11. El castillo de Lanza de Dragón

La pendiente era tan suave que Adon apenas se daba cuenta de que marchaban colina arriba. A medio camino, el clérigo se detuvo y pasó las alforjas con la tabla al otro hombro. Fue la cosa más emocionante que había hecho en casi cuatro horas.

Junto a Kelemvor y Medianoche, Adon había viajado a lo largo de la carretera desierta durante cinco días. Hacia el oeste, los toscos tallos de una hierba dorada aparecían en la llanura cubierta de nieve sucia y medio fundida. A poco más de un kilómetro hacia el este se levantaban los acantilados oscuros del Páramo Elevado. Delante, no había más que los interminables kilómetros del camino hacia Aguas Profundas. Adon jamás había creído posible que llegaría el día en que deseara sentir bajo sus pies una ladera bien empinada, pero ahora mismo hubiese cambiado con gusto un kilómetro de camino fácil por veinte de senderos montañosos.

A pesar de la larga marcha de la mañana, Adon tenía los dedos de los pies entumecidos de frío. El camino estaba cubierto de unos buenos diez centímetros de nieve semilíquida, que había conseguido traspasar el cuero de las magníficas botas aceitadas que les había suministrado el furriel de Cuerno Alto. A juzgar por el color perlado de las nubes, no tardaría mucho en volver a nevar.

Incluso si se tomaba en cuenta su avance hacia el norte, este año el cambio de estación se había anticipado. El Páramo Elevado aparecía cubierto de un velo blanco, y las placas de hielo coronaban los arroyos que nacían en el corazón del agreste territorio.

Adon pensó en si los dioses de la naturaleza estarían conspirando para hacer su viaje frío y difícil. Pero comprendió que era más lógico suponer lo contrario: que el frío inesperado era consecuencia de la ausencia de dichos dioses. Sin su supervisión, la naturaleza era un desbarajuste donde podía ocurrir cualquier cosa.

El desorden climatológico era otra de las razones por las que él y sus compañeros tenían que triunfar en su misión. Sin una progresión ordenada de las estaciones, no pasaría mucho tiempo antes de que los agricultores perdieran sus cosechas y poblaciones enteras se vieran abocadas al hambre.

Mientras Adon reflexionaba acerca de la importancia de su cometido y la monotonía del viaje, un ladrido agudo sonó al otro lado de la cuesta. Se volvió en el acto y señaló a Kelemvor y Medianoche que se apartaran del camino; luego buscó un lugar donde esconderse. La tierra era tan árida que acabó por ponerse en cuclillas detrás de un raquítico arbusto.

Una línea gris apareció en lo alto de la cuesta. El clérigo forzó la mirada y descubrió una docena de lobos que marchaban en una línea perfecta. Otra fila siguió a la primera, y después otra y otra, hasta que toda una columna de lobos ocupó el camino y marchó cuesta abajo marcando el paso.

A medida que avanzaba la columna, Adon consideró si era prudente permanecer detrás de su patético arbusto o echar a correr. Uno de los lobos ladró una orden cuando la primera fila llegó al escondite del clérigo, y los animales volvieron la cabeza hacia él en una impecable maniobra de vista izquierda. Todas las demás filas repitieron el ejercicio.

Adon renunció a su escondite y volvió al borde de la carretera, mientras movía la cabeza en señal de asombro. Kelemvor y Medianoche se unieron a él.

—Un desfile bien hecho —comentó el guerrero, que observaba a los lobos con ojo crítico—. Su voz era tan normal que se podría haber pensado que el trío presenciaba el paso de un ejército de hombres y no de animales.

—¿Me pregunto adónde irán? —dijo Medianoche, con un desinterés fingido.

—A la Puerta de Baldur o a Elturel —respondió Kelemvor. Se volvió y miró hacia el sur.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Adon, un tanto mosqueado.

—¿Es que no te has enterado? —replicó Medianoche. Enarcó las cejas para señalar su incredulidad ante la ignorancia de Adon.

—En el sur ha estallado la rebelión de las ovejas —manifestó Kelemvor, muy serio.

—¿Que ha estallado qué? —gritó el clérigo, con los brazos en jarra.

Kelemvor y Medianoche soltaron la carcajada. A Adon se le subieron los colores y les volvió la espalda.

—No hay nada gracioso en el descalabro del orden —añadió enfadado.

El enfado de Adon solo sirvió para provocar más risas por parte de sus dos amigos.

El clérigo permaneció con la mirada puesta en el paso de la columna, pero al cabo de cinco minutos soltó una risita.

—Rebelión de ovejas —murmuró—. ¿Cómo se os ocurrió semejante idea?

—¿Para qué si no necesitas un ejército de lobos? —replicó Kelemvor, con una sonrisa.

Por fin, cuando pasó la última fila de lobos, el guerrero volvió al camino —sucio y revuelto por las zarpas de los animales— y se hundió hasta los tobillos en el fango helado. Soltó un improperio, y luego dijo:

—Necesitamos caballos.

—Muy cierto, pero ¿dónde vamos a encontrarlos? —preguntó Adon—. No encontraremos caballos por ninguna parte, y si nos apartamos del camino, es probable que acabemos vaya a saber dónde.

En los cinco días de marcha, solo habían encontrado a un pequeño grupo de seis aguerridos soldados. Si bien la compañía había tenido la bondad de informarles que iban en la dirección correcta para llegar al castillo de Lanza de Dragón, se habían negado a cederles ni siquiera un caballo.

—A este paso, los Reinos llevarán muertos un año antes de que nosotros lleguemos al castillo —protestó Kelemvor. Se le había agotado el buen humor.

—No estés tan seguro —respondió Adon—. Debemos de estar muy cerca. Quizás esté al otro lado de la cuesta. —El clérigo estaba dispuesto a mantener la moral alta, a pesar del súbito desánimo de su compañero.

Kelemvor manifestó su desacuerdo con un bufido y dio una patada en el fango, que levantó una cortina de aguanieve sucia.

—¿Cerca? No estamos a menos de cien kilómetros del castillo.

