encender fuegos —contestó el ladrón, incapaz de imaginar de dónde podían los hombres conseguir la leña para hacer una hoguera.
Después de una noche de lluvia helada, un ojo de insecto había aparecido en el lugar del sol. Si bien el ojo había iluminado de verde las montañas, sus rayos no aportaban calor, y esto había motivado nuevas protestas entre la desmoralizada tropa de Cyric. Por fortuna, hacia el mediodía las nubes habían cubierto el cielo y ocultado el ojo. Al menos ahora el día tenía un aspecto más normal.
A Cyric no le molestaba el frío. Si bien el agua en su cantimplora se había congelado, él no podía estar más caliente ni metido en un horno. No tenía muy claro las razones para sentir tanto calor, pero sospechó que debía de tener alguna relación con la espada roja.
—No estamos bien equipados para viajar por las montañas —protestó Dalzhel, con la nariz y las orejas amoratadas por el frío. Miró hacia el oeste, donde dieciocho de los soldados de Cyric se acurrucaban entre los peñascos—. Los hombres tienen hambre y frío.
Uno de los soldados zhentileses soltó un grito de agonía, como venía haciendo cada pocos minutos desde la madrugada. Los aullidos espantaban a los caballos y atormentaban los nervios de Cyric.
—Nada de fuegos —repitió el ladrón de nariz aguileña. Por mucho frío que pasaran sus hombres, no podía permitir que encendieran una hoguera; el fuego producía humo, y el humo resultaba visible desde muy lejos—. En el momento en que nuestros espías avisten a Medianoche y nos pongamos en movimiento, los hombres entrarán en calor.
—No es un gran consuelo —dijo Dalzhel, y se frotó las manos—. Para entonces, la mitad de los hombres no serán más que cadáveres congelados.
—¡Piensa! —exclamó Cyric. Con la punta de la espada tocó una roca—. Aquí estamos nosotros. —El ladrón movió la espada unos centímetros hacia el este—. Y aquí está Cuerno Alto. Los cormytas tienen más de quinientos hombres y sus patrullas están por todas partes.
Dalzhel hizo una mueca al escuchar el nombre de Cuerno Alto. La noche pasada habían acampado a poco más de un kilómetro de la fortaleza. Una patrulla de cincuenta cormytas los había sorprendido. Después de perder a varios de sus hombres, Cyric no había tenido más alternativa que escapar hacia las alturas.
Los cormytas, montados en sus ponis de montaña, les habían seguido el rastro durante gran parte de la noche. La patrulla enemiga solo se había retirado cuando la banda de asesinos de Cyric le tendió una emboscada en un desfiladero muy angosto. Los forajidos habían ocupado las demás horas de oscuridad en encontrar el camino y llegar al sitio donde se encontraban en ese momento. A lo largo del camino, el sargento zhentilés, Fane, se había roto las dos piernas en una mala caída, y la mitad de los caballos cojeaban tras la dureza de la marcha a través del terreno pedregoso. Si bien en un primer momento Dalzhel se había burlado de los ponis cormytas, ahora hubiese cambiado con gusto tres de sus hombres por una docena de las bestias que se movían como cabras entre las rocas.
Cyric, tocando con la punta de la espada al norte del punto que representaba a su tropa, dijo:
—Los pantanos del Mar Lejano. Hogar del Pueblo Lagarto. —Luego señaló al oeste—. Fuerte Tenebroso, la fortaleza zhentilesa.
—Al menos, no hay nada que nos amenace desde esa dirección —comentó Dalzhel—. Las fuerzas de Fuerte Tenebroso fueron diezmadas en las batallas del valle de las Sombras y Tantras.
Fane volvió a gritar, y los caballos relincharon asustados. Los dos hombres miraron por un segundo hacia donde estaba el sargento, y después reanudaron su conversación.
—Tenemos mucho que temer de Fuerte Tenebroso —exclamó Cyric, airado—. Ante la reducción de sus efectivos, el comandante de la guarnición sin duda que ha enviado patrullas a la llanura de Tun a la búsqueda de reclutas. ¿Piensas que no nos cogerían si nos descubren?
