10. El puente del Jabalí
Los cuatro jinetes, Cyric, Dalzhel, Adon y Kelemvor, detuvieron sus caballos en la cresta del risco. Después de tres días de cabalgar con dureza, su frágil alianza se mantenía intacta.
Era una noche sin luna. Pero las nubes, que no dejaban de formar una gran variedad de figuras geométricas, mostraban una incandescencia lechosa. Esto producía luz plateada y cambiante que iluminaba la tierra con un resplandor crepuscular.
El risco se abría a las temblorosas corrientes del río Aguas Sinuosas. Por delante y a la izquierda de la compañía, cinco arcos de piedra cruzaban el río: el puente del Jabalí. En la otra orilla, los restos de un poblado de nómadas aparecían a ambos lados del camino. Ahora, todo lo que quedaba eran cicatrices de los incendios, los cuerpos de unos cuantos caballos quemados y los cimientos negros de hollín de los dos únicos edificios permanentes de la ciudad. Más allá de los restos, se veía la hierba alta como un hombre que cubría la llanura aluvial.
Kelemvor ni siquiera pensó en los acontecimientos que habían acabado con el poblado de nómadas. En estos tiempos de caos, resultaba aceptable cualquier explicación.
—Los caballos alados están allí —dijo Adon, señalando a un punto a unos treinta metros al este del puente. Dos pegasos volaban en círculo.
—Entonces, adelante —ordenó Dalzhel, con voz áspera. Clavó las espuelas a su cabalgadura y avanzó.
Diez minutos antes, cuando habían visto por primera vez a los pegasos, los cuatro habían discutido si era prudente perseguir a los caballos alados. El clérigo había ganado la discusión, al afirmar que los pegasos eran tan inteligentes como los hombres y podían haber descubierto algún rastro de Medianoche y Bhaal.
Ocultos a la vista de los cuatro jinetes, aquellos a quienes buscaban permanecían escondidos entre las ruinas incendiadas más próximas a ellos. Medianoche dormía, atada y amordazada, con la cabeza apoyada en las alforjas con la tabla. Bhaal observaba el vuelo de los pegasos, y su mirada revelaba su ansia por acabar con ellos.
Por fin, el señor de los Asesinos no pudo resistir más la tentación. Decidió perseguir a los caballos alados. Si Medianoche intentaba escapar mientras él estaba ausente, mucho mejor. De acuerdo con el plan de Myrkul, tenía que dejarla escapar cerca del castillo de Lanza de Dragón, pero Bhaal no veía ningún riesgo en permitirle huir un poco antes. Pensó en llevarse la tabla con él, pero decidió que era mejor no hacerlo. Si al despertar la maga no la veía, se daría cuenta de que le había mentido acerca de que era inservible. Además, le estorbaría mientras cazaba.
Los pensamientos de Bhaal fueron interrumpidos por el relincho de un caballo entre los matorrales. Los pegasos todavía se mantenían en el aire, pero él estaba seguro de que el sonido se había producido en el suelo. Esto solo podía significar que había alguien cerca. Sin hacer ningún ruido, el señor de los Asesinos abandonó las ruinas y desapareció entre la hierba alta.
Un minuto después, cuando se convenció de que Bhaal se había marchado, Medianoche abrió los ojos. Se sentó y comenzó a retorcer las manos contra las ligaduras. La hechicera había hecho lo mismo en todas las ocasiones posibles, y finalmente consiguió aflojar las correas de cuero lo suficiente para desatarse.
Mientras tanto, a unos centenares de metros, el caballo de Dalzhel reculó en el borde de una riera seca. En la orilla opuesta, algo se movió entre los arbustos espinosos. El teniente desenvainó su espada, en el momento en que la figura de un hombre saltó desde el otro lado. El caballo se encabritó, y descargó un golpe con sus patas delanteras. Se escucharon dos estampidos secos cuando los cascos hicieron blanco en el agresor.
La forma oscura gruñó, y luego atrapó una de las patas del caballo. Sonó un ruido a hueco, y después el sonido horrible de los tendones y cartílagos al romperse. Cuando el pobre animal comenzó a caer, con un relincho de terror y sufrimiento, le faltaba la pata. Dalzhel desmontó de un salto para no quedar aplastado debajo de su montura.
Al otro lado del caballo caído estaba la figura de Kae Deverell. Apenas parecía humano. Su cuerpo estaba hinchado y la piel tenía una textura grisácea que resultaba aún más repugnante con la luz plateada de las nubes iridiscentes. Al haber sido tratado sin la menor consideración, el cuerpo estaba cubierto de heridas y golpes de pies a cabeza. Un olor nauseabundo flotaba en el aire alrededor del avatar.
De inmediato, los cuatro jinetes comprendieron que habían encontrado a Bhaal, o, mejor dicho, que Bhaal los había encontrado a ellos. Con un esfuerzo, Kelemvor dominó la náusea, clavó las espuelas a su corcel y enarboló la espada. Por su parte, el señor de los Asesinos levantó los puños y salió al encuentro del atacante. El guerrero soltó las riendas y se sujetó del pomo de la silla con la mano libre para poder agacharse a la altura de Bhaal.