Adon consiguió contener su réplica. El regreso de Medianoche no lo había aliviado de su responsabilidad como líder del grupo. El cargo no le producía ninguna satisfacción, pero Kelemvor había mostrado más interés en estar con Medianoche que en asumir el mando. En cuanto a la hechicera, parecía muy satisfecha de que alguien los guiara, cuando ella, por derecho propio, debería ser el líder. Adon no comprendía por qué la muchacha eludía la responsabilidad, pero sospechó que el motivo tenía alguna relación con Kelemvor. Quizá tenía miedo de que al guerrero no le gustara un capataz como amante. En cualquier caso, solo quedaba él para hacer de capitán. Adon se encontraba bastante incómodo en el mando, pero estaba decidido a hacer todo lo que pudiera.

—Estoy convencido de que el castillo de Lanza de Dragón está cerca —insistió Adon, dispuesto a levantar la moral de Kelemvor—. Todo lo que tenemos que hacer es poner un pie delante del otro.

—Pon un pie delante del otro —gritó Kelemvor. Se volvió hacia Medianoche—. Tú nos sacaste del puente del Jabalí con un movimiento de la mano. ¿Por qué no lo haces otra vez?

—Ya lo he pensado —contestó la hechicera, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Pero la teletransportación es algo muy arriesgado, especialmente con el caos que reina en la magia. Solo lo hice porque de todas maneras hubiéramos muerto. Tuvimos mucha suerte de no aparecer en medio del Gran Desierto.

—¿Cómo sabes que no es donde estamos? —murmuró Kelemvor.

—Estoy segura —dijo Medianoche. Puso los pies en el fango del camino y comenzó a caminar hacia el final de la cuesta.

La maga sentía un gran alivio por el éxito del hechizo de teletransportación, y no solo porque había salvado sus vidas. Era la primera vez que su magia había funcionado correctamente desde Cuerno Alto. En el paso de la Serpiente Amarilla, la pared de fuego había resultado una inofensiva cortina de columnas de humo, y en el vado había animado las cuerdas por accidente. Incluso en el puente del Jabalí, su primer hechizo había sido un patético fracaso, al producir una bola de luz en vez de un rayo.

Medianoche había tenido miedo de haber malinterpretado el cambio de su relación con la magia. Cuando invocaba un hechizo, solo las palabras y los gestos aparecían en su mente, jamás una indicación de los componentes materiales correctos o qué hacer con ellos. Al principio, esto había preocupado a Medianoche y le había hecho pensar en un error de su parte. Pero cada vez que intentaba realizar un hechizo, nunca había tenido necesidad de componentes materiales. Por fin, la maga había llegado a la conclusión de que, debido a su conexión directa con el tejido mágico, no hacía falta un agente intermediario —como podía ser un componente material— para transmitir la energía mística.

De improviso, el horizonte pareció alejarse y Medianoche comprendió que habían llegado al final de la suave pendiente. Hizo una pausa y miró a su alrededor. A pesar de que apenas si lo habían notado, la cuesta era el terreno más elevado de la zona y permitía ver a mucha distancia. Veinte metros detrás de la hechicera, Adon continuaba con sus esfuerzos para animar al guerrero.

—Por lo que sabemos —dijo—, no podemos estar a más de quince kilómetros del castillo.

—En realidad —lo interrumpió Medianoche—, creo que a mucho menos.

Adon y Kelemvor le echaron una mirada, para después correr para ponerse a su lado. Anidados contra la base del Páramo Elevado, y sobre tres pequeños altozanos, se elevaban los restos de los muros y las torres de una ciudadela abandonada. Desde esta distancia, resultaba difícil saber cuál era el tamaño del castillo, pero se lo podía equiparar con la fortaleza de Cuerno Alto.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Kelemvor. El guerrero miraba carretera abajo, pero Medianoche y Adon no se habían dado cuenta.

—El castillo de Lanza de Dragón, desde luego —replicó Adon. No tenía manera de confirmar su opinión, pero sospechaba que no había otras ruinas tan grandes en el camino a Aguas Profundas.

—No me refiero al castillo —replicó Kelemvor, tajante. Señaló hacia abajo, donde, a poco más de un kilómetro, diez carretas acababan de abandonar el camino. Los vehículos escapaban lentamente hacia las ruinas del castillo, perseguidos por una docena de atacantes que tampoco parecían mostrar mucha prisa.

—¡Alguien ataca a la caravana! —exclamó Medianoche.

—La persecución resulta bastante lenta —comentó Adon, mientras observaba a los dos grupos—. Quizá los atacantes son zombis.

—Tienes razón —dijo Kelemvor, y miró al clérigo—. Y los carreteros se mueven despacio porque deben de estar cansados después de tanta persecución. —Los ojos del guerrero denunciaron sus deseos de intervenir.

Adon maldijo en silencio a su compañero. Si bien entre los tres podían acabar sin mucho esfuerzo con un par de zombis, había una docena que atacaban a la caravana. Incluso con la ayuda de la magia de Medianoche, no podrían derrotar a tantas criaturas. Deseó que Kelemvor tomara en cuenta el valor de sus propias vidas, como hubiera hecho la mayoría de los hombres. Pero el guerrero ya no era un hombre común, si es que alguna vez lo había sido. Un ser normal no iría a la búsqueda de una entrada al reino de la Muerte, ni tampoco asumido una misión que hiciera necesario semejante viaje.

—No podemos involucrarnos —dijo Adon, pensativo, como si reflexionase en voz alta—. Si nos matan, los Reinos desaparecerán.

El clérigo sospechaba que Medianoche no participaría en la defensa de la caravana si él se oponía. Pero Kelemvor no aceptaría la orden de abandonar a los carreteros. Por lo tanto, deseaba que el guerrero tomara su propia decisión. Además, Adon no quería que la responsabilidad de dejar a la caravana librada a su suerte recayera únicamente sobre sus hombros.

Medianoche estudió la situación durante un minuto eterno, mientras sopesaba las palabras de Adon contra sus propios deseos de prestar ayuda. Si abandonaban a la caravana, se sentiría culpable por el resto de su vida, pero también era consciente de que socorrerla ponía en peligro la tabla.

—No podemos intervenir —dijo, dando la espalda a la escena—. Hay demasiadas cosas en juego.

