13. Oscuro despertar

Medianoche se despertó de un sueño muy profundo, con el cuerpo dolorido y rígido. En sus sueños se encontraba en una cama seca de una posada caliente, y se sintió confusa y desorientada cuando abrió los ojos y descubrió otra cosa. La oscuridad era tan profunda que no podía ver más allá de su nariz, y estaba tendida boca abajo sobre la arena fría con medio cuerpo metido en el agua. A sus espaldas, una catarata descargaba su torrente en la superficie de un pequeño estanque.

La cascada le recordó a Medianoche su viaje por la corriente subterránea y la horrible caída por el remolino. La hechicera había acabado en el estanque. Después, había flotado sin rumbo hasta llegar a la orilla donde ahora se encontraba.

Medianoche no lo sabía, pero esto había ocurrido diez horas antes. Agotada por la lucha en el río y el hechizo fracasado, se había quedado dormida tan pronto como había desaparecido el peligro. Ahora se sentía rejuvenecida física y mentalmente, pero emocionalmente estaba deshecha. Adon había muerto, y esto ensombrecía la alegría y la sorpresa por su propia salvación.

La joven deseaba culpar a cualquier otro por la muerte del clérigo, y no resultaba difícil hacer recaer la responsabilidad en Kelemvor. Si el guerrero no hubiese insistido en socorrer a la caravana, los zombis jamás habrían dado alcance al grupo y Cyric no los habría pillado desprevenidos.

Pero este razonamiento no se aguantaba, y Medianoche lo sabía. Había demasiadas coincidencias y contingencias. La rápida recuperación de Cyric resultaba inimaginable, y la maga no conseguía entender cómo había sido posible. Pero a la vista de que se había salvado, era lógico pensar que el ladrón les daría alcance y los atacaría. Medianoche había estado tan ciega como Kelemvor a esta posibilidad, y no era justo culpar al guerrero por no haber previsto algo que ella tampoco había sabido hacer.

Si alguien tenía que ser responsable de la muerte de Adon, entonces la culpa recaía en ella. No tendría que haberse dejado convencer por sus amigos para no matar a Cyric cuando había tenido la oportunidad. Solo la hechicera había sido testigo de la brutalidad del ladrón, y tendría que haber previsto que su fuerza de voluntad y su despiadada ambición le darían las fuerzas para perseguirlos.

No volvería a cometer la misma equivocación. No podía hacer nada para devolverle la vida al clérigo, pero si conseguía escapar de la caverna y volvía a encontrar a Cyric, se encargaría de vengar la muerte de Adon.

Al pensar en la huida, los pensamientos de Medianoche se volvieron hacia Kelemvor, al que también suponía en el interior de la cueva. El guerrero había caído al arroyo detrás de ella, y, desde entonces, no había sabido nada más de él. No obstante, resultaba lógico considerar que el remolino lo habría arrastrado hasta este lugar. Quizá se encontraba unos metros más allá, convencido de estar solo en la oscuridad.

—¡Kelemvor! —gritó Medianoche, poniéndose de pie. Su voz resonó en las paredes invisibles de la cueva, apenas audibles sobre el rugido de la catarata—. ¿Kelemvor, dónde estás? —Una vez más, el eco fue la única respuesta.

De pronto, un pensamiento horrible apareció en su mente. Ella había conseguido salvarse, pero esto no garantizaba que el guerrero estuviese con vida. Kelemvor llevaba las alforjas con la tabla, y quizá se había ahogado en su intento por no perderla. Con mayor desesperación, volvió a gritar:

—¡Kelemvor —gritó con más desesperación—, respóndeme!

Él no respondió. Medianoche imaginó el cuerpo ahogado del guerrero flotando debajo de la cascada, y sacó su daga. Invocó el hechizo para tener luz mágica, y el puñal comenzó a resplandecer con una luz blanca muy intensa. Pero al cabo de un instante, el acero alcanzó una temperatura altísima y la maga lo dejó caer cuando le quemó los dedos. Enfadada por el fracaso de su magia, se arrodilló y metió la mano en el agua fría del lago.

Sin embargo, la luz de la daga le permitió ver que se encontraba en la orilla de un estanque oscuro. Unos seis metros más allá, por un agujero del techo entraba el agua de la cascada que creaba una capa de espuma en la superficie del lago. El techo estaba a unos cinco metros de altura y tenía una forma abovedada como el de una catedral. Centenares de estalactitas colgaban del mismo, con sus puntas resplandecientes de humedad. Gotas de minerales, con su superficie áspera y rugosa como la piel de dragón, brotaban de las paredes. Por todas partes, se veían las bocas de túneles que se perdían en las profundidades. Medianoche gritó:

—¡Kel!

Su voz resonó en las paredes, para luego esfumarse en el fragor de la catarata. Estaba sola, perdida bajo tierra. Adon había muerto y Kelemvor desaparecido; tal vez, muerto. Como si quisiera remarcar su angustia, la luz blanca de la daga desapareció para dar paso a un tenue resplandor rojizo. La maga miró el puñal y vio que se había convertido en una pequeña masa de metal fundido; se enfriaba poco a poco y no tardaría en desaparecer el último vestigio de luz.

La hechicera analizó su situación. Comprendió que, incluso si le resultaba imposible encontrar la manera de salir a pie de la caverna, no estaba atrapada. En último extremo, siempre podía apelar a la magia para escapar. No podía confiar mucho en los resultados y entrañaba riesgos, pero si no tenía más alternativas no vacilaría en intentarlo.