Chocaron con gran estrépito y la espada de Kelemvor se hundió en la carne putrefacta. Sin embargo, el puñetazo de Bhaal también hizo blanco. El joven salió disparado de la montura y aterrizó de espaldas. El impacto lo dejó sin resuello.
Cyric fue el siguiente en atacar; saltó por encima del cuerpo de Kelemvor en el momento en que este tocó el suelo. La espada del ladrón relampagueó en la semioscuridad. Se oyó un siseo agudo cuando la hoja roja tocó al avatar. Bhaal soltó un rugido de furia y se volvió. El señor de los Asesinos clavó su mano en la piel del animal, y de un tirón arrancó una larga tira de piel y carne del flanco del caballo, que aterrorizado desmontó al ladrón. Bhaal aprovechó la caída de Cyric para retirarse a la espesura del otro lado de la riera.
Adon espoleó a su caballo, y estuvo en un tris de aplastar a Kelemvor, quien intentaba ponerse de pie. Los cascos del animal tocaron el suelo junto a la nariz del guerrero, para luego galopar en pos de Bhaal. El caballo del clérigo se metió en la espesura, pero al cabo de unos metros, cuando estaba a punto de detenerse al no poder superar el escollo de los arbustos espinosos, pisó en falso y rodó por la abrupta ladera. Adon salió despedido y aterrizó cuan largo era en el fondo del cauce seco.
Cuando el clérigo y sus compañeros se recuperaron, Bhaal ya había desaparecido. Los caballos de Kelemvor y Adon se movían nerviosos por el fondo de la riera seca, y no había señales de la montura de Cyric. El animal de Dalzhel yacía en el suelo sin dejar de relinchar de dolor. Le faltaba parte de la pata izquierda, y se veía el hueso blanco y redondo de la rodilla. El teniente se acercó por detrás a la bestia herida, y con un golpe de espada puso fin a sus sufrimientos.
—Ningún animal tendría que enfrentarse a algo como eso —dijo.
—Ni tampoco ningún hombre —replicó Adon—. Pero aquí estamos.
Un instante después, Cyric se unió a ellos. La mirada del ladrón brillaba de entusiasmo, y la hoja de su espada corta mostraba un color rojo muy fuerte.
—Dalzhel, ocúpate de la vanguardia. Kel, Adon, id por los flancos. Lo sacaremos de su escondrijo —ordenó el ladrón.
—Y luego ¿qué? —preguntó Dalzhel.
El gigante zhentilés parecía un hombre sensato y no del todo malo, y a Kelemvor le resultaba difícil entender por qué obedecía las órdenes de Cyric. A lo largo de los tres días que habían cabalgado juntos, el guerrero había tomado un cierto aprecio al teniente.
—¡Mataremos a Bhaal, desde luego! —afirmó Cyric.
—Estás loco —intervino Kelemvor.
—¿Loco? —exclamó Cyric, girándose para mirar al guerrero. Levantó la espada, con mucho cuidado para no parecer que le amenazaba. Solo pretendía que Kelemvor viera la hoja—. ¿Loco?… quizá. Pero, con esto, herí a Bhaal. Te lo puedes creer, ¡herí a un dios!
—Lo obligamos a escapar —dijo Adon—, eso es todo. —Recogió una cosa de la arena, y la mantuvo en alto para que los demás pudieran verla. Era una cosa sucia y deforme: una mano amputada a la altura de la muñeca—. Podemos cortar al avatar en mil pedazos, pero jamás conseguiremos matar a Bhaal.
—No —insistió Cyric—. Yo puedo destruirlo. ¡Sé que puedo!
—Tal vez consigamos matar a Bhaal, o tal vez no —protestó Kelemvor—. Pero no hemos venido hasta aquí con ese propósito. Hemos venido a buscar a Medianoche.
—¡Mirad! —gritó Adon, señalando hacia el cielo. Las nubes habían formado una masa de rombos perfectos, pero eso no era el motivo de su excitación. Los pegasos se alejaban—. ¡Se van! Han tenido que ver a Bhaal.
—Tenemos que darnos prisa —afirmó Kelemvor.
—¿Por qué? —preguntó Dalzhel—. Adon acaba de decir que no…
—Bhaal tiene a Medianoche y la tabla. Puede ser que en estos momentos haya emprendido la marcha —lo interrumpió el guerrero de ojos verdes.
No había acabado Kelemvor de pronunciar estas palabras, cuando Cyric ya estaba casi al otro lado de la riera. En un instante, el guerrero le dio alcance. Adon y Dalzhel no tuvieron más opción que ir tras ellos.