Adon soltó una exclamación de alivio.

—No sé cómo lo veis vosotros dos —protestó Kelemvor, con un mirada de desesperación—, pero no puedo dejar que mueran personas inocentes. Ya lo he hecho demasiadas veces…

—Piensa con la cabeza, no con el corazón, Kel —dijo Medianoche, con una voz dulce y serena. Puso una mano sobre el brazo del joven—. Con los dioses en contra de nosotros, no podemos…

—¡Pero ellos morirán! —la interrumpió el guerrero, apartando el brazo—. Y si dejas que ocurra, no eres mejor que Cyric.

Nada podía enfadar más a la hechicera que ser comparada con el ladrón.

—Haz lo que quieras —replicó furiosa—. ¡Pero hazlo sin mí!

El estallido de Medianoche intranquilizó a Kelemvor. Sin embargo, no quería renunciar a participar en la batalla. Comenzó a andar cuesta abajo, pero antes de que pudiera avanzar una docena de pasos, Adon gritó:

—¡Espera!

El clérigo no podía permitir que la compañía se volviera a separar. Por muy grande que fuese el riesgo a correr, tendrían más posibilidades de salir con vida si lo enfrentaban unidos.

—No podemos dejar que los zombis entren en el castillo. Nos impedirán la entrada al reino de los Muertos.

—Es verdad —reconoció Medianoche, muy a su pesar. No tenía muy claro si seguir enfadada con Kelemvor por haber forzado a Adon a cambiar de postura, o alegrarse de que el clérigo hubiese encontrado la manera de justificar la ayuda a la caravana.

—A la vista de la lentitud con que se desarrolla la persecución, podremos llegar al castillo antes que los zombis —dijo Adon—. Quizás encontremos que la muralla interior está en condiciones de ser defendida.

—En tal caso —afirmó Kelemvor—, dejaremos que entren los carreteros y rechazaremos a los zombis. Es lo mejor para la caravana.

—Y para nosotros —asintió Medianoche. La joven tenía sus dudas acerca de participar en la batalla, pero al menos Kelemvor estaba dispuesto a hacerlo sin correr demasiados riesgos. Añadió—: Si vamos a intervenir, tenemos que darnos prisa. —Los tres compañeros echaron a correr hacia el castillo.

Diez minutos más tarde, un jinete solitario se aproximó al alto de la cuesta. Después de haber sido abandonado por el trío, Cyric se había alejado del camino. Allí, sostenido por el vigor de la espada, había podido dormir. No había sido un sueño tranquilo, poblado por el olor de la muerte y los gritos de los condenados, pero sí reparador.

Luego, tras dos días de caminata, había encontrado a los mismos seis jinetes que se habían cruzado con el grupo de Medianoche. El ladrón les endilgó una historia falsa acerca de cómo el trío lo había robado para después dejarlo por muerto. Los guerreros le informaron que los malhechores estaban más arriba. Pero las zalamerías de Cyric no fueron suficientes para que le dieran un caballo. En cambio, le ofrecieron llevarlo a la grupa hasta el establo más cercano. Aquella misma noche, el ladrón los había matado a todos, a cinco mientras dormían. Después, ensilló uno de los caballos, recogió un arco y flechas y cabalgó hacia el norte en persecución de Medianoche y la tabla.

Cuando Cyric llegó a lo alto de la cuesta, comprendió que había alcanzado a sus enemigos justo a tiempo. El castillo de Lanza de Dragón se levantaba a la derecha de la carretera, y el trío cruzaba la entrada de la muralla exterior. Luego, el ladrón vio el avance de la caravana hacia la fortaleza y al grupo de perseguidores. Al comprender que iba a producirse una batalla, Cyric preparó el arco robado e hincó las espuelas a su caballo. No quería perderse la oportunidad de poder clavar unas cuantas flechas por la espalda a sus viejos amigos.

En cuanto alcanzó la primera muralla del castillo, Medianoche perdió casi toda esperanza de defender la fortaleza derruida. El muro tenía tantos agujeros y brechas que hubiese sido necesario un ejército para protegerlos a todos. Por fortuna, la muralla interior estaba en mejores condiciones. Las cuatro torres permanecían en pie, y los muros estaban más o menos enteros. El portón de la entrada tenía las bisagras retorcidas, pero al parecer todavía cerraba.

Por su parte, Kelemvor hizo una rápida valoración de las defensas.

—Podemos defender el recinto interior —dijo—. Medianoche, ve a la torre del sudoeste y avísanos cuando la caravana llegue a la muralla exterior. —El guerrero se acercó al portal, y examinó las bisagras—. Adon y yo nos encargaremos de cerrar el portón cuando sea el momento.

Medianoche se encaramó al muro en un santiamén, y luego corrió por las almenas hasta la torre del sudoeste. Era la más alta y segura de las cuatro. Había una escalera en espiral en la pared que daba al patio de armas, y solo desde sus rellanos se podía acceder a las habitaciones. La propia escalera tenía dos únicas entradas: en lo más alto de la torre y en el patio. En otros tiempos, se podían clausurar las entradas en caso de asalto al patio o al muro, pero hacía años que las puertas habían sido arrancadas de los marcos.

La hechicera alcanzó la escalera de la torre y subió hasta el cuarto más alto. Al parecer, había sido la habitación de alguien importante, tal vez el mayordomo o el alguacil. Junto a la puerta había una mesa pesada y gastada por los años, y los restos de unos tapices, descoloridos por la humedad y con agujeros de polillas, colgaban en dos de las paredes. Del techo pendía un candelabro de hierro oxidado, y en tres de sus candeleros había cabos de vela amarillentos. Para encender las velas, el candelabro se podía bajar por medio de un sistema de poleas; en una argolla de la pared estaba anudado uno de los extremos de la cuerda mugrienta que se empleaba en la operación. El aposento tenía dos ventanas pequeñas. Una daba al patio entre las dos murallas y, a través de esta, Medianoche pudo ver el camino desde el portal exterior hasta el interior.

Kelemvor y Adon se habían hecho con una viga larga y la utilizaban como palanca para cerrar el portón. La hechicera vio que siempre quedaría un hueco entre el portón y el marco, pero de todas maneras se sintió más tranquila. La puerta hacía posible la defensa del recinto interior.

