18. Y Ao dijo…
Segundos después de la marcha de Cyric, Medianoche se desplomó y perdió el conocimiento. Adon se arrastró por el suelo de la terraza de la torre de Báculo Oscuro hasta llegar a su lado. Arrancó un trozo de la manga de la túnica de la hechicera y la utilizó para contener la hemorragia de su herida. El vendaje improvisado no consiguió detener el flujo de sangre, pero al menos lo redujo bastante.
Mientras permanecían tendidos en el suelo, Adon observó la actuación de los soldados de Aguas Profundas que defendían la ciudad. Al principio, las compañías de soldados y los regimientos de guardias solo habían conseguido evitar que los engendros volvieran a romper las líneas de defensa. Pero luego, a medida que la carga de los atacantes perdía impulso, se invirtieron los papeles y los defensores hicieron retroceder a las hordas. En cuestión de minutos, las tropas humanas avanzaban, y poco después perseguían a los engendros que huían hacia la zona portuaria.
Sin embargo, la derrota de las huestes de Myrkul no sirvió de estímulo para el clérigo. Cada vez que respiraba, sus pulmones parecían llenarse de fuego, y cuando soltaba el aire, el tormento en su pecho era insoportable. De tanto en tanto, tenía ataques de tos que aumentaban aún más sus sufrimientos. Los puntapiés de Cyric le habían roto dos costillas, además de reabrir la herida de la flecha. En varias ocasiones, Adon intentó reunir las fuerzas para levantarse y perseguir al ladrón, pero el dolor siempre lo forzaba a caer de rodillas.
Cuarenta minutos más tarde, un grifón cargado con dos jinetes se aproximó a la torre y aterrizó en la azotea. Un hombre alto y con barba negra se apeó de un salto, examinó el cuerpo exánime de Kelemvor, inspeccionó el resto de la escena y, por fin, se acercó a Medianoche y Adon.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Báculo Oscuro, sin preocuparse de las presentaciones. El hechicero no había visto jamás a Adon, pero no tenía dudas acerca de su identidad.
—Cyric cogió las… —El clérigo sufrió un violento ataque de tos, y no pudo completar la frase.
Después de aguardar un momento a que pasara el ataque, Báculo Oscuro, dijo:
—No te muevas. Voy a buscar algo que te ayudará. —Bajó al interior de su torre, y reapareció un instante más tarde con dos ampollas de un turbio líquido verdoso—. Es un tónico. Te aliviará el dolor. —Entregó una de las ampollas a Adon; luego, se arrodilló y volcó el contenido de la otra en la boca de Medianoche.
Adon aceptó la ampolla y bebió el brebaje verde. A pesar de que no conocía personalmente a Báculo Oscuro Arunsun, el porte del hombre de barba negra dejaba poco margen a la especulación. Tal cual había prometido el mago, la pócima aplacó los dolores del clérigo y puso fin a la tos. No podía decir que se sentía de maravilla, pero al menos recuperó las fuerzas y se puso de pie.
—¡Cyric tiene las Tablas del Destino! —exclamó Adon—. Tienes que… —Se interrumpió al ver que Medianoche abría los ojos.
—¿Khelben? —preguntó la hechicera—. ¿Tienes tú las tablas? —Todavía se notaba mareada y débil, pero al igual que el clérigo, poco a poco recuperaba las fuerzas.
En lugar de responder a las preguntas de Medianoche, Báculo Oscuro comenzó a formular las suyas.
—¿Cómo es que Kelemvor está muerto? ¿Dónde está Elminster?
Medianoche y Adon intentaron cada uno responder a una pregunta diferente al mismo tiempo. El resultado fue un galimatías. Báculo Oscuro levantó una mano, para pedir silencio y dijo:
—Comencemos por el principio y en orden. ¿Medianoche?
La muchacha relató al mago cómo había perseguido a Myrkul hasta la torre. En cuatro palabras le explicó que el señor de la Muerte se había apoderado de la tabla oculta en la caja fuerte y narró los hechos que habían acabado con la destrucción del avatar.
