17. Cyric

Cyric se detuvo junto al último rellano y se escondió entre las sombras. La trampilla por encima de su cabeza comunicaba con la azotea, donde había varias personas que conversaban entre ellas. Si bien las voces eran poco claras, sospechó que dos correspondían a Kelemvor y Medianoche. El ladrón los había visto entrar en la torre detrás de Myrkul.

Con muchas precauciones, subió los peldaños y asomó la cabeza por el hueco. Vio a Elminster que recogía una de las tablas y la guardaba en las alforjas que Kelemvor y el grupo habían empleado para transportarla desde Tantras. Pero la sorpresa más grande la tuvo al ver quien estaba al costado de Medianoche.

—¡Adon! —susurró, atónito.

Creía que lo habías matado, dijo la espada. Las palabras se formaron en su mente.

—Yo también —murmuró Cyric. Frunció el entrecejo y movió la cabeza, incrédulo. Había visto con sus propios ojos la flecha clavada entre las costillas del clérigo y cómo caía al interior del pozo. Era imposible suponer que había salido con vida.

Tus viejos camaradas parecen tener una capacidad asombrosa para sobrevivir, comentó la espada.

—Lo sé —replicó el ladrón—. Te aseguro que comienza a irritarme.

Por su parte, Medianoche estaba aún más sorprendida que Cyric al comprobar que Adon había conseguido salir vivo del terrible trance. Echó sus brazos al cuello del clérigo y exclamó:

—¡Estás vivo! —La hechicera había olvidado su fatiga, pero no pudo mantenerse de pie y se le doblaron las rodillas.

El clérigo dejó caer la maza, sujetó a Medianoche y la sentó con suavidad en el suelo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí —balbuceó la muchacha—. No es más que fatiga.

Kelemvor se unió a ellos y acunó la cabeza de Medianoche entre sus brazos.

—Todo este asunto ha acabado con sus energías —comentó.

—Me recuperaré —afirmó Medianoche—. Solo necesito descansar. Por favor, cuéntanos cómo es que estás con vida.

—No lo sé —respondió Adon—. Después de ser alcanzado por la flecha de Cyric, caí al río subterráneo y me arrastró la corriente. La próxima cosa que recuerdo es haber despertado en manos de un gnomo llamado Shalto Haslett. Afirmaba que yo había atorado su pozo.

—¿Cómo has llegado a Aguas Profundas? —preguntó Kelemvor, al recordar la terrible experiencia de su viaje—. No es posible que tu recuperación haya sido tan rápida como para permitirte caminar hasta aquí.

—Shalto hizo que un cuervo trajera un mensaje hasta la ciudad. Luego alguien llamado Báculo Oscuro envió un grifón a recogerme.

—¡Báculo Oscuro! —exclamaron Kelemvor y Medianoche al unísono.

—Me gustaría averiguar cuánto tiempo hace que Elminster sabe que estás vivo —dijo la maga, con la mirada puesta en el viejo sabio.

—Y también por qué no nos dijo nada —añadió el guerrero.

—Tendréis que preguntárselo a él —comentó Adon—. Lo único que sé es que me alegro de haber llegado en el momento oportuno.

Elminster se acercó con las alforjas en la mano. Medianoche y Kelemvor se volvieron hacia el hechicero y lo acribillaron a preguntas, pero ni una sola palabra llegó a sus oídos. El exorcismo de silencio de Myrkul se mantenía, y apagaba el sonido de sus voces. No obstante, por sus expresiones de disgusto y los gestos dirigidos al clérigo, Elminster comprendió lo que querían saber.

Báculo Oscuro y él habían decidido mantener en secreto la salvación del compañero de ambos por una buena razón. Los hechiceros no querían distraer a la pareja de la tarea que tenía entre manos. El mensaje de Shalto solo decía que Adon estaba vivo y que necesitaba transporte hasta Aguas Profundas. Sin saber cuál era el estado en que se encontraba, habían dispuesto no decir nada y evitar despertar falsas esperanzas en sus amigos.

Elminster intentó explicar todas estas cosas a través de la mímica, pero solo consiguió confundir y enfadar todavía más a la pareja. Por fin, encogió los hombros resignado y miró hacia la ciudad.

Con gran alarma, vio que su trabajo no había concluido. Los engendros de Myrkul no parecían haberse enterado de la destrucción de su amo, y proseguían su feroz ataque contra las tropas en la zona portuaria. Elminster entregó las alforjas al clérigo y se volvió hacia Medianoche. Hizo los gestos necesarios para indicarle que ejecutara el exorcismo capaz de librarlo de la barrera de silencio.