Una vez resuelta esta primera preocupación, le resultó más fácil pensar con tranquilidad. En segundo lugar, consideró el hecho de estar sola. Sin duda, Adon había muerto. Si la flecha de Cyric no le había matado en el acto, la caída al torrente subterráneo habría acabado con él. Pero la única prueba de que Kelemvor se había ahogado eran sus conjeturas, inspiradas más por la soledad y el miedo que no por los hechos. Después de todo, el guerrero era más fuerte que Medianoche, y ella se había salvado. Incluso con el peso de las alforjas, sus posibilidades de supervivencia eran mayores que las suyas. Resultaba más lógico pensar que él había salido del agua en algún otro lugar de la caverna.

Por último, Medianoche fue consciente de que si bien no sabía dónde estaba, tenía que ser algún punto debajo del castillo de Lanza de Dragón. De acuerdo con las palabras de Bhaal, la entrada al reino de la Muerte también se encontraba debajo de las ruinas del castillo.

La hechicera decidió que lo más sensato era explorar la caverna. Con un poco de suerte, podría encontrar a Kelemvor o dar con el reino de la Muerte. Por desgracia, necesitaba luz. Pensó en emplear el metal fundido de la daga para encender una antorcha, pero no tenía nada para utilizar como combustible.

Una vez más, debía apelar al uso de la magia. Desprendió de su cinturón la funda de la daga y recitó el encantamiento para crear luz. Esta vez, se produjo un fuerte destello. El súbito relámpago cegó a la hechicera, que permaneció aturdida y mareada mientras se encendían y apagaban puntos blancos en su campo de visión.

En cuanto su vista recuperó la normalidad, descubrió que permanecía rodeada de la más total oscuridad. Su magia había vuelto a fallar. Se resignó a la falta de luz, y comenzó a recorrer la orilla del lago. Avanzó con muchas precauciones; tanteaba el terreno con el pie antes de cada paso y movía las manos delante de ella para localizar cualquier obstáculo invisible.

Medianoche, que cada pocos segundos se detenía para llamar a Kelemvor, no tardó en descubrir que el eco de su voz le daba indicios acerca del tamaño y la forma de la caverna. Cuanto más tardaba en escuchar el eco, más lejos estaba de las paredes. Si caminaba en círculo y no dejaba de gritar, podía hacerse una idea de cómo era la forma de la cueva.

Con esta intención, no tardó en dar la vuelta al lago. Al parecer, tenía casi cien metros de diámetro, si bien era difícil estar segura dadas las muchas vueltas y revueltas de la orilla. La única entrada de agua audible era la catarata, y la única salida la daba un pequeño arroyuelo en el lado opuesto.

A la vista de que no había encontrado otras salidas, la hechicera caminó sin prisa a lo largo del arroyo. Una y otra vez gritaba el nombre de Kelemvor, y encaminaba sus pasos en la dirección donde el eco tardaba más en volver. No resultaba fácil precisar el tiempo y la distancia, pero Medianoche comprendió que la cueva era inmensa.

La hechicera siguió el curso sinuoso del arroyo durante un tiempo que calculó en unas dos horas. De vez en cuando, el pasillo se ensanchaba hasta convertirse en amplios salones. A juzgar por los ecos, estimó que docenas de habitaciones y pasadizos laterales desembocaban en cada uno de estos salones. Si bien Medianoche se detuvo para gritar delante de las aberturas, tuvo mucho cuidado en no apartarse de la vía de agua. Era el único rumbo seguro a su disposición. Sospechaba que si Kelemvor había caído por el remolino, la mejor manera de encontrarlo sería a lo largo del arroyo.

Por fin, el riachuelo entró en otra cueva donde había otro estanque. Medianoche exploró cuidadosamente las orillas del lago, pero no pudo encontrar el lugar donde desaguaba. En uno de los lados, un burbujeo suave sugería que el agua salía por un pasaje subterráneo. La hechicera se sentó, frustrada.

Durante un rato muy largo, Medianoche intentó pensar en el destino de Kelemvor y en su actual paradero. Después de mucho analizar, llegó a la conclusión de que en última instancia, el guerrero marcharía a Aguas Profundas. En el caso de estar con vida, que era lo único que la maga se permitió dar por cierto, la joven sabía dos cosas que acabarían por forzarlo a tal decisión. La primera, que la tabla debía ser llevada a Aguas Profundas. La segunda, que el destino final de Medianoche también era la Ciudad de los Prodigios. Si existía alguna posibilidad remota de que se volviesen a encontrar, el sitio sería aquel.

Mientras la hechicera pensaba en la situación de Kelemvor, una silueta blanca flotó al interior de la caverna desde uno de los pasajes laterales. Tenía la forma de un humano, pero al parecer estaba hecha de luz. Su resplandor era tan intenso que alcanzaba a iluminar todo lo que había en un radio de seis metros a su alrededor.

—¿Quién eres? —preguntó Medianoche. Tenía miedo de la aparición pero también una gran curiosidad.

La figura se volvió y se acercó hasta unos tres metros de la joven; luego se detuvo y la miró sin pronunciar palabra. Tenía las facciones de un hombre robusto: barba espesa, mandíbula cuadrada y ojos de mirada firme, todo hecho de luz. El cuerpo, también de luz blanca, mostraba la musculatura de alguien habituado a las tareas pesadas, quizás un herrero.