—En el momento en que recuperamos las dos tablas —concluyó—, los engendros tenían casi cercada la torre. Entonces, Elminster marchó al Pozo de la Perdición para cortar su comunicación con la ciudad de Myrkul.
—Aquel fue el momento que aprovechó Cyric para atacar —intervino Adon.
Recapituló brevemente cómo el ladrón le había herido una vez más, matado a Kelemvor y apuñalado a Medianoche, para después apoderarse de las tablas y huir. Cuando el clérigo relató los detalles de la muerte del guerrero. Medianoche miró en otra dirección e intentó en vano contener las lágrimas.
Báculo Oscuro consideró un momento la situación y anunció:
—Iré a buscar a Elminster al Pozo de la Perdición y…
—¿Y qué haremos con Cyric y las tablas? —lo interrumpió el clérigo—. ¡Tienes que atraparlo antes de que llegue a la Escalera Celeste!
—Calma, Adon —replicó el mago, sin impacientarse—. A menos que sepa dónde está la Escalera Celeste, no la encontrará con facilidad. Solo las personas dotadas con un poder extraordinario la pueden ver. Tenemos tiempo de sobra para localizarlo y recuperar las tablas.
Báculo Oscuro no podía saber que en aquel momento Cyric escalaba la ladera del monte Aguas Profundas por el lado del mar. En lo alto de la montaña, podía ver una cinta multicolor muy ancha que, sin ninguna duda, era su punto de destino.
Quizá se debía al hecho de estar en posesión de las Tablas del Destino, o que, al recuperar las tablas, se había convertido en alguien tan extraordinario como Medianoche o Báculo Oscuro, pero la cuestión era que la Escalera Celeste se le había aparecido en el instante que puso un pie en la montaña.
Mientras tanto, de vuelta en la torre, Arunsun permanecía ignorante de los avances de Cyric.
—Cuando Elminster y yo volvamos, recuperaremos las tablas para entregárselas a Helm —dijo Báculo Oscuro. Prefirió no mencionar su preocupación por la seguridad de su viejo amigo. Si Elminster estaba tan cansado como él, el sabio podía pasar graves apuros. Añadió—: Enviaré a alguien para que cuide de vosotros.
—Tú puedes ir a buscar a Elminster —afirmó Medianoche—, pero yo perseguiré a Cyric ahora mismo. Tú no conoces a ese asesino tan bien como yo. —Miró en dirección a la Escalera Celeste, inquieta ante la posibilidad de que el ladrón ya hubiese llegado allí.
—Yo también voy —declaró Adon.
—¡Pero si estás herido! —protestó Báculo Oscuro. Señaló las manchas de sangre en las ropas de ambos—. ¡Los dos lo estáis!
—Me siento lo bastante fuerte para luchar —sostuvo Adon, consciente de que con dos costillas rotas corría el riesgo de sufrir más lesiones pulmonares. Pero de momento, su propia seguridad no tenía tanta importancia como evitar que Cyric devolviese las tablas.
—La pócima solo calma el dolor de las heridas. No las cura —les advirtió el hechicero—. Quedaréis indefensos en el instante en que hagáis demasiados esfuerzos.
—Correré el riesgo —gruñó Medianoche, poco dispuesta a esperar el regreso de Elminster, o de cualquiera, para vengar la muerte de Kelemvor. Era consciente de la herida, pero ahora solo le provocaba una ligera molestia. El líquido verde de Báculo Oscuro tenía resultados extraordinarios. Le preguntó—: ¿Tienes otra daga para prestarme?
—¿Dónde está mi maza? —murmuró Adon, con un esfuerzo para disimular la debilidad en su voz. El dolor se había aplacado, pero distaba mucho de sentirse fuerte. Sin embargo, no quería dejar que Medianoche persiguiera a Cyric sin ayuda.
Báculo Oscuro sacudió la cabeza, molesto por la insistencia de los dos amigos.