A pesar de la sensación de seguridad, Medianoche estaba molesta con Kelemvor. Para satisfacer su virtud, el guerrero había puesto en juego la vida de todos y dejado a la ventura el destino del mundo. Pero esto no le venía de nuevas. Kelemvor siempre había sido un hombre obstinado y de pocas miras, y no había cambiado después de haber quedado libre de su maldición. La única diferencia era que, en lugar de exigir un pago por el más pequeño de los favores, ahora insistía en corregir todas y cada una de las iniquidades que encontraba a su paso.

Por muy frustrante e inconveniente que fuese, Medianoche consideraba que podía soportar la obstinación del guerrero, pero únicamente después de devolver las tablas a los Planos. Hasta entonces, incluso si tenía que separarse de su amante, no podía permitir que sus sentimientos interfirieran en la misión.

Pero de momento, la obligación de Medianoche era ocuparse de que sus amigos no se viesen sorprendidos por la llegada de la caravana, y la había descuidado al dedicarse a observar los esfuerzos de Kelemvor y Adon. La joven se acercó a la otra ventana.

Quince minutos más tarde, el primer conductor alcanzaba el portal exterior, seguido por una recua de cuatro acémilas. Medianoche no vio ninguna señal de los perseguidores, pero no le llamó la atención. Los zombis eran lentos y fáciles de aventajar, al menos a corto plazo. El problema consistía en que jamás abandonaban la persecución, y acababan por agotar a su presa. La hechicera fue hasta la ventana trasera de la torre, y gritó:

—¡Están en la muralla exterior!

Adon y Kelemvor, que acababan de cerrar el portón, empuñaron sus armas y se colocaron a un lado de la angosta abertura. En su imaginación, el guerrero ya escuchaba a los carreteros expresar su gratitud.

Pero Adon pensaba en otra cosa. Todavía tenía colgadas del hombro las alforjas con la tabla, y deseó habérselas dado a Medianoche para que las cuidara. Además del riesgo de robo, serían un incordio durante la lucha. Por desgracia, ya era demasiado tarde para hacer nada.

La hechicera volvió a la ventana exterior. Los diez carreteros se apiñaban junto al portal de la primera muralla, y espiaban hacia el interior como si tuvieran más miedo a penetrar en el castillo que de sus perseguidores. Formaban un grupo extraño, vestidos con capas a rayas y con las capuchas bien ceñidas, que mantenían sus rostros ocultos. Medianoche se sorprendió ante su falta de prisa. Los zombis no podían estar tan lejos como para permitirse más demoras.

—¡Vosotros, los de la caravana! ¡Corred hacia el alcázar! —gritó, finalmente.

Los conductores avanzaron con mucha parsimonia. La caravana había recorrido la mitad del trayecto hasta el portal interior cuando el primer zombi apareció en uno de los boquetes de la primera muralla. El atacante vestía la misma capa a rayas de los conductores, pero no tenía la capucha puesta y la maga pudo ver una trenza de mugrientos cabellos negros, los ojos sin vida y la piel gris y sucia.

Medianoche pensó que una criatura terrible habría atacado a la caravana, matado a la mitad o más de los conductores, y luego convertido a los muertos en zombis para lanzarlos contra sus compañeros. Otros cuatro zombis entraron en el patio exterior y siguieron su persecución. Los conductores no miraron atrás. En cambio, concentraron todos sus esfuerzos en guiar a los caballos hacia el segundo portón.

Junto a la entrada, Adon y Kelemvor abrieron un poco más la puerta para permitir el paso de los caballos. Los zombis se movían tan despacio que el guerrero creyó disponer de tiempo suficiente para cerrar el portón en cuanto los conductores estuviesen a salvo.

Desde la ventana de la torre, Medianoche observó cómo el último zombi escalaba la muralla exterior. Sin embargo, le pareció que había algo muy raro en esta persecución. Todo había sido muy lento y relajado. Tampoco le había gustado la actitud de los conductores a la oferta de ayuda; no habían dicho ni una palabra de reconocimiento o dado las gracias.

Cuando el primer conductor llegó al portón, un hedor insoportable a carne podrida y muerte casi ahogó al guerrero. En un primer momento, el olor le llamó la atención, porque los zombis no se encontraban tan cerca como para poder olerlos. Luego, al pensar en la lentitud de la caravana, sospechó que los conductores no eran lo que parecían ser.

—¡Cierra el portón! —le gritó a Adon, mientras sujetaba la viga que habían empleado para poner la puerta en su lugar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el clérigo, confuso. Al igual que Kelemvor, había olido algo fétido. Pero había supuesto que eran los caballos, o alguna cosa de la carga.

—¡Son zombis! —contestó el guerrero de ojos verdes. Sin dejar de maldecir, empujó uno de los extremos de la viga hacia el clérigo—. ¡Todos lo son! Ahora, cierra el portal.

Al comprender la realidad de la situación, el exdevoto de Sune sujetó su extremo de la viga y se movió para colocarla contra la puerta.

Pero ya era demasiado tarde. El primer zombi se abrió paso por la estrecha abertura. Debajo de la capucha rayada del conductor, Adon vio un rostro abotagado y los ojos sin vida. Los labios delgados de la cosa se abrían en una sonrisa grotesca y dejaban al descubierto una hilera de dientes rotos y amarillentos.

El zombi levantó una mano e intentó sujetar al hombre.

Adon lo esquivó y sujetó la maza, pero soltó la viga. Por un segundo, el clérigo lamentó no gozar de la gracia de Sune, y ser capaz de controlar a los zombis. Pero no tuvo más tiempo para lamentaciones porque otros dos carreteros pasaban por la brecha.

Kelemvor empuñó la espada y decapitó al primer zombi. La cabeza voló por los aires, pero el cuerpo permaneció erguido y comenzó a lanzar puñetazos en todas las direcciones. Los dos muertos vivientes siguientes lanzaron su ataque contra Adon. Uno descargó un golpe terrible contra las costillas del clérigo, y el otro le dio un revés tan fuerte que le silbaron los oídos.