Después de estudiarla por un instante, la silueta le dio la espalda y se movió en dirección a un corredor opuesto al que había utilizado en su entrada.

—¡Espera! —gritó Medianoche, mientras se ponía de pie—. Ayúdame. Estoy perdida.

El espectro no le prestó atención. La hechicera corrió tras él, en un intento de mantenerse dentro de la zona iluminada. Casi de inmediato, se acabó el suelo de arena y después de unos cuantos metros de cascajos, el terreno apareció cubierto de piedras grandes. A pesar de lo difícil que resultaba avanzar, Medianoche siguió a la figura blanca que era su única fuente de luz.

No tardó mucho tiempo en descubrir que la aparición iba siempre en la misma dirección. En diversas ocasiones, el túnel desembocaba en grandes salones y la maga tuvo miedo de perder de vista a la silueta, porque había peñascos, grandes desniveles y pendientes. Una vez estuvo a punto de caer en un pozo, y en otra tuvo que salvar una grieta muy profunda. Sin embargo, gracias a su carrera desesperada consiguió mantenerla a la vista.

Luego de cinco horas de marcha agotadora, la silueta flotó a una gran zona oscura. El techo estaba a unos cinco metros de altura, pero Medianoche no alcanzó a ver el extremo más alejado de la cueva. Mientras corría detrás del espectro, los ecos de las piedras que desprendía con sus pies parecían sonar muy lejanos. La maga gritó el nombre de Kelemvor; el sonido de su voz se perdió en la oscuridad, y le pareció que esta caverna debía de ser inmensa.

Medianoche continuó la persecución. Cinco minutos más tarde, llegaron a una pared de granito suave. Un picapedrero experto había encajado los bloques con tanta precisión que no había ni un solo intersticio, y las superficies estaban pulidas hasta dejarlas lisas como el mármol. El muro iba desde el suelo hasta el techo. Entusiasmada, la hechicera siguió a la silueta, con una mano apoyada en la fría superficie de la pared.

Por fin, llegaron a una calle adoquinada que atravesaba el muro. A diferencia de la pared, el camino mostraba señales de su antigüedad. Algunos adoquines estaban partidos o hundidos en el suelo, mientras que se veían otros sueltos y desparramados.

La calle cruzaba la pared a través de un túnel abovedado. Unos grandes y pesados rastrillos de bronce cerraban cada extremo de la bóveda. A cada lado del arco principal, había pequeñas arcadas con la altura aproximada de un hombre. Estos túneles estaban cerrados con puertas de bronce.

La puerta del túnel más cercano colgaba de las bisagras, y la silueta penetró en el pasadizo sin vacilar. Medianoche se escurrió detrás de ella por la abertura. Una vez más, la albañilería era impecable. Cada piedra estaba cortada con precisión y puesta en su sitio sin fisuras con la siguiente, y las dovelas no se habían deslizado ni un milímetro a lo largo de millares de años.

Al otro extremo del túnel, llegaron a otra puerta entreabierta, también revestida en bronce. El espectro pasó al otro lado y desapareció. La hechicera empujó la placa de bronce para abrirse paso. Los goznes chirriaron por la falta de aceite.

La calle continuaba al otro lado en línea recta, pero ahora tenía bordillos y aceras. A cada lado se levantaban edificios cuadrados de dos plantas. Estaban construidos con bloques de granito, con un estilo sencillo y práctico. En la planta baja, una puerta rectangular conducía al interior de la vivienda, y en el primer piso aparecían una o dos ventanas con vista a la calle. Era evidente que los habían edificado albañiles expertos, pero Medianoche alcanzó a ver algunos pequeños signos de deterioro: piedras sueltas o grietas entre los bloques.

Pero no fueron los edificios lo que captó el interés de Medianoche. Los espectros blancos de un millar de hombres y mujeres flotaban por todas partes, y sus formas resplandecientes iluminaban la ciudad con una luz pálida y titilante. El rumor espeluznante de sus conversaciones resonaba por todas las calles.

Al ver a tantos fantasmas en un mismo lugar, a Medianoche se le ocurrió que ese debía de ser el lugar de reunión para las ánimas como la que había seguido hasta la ciudad. Un momento más tarde, llegó a la conclusión de que las formas resplandecientes eran los espíritus de los muertos. Cuando vio que los espectros no le prestaban ninguna atención, la hechicera comenzó a caminar calle abajo. Tenía miedo, pero no estaba dispuesta a que el temor le impidiera realizar sus propósitos. Si esta ciudad era el reino de la Muerte, entonces la otra Tabla del Destino debía de estar oculta en algún lugar cercano. Su misión consistía en recuperarla y marcharse de allí a toda prisa. Luego buscaría a Kelemvor.

No había recorrido la mitad de la primera manzana cuando un espectro se acercó a ella. Tenía la forma de un hombre mayor, con arrugas en la frente y unas esferas de luz en el lugar de los ojos.

—¿Jessica? —preguntó el hombre, mientras tendía una mano para sujetar el brazo de Medianoche—. ¿Eres tú? No quería marcharme hasta que estuviésemos juntos.

—No. Usted busca a otra persona —respondió la hechicera, dando un paso atrás para evitar el contacto.