—Como queráis —dijo, por fin—. Pero permitidme que llame a un par de jinetes de grifones para que os presten sus alas.
El hechicero se acercó al grifón que lo había traído y conversó con el hombre de la montura. De inmediato, la criatura remontó vuelo hacia el sur, mientras Báculo Oscuro entraba una vez más en la torre. Un minuto más tarde regresó a la terraza, con la daga para Medianoche, y poco después llegaron dos grifones.
—Los jinetes os llevarán al sitio que sea —les informó—. Pero les he dado instrucciones para que os traigan de vuelta en cuanto deis muestras de dolor. Elminster y yo volveremos aquí dentro de una hora. ¿Os molestaría mucho estar presentes para recibirnos?
—Si no encontramos a Cyric, nos verás aquí —respondió Medianoche, con la mirada puesta en el cadáver de su amante. No tenía intención de volver si daban con el ladrón, porque debía cobrarse su venganza. Miró a Báculo Oscuro y añadió—: Gracias por la ayuda.
—No, gracias a ti —respondió el hechicero, con una pequeña sonrisa—. Lo que has hecho nos ha beneficiado a todos. ¡Buena caza! —Les volvió la espalda y desapareció por la trampilla.
Medianoche y Adon se acercaron a los grifones. Los jinetes contemplaron con expresión de duda a la pareja herida, mientras los ayudaban a montar en la silla del pasajero.
—¿Adónde vamos? —preguntó Adon.
La hechicera contempló la cinta multicolor en lo alto del monte Aguas Profundas.
—Lo sepa o no, Cyric deberá ir a la cima de la montaña. Creo que es el mejor lugar para iniciar la búsqueda.
—Es un viaje muy agradable —dijo uno de los jinetes—. Es allí donde guardamos a nuestros grifones.
Cinco minutos más tarde, las criaturas aladas aterrizaron justo al norte de la cumbre. Una torre de piedra se alzaba en el pico, y había un establo a unos veinte metros al este. En el interior del establo había más de dos docenas de grifones, todos habían sufrido heridas graves: alas desgarradas, cabezas hendidas y patas quebradas. Un número mayor de hombres cuidaban las lesiones de las bestias. Pero los grifones no eran los únicos que habían sufrido daños. A través de la puerta de la torre, se podían oír los lamentos humanos.
Medianoche y Adon desmontaron, y echaron una ojeada al pico de los Aguiluchos. Delante de ellos tenían la cresta norte del monte Aguas Profundas que descendía suavemente hasta desaparecer entre los magníficos templos y las grandes mansiones del lujoso distrito marítimo. Por el este, la montaña tenía una pendiente abrupta que acababa en un acantilado; allí se encontraba el límite occidental de la plaza fuerte. Las ocho cúpulas del palacio de Piergeiron asomaban sus puntas por encima del borde del precipicio. Más allá de las torres, se abría una amplia panorámica de la ciudad con las chimeneas humeantes y las banderas al tope de los mástiles. A espaldas de los dos amigos, por el lado sur, una fila de muelles de madera y muros de piedra rodeaban las aguas turbias de la bahía.
Por el oeste, la ladera desaparecía en un precipicio de treinta metros, para después seguir con una pendiente de ciento cincuenta metros hasta un muro de defensa en la base de la montaña. Más allá de la muralla, otro precipicio se hundía en las brillantes aguas del mar de las Espadas.
Pero no era todo lo que había más abajo lo que atraía el interés de Medianoche, sino la reluciente escalera de ámbar y madreperla que se elevaba desde el pico hasta desaparecer en el cielo. Los escalones transparentes parecían al mismo tiempo sólidos e inmateriales.
Mientras Medianoche la contemplaba, la escalera cambió de color y los peldaños se convirtieron en blanco. Un momento más tarde, pasó a ser una rampa de plata. Los cambios continuaron produciéndose cada pocos segundos.