—¡Corre! —gritó Kelemvor. Le amputó el brazo a uno de los zombis, y luego dio un paso atrás.

Adon acató el consejo, pero tropezó con la viga y estuvo a punto de caer de bruces. Lanzó un mazazo que golpeó al zombi más cercano. El cráneo de la criatura se abrió en dos, pero esta no se detuvo. Otros dos conductores avanzaron para atacar al clérigo desde ángulos diferentes.

Medianoche escuchó los golpes de las armas de sus compañeros contra el cuerpo de los zombis. Corrió hacia la ventana que daba a la defensa interior, y vio a Kelemvor que descargaba mandobles contra tres de los zombis que rodeaban a Adon. Otros dos muertos vivientes cruzaron la puerta, y la hechicera comprendió que se aproximaban muchos más.

Mientras tanto, el guerrero continuaba la pelea con todas sus fuerzas. Le cortó un brazo a su atacante, pero este avanzó sin vacilar ni un instante.

La hechicera fue consciente de que sus temores habían estado justificados: ya podía dar por muertos a Kelemvor y Adon, y a la tabla por perdida, a menos que pudiera sacarlos de la pelea. Al recordar el pesado candelabro en el centro de la habitación, fue hasta la pared y desató la cuerda. El artefacto se estrelló contra el suelo. La joven sacó su daga, cortó la cuerda y la enrolló deprisa.

En el patio, Adon pensó que había llegado su última hora. Lo rodeaban tres zombis que parecían inmunes a su maza, o al menos al daño que les infligía con el arma. A cada momento entraban más muertos vivientes. Aplastó las costillas de uno y oyó cómo se rompían, pero por muy poco consiguió eludir los dedos del zombi cuando intentó arrancarle los ojos.

A la izquierda de Adon, la espada de Kelemvor encontró un blanco, y decapitó a un zombi. Por un momento, quedó un espacio libre entre los dos amigos, y Adon lo aprovechó para lanzarle las alforjas al guerrero.

Las alforjas golpearon en el hombro de Kelemvor, y se arrollaron a su brazo izquierdo. De inmediato, los zombis se olvidaron del clérigo y miraron hacia el receptor de la tabla. Los compañeros no lo sabían, pero antes de su destrucción, Bhaal había informado a Myrkul dónde guardaba Medianoche la tabla. En consecuencia, el señor de la Muerte había ordenado a los zombis que se apoderaran de todas las alforjas que los héroes llevaran con ellos.

Adon no tardó ni un segundo en descubrir que los zombis solo querían la tabla y que sabían dónde estaba.

—¡Corre! —le gritó a Kelemvor. Se adelantó y hendió de un mazazo el cráneo de un zombi—. ¡Sal de aquí!

—¡No! —respondió el guerrero, mientras hundía la espada en el cuerpo de un agresor, convencido de que su amigo solo pretendía comportarse con nobleza.

El zombi no cayó y otros dos aparecieron para ayudarlo. Los tres descargaron sus golpes contra el guerrero, que se vio obligado a retroceder.

—¡Yo te metí en esto y yo te sacaré! —rugió Kelemvor, sin advertir que Adon estaba libre de atacantes.

—¡Lo dudo! —chilló Medianoche, de pie en el muro a espaldas del guerrero y con el rollo de cuerda en las manos.

Dejó caer uno de los extremos al patio y el otro lo pasó por una de las troneras para atarlo en el merlón más cercano.

Kelemvor acertó en una pierna, y la hoja casi partió la rodilla del zombi, pero el agresor avanzó, sin preocuparse de una herida que habría tumbado a un hombre vivo. Los otros dos atacantes del guerrero descargaron sus puños contra sus costillas; al cabo de un segundo, se sumaron dos más, y entre todos lanzaron una lluvia de golpes. Kelemvor retrocedió un par de pasos, pero de pronto se encontró contra la pared.

Al descubrir las intenciones de Medianoche, y consciente de que no podía ayudar a su amigo, Adon corrió hacia la escalera más cercana.

—¡Trepa por la cuerda, Kel! ¡Yo estoy a salvo! —gritó.

Medianoche acabó de hacer el nudo y volvió al borde del muro. Al extremo de la cuerda le faltaban poco más de dos metros del suelo, bien al alcance de Kelemvor. Sin embargo, el guerrero estaba demasiado ocupado con los muertos vivientes como para poder iniciar la escalada.

La hechicera se aferró a la cuerda y se descolgó hasta unos treinta centímetros del final. Sabía que no tenía la fuerza necesaria para levantar al guerrero, pero esperaba que, con su ayuda, Kelemvor pudiera alcanzar la soga y alejarse de los zombis.

—¡Kel, dame la mano! —gritó.

El guerrero miró hacia arriba y vio la mano tendida de Medianoche, pero los zombis lo castigaron muy duro. Trazó un círculo con la espada, y consiguió un espacio mínimo para moverse. Al instante, levantó las alforjas y las puso en la mano de Medianoche.

—¡Cógelas! —vociferó Kelemvor.

En el primer momento, Medianoche no quiso obedecer. Pero entonces los zombis volvieron su atención hacia ella, y pretendieron avanzar por el sencillo método de pasar por encima del guerrero. La maga aceptó las alforjas, se las echó al hombro y comenzó el ascenso. Mientras tanto, Kelemvor permaneció en el suelo, dedicado a luchar contra los zombis.

Unos segundos más tarde, Adon apareció en lo alto del muro y ayudó a Medianoche a escalar el último tramo. En cuanto estuvo segura, se dio vuelta y gritó:

—¡Estoy a salvo, Kel! ¡Sube!

El guerrero envainó de inmediato la espada y, sin hacer caso de los zombis, sujetó la soga. Tan deprisa como pudo escaló la pared y se reunió con sus amigos. Medianoche cortó la cuerda y después indicó a sus compañeros que la siguieran.

La maga abrió el camino de vuelta a la torre, y entró en la primera puerta que encontró. Si bien el cuarto no tenía un candelabro de hierro ni escritorio, era igual al otro. Tan pronto como estuvieron en el interior, Adon preguntó:

—¿Y ahora qué?