—Sí —reconoció el teniente, de mala gana. Una nube de vapor escapó de su boca y oscureció su rostro—. Pasaríamos el resto de nuestras vidas metidos en una guarnición.
—Si es que no averiguan que somos desertores —añadió Cyric.
—Esto justificaría hacer cualquier cosa para evitarlo —afirmó el teniente, sin poder controlar un súbito temblor—. No me importa luchar contra los cormytas, pero es muy distinto ser torturado por desertor.
—No tienes otra elección, ¿verdad? —gruñó Cyric, irritado. De pronto, sintió la necesidad imperiosa de matar a su subordinado. Levantó la espada, pero comprendió lo que iba a hacer y se contuvo. Cerró los ojos y se tranquilizó.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Dalzhel.
Cyric abrió los ojos. La furia había desaparecido para ser reemplazada por la sed de sangre, un deseo de matar tan siniestro y poderoso como jamás había experimentado. La emoción no era propia, y esto provocó la ira del ladrón.
—Será mejor que te ocupes de comprobar la vigilancia —rezongó Cyric, como una excusa para apartar a Dalzhel de su vista—. Infórmame de inmediato en cuanto vuelvan los espías de Cuerno Alto.
Dalzhel obedeció de inmediato y sin hacer preguntas. No tenía ningún interés en alimentar la tensión patente en el rostro de su comandante. Cyric suspiró aliviado, y puso la espada sobre sus rodillas. La hoja había cambiado de color y ahora mostraba un color pardo en lugar de rojo vivo. Sintió lástima por la espada.
Cyric soltó una carcajada. Sentir lástima por la espada era una emoción tan ajena a él como lo había sido el deseo de matar a su teniente.
Fane profirió otro de sus aullidos lastimeros, y el ladrón se estremeció de furia.
Mátalo.
Cyric apartó la espada de un manotazo y miró cómo golpeaba contra el suelo de piedra. La palabra había sido murmurada en su mente por una suave voz femenina.
—¡Estás viva! —exclamó Cyric, mientras notaba por primera vez el frío en las orejas y la nariz.
La espada permaneció en silencio.
—¡Habla!
La única respuesta a su orden fue uno de los terribles lamentos de Fane.
Cyric recuperó la espada y de inmediato sintió calor. Lo invadió una vez más el deseo de matar al sargento, pero no hizo nada al respecto. En cambio, se sentó y volvió a colocar la espada sobre sus rodillas.
—Todavía no he decidido matarlo —dijo Cyric, en voz alta, sin dejar de mirar furioso a la espada.
Ante su mirada, la hoja comenzó a palidecer. El hambre y el desencanto entraron en su corazón, y el ladrón se descubrió cada vez más preocupado por los pinchazos del hambre. A medida que la hoja perdía color, Cyric comenzó a perder la noción del entorno, cuando la espada se volvió totalmente blanca, ya no sabía dónde estaba. A su espalda, una voz de niña dijo:
—Tengo hambre.
Él se puso de pie y se volvió. Una jovencita, de unos catorce o quince años, apareció ante sus ojos. Vestía una diáfana camisa roja que insinuaba su incipiente madurez, pero que también dejaba a la vista media docena de costillas que tensaban la piel y el estómago hinchado de hambre. Su sedosa cabellera negra enmarcaba un rostro demacrado, y los ojos se hundían en las órbitas con una expresión de fatiga y desesperación.
Detrás de ella se extendía una interminable planicie blanca. Cyric se encontraba en un páramo tan plano como una mesa y vacío como el aire. Las piedras en las que había estado sentado habían desaparecido, al igual que las montañas a su alrededor, e incluso la espada que había mantenido sobre las rodillas.
—¿Dónde estoy? —preguntó el ladrón.
Sin hacer caso de su pregunta, la muchacha se puso de rodillas.