—¿Qué miras? —preguntó Adon. Lo único que él podía ver al oeste del pico era el acantilado.
—La Escalera Celeste —respondió la hechicera y señaló el aire por encima del acantilado. El clérigo miró en la dirección indicada, pero siguió sin ver nada.
—Tendré que aceptar tu palabra de que está allí —dijo.
Los jinetes de los grifones acompañaron a la pareja en un recorrido por la torre y el establo, pero no vieron ninguna señal del ladrón. En el momento de abandonar la torre, Medianoche comentó:
—Cyric no está aquí. —La hechicera advirtió que tanto caminar y subir escalones había aumentado la hemorragia. Sintió un ligero mareo.
—Entonces será difícil encontrarlo —afirmó Adon. Se sentó en los escalones de entrada a la torre. A diferencia de Medianoche, sus heridas le provocaban graves trastornos. La pócima de Báculo Oscuro había aliviado el dolor, pero tenía problemas para respirar y se notaba muy débil.
—Lo encontraremos —gruñó Medianoche—. En cuanto demos con él, lo mataré.
A la maga se le revolvió el estómago. Jamás había planeado por anticipado emplear la hechicería para matar a nadie. Para ella, la magia había sido siempre un escudo protector, un medio para conseguir poder y granjearse el respeto ajeno, un arte placentero; nunca un arma que se pudiese usar para la venganza.
—No volveré a cometer el error de impedirlo —dijo Adon. Recordó con amargura cómo había convencido a sus amigos para que le perdonaran la vida a Cyric. No podía menos que estar furioso consigo mismo. Si hubiese sabido mantener la boca cerrada, Kelemvor estaría ahora con ellos—. Pero si puedo, seré yo quien lo mate.
Los jinetes fruncieron el entrecejo y se miraron inquietos. Estaban acostumbrados a la muerte y el combate, pero estas personas parecían dispuestas a cometer un asesinato. Báculo Oscuro no había dicho nada acerca de que los dos forasteros estuvieran eximidos de las leyes de la ciudad.
—No creo conveniente que habléis en esos términos —opinó uno de los jinetes—. Báculo Oscuro dijo…
—¡Silencio! —lo interrumpió Medianoche en voz baja mientras miraba hacia el sur—. ¡Entremos a la torre, deprisa!
Cyric se encontraba en la cara sur de la cumbre, y estudiaba la parte trasera del establo de los grifones. Llevaba las alforjas con las tablas en el hombro izquierdo, y en la mano derecha empuñaba la espada mágica.
Para no ser descubierto por las miradas de aquellos que circulaban por las calles de Aguas Profundas, el ladrón había escalado la ladera posterior de la montaña. Luego, había rodeado el extremo más lejano del acantilado antes de subir a la cumbre. Si bien no esperaba que nadie le impidiese llevar las tablas a la Escalera Celeste, siempre era útil tomar precauciones.
El ladrón agradeció para sus adentros haber sido cauto. Desde Aguas Profundas había divisado la torre y el establo en la cumbre. Pero no había esperado que estuviesen tan cerca de la Escalera Celeste, ni tampoco encontrar a tantos guardias.
Después de estudiar la zona durante unos minutos, Cyric prosiguió su avance hacia la escalera. En realidad, no había ningún motivo para que los soldados le dieran el alto. Además, incluso si lo intentaban, se veía capaz de correr los últimos treinta metros hasta la escalera, antes de que pudiesen alcanzarlo.
Desde la puerta de la torre, Medianoche observó el avance de Cyric hacia la Escalera Celeste. Por fin, cuando él llegó a mitad de camino entre la torre y la escalera, la hechicera consideró que no tenía escapatoria y ordenó el ataque.
—¡Ahora! —gritó y salió del edificio.
Adon corrió tras ella, seguido por los dos jinetes. Mientras corrían, Medianoche intentó invocar un hechizo de muerte, pero descubrió que no tenía fuerzas. Los gestos y las palabras necesarias para el exorcismo se confundían en su cabeza.