En la otra orilla, se dividieron en dos grupos. Dalzhel y Cyric tomaron por el lado izquierdo, y Adon y Kelemvor por el derecho. Las dos parejas no tardaron en perderse de vista en medio de la espesura. El guerrero y el clérigo se movieron con todo el sigilo posible, para ocultar su posición tanto de Cyric como de Bhaal. Medianoche debía de estar en algún lugar cercano. Si el ladrón la encontraba primero, se volvería contra ellos en el acto. Por lo tanto, intentarían dificultarle las cosas al máximo.
El grito de sorpresa de Dalzhel anunció que él y Cyric habían encontrado al señor de los Asesinos. Kelemvor y Adon fueron en dirección al lugar donde había sonado el grito, tan deprisa como pudieron, sin hacer ruido. Cuando por fin llegaron al escenario de la batalla, Kelemvor se quedó pasmado ante el espectáculo. El enorme corpachón de Dalzhel pasó a toda carrera a unos metros por delante de él, su coraza negra resplandeciente con la luz plateada de las nubes. Bhaal solo estaba a cuatro pasos detrás del teniente zhentilés. Luego pasó Cyric, sin hacer el menor ruido, buscando el momento oportuno para atacar por sorpresa.
Kelemvor dio un paso adelante dispuesto a intervenir, pero Adon se apresuró a sujetarlo por un brazo.
—Deja que ellos se encarguen de Bhaal. Nosotros debemos encontrar a Medianoche —susurró el clérigo.
Sin previo aviso, Bhaal se detuvo y giró para enfrentarse a su perseguidor. Descargó un golpe con el muñón, seguido por un revés con la otra mano. Cyric a duras penas consiguió evitar los golpes; contraatacó con un feroz mandoble, y dio un paso atrás.
Dalzhel por fin advirtió que el señor de los Asesinos ya no corría en su persecución y que ahora atacaba a su comandante. De inmediato, retrocedió deprisa pero también con cautela, y se situó a espaldas de Bhaal.
El dios caído ignoró la presencia del teniente y avanzó hacia Cyric. Toda su atención parecía estar puesta en la espada roja, como si fuese su único objetivo. El ladrón se detuvo, y luego lanzó un ataque mal calculado. Bhaal evitó la estocada, pero Cyric alcanzó a propinarle una feroz patada en las costillas.
Bhaal no cayó. En cambio, sujetó la pierna de Cyric y sonrió. Al recordar cómo le había arrancado media pata al caballo de Dalzhel, el ladrón se retorció al tiempo que se arrojaba de cabeza al suelo. Por fortuna, Cyric alcanzó a librar la pierna y aterrizó con una voltereta. Bhaal hizo una mueca y avanzó, en el preciso momento en que el oficial zhentilés se disponía a descargar su mandoble.
Poco dispuesto a perder tiempo en ponerse de pie, Cyric continuó con los tumbos. Bhaal lo siguió tres pasos más allá, a la espera de atacar en cuanto el ladrón dejara de rodar.
—¡Necesitan nuestra ayuda! —susurró Kelemvor.
—¿Crees que ellos nos ayudarían? —protestó Adon.
—No, pero…
—Conserva tus fuerzas —insistió el clérigo—. Ya sea Bhaal o Cyric, no hay ninguna duda de que tendremos que matar al ganador.
Si Cyric hubiese sido el único rival del señor de los Asesinos en este combate, Kelemvor habría acatado los deseos de su amigo sin vacilar. El ladrón merecía morir. Pero hasta ahora, Dalzhel se había comportado con toda honestidad. A Kelemvor no le agradaba estar de espectador mientras el teniente zhentilés arriesgaba el pellejo.
Consciente de los pensamientos de su compañero, Adon le sugirió un motivo mejor para permanecer apartado de la lucha.
—Ahora tenemos nuestra mejor oportunidad para rescatar a Medianoche; mientras Cyric mantiene ocupado a Bhaal —dijo.
—Entonces, vamos a buscarla —asintió el guerrero, con un suspiro.
Adon comenzó a arrastrarse para rodear a los combatientes.
A solo unos sesenta metros, Medianoche había conseguido por fin librar una mano de sus ligaduras. Unos pocos momentos antes, había oído un grito entre los matorrales y supo que Bhaal había atacado a alguien. Si bien no sabía quién podía ser la víctima, la hechicera deseaba acudir en su ayuda. Se quitó las correas de cuero y la mordaza, colocó con mucho cuidado las alforjas sobre el hombro lastimado, y luego espió por encima de los cimientos.
Mientras se arrastraba, Kelemvor fue incapaz de no hacer una pausa y mirar las alternativas de la lucha. Dalzhel había conseguido alcanzar a Bhaal y, en aquel momento, descargaba la espada con todas sus fuerzas. Con un silbido, la hoja cortó el aire en línea recta al cuello del avatar.
El señor de los Asesinos se apartó sin problemas, y se volvió contra el zhentilés. Levantó el muñón, y clavó el hueso en el hombro del soldado. Dalzhel dio un grito de agonía y soltó la espada, pero no se desplomó ni retrocedió. En cambio, dio un paso adelante para luchar cuerpo a cuerpo contra el dios mientras que, con la mano izquierda, intentaba arrancarle los ojos.