—¿Estás segura? —dijo el espectro, desilusionado—. No puedo esperar mucho más.

—No soy Jessica —afirmó Medianoche, tajante. Luego, con un tono más amable, añadió—: No se preocupe. Estoy segura de que ella vendrá cuando llegue su hora. Puede esperarla.

—¡No, no puedo! —exclamó el espíritu—. No tengo tiempo. ¡Ya lo verá! —Tras estas palabras, la figura dio media vuelta y se alejó.

Después de la marcha del espectro, Medianoche continuó su camino. En varias ocasiones, las formas se acercaban a ella para preguntarle si era uno de sus seres queridos o un amigo, si bien ninguna parecía tan confusa como el anciano. La hechicera se deshizo de ellas con una negativa cortés, sin dejar de caminar.

A lo largo de las dos primeras manzanas, no vio más que tiendas vacías en la planta baja, con las viviendas en el primer piso. Medianoche asomó la cabeza en cuatro de estas casas. En todas, se encontró ante un pequeño grupo de espectros. Dos de estos grupos la invitaron a entrar, un tercero no le hizo caso, y los integrantes del cuarto le pidieron con mucha rudeza que los dejara en paz.

Cuanto más se adentraba en la ciudad, no podía menos que sentirse impresionada por la planificación y la concepción de su arquitectura. Las calles se cruzaban en ángulo recto, y las manzanas eran casi iguales en tamaño. Pero los edificios no eran feos o carentes de interés, sino que habían sido diseñados con un concepto espartano. Tenían una forma de cubo y fachadas simétricas que los hacían tan funcionales como estéticos. Las paredes exteriores estaban decoradas con unas sencillas líneas talladas que replicaban el diseño rectangular de las estructuras. Las puertas siempre aparecían en el centro de la casa, con un número igual de ventanas a cada lado. La sencillez de la arquitectura produjo en Medianoche una sensación de paz y tranquilidad.

La tercera manzana de la ciudad la ocupaba una sola construcción que se elevaba hasta el techo de la caverna. Esta casa carecía de puertas y ventanas, y la única abertura era un gran arco en mitad de la manzana. Medianoche cruzó la arcada y entró en el edificio.

Cuando salió al otro lado se encontró en un enorme patio abierto. En tres de los lados había paseos de tres pisos que permitían el acceso a amplias habitaciones que también tenían arcadas en lugar de puertas. Un edificio de grandes dimensiones, construido sobre pilares del más fino mármol blanco, dominaba el final del patio a la izquierda de Medianoche. El altar a la entrada indicaba que se trataba de un templo.

En el lado opuesto a esta construcción, docenas de espectros descansaban en el borde de una fuente de mármol. En el centro de la fuente, se elevaba un magnífico chorro de agua que se convertía en niebla en el punto más alto. Una extraña sensación de armonía parecía emanar del surtidor, y Medianoche se sintió atraída hacia sus aguas.

Los espectros cercanos a la fuente no le prestaron la menor atención, así que la joven se acercó y espió en el estanque. El agua estaba tan inmóvil como el hielo y era negra como el corazón del dios de los Asesinos, pero también tenía la transparencia del cristal. A la hechicera le pareció que miraba a otro mundo, donde la paz y la tranquilidad reinaban soberanas.

Debajo del agua había una gran planicie de luz ondulante. Se extendía en todas las direcciones hasta donde alcanzaba a ver y la maga tuvo la sensación de que podía ver el confín de los Reinos. La llanura no tenía ninguna característica particular, excepto que millones de figuras diminutas se movían por ella.

Al mirar la magnífica llanura, un sentimiento de serenidad y destino suplantó el dolor de la hechicera por la muerte de Adon y su ansiedad acerca de la ausencia de Kelemvor. Sintió que no pasaría mucho tiempo antes de que ella y sus amigos volvieran a reunirse. Medianoche no conseguía entender por qué pensaba de esta manera, pero sospechaba que tenía alguna relación con la vasta planicie de allá abajo. Una voz áspera y profunda interrumpió la abstracción de la hechicera.

—Lamento verla aquí.

Medianoche apartó la mirada de la fuente y vio al espectro que le había dirigido la palabra. La forma le era familiar, y no pudo evitar la sorpresa. La voz pertenecía a Kae Deverell, pero para ella, la figura sería siempre la de Bhaal.

—No lo lamente —respondió Medianoche.

—¿Y sus amigos?, no recuerdo sus nombres, ¿cómo están? —preguntó Deverell, mientras se sentaba en el borde de la fuente.

—No sé nada de Kelemvor —contestó la hechicera—, pero Adon está por algún sitio de este lugar.

—¿Y el halfling? ¿Qué ha sido de Hurón?

—Murió en el paso de la Serpiente Amarilla —dijo Medianoche. No entró en detalles. Recordar la traición de Cyric le resultaba muy doloroso.

—Tenía la esperanza de escuchar mejores noticias —comentó Deverell.

Un espectro atravesó de un salto la figura del lord comandante y se zambulló en la fuente, para luego descender hacia la llanura con movimientos suaves y lentos. Deverell metió una mano en el agua y contempló el descenso del espíritu con una mezcla de envidia y temor.

—El olvido, cómo nos atrae —murmuró el hombre.