En cuanto Cyric oyó el grito de Medianoche, no perdió tiempo en averiguar por qué no había muerto. De inmediato comprendió que a pesar de su herida, la maga había tenido las fuerzas suficientes para llegar primera a la cumbre y preparar una emboscada. Reaccionó rápidamente y corrió hacia la Escalera Celeste.
Mientras el ladrón corría, una voz profunda resonó desde la escalera.
—¡No! ¡Detente! —El volumen de la voz era tan alto que las palabras se escucharon en Aguas Profundas como un trueno.
Una figura vestida con una armadura resplandeciente apareció en lo alto de la escalera y comenzó a bajar los peldaños. La estatura del hombre alcanzaba casi los tres metros, y su cuerpo parecía fuerte y poderoso. La mirada de sus ojos era triste y compasiva, si bien un cierto toque helado indicaba su implacable devoción al deber. El Ojo en Vela de Helm adornaba el escudo del dios.
Los dos guardias se detuvieron en el acto y cayeron de rodillas. Todos los soldados que estaban en la torre y el establo salieron al exterior. Al ver la magnífica figura de Helm, imitaron a los dos jinetes y permanecieron inmóviles. Varios grifones asustados remontaron el vuelo.
En las calles de Aguas Profundas, los combates entre los defensores y los engendros de Myrkul prosiguieron con todo vigor, pero la visión de Helm desmoralizó aún más a los monstruos. En cambio, los soldados y guardias, entusiasmados por la aparición divina, causaron estragos en las filas enemigas.
En otros sectores de la ciudad, los miles de personas que habían huido del escenario de la batalla dejaron sus quehaceres y miraron hacia la cumbre. Muchas de ellas adivinaron que la voz solo podía ser la de un dios, y echaron a andar hacia las faldas de la montaña con la esperanza de poder verlo. Hubo quien, presa del pánico, buscó refugio en los sótanos y bodegas, pero la mayoría permaneció donde estaba, y miró con asombro y respeto en dirección a la cumbre.
A diferencia de lo ocurrido con todos los demás, la voz de trueno no sorprendió a Cyric, quien continuó su carrera hacia la Escalera Celeste. El ladrón consideró que la orden de Helm no iba dirigida a él, pero incluso en el caso contrario, no pensaba detenerse hasta haber entregado las tablas.
La orden del dios también hizo vacilar a Adon, pero Medianoche ni siquiera parpadeó, Cyric había asesinado a Kelemvor y a Hurón, había intentado matarla a ella y al clérigo, y los había traicionado a todos. A la hechicera le daba igual quien quisiera impedir su venganza. Continuó persiguiendo al ladrón, con la daga en la mano.
Helm recibió a Cyric en la base de la escalera, y luego se colocó delante de él para protegerlo.
—Su vida no te pertenece —afirmó el dios de los Guardianes, con una mirada severa a Medianoche.
—No tienes ningún derecho a darme órdenes —chilló la hechicera. Dejó de correr, pero prosiguió su avance hacia el ladrón.
—Debe pagar por sus crímenes —jadeó Adon, en cuanto alcanzó a Medianoche.
—No me corresponde a mí juzgarlo —replicó Helm, tajante.
Sin perder de vista a Medianoche ni por un instante, Cyric se movió para ponerse al costado de Helm, y le entregó las alforjas.
—He recuperado las Tablas del Destino —declaró el ladrón.
—Sé quién las recuperó —manifestó Helm. Aceptó las tablas y dirigió una mirada fría al ladrón—. También lo sabe lord Ao.
—¡Miente! —gritó Adon, que no podía ver la mirada de reproche del dios—. ¡Cyric nos robó las tablas, y mató a un hombre bueno para conseguirlas!
—Como he dicho, sé quién recuperó las tablas —insistió Helm, con su rostro curtido e impasible vuelto hacia el clérigo.