Cyric sacó buen partido de la distracción de su rival. Se puso de pie y avanzó hacia Bhaal. Una vez más, el avatar le daba la espalda. El ladrón levantó su espada y cargó, aprovechando que el dios caído tenía toda su atención puesta en Dalzhel.
Kelemvor se vio arrancado de su contemplación por la mano del clérigo que le sacudió el hombro.
—¿Quién será aquel? —preguntó Adon.
El clérigo señaló una silueta oscura que se arrastraba de rodillas hacia la batalla. Debido a la densidad de la espesura y la poca luz, Kelemvor no consiguió ver quién era, o si se trataba de un hombre o una mujer.
—No lo sé —respondió en voz baja—. Pero sin duda, está interesado en esta pelea. —Una vez más, miró a los combatientes.
Cyric estaba detrás de Bhaal. El ladrón descargó una estocada con la fuerza suficiente para hendir al avatar hasta el esternón. Pero Bhaal lo había descubierto y, tras librarse fácilmente del abrazo de Dalzhel, se apartó de un salto. El dios de los Asesinos sujetó el brazo de Cyric, y aprovechó el impulso del ladrón para lanzarlo en medio del matorral, a unos tres metros de distancia.
Mientras Cyric volaba por los aires, Dalzhel recuperó su espada y la hundió entre las costillas del avatar. Bhaal soltó un gruñido y propinó un puntapié en el estómago del zhentilés. Dalzhel dio un paso atrás y cayó con gran estrépito.
El señor de los Asesinos arrancó la espada del teniente de su herida como quien quita una espina, y la arrojó a un costado. Luego saltó sobre el cuerpo de su oponente, y le clavó el muñón en la garganta. Dalzhel soltó un grito, y murió.
Cyric se levantó de un salto, y sacudió la cabeza. Había escuchado el grito de su lugarteniente y comprendió que Bhaal lo había matado. Ni por un instante sintió pena, pero sí una sensación de vacío en la boca del estómago. Dalzhel había sido un ayudante de gran valía, y el ladrón echaría de menos sus servicios.
También Medianoche cuando escuchó el alarido supo que Bhaal había vuelto a matar. Entonces, entre los arbustos, vio que el avatar se levantaba y avanzaba hacia otra víctima. La hechicera no podía ver quién era el oponente, porque la luz plateada era demasiado débil para mostrar su cara a esa distancia. Pero Medianoche no estaba dispuesta a abandonarlo a manos del dios caído.
La maga invocó el hechizo del rayo. Desde que había aprisionado a Bhaal en Cuerno Alto, no había vuelto a tener éxito en la utilización de la magia. No tenía ninguna razón para creer que esta vez funcionaría, pero le daba lo mismo. No tenía otros medios para ayudar a las víctimas del dios, y si no hacía nada, el señor de los Asesinos las mataría de todas maneras. Tan pronto como los gestos y las palabras adecuadas aparecieron en su mente, Medianoche se puso de pie y apuntó sus manos hacia el avatar.
Adon y Kelemvor vieron cómo se levantaba la silueta, y luego escucharon una voz femenina que recitaba la fórmula de un hechizo.
—¡Magia! —Los dos hombres pronunciaron la palabra al mismo tiempo, y, sin perder un segundo, aplastaron sus cuerpos contra el suelo. No sabían qué podía ocurrir, pero ambos estaban seguros de que sería peligroso.
Medianoche acabó de recitar las palabras mágicas y brotó un rayo de su dedo. De repente, el rayo se convirtió en una brillante bola de luz. La esfera resplandeciente se elevó sobre el matorral, y quedó suspendida en el aire a espaldas de Kelemvor y Adon como si fuese una estrella diminuta. El globo de luz iluminó el suelo en un radio de casi cien metros con tanta claridad como el sol de mediodía.
Los dos amigos reconocieron al instante a la hechicera de cabellos oscuros.
—¡Medianoche! —gritaron al unísono, poniéndose de pie.
Bhaal y Cyric también notaron la aparición del pequeño sol, pero no pudieron ver al autor del fenómeno. El globo estaba entre ellos y Medianoche. Lo único que veían era un círculo de luz brillante.
Cyric soltó un improperio, y volvió toda su atención al avatar. Ignoraba la causa de la luz, pero tenía muy claro que, sin la ayuda de su teniente, ya no era rival para el señor de los Asesinos. No perdió tiempo en maldecir a Kelemvor y al clérigo por haberlo abandonado. Sabía que había sido un tonto en confiar en que vendrían en su ayuda.
Después de mirar al sol en miniatura por un instante, Bhaal se volvió sin prisa hacia el ladrón y avanzó. Cyric descargó un mandoble. Bhaal esquivó el golpe y apartó la espada de un manotazo. El ladrón intentó darle una patada, para mantenerlo apartado. El avatar frustró el intento, acortó la distancia, y golpeó la mandíbula de su oponente con un puño tan duro como una roca.