—Tenemos que pensar un plan —respondió Medianoche, guardando la daga—. Y tenemos que hacerlo antes de que los zombis encuentren la manera de llegar hasta aquí arriba.

—Lamento haberos metido en todo esto —se disculpó Kelemvor, desde su posición junto a la ventana que le permitía observar los movimientos de los zombis—. Pensé que…, oh, maldita sea, no sé lo que pensé.

—No te disculpes —dijo Adon, con una mano sobre el hombro de su amigo—. Los zombis nos hubiesen atacado de todas maneras. Alguien los envió a buscar la tabla.

—Fue Myrkul —susurró Medianoche—. Os dije que él y Bhaal trabajaban juntos. Bueno, sin duda trató de establecer contacto con Bhaal y descubrió que yo había escapado con la tabla.

—Da igual si los envió Myrkul o no —gruñó Kelemvor—. Merezco que me despellejen y asen vivo. —Cogió las alforjas de la mano de Adon y sacó la tabla—. Tal vez pueda engañarlos para que me persigan.

—No, Kel —dijo el clérigo, metiendo la tabla otra vez en las alforjas—. Nuestra mejor posibilidad para sobrevivir es mantenernos juntos. —Adon había dejado las alforjas con la tabla en manos de Kelemvor con toda intención. En la batalla que se avecinaba, era mejor que estuviese protegida por el guerrero más capacitado.

Kelemvor frunció el entrecejo y, cuando Adon no recogió las alforjas, se las echó al hombro.

—Es mejor que haya ocurrido de esta manera. De otra forma, los zombis nos hubieran atacado por sorpresa. —Añadió Adon, al comprender el estado de ánimo de su amigo.

—Tiene razón —afirmó Medianoche, con una mano en el brazo de Kelemvor. No se ganaba nada con hacer sentir culpable al guerrero, y le apenaba verlo tan mortificado—. Vamos a ver si podemos encontrar la entrada al reino de la Muerte. Después de todo, teníamos que venir hasta aquí.

—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Kelemvor. Espió por la ventana y comprobó alarmado que muchos de los zombis habían subido por la escalera hasta lo alto del muro, y que ahora venían hacia la torre. Se apartó un poco de la abertura—. Será mejor que salga…

Un fuerte estrépito resonó en el cuarto para gran sorpresa del grupo. Medianoche sujetó el brazo de Kelemvor, lo apartó de la ventana, y luego señaló una flecha tirada en el suelo. En la pared de piedra se veía la marca donde había golpeado la saeta. El guerrero la recogió sin preocuparse.

—Los zombis no utilizan arcos —comentó—. ¿De dónde ha salido esto?

—Ya lo averiguaremos más tarde —dijo Adon, temiendo que los zombis solo fueran una parte de la trampa de Myrkul—. ¡Salgamos de aquí!

El clérigo fue el primero en acercarse a las escaleras. En su descenso, el grupo pasó por otras tres habitaciones, pero no se detuvo hasta llegar al suelo. Una vez allí, los héroes se tomaron un momento para espiar en el cuarto de la planta baja, pero no descubrieron nada importante.

—Tendremos que bajar al sótano —exclamó Adon. Frenético, corrió escaleras abajo.

—¡Espera! —gritó Kelemvor—. ¡Quedaremos atrapados!

—Ya lo estamos —replicó Medianoche, y siguió al clérigo.

—Piensa que los zombis irán primero hacia arriba porque vieron cómo tú y Medianoche trepabais hasta lo alto del muro —añadió el clérigo—. Quizá podamos escabullirnos en cuanto suban las escaleras.

Kelemvor asintió y Adon encabezó el grupo en su entrada al sótano húmedo y en penumbra. El suave rumor de una corriente de agua hacía eco en las paredes, pero ninguno pudo descubrir la fuente del sonido. Muy alto, en el medio de uno de los muros, había un ventanuco que daba al patio interior al nivel del suelo. La poca luz que había en el recinto entraba por esa abertura.

Adon pensó por un momento en utilizar la ventana como vía de escape, pero desistió de la idea. Tenía el tamaño suficiente para dar luz y ventilación, pero era demasiado pequeña para permitir el paso de los hombros del guerrero, o incluso los de Medianoche.

En el sótano solo había residuos mohosos. Sacos de cereales estropeados y cascos de vino rancio vacíos —sin duda abandonados por los vagabundos que habían utilizado la torre como refugio temporal—, toneles podridos y un rollo de soga mohosa atada por un extremo a un cubo comido por los gusanos. La humedad había hinchado el suelo de madera y se hundía al ser pisado.

Mientras Adon y Kelemvor escuchaban a los zombis que subían las escaleras, Medianoche recorrió el sótano y, de tanto en tanto, arrancaba un trozo de madera con la punta de su daga. Después de cinco minutos, el clérigo movió la cabeza enfadado y soltó una maldición.

—Los zombis no hacen lo que esperábamos, Medianoche —dijo—. Los del patio todavía están allí. —Adon hizo una pausa y miró al guerrero—. Estamos atrapados.

—Yo saldré el primero —gruñó Kelemvor—. Tal vez podamos abrirnos paso a golpes de espada.

—Todavía no —intervino Medianoche, con la mirada puesta en el suelo. Las otras habitaciones de la torre no tenían humedad, y no comprendía por qué esta debía ser diferente. Entonces pensó en la soga y el cubo, que eran iguales a los utilizados en los pozos. Caminó hacia el centro de la habitación—. ¡Kel, utiliza la espada y arranca una de las tablas del suelo! ¡Deprisa!

Kelemvor se apresuró a cumplir el pedido, sin ocultar su intriga. Arrancó un trozo de suelo de casi un metro cuadrado. El suave murmullo se convirtió de pronto en un rugido.

—¿Qué es? —preguntó el guerrero.

—¡Un arroyo subterráneo! —exclamó Adon, arrodillándose junto a Kelemvor.

—Es una reserva de agua para usar en caso de asedio —añadió la hechicera, y señaló el cubo y la soga.

—¡Los zombis no nos seguirán allí abajo! —afirmó el clérigo, sonriente y apuntando al agujero.

—Si es que nosotros tenemos el coraje para hacerlo. —Kelemvor metió la cabeza por la abertura.