Medianoche comprendió de inmediato la solicitud de Elminster. Pero, a pesar de su interés por averiguar todo lo que no les había dicho acerca de la salvación de Adon, vaciló en volver a utilizar sus poderes. La hechicera no quería correr el riesgo de enfrentarse a un nuevo fracaso. Además, todavía se encontraba muy débil y tenía miedo de que realizar el exorcismo acabase con su resto de energías. Dijo que no con un movimiento de cabeza.

Elminster, desesperado, señaló hacia el sur.

La maga y los demás se volvieron. La batalla se libraba mucho más cerca. La ciudad ardía hasta las cercanías del palacio de Piergeiron. Entre la torre de Báculo Oscuro y el palacio, un centenar de combates se desarrollaban en el aire. Sus participantes parecían moverse lentamente, como unos puntos oscuros que subían y bajaban en el cielo, a la búsqueda de la posición más favorable para el ataque. Medianoche conseguía diferenciar a los guardias de Aguas Profundas de los engendros de Myrkul solo por el tamaño de los grifones.

De vez en cuando, uno de los puntos caía y desaparecía entre los edificios. En tierra, la batalla había avanzado hacia el norte. Medianoche alcanzaba a ver las compañías de soldados con armaduras negras y a los guardias de uniformes verdes atrincherados en la calle de Selduth, que iba de este a oeste. Frente a ellos, tenían a miles de engendros salidos del Plano del Olvido que avanzaban por las avenidas. A medida que las hordas de Myrkul marchaban hacia el norte, los supervivientes de las docenas de compañías que se habían enfrentado a ellos desde el primer momento intentaban demorarlos todo lo posible mientras se retiraban.

En ocasiones, algunos de los magos entre las filas de los defensores soltaba una bola de fuego o una granizada contra los guerreros. Pero, con demasiada frecuencia, los exorcismos fallaban y cubrían las calles de nieve o provocaban una lluvia de chispas y llamas sobre las propias filas del hechicero. Incluso cuando salían bien, no causaban muchos daños a los engendros. Los proyectiles mágicos rebotaban en sus pechos, y los rayos se disipaban en destellos inofensivos.

Consciente de que Aguas Profundas tenía muy pocas posibilidades de repeler el ataque a menos de que algo cambiase la situación, Medianoche indicó a Elminster que se apartara para que ella pudiese hablar. Luego realizó el hechizo para quitar la barrera de silencio. De inmediato, la fatiga sacudió su cuerpo y se oscureció su visión. La muchacha se desplomó temblando en los brazos de Kelemvor, y luego perdió el conocimiento. El guerrero la estrechó contra su cuerpo.

—Despierta —susurró—. Por favor, despierta.

Adon, tan preocupado como su amigo por la salud de la maga, se arrodilló a su lado y puso sus dedos sobre la garganta de la muchacha.

—Su pulso es firme —comentó, sin alzar la voz.

Kelemvor pasó el cuerpo de Medianoche a los brazos del clérigo, y luego se encaró con Elminster.

—¿Qué le has hecho? —preguntó, muy airado.

—Tranquilízate —respondió el sabio, aliviado de ver que el hechizo de Myrkul ya no lo afectaba—. Se recuperará. Necesita descansar, porque ha gastado todas sus energías.

Elminster fue hasta el borde de la azotea y miró en dirección a la batalla. Los engendros habían hecho retroceder a los soldados de las primeras compañías hasta la línea de defensa en la calle Selduth. Las tropas apostadas habían abierto huecos en las barricadas para permitir el paso de sus compañeros.

—Y lo ha hecho por una buena causa —añadió Elminster, señalando a los engendros—. Aquellos vienen a por las tablas.

—¿Por qué? —exclamó Kelemvor—. Myrkul ya no existe.

—Al parecer, no se han enterado —dijo el hechicero—, o quizá no les importa. En cualquier caso, debo detenerlos.

—¿Cómo puede un hombre solo detener a semejantes hordas? —preguntó el guerrero.

—Tú eres un guerrero. ¿Cuál es la mejor forma para desmoralizar a un ejército?

—Hacerle pasar hambre o cortarle las comunicaciones con su base —respondió el héroe—. Pero…

—Precisamente —lo interrumpió Elminster—. Cortarle las comunicaciones con su base. —Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo para los dos amigos—. En el momento en que las hordas de Myrkul comiencen la retirada, llevad las tablas a la Escalera Celeste. Pero no os mováis antes o los engendros irán tras vosotros. ¿Me habéis comprendido?