A Cyric le silbaron los oídos y le dio vueltas la cabeza. Quiso mover la espada, pero Bhaal lo golpeó otra vez. El ladrón notó que se le aflojaban las rodillas. El señor de los Asesinos le propinó un tercer golpe en la barbilla, luego otro en el estómago, y prosiguió con el castigo hasta que Cyric soltó la espada y cayó al suelo casi sin sentido.
Mientras Bhaal apalizaba a Cyric, Adon y Kelemvor corrieron hacia Medianoche. La bola de luz flotaba a sus espaldas, y su intensidad hacía que sus rostros no fuesen más que manchas negras. Pero no tenía importancia. Medianoche reconoció sus voces y corrió a reunirse con sus amigos.
—¿Cómo habéis hecho para encontrarme? —gritó la maga, mientras abrazaba a Kelemvor. Le hizo dar la vuelta para que la luz del sol en miniatura le alumbrara el rostro—. No importa. Me alegro tanto de volver a veros. Estoy tan feliz de que todavía estéis…
La hechicera se interrumpió en mitad de la frase. Estaba a punto de decir «vivos», y eso hizo volver sus pensamientos hacia la persona que se enfrentaba a Bhaal. Todavía no le había visto la cara. Incapaz de apartar su mirada del rostro de Kelemvor, señaló con el pulgar por encima del hombro, y preguntó:
—¿Quién es el que lucha con Bhaal?
Kelemvor y Adon miraron hacia el lugar donde se desarrollaba el combate, con los ojos entrecerrados para protegerlos del resplandor del pequeño sol.
—Es Cyric. Estamos otra vez juntos… —respondió el guerrero.
—¿Juntos? —Medianoche frunció el entrecejo.
—Es una historia muy larga —contestó Adon—. Ahora no hay tiempo para explicaciones…
El sol en miniatura aumentó la intensidad de su luz, y produjo un dolor muy agudo en los ojos de los dos compañeros. Luego sonó un trueno y la onda expansiva los hizo caer al suelo.
Después del súbito relámpago, la espesura quedó sumergida una vez más en penumbra. Solo la incandescencia plateada de las nubes geométricas alumbraba el matorral. Bhaal dejó caer el cuerpo vapuleado y sangriento de Cyric, y miró hacia donde había estado el globo de luz.
Quince metros más allá, Medianoche se puso de pie con mucho esfuerzo, pero sus dos compañeros permanecieron tendidos con las manos sobre los ojos.
—Has escapado —le gritó Bhaal a la hechicera—. Tendré que castigarte por lo que has hecho.
Sin responder, Medianoche miró a Bhaal, después al cuerpo caído del ladrón, y otra vez al avatar. Sin apartar la mirada del señor de los Asesinos, recuperó las alforjas del lugar donde habían caído, y las acomodó sobre el hombro. Luego, ordenó a sus amigos:
—¡Levantaos!
Pero Kelemvor y Adon habían sufrido las consecuencias directas del estallido de la bola. Cuando abrieron los ojos, no vieron otra cosa que un resplandor blanco.
—¡Estoy ciego! —gritó el guerrero.
—¡Yo tampoco puedo ver! —gimió el clérigo, a su izquierda.
—¡Entonces, cerrad la boca! —exclamó Medianoche—. No llaméis la atención sobre vosotros.
La hechicera no tenía necesidad de preocuparse. Bhaal tenía su mente ocupada en otras cosas. Jamás había imaginado que, tras librarse de sus ligaduras, Medianoche no escaparía en el acto. Ahora tendría que volver a capturarla o la mujer sospecharía que la había dejado huir. Si despertaba su suspicacia, ella podría descubrir cuáles eran las verdaderas intenciones de los dos dioses. Bhaal caminó hacia Medianoche.
—Quédate donde estás —le avisó la hechicera.
—¿Por qué? —replicó Bhaal, burlón—. No tienes poder para matarme… todavía.
El resplandor blanco delante de los ojos de Kelemvor pasó a gris. Tal vez la ceguera era solo temporal.
—Tenemos que hacer algo —susurró Adon. Había recuperado lo suficiente la visión para poder distinguir una sombra que se movía hacia Medianoche.
—¿Qué? —preguntó el guerrero.
—Atacar. Quizá Medianoche…
—No podemos. ¡Todavía estoy ciego!
Adon no respondió, consciente de que Kelemvor tenía razón. Al no poder ver con claridad, solo serían un estorbo.
Mientras el señor de los Asesinos avanzaba hacia la mujer, Cyric comenzó a moverse. El ladrón no podía creer que todavía estaba vivo, porque los últimos golpes de Bhaal habían sido auténticos mazazos. Le dolía el cuerpo de pies a cabeza, y el esfuerzo de respirar le producía espasmos de agonía por todo el pecho. Sin embargo, sabía que si no actuaba, perdería su oportunidad para capturar a Medianoche y la Tabla del Destino. Empuñó la espada y susurró:
—Has probado la sangre de Bhaal. Si quieres más, ayúdame.