—Cyric, por favor, ayúdame —imploró—. No como desde hace días.
El ladrón no tuvo necesidad de preguntar cómo era que ella sabía su nombre. La muchacha y la espada eran una misma cosa. Ella le había trasladado a un plano donde podía disfrazar su verdadero aspecto y asumir uno más atractivo.
—¡Devuélveme a donde estaba! —exigió Cyric.
—Entonces, dame de comer.
—¿Que te alimente con qué?
—Dame a Fane —rogó la muchacha.
La petición podría haber asombrado a Medianoche o a Kelemvor, pero Cyric no se asustó ante algo tan siniestro. En cambio, frunció el entrecejo, mientras consideraba el pedido. Por fin, sacudió la cabeza y respondió:
—No.
—¿Por qué no? —preguntó la joven—. Fane no significa nada para ti. No tienes interés por ninguno de tus hombres.
—Es verdad —admitió Cyric—. Pero soy yo quien decide cuándo han de morir.
—Estoy muy débil. Si no como, no podremos volver.
—No me mientas —le advirtió el ladrón. Se le ocurrió una idea. Sin apartar la mirada de la muchacha, volvió la atención hacia sí mismo. Quizás ella estaba manipulando su imaginación y él podía liberarse por pura fuerza de voluntad.
—¡Me muero! —La muchacha dio unos pocos pasos temblorosos, y se desplomó a los pies del ladrón.
El grito de la muchacha quebró la concentración de Cyric. Permanecieron en el páramo. La piel de la joven se había vuelto gris y escamosa, y de verdad parecía que estaba a punto de morir. Cyric replicó:
—Entonces, adiós.
—Por favor, apiádate de mí —gimió ella, con los ojos velados.
—No —gruñó el ladrón, sin dejar de devolverle la mirada—. De ninguna manera. —No había ninguna duda de que la auténtica naturaleza de la espada era cruel y sanguinaria. Cyric era consciente de que si cedía a su petición se convertiría en su sirviente.
La joven hundió la cabeza entre los brazos y comenzó a llorar. Cyric la ignoró, y miró sus propios pies en un intento por visualizar las piedras donde había estado sentado. Cuando esto no dio resultado, contempló el cielo, a la búsqueda de las suaves y curvadas líneas de las nubes. El cielo se mantuvo como un vacío blanco. Entonces miró al horizonte para observar las altas cumbres que le habían rodeado unos minutos antes. Tampoco estaban.
Como si le hubiera leído el pensamiento, la muchacha dijo:
—La incredulidad no te salvará. —Su voz sonó más profunda, más sensual y madura.
Cyric miró a la joven. Se había convertido en una mujer y su camisa roja se pegaba a un cuerpo exuberante. Mientras él la contemplaba, el vacío sobre el que estaba tendida se convirtió en una cama blanca y la elevó del suelo.
—Ahora estás en mi mundo —ronroneó la mujer—. Es tan real como el tuyo.
Cyric no sabía si creerla o no, pero comprendió que esto no tenía importancia. Fuera o no verdad que lo había transportado a otro lugar o que solo jugaba con su mente, él no podía abandonar este sitio sin ayuda. Debía obligarla a que lo devolviese a su mundo.
—Soy tuya —murmuró la mujer.
A pesar de las sombras casi negras de debajo de sus ojos, ella era voluptuosa, y Cyric podría haber caído en la tentación de no haber sabido que intentaba convertirlo en su esclavo.
—Todo regalo tiene un precio —replicó el ladrón—. ¿Cuál es el tuyo?
La mujer no le hizo caso e intentó dirigir la conversación hacia su terreno.
—Te mantendré caliente cuando los demás pasan frío —dijo—. Cuando te hieran yo curaré tus heridas. En el combate te daré las fuerzas necesarias para vencer.
Cyric consideró que estas promesas tenían su interés, porque en los días venideros podría necesitar de la magia. Sin embargo, se resistió al deseo de meterse en la cama, y preguntó:
—¿Qué es lo que quieres a cambio?