Cerró los ojos como si estuviese bebiendo un largo trago de cerveza de su jarra en Cuerno Alto. Si bien su mano no perturbaba la superficie del agua, el líquido negro le hacía olvidar el dolor y la angustia de estar muerto, al tiempo que borraba la memoria de su vida. Por fin, retiró la mano. El momento en que el cormyta saltaría a la fuente no tardaría en llegar.

Tan pronto como morían, las almas de los muertos eran atraídas por la magia de Myrkul a uno de los miles de lugares iguales a este, la Fuente de Nepente, un estanque o un pozo lleno con las negras Aguas del Olvido. En otros tiempos, la atracción de Myrkul era tan poderosa que un espectro se lanzaba casi de inmediato a las aguas oscuras, para ir a parar a la planicie del otro lado.

Sin embargo, al estar el señor de los Muertos separado de su morada, su magia se había debilitado considerablemente. Muchos espectros conservaban la fortaleza necesaria para resistir a su atracción, si bien solo por algún tiempo. A través de todos los Reinos, los espíritus se reunían alrededor de estanques, pozos y fuentes olvidadas, mientras intentaban oponerse inútilmente a la llamada de la muerte final. Deverell apartó sus pensamientos de la fuente y se fijó una vez más en Medianoche.

—Quisiera saber ¿quién tiene ahora las tablas? ¿Qué pasará con Cormyr y los Reinos?

—Kelemvor tiene una de las tablas —contestó la hechicera, sin saber que mentía—. La otra está aquí, en alguna parte.

—¿Aquí? —exclamó Deverell, perplejo—. ¿Por qué iba a estar aquí?

—Se encuentra en el castillo de los Huesos —explicó Medianoche—. Myrkul fue quien la trajo.

—Entonces los Reinos están condenados —afirmó el lord comandante.

—A no ser que yo pueda llegar al castillo y recuperar la tabla —dijo la hechicera. Metió un dedo en el agua de la fuente. A diferencia de Deverell, su dedo produjo ondas. El contacto con el agua la refrescó y le dio alivio.

—¡Alto! —chilló Deverell, sujetándola del brazo. Sus dedos se cerraron alrededor del hueso, al tiempo que dejaban fría y entumecida la carne—. ¡Usted está viva!

—Sí —respondió Medianoche, de mala gana, sin saber cómo interpretar la reacción del hombre.

—¡Saque la mano del agua! —La hechicera obedeció; tal vez había ofendido al espectro al tocar la fuente. Más tranquilo, Deverell añadió—: Usted está viva, y esto significa que todavía hay esperanzas, pero no si permite que las aguas borren su memoria. Ahora bien, ¿qué significa toda esa historia del castillo de los Huesos?

—Es allí donde está la otra tabla —contestó la joven—. Tengo que penetrar en él y recuperarla. ¿Puede llevarme hasta allí?

—No —dijo Deverell, mientras su forma se volvía aún más blanca. Miró en otra dirección—. No estoy listo para la Fuente de Nepente. Incluso si lo estuviese, no he estado jamás en el reino de la Muerte.

—¿No es aquí? —exclamó Medianoche.

—Desde luego que no —replicó el lord comandante—. Según los demás, estamos en Kanaglym.

—¿Kanaglym?

—Una ciudad construida por los enanos cuando el Páramo Elevado era un lugar fértil y cálido.

—Pero ahora no hay enanos por aquí —comentó Medianoche, mientras miraba alrededor de la fuente. Le era imposible imaginar una época en que el Páramo Elevado hubiese sido fértil, y mucho menos cálido.

—No —asintió Deverell—. Jamás llegaron a habitarla, al menos no por mucho tiempo. El pozo de la ciudad se secó cuando solo había pasado un año del final de las obras. Los enanos cavaron un pozo más profundo en el mismo lugar del anterior. Por fin, encontraron un suministro de agua ilimitado: las Aguas del Olvido. En menos de un mes, comprendieron su error y rebautizaron su magnífico pozo con el nombre de Fuente de Nepente. Un mes más tarde, la mayoría abandonó Kanaglym para siempre. Aquellos que se negaron a marchar olvidaron donde vivían y se perdieron en las tinieblas.

—Así que este no es el reino de Myrkul —exclamó la hechicera, desilusionada—. Bhaal dijo que había una entrada al reino de la Muerte debajo del castillo de Lanza de Dragón. Pensaba que la había encontrado.

—Y lo ha hecho —afirmó Deverell. Inclinó la cabeza en dirección a la fuente.

—¿Debajo del agua?

—Sí. Los enanos cavaron tan hondo que fueron a dar con el reino de Myrkul —explicó el lord comandante.

—Entonces, no debe de ser difícil llegar hasta allí —dijo Medianoche, con la mirada puesta en el estanque oscuro—. Con contener un poco la respiración…

—No —la interrumpió Deverell—. No podrá entrar a través del agua. Borrará todos sus recuerdos y emociones.

—Tengo otros medios para pasar —afirmó la hechicera, más tranquila. En un primer instante había pensado en la teletransportación, pero ahora una idea mejor había aparecido en su mente. Era algo llamado caminomundo, que creaba una conexión ultradimensional entre Planos.

Medianoche jamás había oído mencionar este encantamiento, pero tenía muy claro el porqué podía utilizarlo. Luego, sin pensar en el asunto de una manera consciente, comprendió que no solo sabía cómo realizar el hechizo, sino también cuál era su diseño, la teoría que lo hacía funcionar y que Elminster era quien había desarrollado el hechizo original.