—Pero ¿dónde está la Escalera Celeste? —preguntó Adon.

Elminster frunció el entrecejo como si la respuesta fuese obvia. Señaló la cumbre del monte Aguas Profundas y dijo:

—Allá arriba.

—Dos preguntas antes de que te marches —dijo Kelemvor.

—Está bien, pero que sea deprisa.

—Primero, ¿qué vas a hacer?

—No estoy muy seguro —replicó el sabio—. Creo que iré al Pozo de la Perdición para cerrarlo. Dado que los engendros no pertenecen a nuestro plano de existencia, el cierre tendría que apartar su atención de la batalla.

—Pero tardarás horas en llegar hasta allí —protestó Kelemvor—. Incluso si consigues aproximarte a El Portal del Bostezo a pesar de la batalla…

—Muchacho, ¿has olvidado quién soy? —exclamó Elminster, con una sonrisa condescendiente—. ¿Cuál es tu segunda pregunta?

En el rostro de Kelemvor apareció una expresión de disgusto, porque no le había satisfecho la respuesta del hechicero. Sin embargo, sabía que no conseguiría más explicaciones, así que hizo la otra pregunta:

—¿Por qué no nos dijiste que Adon estaba vivo?

—Bueno, sí, Báculo Oscuro y yo discutimos el asunto, pero… —El sabio parecía estar avergonzado—. Pero ahora no tenemos tiempo para este tema. Ya hablaremos cuando regrese.

Tras estas palabras, Elminster se dirigió hacia la escalera, mientras planeaba la estrategia a seguir. En primer lugar, pasaría a otro plano en donde no tendría por qué preocuparse de la inestabilidad de la magia. Luego intentaría viajar hasta el otro lado del Pozo de la Perdición para sellarlo desde el interior. Sería un gran esfuerzo, pero consideraba que aún tenía condiciones para hacerlo.

En el momento que Elminster llegó a la escalera, Cyric se ocultó en una de las habitaciones del último piso. No se había perdido detalle de todo lo ocurrido en la azotea.

Es una suerte que no robaras las tablas inmediatamente, comentó la espada. Incluso yo no hubiese podido defenderte de un ejército de engendros.

El ladrón no respondió. En cambio, esperó a que Elminster descendiese a la planta baja. Entonces regresó a su posición anterior junto a la trampilla y esperó el momento oportuno para atacar.

Unos minutos después de la marcha de Elminster, Medianoche recobró el conocimiento. De inmediato advirtió la ausencia del hechicero, y pensó que lo había disipado junto con el encantamiento de Myrkul.

—Elminster —exclamó, con un hilo de voz—. ¿Dónde está?

—Ha ido al Pozo de la Perdición —contestó Kelemvor—. Tiene la intención de cerrarlo.

—Tan pronto como los engendros inicien la retirada —añadió Adon—, debemos llevar las tablas a la cumbre del monte Aguas Profundas.

—¿Qué te hace pensar que los engendros abandonarán la lucha? —preguntó el guerrero—. No es más que un hombre contra todo un ejército.

—Solo podemos esperar el resultado de los acontecimientos —opinó Medianoche—. Además, necesito descansar.

Se volvieron para observar la batalla. En el aire, los jinetes de los grifones superaban en número a los engendros voladores y, al parecer, los habían contenido. En tierra, la situación era muy distinta. Las huestes del señor de la Muerte habían alcanzado las barricadas de la calle Selduth y las atravesaban con la fuerza de un maremoto.

La segunda línea defensiva de Aguas Profundas cargó contra los engendros mientras las horribles criaturas se ocupaban de destruir la primera. Cada soldado permanecía el tiempo suficiente para descargar dos o tres golpes, y luego se retiraba para formar una nueva línea. En aquel momento, había una tercera fila de alabarderos detrás de la segunda, lista para aplicar la táctica de golpear y correr.

El plan funcionaba y los cadáveres de doscientos engendros se amontonaban en la calle, pero el tributo pagado por los defensores de Aguas Profundas al ponerlo en práctica resultaba escalofriante, porque habían perdido dos hombres por cada engendro. Sin embargo, era la única forma a su alcance para intentar frenarlos, así que los defensores la repetían una y otra vez sin dejar de retroceder hacia el norte en dirección a la torre de Báculo Oscuro.