Sí, más, respondió la espada. Te ayudaré. Las palabras llegaron a la mente del ladrón, pronunciadas por una sensual voz femenina.
El mango de la espada entibió su mano, y Cyric sintió que el vigor y la fuerza fluían en su cuerpo. Se puso de rodillas, después de pie, y caminó tambaleante a la búsqueda del señor de los Asesinos.
En ese momento, Bhaal se detuvo.
—Ríndete, Medianoche —dijo el dios. Luego, como si acabara de caer en la cuenta, añadió—: Y devuélveme la tabla.
—No —contestó Medianoche, y dio un paso atrás.
—No tienes elección —insistió Bhaal, indicando el cuerpo caído del guerrero.
Medianoche invocó la fórmula para lanzar otro rayo, y apuntó al dios de los Asesinos.
—Tengo muchas cosas que elegir —exclamó la joven—. La mayoría están relacionadas con tu muerte.
—Si destruyes a mi avatar, matarás a tus amigos, y quizás a ti también —dijo Bhaal, tras unos momentos de reflexión. No las tenía todas consigo, consciente de que ella era muy capaz de cumplir su amenaza—. Y tú lo sabes.
Medianoche frunció el entrecejo, al recordar el inmenso poder desatado sobre Tantras como consecuencia de la destrucción de Torm y Bane. La muerte de Mystra había arrasado un castillo en Cormyr. Por lo menos esta vez, Bhaal decía la verdad. No podía matarlo sin matar también a sus amigos.
Entonces vio a Cyric que se acercaba a Bhaal con la espada lista para asestar el golpe. El cuerpo del ladrón había recibido tantos golpes que resultaba difícil reconocerlo. A Medianoche le pareció imposible que Cyric pudiera mantenerse de pie, y mucho menos moverse con tanto sigilo.
—No tienes elección —repitió el dios caído.
—De todas maneras, te destruiré —se apresuró a contestar la hechicera, al tiempo que volvía a mirar el rostro del avatar—. ¿Qué puedo perder?
Cyric estaba a solo dos pasos de Bhaal. Medianoche apartó de su mente el encantamiento del rayo, e invocó el exorcismo del teletransporte. Sabía que era un plan desesperado, porque ya no recordaba la última vez que su magia había dado un resultado correcto. Pero siempre era mejor intentarlo que rendirse a Bhaal o morir en la explosión si prosperaba el ataque de Cyric.
—Si haces lo que te pido —dijo Bhaal, con una sonrisa cruel—, tus amigos vivirán.
Una de las botas de Cyric resbaló sobre una piedra. En el rostro del avatar apareció una expresión de alarma y se dio vuelta. El ladrón bajó la espada y la hundió hasta el mango en el pecho de Bhaal.
—¡Maldito loco! —gritó el señor de los Asesinos.
El color de la hoja se hizo cada vez más oscuro, mientras el dios caído aullaba de furia. Su rugido tenía la sonoridad del trueno y resultaba tan aterrador como el lamento de un fantasma.
—Al menos he matado a un dios antes de morir. —Cyric proclamó su triunfo sin casi poder mover los labios. En aquel mismo momento, la maga pronunció las palabras de su hechizo.
Acabó el grito de Bhaal y su cuerpo estalló. Luego, la tierra desapareció debajo de los pies de Medianoche y sus aliados.
Una temblorosa llama ocre. Una vela metida en el cuello de una botella en el centro de una mesa de madera, sucia, rajada y tan seca como la yesca. Una silla enclenque y sin tapizar en una habitación oscura y húmeda oculta en las cloacas de Aguas Profundas.
En esto se había convertido su gloria.
Pero Ao se lo pagaría, juró Myrkul. El señor de la Muerte no disfrutaba con la modestia del alojamiento, no disfrutaba con tener que esconderse de los mortales, y, desde luego, no disfrutaba con estar confinado en los Reinos. Por todas estas indignidades, Ao —y Helm— recibirían su merecido.
Sin embargo, debía ser muy precavido. El señor de la Muerte había visto las consecuencias de los descuidos. Tantras había sido un desastre, y solo gracias a su previsión no había corrido la misma suerte que Bane. Ahora se encontraba en el reino de los mortales. En cierto sentido, él también era mortal, porque podía morir de la misma manera que Bane, Mystra y Torm habían muerto.
La idea de que el dios de la Muerte pudiese morir resultaba casi ridícula, y Myrkul se hubiese reído de buena gana, de no haber sido algo tan inquietante.
No, de nada serviría enfrentarse a los rivales cara a cara. Tenía que permanecer oculto, allí donde los enemigos no pudiesen encontrarlo, donde no tuviesen ningún motivo para sospechar su presencia. Tenía que trabajar a través de agentes, de elaborar planes intrincados y estudiar las contingencias alternativas, como había hecho con Medianoche y las Tablas del Destino.
Hubiese sido un asunto sencillo matar a la hechicera de cabellos oscuros y apoderarse de la tabla que ella guardaba. El señor de la Muerte tenía agentes y sacerdotes por todo el mundo, y no había nadie capaz de sobrevivir a todos los ataques que él podía ordenar. Pero sus seguidores tendrían que traer la tabla hasta Aguas Profundas, y no había nadie mejor que Medianoche para actuar de mensajero.