La hechicera estaba asombrada. No había ningún motivo para que supiera todo eso. De pronto, la información había aparecido en su mente. Decidió averiguar qué más podía hacer. Medianoche buscó en su memoria todos los hechizos de Elminster. En un instante, su cabeza se llenó de encantamientos para, construcción de, y teorías detrás de cada uno de ellos. Al parecer, la lista era interminable. Atónita ante tantos conocimientos, apartó su atención de la magia del viejo hechicero. Al recordar un encantamiento que una vez había presenciado, en el que un mago interponía una mano mágica entre él y un atacante, Medianoche exploró su mente para saber algo más acerca del mismo. Una vez más, descubrió al momento que lo sabía todo; desde cómo realizarlo hasta que el inventor había sido un mago llamado Bigby, desaparecido hacía ya varios siglos.

La joven comprendió que sin saber cómo, había adquirido un conocimiento enciclopédico de la magia. Era como tener acceso a un libro místico con todos los hechizos del mundo. No había duda de que esta nueva capacidad tenía una relación directa con el poder de Mystra, pero Medianoche no conseguía entender el motivo por el cual disponía de ella en este preciso momento. Quizás era porque estaba muy próxima a una salida de los Reinos. También podía ser un nuevo paso en su cada vez mayor relación con el tejido mágico del planeta. En cualquier caso, no podía menos que sentirse animada. Necesitaba de todas las ventajas posibles si tenía que sacar la Tabla del Destino del castillo de los Huesos.

Al pensar en esta tarea, Medianoche volvió a centrar su atención en Deverell y en su afán por ayudarla. Miró al lord comandante, y le preguntó:

—¿Por qué le preocupa tanto el destino de los Reinos, si usted ya está muerto?

—El honor de un hombre no muere con su cuerpo —respondió Deverell—. En mi condición de arpista, juré defender el bien y luchar contra el mal en cualquier lugar. Aquel juramento todavía me liga hasta… —Señaló la fuente.

—Espero que todavía falte mucho tiempo —dijo Medianoche.

Deverell no contestó al comentario, porque sabía que casi no le quedaba fuerza de voluntad para resistir a la atracción de la fuente.

—Tiene aspecto de cansada. Quizá debería descansar un poco antes de partir —dijo—. Yo vigilaré su sueño.

—Creo que seguiré su consejo —respondió la hechicera. Ya no recordaba la última vez que había podido dormir, pero sospechaba que no tendría oportunidad para hacerlo en el reino de la Muerte.

Caminaron hasta una de las esquinas del patio y Medianoche se acostó en el suelo. Le costó mucho dormirse, y su descanso se vio poblado de pesadillas y malos augurios. Sin embargo, durmió todo lo que pudo y cuando despertó, su cuerpo —si bien no su mente— estaba preparado para afrontar el viaje.

En el momento de ponerse de pie y desperezarse, Medianoche advirtió que una multitud de varios miles de espectros se había congregado en el patio.

—Lo lamento —dijo Deverell—. Después de quedarse usted dormida, corrió la voz de que había una mujer viva entre nosotros. Han venido a mirarla, pero sin ninguna mala intención.

—No tiene importancia —contestó la hechicera. Sintió pena al ver los rostros envidiosos de los espectros—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—No lo sé —se disculpó Deverell—. He perdido la noción del tiempo.

Medianoche echó a andar hacia la fuente, pero entonces tuvo una idea y se volvió hacia el lord comandante.

—Si alguien muere en el castillo de Lanza de Dragón, ¿su alma vendría a Kanaglym? —preguntó.

—Desde luego —afirmó Deverell—. La Fuente de Nepente es el acceso más cercano al reino de la Muerte desde las ruinas.

En cuanto escuchó la respuesta del lord comandante, que confirmaba su idea, Medianoche miró a la muchedumbre y gritó bien alto:

—Kelemvor, ¿estás aquí? —Los espectros se movieron inquietos e intercambiaron miradas, pero ninguno se adelantó. La hechicera soltó un suspiro de alivio. Una vez más, se dirigió a los reunidos y ahora sí esperaba una respuesta—. ¿Adon, dónde estás? Acércate para que podamos hablar. —La muchacha no sabía muy bien cuál sería su reacción al hablar con un amigo muerto, pero tenía que intentarlo—. ¡Adon, soy yo, Medianoche!

El clérigo no apareció, y cinco minutos más tarde, Deverell comentó:

—Quizás está asustado, o no ha podido resistir mucho tiempo la atracción de la fuente.

—No creo que este sea el caso de Adon —afirmó Medianoche—. No es de los que se rinde fácilmente.

—Bueno, no parece estar dispuesto a presentarse —comentó Deverell, sin dejar de mirar a la muchedumbre—. Creo que no ganará nada con seguir esperando.

—Tal vez sea lo mejor —reconoció la hechicera, desanimada—. Solo serviría para hacernos sufrir.

—Entonces, si está dispuesta —dijo Deverell, al tiempo que señalaba con su mano luminosa en dirección a la fuente.

La joven hizo acopio de valor.

—Más dispuesta que nunca —respondió.

El lord comandante abrió la marcha entre la multitud de espectros. Cuando llegó a la Fuente de Nepente, se detuvo y miró a Medianoche.