—¿Qué es? —preguntó Medianoche.

—Una caverna —respondió el joven—. Pero está oscuro, y no alcanzo a ver el fondo. —Sacó la cabeza.

La hechicera se colocó junto a sus compañeros y espió en el boquete. No vio otra cosa que la oscuridad, pero por el sonido pensó que el arroyo debía de ser bastante grande. Kelemvor cogió el cubo y la soga.

—Supongo que debemos confiar en esta cosa. —Ató el extremo de la cuerda en una de las vigas del techo, y luego se colgó de la soga para probar la resistencia del nudo.

—Quizá sería prudente buscar algún otro medio… —comentó Adon, frunciendo el entrecejo.

La penumbra en el sótano se hizo un poco más oscura, como si algo impidiera el paso de la luz. Sin acabar la frase, Adon se volvió hacia la ventana y vio la silueta de un hombre que se arrodillaba en el exterior. La figura tenía la familiar nariz aguileña.

—¡Cuidado! —gritó Adon, consciente de que era el único que había visto a Cyric. El clérigo se lanzó contra Kelemvor y lo hizo caer al suelo.

Medianoche también se giró. Algo zumbó junto a su oreja y golpeó al clérigo con un sonido hueco. Adon soltó un gemido y cayó de rodillas a su lado.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —preguntó la hechicera.

Adon no respondió. Se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó de bruces en el agujero. Medianoche intentó sujetarlo por el hombro y el asta ensangrentada que sobresalía de sus costillas. La madera se partió y el cuerpo del clérigo se le escapó de las manos. Un momento más tarde, escuchó un chapoteo lejano.

—¡Adon! —gimió la muchacha, incapaz de comprender cómo era que sujetaba una flecha rota en su mano cubierta de sangre.

En cambio, Kelemvor sí que lo comprendía. Podía ver a Cyric que preparaba su arco una vez más.

—¡Te mataré! —rugió el guerrero. Corrió hasta la ventana y pasó la espada a través de la abertura.

—Has perdido tu oportunidad —contestó el ladrón, retrocediendo un paso para quedar fuera del alcance de Kelemvor—. Pero deberías saber que ya estarías muerto si ese estúpido clérigo no se hubiese puesto en medio.

—Pues yo no he perdido la mía —siseó Medianoche, con la mirada puesta en la ventana. Al escuchar la voz de Cyric, su corazón se endureció como el pedernal, y, en un instante, pensó en la forma perfecta para matarlo. El hechizo para crear un cono de frío apareció en su mente. Apuntó hacia la ventana con un dedo e invocó su magia.

Cyric se lanzó de cabeza al suelo y rodó lejos de la ventana, convencido que debería enfrentarse a alguna forma de horrible muerte mágica. En cambio, una ola de escarcha negra surgió por la abertura. Mientras el ladrón se apretaba contra el suelo, la escarcha se transformó en una bola negra que pasó por encima de su cuerpo sin tocarlo, y se alejó rebotando de pared a pared del alcázar. En los sitios que tocaba, aparecían agujas escarchadas y carámbanos, y después las piedras se convertían en polvo. Por fin, la pelota de hielo botó por encima del muro y, con una estela de destrucción helada, se perdió en el Páramo Elevado.

Con un suspiro de alivio, el ladrón de nariz aguileña se puso de pie y echó a correr. Ahora que Kelemvor y Medianoche estaban advertidos de su presencia, le resultaría mucho más difícil matarlos.

Después de ver cómo fracasaba el hechizo de Medianoche, el guerrero espió a través de la ventana. A Cyric no se lo veía por ninguna parte. Todavía estaba demasiado aturdido por la muerte de Adon para tener otra reacción.

—Has fallado —se limitó a decir.

La hechicera no respondió. Yacía acurrucada en el suelo; apenas podía respirar y estaba cubierta de sudor. Le dolía todo el cuerpo, y sintió que solo por fuerza de voluntad conseguía evitar que se le escapara el alma. Recordó la advertencia de Bhaal de que podría quemarse si no aprendía a controlar la magia de Mystra.

Pensó que eso era precisamente lo que había hecho. Cualquier hechizo agotaba al mago, y formaba parte de la preparación del hechicero aprender a aumentar la resistencia del cuerpo a la energía mágica. Pero Medianoche, que había recibido hacía tan poco el don de disponer de cantidades ilimitadas de magia, no había tenido tiempo para desarrollar su tolerancia a tanto poder. En teoría, podía emplear su magia para casi todo, pero ahora había aprendido que el esfuerzo podía acabar con su vida.

El guerrero se giró preocupado por el silencio de su compañera, y la vio inconsciente.

—¡Medianoche! —gritó desesperado.

Por primera vez desde que Adon se la había confiado, Kelemvor se desprendió de la tabla. Dejó caer las alforjas, se arrodilló al costado de Medianoche y la cogió entre sus brazos.

—¿Cómo te puedo ayudar? —preguntó, con voz tierna—. ¿Qué puedo hacer?

La hechicera quería decirle que la mantuviese abrazada, que le diese su calor, pero tuvo miedo de hablar. Ahora mismo, necesitaba de todas sus fuerzas para permanecer consciente.

Kelemvor escuchó el ruido de pasos en la escalera, y comprendió que los zombis habían descubierto su escondite. Su primer impulso fue el de cargar contra ellos, pero sabía que lo harían pedazos, y Medianoche quedaría a su merced.

En cambio, cortó la soga junto a la asa del cubo y lo tiró. Luego, pasó el extremo alrededor de la cintura de la mujer. Su intención era bajarla por el agujero hasta el fondo de la caverna y después bajar él también.

Pero no le quedaba más tiempo. El primer zombi apareció en la puerta cuando acababa de meter a la hechicera en el agujero. Kelemvor no le hizo caso y comenzó a soltar cuerda. Otros dos zombis entraron en el sótano.

Medianoche solo sabía que Kelemvor la descolgaba en medio de la oscuridad y que, poco a poco, recuperaba sus fuerzas. El eco de la caverna multiplicaba los ruidos del agua, y por el sonido, el arroyo parecía mucho más grande, casi un río pequeño.