—Nada más que aquello que cualquier mujer quiere de su hombre —contestó ella.
Cyric no respondió. El significado de su declaración podía ser interpretado de muchas maneras. Había decidido convertirse en el amo de la espada, y no verse sometido a ella por un convenio poco claro.
—Seamos un poco más precisos —dijo, con voz helada—. Te daré de comer donde y cuando a mí me apetezca. A cambio, me aceptarás como amo.
—¿Qué? —chilló la mujer. Su rostro se retorció en una máscara de furia—. ¿Cómo te atreves a sugerir que yo sea tu esclava?
—Es tu única opción —replicó Cyric—. Sírveme o morirás de hambre.
—¡Serás tú quien morirá de hambre! —gritó ella, mientras dejaba ver dos largos y afilados colmillos.
A espaldas de Cyric se oyó un gran estrépito y cuando dio media vuelta, descubrió que de la nada había surgido una sucia pared gris. Luego otro muro apareció por el lado derecho, y un tercero a la izquierda. El ladrón volvió a girarse en el momento en que aparecían la cuarta pared y el techo. El suelo se volvió duro y mugriento, y él se encontró encerrado en una mazmorra.
Debajo de su prenda roja, el cuerpo de la mujer se había reducido a una parodia grotesca y espeluznante de una hembra. Sus ojos hundidos brillaban de odio y malicia. Un par de grilletes plateados aparecieron en su mano. Se adelantó hacia Cyric, y ordenó:
—¡Dame a Fane!
Con sus fuertes y nervudos músculos y sus dedos como garras, la mujer parecía capaz de despanzurrar a Cyric en cuestión de segundos. Pero él no retrocedió ni mostró miedo. Dar un paso atrás significaba la rendición, convertirse en su esclavo, y él estaba dispuesto a consumirse en la prisión más inmunda antes de servir a nadie más que a sí mismo.
—¡Quiero a Fane! —siseó la mujer, mientras abría una de las esposas.
En el momento en que la arpía intentó sujetarle el brazo, Cyric la golpeó con todas sus fuerzas. El puñetazo dio de lleno en su mandíbula. Ella retrocedió un par de pasos, con la boca abierta por el asombro. Él lanzó otro golpe, pero esta vez la mujer estaba preparada y le atrapó la mano en el aire.
—¡Idiota! —Con la mano libre, cerró el grillete alrededor de la muñeca del ladrón—. ¡Pagarás por lo que has hecho!
Sin perder ni un instante, Cyric descargó su otro puño contra la cabeza de la mujer, sorprendiéndola una vez más. Ella soltó los grilletes y se apartó tambaleante, con una expresión de extrañeza en el rostro.
—Podría matarte —jadeó, como sorprendida de tener que mencionarlo.
—¡Si lo que pretendes es morirte de hambre! —replicó Cyric. Hizo dar vueltas a la cadena sujeta a su muñeca. Tenía casi sesenta centímetros de eslabones entre las manillas, los grilletes se convertían en un arma muy útil. Sin miedo, ordenó—: Volvamos a Faerun.
—¡No hasta que me des de comer! —se burló la mujer.
—Entonces, moriremos los dos —dijo Cyric, decidido.
Lanzó un golpe con la cadena, y la arpía apenas si pudo eludir el ataque.
—¡Detente! —dijo. Su expresión era una mezcla de incredulidad y miedo. No había esperado que el ladrón, a pesar de estar desamparado, fuese capaz de atacarla.
Cyric no se detuvo. Volvió a esgrimir la cadena, pero de pronto los eslabones desaparecieron de su mano. Sin vacilar, dio un paso adelante y le propinó un puñetazo en la barbilla. Ella encajó el golpe con un gemido y cayó al suelo de espaldas.
—¡Ya eres mía! —chilló Cyric—. ¡Haz lo que te digo!