Por fin, la batalla llegó a la calle de Keltarn, que corría al oeste de la calle de la Plata. Cruzaba la calle de la Seda, y acababa, apenas a unos ciento cincuenta metros de la torre, en la calle de las Espadas. Los engendros avanzaban por estas tres últimas calles que corrían en dirección norte-sur.

De acuerdo con la estrategia establecida, la compañía de los Corazones Mágicos se replegó a lo largo de la calle de la Plata, para dejar a los engendros una vía de paso más allá de la calle de Keltarn. Para sorpresa del comandante de la compañía, los engendros se desviaron por esta última travesía y cayeron sobre el flanco del tercer regimiento de guardias, que defendía la calle de la Seda.

En cuestión de segundos, el regimiento fue aniquilado. Los atacantes que subían por las calles de la Seda y de la Plata se unieron para avanzar por la calle de Keltarn hacia la compañía de la Quimera, que era el último grupo de defensa en la calle de las Espadas.

—Ya están aquí —anunció Kelemvor—. Será mejor que echemos a correr antes de que nos rodeen.

—Pero Elminster… —Adon inició una protesta, agitando su maza como un dedo acusador.

—No ha tenido éxito —lo interrumpió Medianoche—. Y yo dudo de tener las fuerzas necesarias para hacer aunque solo sea un hechizo más.

Kelemvor se inclinó para ayudar a levantarse a la hechicera, y Adon echó una última mirada a la batalla.

—Espera —dijo el clérigo—. Quizá puedan resistir.

Las tres compañías de defensa actuaron a un tiempo cuando los engendros llegaron a la calle de las Espadas. La compañía de los Corazones Mágicos cargó a espaldas de los monstruos por la calle de Keltarn, y el quinto regimiento de guardias, que había estado de reserva, corrió a reforzar la línea establecida por los soldados de la Quimera. Pero Kelemvor consideró que esta vez tampoco conseguirían frenar a los engendros.

—No podemos correr el riesgo de esperar —afirmó.

Cyric decidió aprovechar el hecho de que los tres compañeros permanecían atrapados en la torre. Desenvainó la espada y entró en la terraza sin hacer ruido. Avanzó hacia la espalda de Kelemvor. Medianoche fue la primera en advertir su presencia.

—¡Kel! —gritó.

—¿Qué ocurre? —preguntó el guerrero, asombrado.

El ladrón corrió, para sacar ventaja de la confusión del héroe. Quería acabar con él lo antes posible. Ya tendría tiempo para ocuparse de los demás. Pero mientras Kelemvor estuviera vivo, constituía un peligro.

—¡Es Cyric! —chilló la maga.

Kelemvor dio media vuelta para hacer frente a su agresor. La hoja de Cyric relampagueó junto al pecho del guerrero, y erró el blanco por los pelos. El héroe gritó asombrado. Al comprender que todavía tenía ventaja, el ladrón avanzó un paso y le hizo una zancadilla. Kelemvor intentó retroceder y tropezó con el pie de su rival.

Mientras el guerrero caía al suelo, Adon se colocó a la derecha de Cyric, con las alforjas al hombro y la maza en una mano. Medianoche tomó posición a la izquierda. El ladrón alzó la espada dispuesto a rematar a Kelemvor.

—¡Alto! —gritó Adon, dando un paso al frente para tener a Cyric al alcance de la maza.

Por la derecha, la hechicera hizo lo mismo. No se sentía muy amenazadora. Le temblaban los brazos de miedo por la vida de su amante, y su fatiga era tan grande que tal vez no podría mover las manos para hacer un exorcismo.

—No seáis idiotas —gruñó Cyric—. Soltad las armas o le cortaré el cuello a Kel.

—Lo harás de todas maneras —replicó Adon—. Al menos, tú también morirás. —El clérigo levantó la maza por encima de su cabeza, pero Medianoche le hizo una señal con la cabeza para que no descargara el golpe.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó la maga.

—Lo mismo de siempre —respondió Cyric—. Las Tablas del Destino.

—Para poder convertirte en un dios —comentó Medianoche, con sorna—. Ao jamás hará dios a un ladrón y asesino.

—¿Por qué no? —preguntó Cyric. Soltó la carcajada—. ¡Es el mismo que creó a Bhaal, Bane y Myrkul!

Medianoche frunció el entrecejo. Jamás se le había ocurrido que Ao podía ser un dios malvado o que no le importaban en absoluto el bien y el mal. Sin embargo, esa era una cuestión fuera de lugar por el momento. Se apartó un poco, e invocó el hechizo de los proyectiles mágicos.