Unos momentos más tarde, se detuvo su descenso y se encontró colgada en la oscuridad. Si bien le pareció que estaba muy cerca del arroyo, no tenía manera de confirmar su suposición. Medianoche miró hacia arriba y vio un tenue cuadrado de luz. Había unas formas que se movían a su alrededor, pero no alcanzó a distinguir ningún detalle.

Mientras tanto, en el sótano, el primer zombi ignoró a Kelemvor y recogió las alforjas que contenían la Tabla del Destino. El guerrero acabó de bajar a Medianoche, después empuñó la espada y de un golpe cortó el brazo del zombi. La tabla cayó al suelo, pero antes de que él pudiese recogerla, llegaron otros dos zombis y los tres reanudaron el ataque.

Kelemvor descargó golpes a diestro y siniestro, pero no le sirvió de mucho. Alcanzó al mismo muerto viviente al que le había amputado el brazo, y le abrió el vientre. Los otros dos, sin preocuparse por su seguridad, se le echaron encima.

El guerrero dio un paso atrás, pero atento a no perder de vista la tabla, pisó en falso y cayó por el agujero. En el último momento, se sujetó de la cuerda y volvió a golpear con su espada. La cabeza de uno de los zombis rodó por el suelo. Otro de los muertos vivientes se lanzó sobre la mano de Kelemvor que aferraba la soga. En un acto instintivo, el héroe movió la espada, que, después de herir al zombi, siguió su trayectoria y cortó la cuerda.

Medianoche oyó el grito de Kelemvor, y, un segundo después, la cuerda no la aguantó. La muchacha cayó al arroyo, sintió que la arrastraba la corriente, y luego comenzó la lucha para mantener la cabeza fuera del agua. Todavía estaba exhausta, pero si no sacaba fuerzas para aguantar acabaría ahogada.

Dos chapoteos sonaron a la izquierda de Medianoche cuando Kelemvor y la espada cayeron al agua. La hechicera intentó nadar en aquella dirección, pero no tenía fuerzas suficientes para avanzar contra la corriente. Un segundo después, oyó la voz de Kelemvor que la llamaba:

—¿Medianoche, dónde estás?

—Aquí —gimió ella. En medio del torrente, apenas si había podido escuchar su propia voz y sabía que su amante no la había oído. Probó una vez más de nadar hacia el guerrero, pero el agua la arrastró.

Kelemvor tenía más fuerza que la maga; sin embargo, no intentó salir de la corriente. Sabía que Medianoche sería arrastrada por la corriente y no quería perderla. Haber permitido que la tabla cayera en manos de Myrkul era terrible, pero el héroe no podía imaginar una vida sin Medianoche.

El guerrero nadó corriente abajo con todas sus fuerzas. Cada tanto se detenía y cruzaba el torrente, con la esperanza de encontrar a Medianoche. Era un buen plan, pero Kelemvor había subestimado el poder de sus brazadas. En cuestión de minutos había avanzado tanto que no tenía ninguna posibilidad de reunirse con ella.

Continuó la búsqueda durante otros quince minutos antes de tener que pensar en su propia salvación por efectos del cansancio. En el cuarto de hora siguiente, el torrente separó todavía más a los amantes, si bien iban en la misma dirección. Pasaron por sitios donde el agua los cubría por completo, y habían pensado que morirían antes de volver a la superficie, agotados y desesperados por respirar. En otros momentos, chocaron contra rocas sumergidas o las paredes de la cueva. Sin embargo, a pesar del dolor de los golpes, intentaban encontrar un punto de sujeción en las superficies pulidas que les permitiese salir de la corriente.

No tuvieron esa suerte. Kelemvor y Medianoche continuaron su viaje por la oscuridad, helados y ciegos, solo conscientes del rugir del arroyo, el peso de sus ropas empapadas y el agua fétida que tragaban en sus esfuerzos por respirar.

Después de un tiempo —Kelemvor no podía decir cuánto había estado en el agua ni la distancia recorrida— el curso se hizo más recto y disminuyó la velocidad de la corriente. El guerrero comenzó a quitarse las prendas, porque el peso aumentaba su fatiga. Pero un extraño sonido absorbente resonó en las paredes de la cueva, y el joven levantó la cabeza para escuchar. El ruido tenía su origen en el centro del canal.

Nadó a través del arroyo, pero la corriente ganó velocidad y el ruido se hizo más fuerte. Kelemvor tomó la dirección contraria al ruido, y braceó con mayor desesperación a medida que la corriente lo hacía girar. Por fin, sintió que era llevado hacia atrás. Se armó de valor, agachó la cabeza y nadó con toda la fuerza que le quedaba. Después de unos segundos de angustia, consiguió librarse de la atracción, y prosiguió su viaje corriente abajo.

El guerrero comprendió que el cambio en la dirección del agua lo producía un remolino. Debía de ser pequeño, o jamás podría haberse liberado de él. Sin embargo, lo había dejado exhausto. En aquel momento, recordó a la hechicera.

—¡Medianoche! —gritó—. ¡Hay un remolino! ¡Nada hacia la derecha! —Repitió la advertencia una y otra vez hasta que por fin ya no pudo oír el ruido absorbente del remolino.

Incluso si hubiese estado lo bastante cerca para oír el aviso, Medianoche no hubiese podido hacer nada para evitar el peligro. Su cansancio era tal que no podía nadar ni quitarse las ropas mojadas. Apenas si podía mover los miembros entumecidos por el frío, los pulmones le ardían con cada bocanada, y su mente no coordinaba por efectos de la fatiga.

Cuando el cauce del arroyo enderezó su curso, Medianoche se dejó llevar hacia el centro del canal, feliz de verse libre por unos momentos de la turbulencia del agua. A medida que el ruido absorbente se hacía más fuerte, mantuvo la cabeza fuera del agua y respiró diez veces seguidas sin ninguna dificultad. Luego, cuando la corriente ganó velocidad, la maga movió las piernas y sintió que comenzaba a hundirse en espiral.

Se había metido en el remolino sin saberlo, y ahora casi no le importaba. Medianoche contuvo la respiración y se relajó mientras la arrastraban las aguas.