Desde luego, Myrkul no tenía la intención de permitir que la mujer se quedara con la tabla. No se sentiría seguro hasta tener las dos tablas en su poder. De una manera indirecta, este era el motivo por el cual no había ordenado el asesinato de la maga. Necesitaba que ella se encargara de ir hasta el castillo de los Huesos y recuperara la segunda tabla.
El señor de la Muerte tenía planes dentro de otros planes, y todos dependían de la mujer. Bhaal había pretendido actuar de una forma directa, por medio del secuestro de toda la compañía y luego utilizar a los amigos de Medianoche como rehenes para obligarla a recuperar la tabla. Pero, hasta el momento, Medianoche había mostrado una fortaleza admirable, y Myrkul opinaba que ella podía superar unos métodos de persuasión tan primitivos. Era mucho más astuto engañarla para que hiciese lo que él deseaba, hacerle pensar que recobrar la segunda tabla era una idea propia. Para conseguir este propósito, Bhaal la había capturado, y luego se había dejado «engañar» para revelarle el lugar donde se ocultaba la tabla restante.
Incluso este plan tenía un defecto, y al señor de la Muerte no se le había pasado por alto. Una vez que la mujer tuviese en sus manos las dos tablas, cabía la posibilidad de que se las devolviera a Helm. Para impedirlo, Myrkul había ordenado a Bhaal que la dejara escapar cerca del castillo de Lanza de Dragón, después de haberle revelado la existencia de una entrada debajo de la fortaleza que conducía al reino de la Muerte.
En el castillo, Myrkul tenía preparada una trampa para apoderarse de la primera tabla. Dicha trampa también forzaría a Medianoche a penetrar en el reino de la Muerte para recuperar la tabla guardada en el castillo de los Huesos. Desde luego, no había estrategia capaz de cubrir todos los imprevistos. Por esa razón, Myrkul mantenía un contacto periódico con Bhaal para saber que todo funcionaba según el plan.
El señor de la Muerte se concentró en la luz de la vela. La llama se movió y chisporroteó un poco. Myrkul esperó con paciencia que se convirtiera en la cabeza fea y deforme del avatar de Bhaal.
Pero la llama no mostró ningún cambio.
Myrkul probó una vez más con una variante del exorcismo de comunicación, pero la llama continuó igual. El dios consideró la posibilidad de que el caos de la magia fuera el responsable del fracaso, pero descartó la idea. Si el fallo se debía al caos, la magia tendría que haber dado un resultado cualquiera, correcto o no. En cambio, no había ocurrido nada.
Esto solo podía significar que Bhaal había muerto. El avatar había sido destruido y la esencia del señor de los Asesinos estaba dispersa por todos los Reinos y Planos. Este pensamiento perturbó a Myrkul, y no únicamente porque le recordara su propia mortalidad. Entre todos los dioses, quizás él y Bhaal eran los más unidos. Bhaal presidía el proceso de la muerte y el asesinato, mientras que Myrkul gobernaba a los ya muertos. La suya era una relación simbiótica. Uno casi no podía existir sin el otro.
Myrkul se permitió un momento de dolor por la muerte de su compañero, y luego volvió a ocuparse de sus planes. La última vez que habían mantenido comunicación, Bhaal le había informado que la mujer sabía de la entrada al reino de la Muerte. Por lo tanto, cabía suponer que marchaba hacia el castillo de Lanza de Dragón. El plan original no necesitaba de ningún retoque, excepto que la mujer llegaría sin escolta. La trampa era válida y podría conseguir separarla de la tabla.
Pero Myrkul distaba mucho de sentirse feliz. Si había conseguido derrotar a Bhaal, significaba que Medianoche tenía el poder para contrarrestar la trampa y llevar la primera tabla al reino de la Muerte. Entonces, si salía airosa del castillo de los Huesos, tendría las dos tablas. A partir de ese momento, no tendría más que volver a los Reinos, encontrar la Escalera Celeste, y entregársela a Helm.
Si esto ocurría, sería el fin de Myrkul.
Bane y él eran los autores del robo de las Tablas del Destino. En estos momentos, Ao ya debía de saberlo, y Myrkul no lo creía dispuesto a darle una recompensa por devolver algo que él había robado. Si bien el señor de la Muerte no se lo había dicho a Bhaal, no necesitaba las tablas para ningún uso determinado. Su único interés por recuperarlas residía en asegurarse de que nadie pudiese devolverlas jamás a los Planos. Myrkul tenía la sospecha de que el señor de los dioses lo destruiría en el momento en que recuperara las tablas.
Pero Myrkul también sabía que no devolverlas solo era una solución temporal. Tarde o temprano, Ao se cansaría de esperar y dictaría el castigo. Si el señor de la Muerte pretendía sobrevivir, debía ser el primero en golpear. Por esta razón, y a través de otra complicada serie de planes, Myrkul había preparado todo para que Medianoche se encargara de recuperar la segunda tabla.