—¡Lo mataré! —vociferó Cyric, al ver la mirada de concentración en los ojos de la muchacha—. ¡Dadme las tablas!

—Que se las lleve —le dijo Medianoche a Adon, bajando las manos.

—¡No! —exclamó Kelemvor—. De todas maneras, me matará.

El guerrero comenzó a levantarse, y la hechicera supo que Cyric descargaría su estocada. La única esperanza de salvar a su amante residía en la magia. En un santiamén ejecutó el exorcismo con los dedos apuntados al ladrón.

Veinte dardos dorados surgieron de sus dedos, pero fallaron el blanco y volaron hacia Aguas Profundas. Un segundo más tarde, retumbó la tierra. Una veintena de edificios diferentes salieron disparados hacia el cielo; estelas de humo dorado marcaron sus trayectorias en el aire.

A Medianoche se le aflojaron las rodillas y la cabeza le dio vueltas. Retrocedió un par de pasos, pero no cayó al suelo. Su magia había fracasado una vez más. El efecto inesperado del encantamiento distrajo a los hombres solo por un segundo.

—¡Mala suerte! —se burló Cyric. Volvió su atención a Kelemvor, que estaba de rodillas.

Adon se adelantó al tiempo que descargaba la maza. La furia de Cyric se convirtió en miedo. El guerrero lo había forzado a cometer un error. El ladrón levantó la pierna derecha y descargó un golpe con el tacón contra el agujero manchado de sangre en la camisa de su rival.

El clérigo soltó un aullido de agonía. Dejó caer la maza y las alforjas, y luego se desplomó. No podía respirar y sintió como si otra flecha le hubiera atravesado los pulmones.

Kelemvor se abalanzó, con la esperanza de tumbar al ladrón antes de que pudiese recuperar el equilibrio. Pero Cyric se anticipó al ataque y lo evitó sin problemas. Mientras el héroe pasaba a su lado, él se situó a sus espaldas.

Cyric no pudo evitar la sonrisa. Desde su posición, y con Adon y Medianoche indefensos, podía herir al guerrero sin necesidad de matarlo. En cambio, clavó la hoja en la espalda de Kelemvor, y puso todo su peso en el golpe, para hundirla todo lo posible.

En el momento en que Cyric clavó la espada, Medianoche pudo ver que la herida no sangraba. La espada bebía la sangre de su amado. Una rabia enfermiza y culpable estremeció su cuerpo. Con un grito de angustia, desenvainó la daga y sacó fuerzas de flaqueza para atacar.

—Ariel —susurró el guerrero, transido de dolor, consciente de que se le escapaba la vida. Mientras un velo negro aparecía ante sus ojos, Kelemvor Lyonsbane pensó en si había hecho méritos suficientes, durante el poco tiempo que había estado libre de su maldición, para ser recordado como un héroe. Luego, murió.

En ese momento, Adon intentaba levantarse pese a la resistencia de su cuerpo. Cada vez que apoyaba las manos en el suelo y hacía fuerza, le temblaban los brazos y un dolor terrible azotaba su pecho.

Con toda calma, Cyric arrancó su espada de la espalda de Kelemvor y se giró para enfrentarse al ataque de Medianoche. Detuvo el golpe desesperado de la maga, y la daga salió despedida por los aires. Con el mismo movimiento, pasó al ataque y lanzó su estocada por debajo del brazo de la joven.

Pero Medianoche fue más rápida de lo que él esperaba. Esquivó el golpe, y luego le clavó las uñas en la cara. La hechicera se había olvidado de los engendros, las tablas e incluso de su propia vida. En aquel momento, solo quería vengar la muerte de Kelemvor.

El ladrón de nariz aguileña soltó un grito, para después derribar a Medianoche de un puntapié. La muchacha cayó de espaldas casi a un par de metros de distancia. A Cyric le escocía el rostro y podía sentirse la sangre que corría por sus mejillas.

—¡Me has herido! —gritó, más asombrado que furioso.

—Te mataré —replicó la hechicera, con voz clara y tranquila. Se puso de pie.

—No lo creo. —Con un movimiento felino y tan veloz que Medianoche no alcanzó a ver el golpe, el ladrón se adelantó y le hundió la espada en el abdomen.