Medianoche continuó su avance hacia la escalera, a pesar de que apenas si podía mover las piernas. Indignada por la actitud de Helm, preguntó:
—¿Si eres consciente de la maldad de Cyric, por qué aceptas que te entregue las tablas?
—Porque no le corresponde pasar juicio —respondió otra voz. Era una voz dura y resonante, sin ningún rastro de ira o compasión—. Ni tampoco es su prerrogativa.
Una figura de casi tres palmos más alta que Helm apareció en la escalera, unos cincuenta metros más arriba. El rostro no ofrecía indicación alguna de su edad —tanto podía tener veinte como ciento cincuenta años—, pero sus cabellos y barba eran blancos como el alabastro. De hecho, era un rostro tan normal que hubiese pasado inadvertido para cualquiera en las calles de Aguas Profundas.
Sin embargo, vestía una túnica capaz de distinguirlo en la corte más refinada de Faerun. La caída de la tela era igual que la de todas las demás, con arrugas y pliegues. Pero al mirarla, Medianoche tuvo la sensación de que contemplaba el universo. La túnica era negra como el olvido, salpicada por millones de estrellas y miles de lunas, todas dispuestas en un dibujo que no era del todo perceptible, pero que otorgaba a la prenda una sensación de armonía y belleza. En algunos puntos, aparecían remolinos de luz equilibrados en otras partes de la túnica por zonas de total oscuridad.
—¡Lord Ao! —dijo Helm, inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Tráeme las Tablas del Destino —ordenó Ao.
Helm abrió las alforjas y sacó las tablas. En las poderosas manos del dios, las dos piedras parecían pequeñas, casi insignificantes. Helm subió la escalera, entregó las tablas a Ao y después se puso de rodillas mientras esperaba nuevas órdenes.
Ao contempló las tablas durante unos cuantos minutos. En un centenar de lugares a través de los Reinos, los avatares de los dioses sobrevivientes cayeron en un trance profundo a medida que Ao reclamaba su atención.
—En estas tablas —dijo el señor de los dioses, transmitiendo su voz e imagen a todos sus dioses—, he grabado las fuerzas que equilibran la Ley y el Caos.
—Y yo te las he devuelto —intervino Cyric, con una mirada de desafío.
—Sí —respondió Ao. Miró al ladrón con indiferencia mientras ponía las dos tablas juntas—. ¡Y aquí tenéis para lo que han servido! —El señor de los dioses aplastó las tablas entre sus manos y las convirtió en polvo.
Medianoche se encogió, convencida que el mundo desaparecería en un instante. Adon lanzó un grito de consternación y asombro. Cyric contempló cómo el polvo caía de entre los dedos de Ao, y una expresión de rabia apareció en su rostro.
—Señor, ¿qué has hecho? —exclamó Helm. Se levantó de un salto, sin poder ocultar el miedo.
—Las tablas no tienen ninguna importancia —dijo Ao, dirigiéndose a todos sus dioses, allí donde estuvieran—. La tenían solo para que recordarais que había creado a los dioses para servir al equilibrio, y no para vuestro propio interés. Pero no lo habéis comprendido. Habéis interpretado las tablas como una serie de reglas destinadas a vuestros juegos infantiles de prestigio y pompa. Luego, cuando las normas os molestaron, las robasteis…
—Pero si eso… —comenzó a decir Helm.
—Sé quiénes robaron las Tablas del Destino —prosiguió Ao, sin hacer caso de Helm, a quien ordenó callar con un ademán—. Bane y Myrkul han pagado el delito con sus vidas. Pero todos vosotros también sois culpables, por haber hecho que vuestros fíeles construyeran templos inútiles, por esclavizarlos a vuestro servicio hasta el punto de no poder alimentar a sus hijos, e incluso a derramar su sangre en vuestros corruptos altares. Todo con el único propósito de poder presumir entre vosotros del poder que teníais sobre estas supuestas criaturas inferiores. Vuestro comportamiento es motivo suficiente para hacerme pensar que jamás debí crearos.