—Bien, hasta que las espadas se separen.

La despedida de Deverell animó a Medianoche, porque reconoció en sus palabras la señal de respeto entre los guerreros.

—Que vuestro noble corazón salve vuestra alma —contestó.

La joven echó una última mirada a los espectros, en busca del rostro de Adon o alguna señal de que él había venido. Pero no vio ningún cambio entre los miles de caras impasibles y desconocidas.

Medianoche se volvió hacia la fuente, mientras intentaba imaginar lo que podía encontrar en la llanura blanca. Por fin, y con la esperanza de que la magia funcionaría esta vez sin problemas, invocó el hechizo del caminomundo de Elminster, y lo ejecutó. Un resplandeciente disco de energía apareció sobre la fuente. La maga inspiró con fuerza y penetró en su interior.

Cyric se detuvo ante una pequeña posada, con las riendas de su caballo en la mano. El mesón estaba en la desolada llanura entre el castillo de Lanza de Dragón y Daggersford. Un único edificio construido a la sombra de seis arces servía de taberna y alojamiento. A unos cuarenta metros a la izquierda se encontraba el establo, con el corral junto a un riachuelo que lo abastecía de agua fresca.

Pero el lecho del arroyo aparecía ahora sembrado de animales muertos, y el establo quemado hasta los cimientos. Delante de la entrada, tirado en la nieve, se veía el cartel de El Grifón Asado, medio roto y casi ilegible. Las persianas habían sido arrancadas de cuajo, y un humo grasiento salía por los huecos de las ventanas.

¿Hay algo para mí?, preguntó la espada del ladrón. Las palabras se formaron en su mente como si fuesen sus propios pensamientos.

—Lo dudo —respondió Cyric—, pero echaré una ojeada. —Él y la espada, pensaba en ella como una mujer, habían caído en la costumbre de tratarse como compañeros, y hasta incluso como amigos, si es que esto era posible.

Por favor, cualquier cosa. Me debilito cada vez más.

—Lo intentaré —dijo el ladrón, con sinceridad—. Yo también tengo hambre.

Ninguno de los dos había comido desde que habían robado el caballo a los seis infelices guerreros que habían «rescatado» a Cyric. El ladrón sospechaba que la espada se encontraba en peor estado que él. Durante la primera parte de su ayuno, el arma había utilizado sus poderes oscuros para alimentarlo. Sin embargo, después de los episodios en el castillo de Lanza de Dragón, la espada se había quedado sin fuerzas para darle sustento.

Eso había sido dos días atrás. Ahora, el hambre le provocaba retortijones, mareos, y apenas podía mantenerse en pie. Tanto él como el arma mágica necesitaban conseguir comida con toda urgencia.

No habían tenido ninguna ocasión para alimentarse. Después del intento fallido de Medianoche por acabar con su vida, Cyric había entrado en la torre, con la intención de perseguir a la hechicera y a Kelemvor. Pero en el momento de comenzar a bajar las escaleras, habían aparecido los zombis con la tabla. El ladrón dio por sentado que los muertos vivientes habían matado a los dos compañeros, y fue tras ellos dispuesto a apoderarse de las alforjas con la tabla a la primera oportunidad.

Hasta el momento, no había tenido ninguna ocasión. Los zombis se adentraron en la llanura cubierta de nieve al oeste de la carretera, donde no podían ser vistos por las caravanas, y luego se desviaron hacia el norte. Caminaban lentos pero sin pausas.

Por fin, debido a que el camino corría hacia el noroeste y los zombis mantenían el rumbo norte, habían acabado por cruzar la carretera en un punto cercano a la posada. Desde su escondrijo en la nieve, Cyric pudo ver cómo los zombis arrasaban el mesón antes de reanudar su marcha inexorable. Si bien el ladrón no tenía muy claro los motivos de la destrucción, la consideró un error. El hecho de que viajaran tan apartados del camino indicaba que tenían gran interés en mantener oculta su presencia. Sin duda, les habían ordenado matar a cualquiera que los viera. Por lo tanto, cuando se habían encontrado con la posada la destruyeron. Arrasar un establecimiento ubicado junto a una carretera muy transitada no era algo muy apropiado para no llamar la atención, pero los zombis no tenían capacidad para pensar en estos detalles.

De todas maneras, ahora que los zombis se habían perdido de vista, Cyric consideró que no había peligro en averiguar si habían dejado algo de comer. Ató el caballo a un poste y entró en la taberna. Había una docena de cadáveres dispersos entre las mesas y sillas tumbadas. Al parecer, los hombres habían intentado defenderse de los autómatas con fuego, porque había antorchas apagadas por todo el suelo. En algunos lugares, las teas habían tocado cosas inflamables, y originado pequeños incendios que todavía quemaban. Había faltado muy poco para que ardiera toda la casa.

—¿Te molestaría mucho beber sangre de los muertos? —preguntó Cyric a la espada.

¿Te molestaría a ti?, replicó ella. ¿Hay alguno apetecible?

—No estoy tan hambriento —afirmó Cyric, disgustado.

Yo sí, declaró el arma.

El ladrón desenvainó la espada, y se acercó al cadáver de una mujer gorda con un delantal a la cintura. En la mano sujetaba el mango de un cuchillo de carnicero, pero la hoja estaba partida. En su garganta se podían ver las marcas de la mano del zombi que la había estrangulado. Cyric se arrodilló junto a la mujer, dispuesto a clavarle la espada entre las costillas.