En lugar de responder, la mujer le pateó los tobillos con tanta fuerza que lo tumbó. Él cayó un poco de costado y se quedó sin resuello al chocar contra el suelo. La arpía se levantó de un salto y se arrojó sobre el ladrón. Él rodó sobre sí mismo hacia la izquierda, y las garras se hundieron en su espalda. Consiguió ponerse de rodillas, y se enfrentó a la mujer, que le dio un codazo en la mandíbula que le hizo ver las estrellas.
Pero Cyric se resistió al desmayo, y no retrocedió. Si quería convertirse en el amo de la espada, no podía eludir enfrentarse al espíritu del arma en su forma más horrible. Sonrió y descargó un puñetazo contra la sien de la mujer, para después ponerse de pie y rodearle el cuello con un brazo.
La arpía machacó con sus puños las costillas del hombre, para dejarlo sin resuello. Sin embargo, el ladrón consiguió situarse a su espalda y sujetar la muñeca de su brazo con la otra mano, en una llave capaz de partirle el cuello. Con todas sus fuerzas hizo presión contra la garganta de la mujer. El rostro de su rival se volvió blanco, mientras que, sin dejar de maldecir, aferraba el brazo del ladrón en un intento por liberarse. Cyric aumentó la presión, y las uñas de la mujer abrieron profundos surcos en su carne.
Al ver que no conseguía nada, la mujer dejó de arañarle el brazo. En cambio, intentó arrancarle los ojos, pero él apartó la cabeza a tiempo. A continuación, ella puso los dedos rígidos como los dientes de un tenedor y tendió las manos hacia atrás con el deseo de perforarle el cuerpo entre las costillas. Sin embargo, ya estaba demasiado débil por la falta de aire y su ataque no tuvo éxito.
—¡Llévanos de vuelta! —le ordenó Cyric—. ¡Llévanos de vuelta o te juro que te mato ahora mismo!
Los brazos de la arpía colgaron de sus hombros como muertos, pero Cyric no aflojó la llave estranguladora. Al cabo de unos instantes, el cuerpo de la mujer se convirtió en un peso inanimado y la cabeza cayó hacia un costado. Los ojos dieron vueltas en las órbitas. Un poco después, las facciones de la mujer comenzaron a esfumarse y su rostro se convirtió en un manchón informe.
—¡Llévanos de vuelta! —repitió Cyric, esta vez en voz baja. Todo lo que podía ver era una niebla lechosa.
—Señor, ¿estáis bien?
Cyric miró hacia el lugar donde había sonado la voz, y vio que su interlocutor era Shepard, uno de sus zhentileses. Detrás de Shepard había otros cinco hombres, con la preocupación pintada en sus rostros.
—¡He vuelto! —exclamó Cyric. Era verdad. Permaneció de pie junto al peñasco, con la espada corta en la mano. La hoja tenía el color del marfil.
—Con vuestro permiso, señor, ¿habéis ido a alguna parte? —preguntó Shepard.
Durante el último minuto, él y los demás habían visto a Cyric hablar solo y luchar contra su espada corta. Algunos de los hombres —incluido Shepard— habían tenido la sospecha de que su comandante había perdido el juicio. El ladrón sacudió la cabeza para despejarla. La pelea no podía haber sido una ilusión. Todo le había parecido tan real.
Al ver que su jefe no respondía, Shepard sugirió:
—Tal vez el frío…
—¡Ya estoy bastante caliente! —respondió Cyric, irritado—. ¿Sabes cuál es el castigo por acercarte a mí sin permiso? —El ladrón no sabía cómo explicar lo sucedido, y consideró prudente no intentarlo.
—Sí, señor —dijo Shepard—. Pero…
—¡Vete de aquí, antes de que decida hacer que se cumpla la pena! —le ordenó Cyric.
Los hombres que estaban detrás de Shepard respiraron aliviados, y se alejaron sin prisa. La petulancia de su comandante los convenció de que había vuelto a su estado normal. Por su parte, Shepard miró a su jefe un tanto ofendido, pero después le hizo una inclinación de cabeza, y dijo:
—Como ordenéis, señor, pero yo en vuestro lugar haría que Dalzhel le echara una ojeada a esos rasguños. —Después, dio media vuelta y se retiró.