Ao hizo una pausa para permitir que sus oyentes consideraran sus palabras. Por fin, reanudó su discurso.
—Pero yo os creé con un fin. Ahora, os exigiré su cumplimiento. A partir de hoy y para siempre, vuestro auténtico poder dependerá del número y la devoción de vuestros seguidores.
De un extremo a otro de los Reinos, los dioses soltaron una exclamación de asombro.
En el lejano Tsurlagoi, Talos, dios de las Tormentas, gruñó:
—¿Depender de los mortales? —El único ojo bueno de su joven y atlético avatar mostraba una expresión de ira.
—Vuestra dependencia será mucho más dura de lo que os imagináis —replicó Ao—. Sin fieles, os debilitaréis, incluso podéis llegar a morir. Y después de lo que ha ocurrido en los Reinos, no os será fácil ganaros la fe de los mortales. Para conseguirla os veréis obligados a servirlos.
En la soleada Tesiir, una hermosa mujer de sedosa cabellera roja y fieros ojos pardo rojizos pareció estar a punto de vomitar.
—¿Servirles? —preguntó Sune.
—He hablado —dijo Ao.
—¡No! —gritó Cyric—. Después de todo lo que he pasado…
—¡Silencio! —tronó Ao. Señaló con un dedo al ladrón—. No tolero desafíos. Además, no quiero pensar que me he equivocado en la elección de un nuevo dios. —Cyric miró a Ao, alelado—. Es la recompensa que deseabas, ¿no es así?
—¡Lo es! —exclamó el ladrón. Subió la escalera, a tropezones—. Te serviré bien, te lo juro. ¡Tienes toda mi gratitud!
—No me des las gracias, malvado Cyric. —Ao soltó una carcajada profunda y cruel—. Ser el dios de la Disensión, el Odio y la Muerte no es ningún regalo.
—¿No lo es? —preguntó Cyric. Frunció el entrecejo, sin entender el significado de las palabras de Ao.
—Querías ser un dios, controlar tu propio destino y tener poder —añadió Ao—. Solo tendrás dos de estas cosas, la deidad y el poder, para ejercitarlas como te plazca en el reino de la Muerte. También todo el sufrimiento de Toril será tuyo para infligirlo según te apetezca. Pero jamás volverás a disfrutar de la satisfacción y el contento.
Ao hizo una pausa, y miró a Medianoche.
—Pero lo que más has deseado, dios Cyric, no lo podrás tener nunca. Ahora, yo soy tu amo. Tú me servirás…, y también a tus fieles. Estoy convencido de que tendrás menos libertad que cuando eras un chiquillo en los callejones de Zhentil Keep.
—¡Espera! —gritó el nuevo dios de la Disensión—. No…
—¡Basta! —ordenó Ao, con voz de trueno, mientras mostraba al ladrón la palma de su mano—. Sé que sabrás cumplir tus funciones, porque son lo único para lo que estás capacitado.
A Medianoche le dio un vuelco el corazón. Con Cyric a cargo del reino de la Muerte, jamás podría cumplir su promesa de rescatar a Hurón. Se apartó de la Escalera Celeste, y susurró:
—Perdóname. Hay promesas que son imposibles de cumplir. —Pensó que el ladrón no estaba equivocado en su opinión acerca de la naturaleza de la vida. Era una experiencia cruel y brutal que solo acababa en tormentos y angustias.
—¡Medianoche! —llamó Ao, con la mirada puesta en la hechicera.
Al escuchar su nombre, la joven se volvió para contemplar al señor de los dioses.
—¿Qué quieres? —preguntó con tono desafiante—. Estoy herida y cansada. He perdido al hombre que amaba. ¿Qué más quieres de mí?
—Tienes algo que no puede estar en los Reinos —dijo Ao. La señaló con uno de sus largos dedos.
Ella supo de inmediato que se refería al poder de Mystra.
—Te lo puedes quedar. Ya no lo necesito.
—Creo que te equivocas —respondió Ao.
—No estoy de humor para adivinanzas —exclamó la maga, tajante.