—Está muerta —dijo la voz angustiada de un hombre—. ¡Todos lo están!

Cyric se levantó de un salto y dio media vuelta. Un hombre fornido y medio calvo estaba en el umbral, con una ballesta cargada en las manos.

—No dispare —le rogó el ladrón, mientras levantaba las manos. Cyric dio por hecho que el hombre había visto lo suficiente para adivinar que sus intenciones no eran honorables. Ahora, solo buscaba un pretexto para ganar tiempo y dominar la situación—. Esto no es lo que usted piensa.

—¿Qué le pasa? —El hombre frunció el entrecejo—. ¿Por qué tiene tanto miedo? —Era evidente que no lo consideraba peligroso. Sufría los efectos de una gran conmoción y no se daba cuenta de la impresión que causaba en Cyric el arma que tenía en las manos.

Más tranquilo, Cyric señaló la ballesta y dijo:

—Pensé que me había confundido con un…

—¿Con un zombi? —El hombre soltó un bufido, miró su ballesta, y se ruborizó—. No, no estoy tan loco. —Pasó al otro lado del mostrador y dejó la ballesta—. ¿Le apetece beber algo? Invita la casa. Como puede ver, he cerrado el negocio.

—Con mucho gusto —respondió Cyric. Envainó la espada y se acercó a la barra.

El posadero llenó una jarra de cerveza para el ladrón, la dejó sobre el mostrador y se sirvió otra para él.

—Me llamo Farl —se presentó, tendiéndole una mano.

—Encantado de conocerlo. Yo soy Cyric —dijo el ladrón, con su tono más amable, mientras le estrechaba la mano—. ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a este…?

—Ataque zombi —lo interrumpió el gordo, preocupado—. Estaba en el sótano cuando ocurrió. Supongo que ha sido cuestión de suerte.

—Sí —afirmó Cyric, sin apartar la mirada del hombre—. No hay duda de que ha tenido suerte.

—Bueno, Cyric, brindemos por la suerte —propuso Farl, y levantó su jarra.

Después de ver cómo el hombre bebía su cerveza de un solo trago, el ladrón acercó la jarra a sus labios. Por desgracia, su estómago vacío se rebeló al primer sorbo del fuerte brebaje. Dejó la jarra y se sujetó del mostrador para no caer al suelo.

—¿Se encuentra mal? —preguntó Farl, distraído. A pesar de la conmoción y el aturdimiento que le impedían sentir una preocupación auténtica hacia un desconocido, era demasiado buen anfitrión como para no ver el estado de su huésped.

—No —contestó Cyric—. Es que no como desde hace una semana.

—Vaya, eso no está bien —murmuró Farl, mientras se servía otra jarra. La vació de una vez y luego se cubrió la boca con una mano al eructar. De pronto, comprendió que tal vez a Cyric le apetecería comer algo, y movió la cabeza como si se reprochase a sí mismo la negligencia—. Espere un momento. Le traeré algo de lo que queda en la cocina. —Llenó otra jarra y salió del salón.

Farl es un buen bocado, opinó la espada.

—Sí que lo es. Pero tendrás que esperar tu turno —dijo el ladrón.

¡No puedo esperar más!

—Yo decidiré cuánto puedes esperar —afirmó Cyric, tajante.

Me desvanezco.

Cyric no respondió. Se sentía como un bobo por discutir con una espada. Además, le molestaba el tono imperioso del arma. Pero también sabía que no le mentía. El color de su hoja era blanco.

Sin mí, no hubieses podido sobrevivir a las heridas de Bhaal, insistió la espada. ¿Quieres que muera de hambre?

—No te dejaré morir —dijo el ladrón, con tono paciente—. Pero yo decidiré tu comida.

—¿Con quién habla? —le preguntó Farl, mientras entraba en el salón con una bandeja cargada de viandas.

¡Farl es mío!, chilló la espada. Sus palabras quemaron la mente de Cyric como un hierro al rojo.

—Hablaba conmigo mismo —dijo el ladrón—. Es uno de los riesgos de cabalgar solo.

El posadero dejó la bandeja sobre el mostrador. Había buscado lo mejor de su cocina: pavo asado, tomates fritos, remolacha en vinagre y manzanas.

—Que lo disfrute —dijo—. Habrá que tirarlo si no se lo come.

—Entonces comeré hasta hartarme —afirmó Cyric, al ver que Farl le había traído alimento suficiente para varios días—. ¿Podría servirme otra jarra de cerveza?

—Desde luego —murmuró el hombre, con una sonrisa. Cogió una jarra y la llenó hasta el borde—. Beba todo lo que quiera.

—Puede estar seguro de ello —dijo el ladrón. Aceptó la jarra con una mano y con la otra desenvainó la espada—. Es lo que haré.

Cyric lanzó su estocada por encima de la bandeja sin perder un instante, y hundió la hoja en el pecho del hombre.

Farl intentó alcanzar la ballesta. Luego, frunció el entrecejo y se desplomó detrás del mostrador. Para que la espada permaneciese clavada en el hombre, Cyric soltó la empuñadura.

El ladrón cogió un muslo de pavo y le dio un buen bocado. Después, se asomó por encima del mostrador y miró a la espada. Con la boca llena de pavo frío, dijo:

—Buen provecho.