Cyric miró sus antebrazos y vio que estaban cubiertos de cortes y sangre. No pudo contener la sonrisa, y susurró:
—¡He ganado! La espada es mía. —El ladrón envainó la espada, y volvió a sentarse. Utilizó la capa para limpiar la sangre de los cortes, y pasó el tiempo dedicado a escuchar los alaridos de Fane. Ya no le ponían tan nervioso como antes.
Una hora más tarde, apareció Dalzhel en el campo de piedras y se acercó a su jefe. Su expresión era de alarma. Si bien advirtió de inmediato las heridas en los brazos de Cyric, no perdió el tiempo en averiguar cómo se las había hecho, y dio su informe:
—Los espías han vuelto de Cuerno Alto.
—¿Y? —preguntó el ladrón.
—La mujer y sus compañeros cabalgan hacia aquí.
—Prepara una emboscada —ordenó Cyric.
—Hay algo más —dijo el teniente—. Viajan escoltados por cincuenta cormytas.
Cyric soltó una maldición. Sus veinte hombres no eran rivales para una patrulla tan numerosa.
—Los cormytas los abandonarán en algún momento. Solo tenemos que seguir a la compañía.
—Vigilan la retaguardia —apuntó Dalzhel—. Al parecer, no tienen interés en ser perseguidos.
—Entonces cabalgaremos delante de ellos, y utilizaremos exploradores para controlarlos.
—Sí. —El teniente sonrió—. No se les ocurrirá que hagamos tal cosa.
—Prepara a los hombres —dijo Cyric.
Pero Dalzhel no obedeció la orden.
—Todavía hay algo más —dijo.
—¿Qué? —preguntó Cyric, furioso, con las alforjas en la mano.
—El vigía de la carretera vio pasar esta mañana a cuarenta halflings. Al parecer buscaban nuestro rastro.
—¿Halflings? —preguntó el ladrón, incrédulo.
—Sí. Están delante de nosotros, más o menos a medio día de marcha. No podemos saber en qué momento advertirán que nos han dejado atrás, y darán la vuelta.
Cyric maldijo con ganas. No le agradaba encontrarse atrapado entre los halflings y los cormytas. Sabía que podía derrotar a los hombrecillos, pero la batalla llamaría demasiado la atención.
Fane soltó un alarido escalofriante. Resonó por las montañas y los dos hombres no pudieron menos que estremecerse. Dada la presencia de la patrulla de Cuerno Alto y la partida de halflings, era obvio que debían hacer algo para mantener callado al sargento herido.
—Esta noche —dijo Cyric, sin hacer caso de Fane— envía unos cuantos hombres para que se adelanten y dejen un rastro falso. Haremos que los halflings vayan hacia nuestros amigos de Fuerte Tenebroso.
—Son estas las ideas que hacen a un general —exclamó Dalzhel, con una sonrisa—. ¿Qué haremos con…?
—¿Fane? —le interrumpió Cyric—. Con una sonrisa cruel en sus labios, el ladrón se acercó al lugar donde yacía el sargento herido y ordenó a sus enfermeros que los dejaran solos.
Dalzhel, que lo había seguido, preguntó:
—¿Qué vais a hacer?
—No puede cabalgar —contestó Cyric, al tiempo que desenvainaba su espada—. Incluso si pudiese hacerlo delataría nuestra posición con sus alaridos. Tápale la boca. —El teniente puso mala cara. Le desagradaba tener que matar a uno de los suyos—. ¡Hazlo! —ordenó Cyric.
Dalzhel obedeció como un autómata y Cyric hundió su espada blanca en el pecho del herido. Fane se retorció por unos segundos y mordió la mano de su teniente en el último estertor. Un momento después, cuando Cyric retiró la espada para limpiarla, la hoja había recuperado su lustre rojizo.