—He perdido demasiados dioses durante esta crisis —manifestó Ao—. Como castigo por su delito, dejaré dispersos a Bane y Myrkul. Pero Mystra, señora de los Misterios y dispensadora de la Magia, también ha desaparecido. Ni siquiera yo puedo recuperarla. ¿Quieres ocupar su lugar?
—No —contestó Medianoche, con la mirada puesta en Cyric—. No ha sido el interés por la deidad la razón por la que recuperé las tablas. No quiero corromperme como lo ha hecho Cyric.
—Qué pena que consideres mi oferta de esta manera —dijo Ao. Hizo un gesto en dirección a Cyric—. He escogido a un mortal por su malevolencia y crueldad. Esperaba poder elegir otro por su sabiduría y bondad de corazón.
—No malgastes tu tiempo con ella —intervino Cyric, burlón—. No tiene el coraje necesario para enfrentarse a su destino.
—¡Acepta! —la urgió Adon—. ¡No debes permitir que gane Cyric! Es tu responsabilidad oponerte a él… —El clérigo se interrumpió, consciente de que Medianoche había cumplido de sobra con sus obligaciones—. Perdóname. Eres la mujer más valiente y sincera que jamás he conocido, y creo que serías una diosa magnífica. Pero no tengo ningún derecho a decirte cuáles son tus obligaciones.
Al escuchar esta última palabra, Medianoche recordó su promesa a Hurón, y en todas las almas devotas que esperaban en el Plano del Olvido. Por último, imaginó al espíritu de su amado perdido en el inmenso páramo blanco entre millones de espectros. La oferta de Ao podía darle los medios para librar a Kelemvor del sufrimiento eterno, para rescatar a los devotos de una tortura inmerecida, incluso para cumplir su compromiso con el halfling. Si este era el caso, Adon no se equivocaba: debía atender la llamada de Ao.
—Tienes razón —respondió Medianoche—. Debo aceptar. Si no lo hago, las muertes de Hurón y Kelemvor no habrán servido de nada. —Estrechó las manos del clérigo entre las suyas y, con una sonrisa, añadió—: Muchas gracias por recordármelo.
—Sin ti, el futuro de los Reinos hubiese sido muy oscuro —comentó Adon, devolviéndole la sonrisa.
—¿Cuál es tu decisión, Medianoche? —preguntó Ao.
—Adiós. —La hechicera se despidió del clérigo con un beso en la mejilla.
—Te echaré de menos —dijo Adon.
—No tendrás motivos —afirmó Medianoche. El brillo de una sonrisa apareció en sus labios—. Siempre estaré contigo.
Le dio la espalda y subió la escalera, que se había convertido en un sendero tachonado de diamantes, y tomó posición en el lado opuesto a Cyric. Entonces, respondió a la pregunta de Ao:
—Acepto. —De inmediato, se volvió hacia el ladrón—. Me ocuparé de que lamentes tus traiciones por lo que queda de eternidad.
Por un momento, Cyric tuvo miedo de la amenaza de Medianoche. Luego, al recordar que conocía el nombre verdadero de la maga, Ariel Manx, disimuló una sonrisa. Quizá podía representar una ventaja ahora que Medianoche se había convertido en una diosa.
Ao levantó una mano. La Escalera Celeste y todo lo que había en ella desapareció en una columna de luz. El resplandeciente pilar cegó a Adon y a los miles de ciudadanos que habían tenido sus miradas puestas en la cumbre del monte Aguas Profundas, en aquel instante.
En la soleada Tesiir, en Tsurlagoi, en Arabel y en otro centenar de ciudades donde los dioses habían buscado refugio, brillaron pilares idénticos que se elevaron hacia los cielos. Por fin, en Tantras, donde el dios del Deber había caído ante Bane, los restos dispersos del avatar de Torm volvieron a reunirse. Una columna de luz dorada surgió del mar y voló hacia el cielo. También Torm había vuelto a casa.