Medianoche notó un dolor agudo, como si Cyric le hubiese propinado otra patada, y el aire escapó de sus pulmones. Miró hacia abajo y vio la empuñadura de la espada que asomaba por un rasgón de su túnica, sujeta por la mano del ladrón. Le pareció que sus intestinos ardían, y entonces la espada comenzó a beberle la sangre. Demasiado conmocionada para resistir, la hechicera sujetó el mango e intentó arrancar la hoja.

—Solo unos segundos más —dijo el ladrón, sin dejar de hacer presión—, y te habrás reunido con Kelemvor.

La hechicera notó la sensación de que cada vez se separaba más de su cuerpo, como si entre su espíritu y la carne hubieran kilómetros de distancia.

—No moriré —susurró con un hilo de voz.

—¿Crees que no? —preguntó Cyric, retorciendo la espada en la herida.

—¡No! —gritó la muchacha.

Soltó la espada, extendió tres dedos y los clavó en la garganta del ladrón todo lo fuerte que pudo. El golpe casi le rompió la laringe. Casi asfixiado, el hombre se apartó y se vio forzado a sacar la espada de la herida. Medianoche cayó sentada. Se sujetó el abdomen con las manos mientras un reguero de sangre caía al suelo.

Cyric tragó y se aclaró la garganta varias veces, para poder respirar sin dificultades. Por fin, alzó la espada y avanzó una vez más hacia la hechicera.

—Por lo que me has hecho, ahora morirás con dolor —dijo.

En su desesperación y a pesar de que apenas si podía enfocar la figura del ladrón, Medianoche alzó una mano y apuntó en su dirección. Intentó invocar un hechizo de muerte, pero el dolor le nublaba la mente y no podía pensar con claridad. Solo aparecían palabras inconexas y gestos incomprensibles.

En aquel preciso momento, un coro de voces airadas y gritos horribles sonó en la calle de las Espadas. Sin perder de vista a Medianoche, Cyric se acercó al borde de la azotea para ver qué ocurría. A solo cien metros de la casa de Báculo Oscuro, la compañía de los Corazones Mágicos y el quinto regimiento de guardias estaban enzarzados en un combate cuerpo a cuerpo con las hordas de Myrkul. La confusión era terrible y ríos de sangre corrían por el adoquinado. Los edificios de los lados estaban incendiados y en ruinas como resultado de la magia desesperada que los hechiceros habían practicado sin preocuparse por los fallos o la falta de precisión.

Mientras Cyric contemplaba la escena, un grupo de engendros atravesó la línea defensiva. Cinco magos lanzaron sus exorcismos, y se pudo ver un arco iris, un chubasco inesperado y dos tornados en miniatura. Pero uno de los encantamientos funcionó, y una bola de fuego envolvió a los monstruos del señor de la Muerte. Para asombro del ladrón, la magia convirtió a los engendros en cenizas. Una docena de soldados de Aguas Profundas aclamaron la acción, y luego corrieron a cerrar la brecha por donde habían intentado colarse sus enemigos.

Por lo que podía ver desde la torre, los engendros comenzaban a llevar la peor parte en los combates que se desarrollaban en toda la ciudad. Él desconocía la razón de este cambio, pero Elminster había conseguido llegar al Pozo de la Perdición para cerrar el portal. La pérdida de contacto con el Hades había desmoralizado a los engendros. Además, debilitaba muchos de sus hechizos de invulnerabilidad al fuego, armas y otros exorcismos, que dependían de la magia suministrada por el reino de Myrkul.

Cyric decidió que había llegado el momento de coger las tablas y buscar la Escalera Celeste. Volvió al centro de la azotea, donde Medianoche apenas si podía mantenerse sentada. La hechicera continuaba con la mano extendida. En su rostro había una expresión de dolor tan intenso que el ladrón no podía saber si podía o no ejercitar su magia.

Consideró la posibilidad de rematarla, pero luego vio la herida y el charco de sangre en el suelo. Al recordar algunas de las cosas increíbles que era capaz de hacer su magia, decidió que era mejor dejar que se desangrara. Además, con el cambio producido en la batalla no tenía mucho tiempo que perder.

Se acercó a Adon y le arrebató las alforjas de la mano. El clérigo intentó detenerlo, pero solo llegó a ponerse de rodillas.

—Muchas gracias —dijo Cyric, alegremente. Apuntó a la mancha de sangre en la camisa del herido, y le propinó un par de puntapiés—. Te mataría, pero no puedo malgastar mi tiempo.

El ladrón se echó las alforjas con las Tablas del Destino al hombro y abandonó la torre.