Después de robar las Tablas del Destino, Myrkul y Bane habían cogido una cada uno y las habían ocultado. Bane había escondido la suya en Tantras, y Myrkul la había llevado al castillo de los Huesos, en el corazón del reino de la Muerte. Para evitar que nadie pudiese robarla, Myrkul había dispuesto una trampa.
En el instante en que Medianoche sacara la segunda tabla del reino de la Muerte, también dejaría libres a los engendros y a todos los espíritus de los muertos. Cuando esto ocurriese, Myrkul estaría al acecho. Mataría a Medianoche y se apoderaría de la segunda tabla. Luego, con los mismos métodos que había utilizado para dar poder al avatar de Bane en Tantras, pondría a trabajar a las almas de los muertos; esta vez para su propio avatar.
Después, ya estaría preparado para enfrentarse a Ao. Myrkul no estaba muy seguro de que incluso con la energía de millones de almas, pudiese salir airoso. Por encima de todo, el señor de la Muerte odiaba revelarse a sus enemigos. Sin embargo, este plan desesperado era su única oportunidad para convertir la derrota en victoria.
Pero, si Medianoche llevaba su tabla al reino de la Muerte, el plan de Myrkul sería aún más arriesgado. En el caso de que volviese a los Reinos con las dos tablas, sería muy difícil encontrarla en medio de la confusión que provocaría la aparición de sus engendros. La maga tendría una ocasión para pasar inadvertida y llevarle las tablas a Helm.
Myrkul era consciente de que el plan más seguro era impedir que entrase en el reino de la Muerte con la primera tabla. Tendría que tomar precauciones extras en el castillo de Lanza de Dragón para que la maga perdiese la tabla recuperada en Tantras.
Tenía la espada en la mano. Eso era lo único que sabía Cyric. Sus pensamientos vagaban sin rumbo a través de la niebla en que se había convertido su mente.
Le pareció que lo habían molido a golpes.
Puños. Puños tan duros como la piedra. Bhaal, que le pegaba hasta dejarlo sin sentido, machacando su mandíbula, las costillas y la nariz, para después detenerse y dejar la tarea sin acabar. Entonces Cyric recordó que se había puesto de pie, a pesar de sus múltiples heridas, y clavado su espada en el pecho del señor de los Asesinos.
Aquello había sido su perdición. El avatar se había vuelto blanco y desaparecido con un fogonazo. Por un momento, Cyric pensó que se encontraba en el reino de la Muerte.
No, estaba vivo. Le dolía demasiado la cabeza, y la agonía en las costillas solo aparecía al respirar. Tenía la sensación de haber sido pisoteado.
El ladrón de nariz aguileña abrió los ojos y vio la oscuridad. Yacía boca abajo sobre la nieve, al parecer en el medio de un camino. A su alrededor, tres figuras se ponían de pie.
—¿Dónde estamos? —preguntó Adon, estudiando los campos cubiertos de nieve a ambos lados de la carretera. Comprobó que su visión era normal.
—Un poco más adelante en el camino a Aguas Profundas, espero —contestó Medianoche, fatigada—. Al menos, era donde pretendía llegar. —Le pesaban los miembros por la fatiga. Su último hechizo había consumido gran parte de sus energías.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —murmuró Kelemvor, frotándose los ojos. Había recuperado la vista solo parcialmente, y el guerrero todavía veía puntos de luz que se movían por el paisaje nevado.
—Nos hemos teletransportado —dijo Medianoche—. No me pidas que te lo explique.
Cyric decidió permanecer inmóvil. Le superaban tres a uno y dudaba mucho de ser capaz de moverse incluso si lo intentaba. Con la recuperación de la conciencia, sus dolores se habían vuelto intolerables.
—¡Me alegra volver a verte! —afirmó Kelemvor. Soltó una risita nerviosa, y luego abrazó a Medianoche. El primer saludo en el puente del Jabalí le había sabido a poco—. ¡Me cuesta trabajo creer que estés viva!
—¿Por qué habría de sorprenderte? —preguntó la hechicera, mientras le devolvía el abrazo con mucho cariño.
—Después de la manera como escapaste… —Adon inició su reprimenda con un tono muy severo.
Pero Medianoche no lo dejó continuar. Se apartó de Kelemvor y exclamó:
—Fue lo mejor que podía hacer. —No podía creer que la manera condescendiente del clérigo pudiese irritarla tanto—. Si no, ambos estaríais muertos.
—¿Muertos? —dijo Adon. Movido por su frustración, dio un paso atrás—. Bhaal no…
Antes de poder acabar la frase, el clérigo tropezó con Cyric y cayó al suelo. Solo el grito de sorpresa de Adon impidió que todos escucharan el gemido del ladrón moribundo. Cyric mantuvo los ojos cerrados y no se movió. Su única esperanza era convencer a sus rivales de que no representaba ningún peligro.
Kelemvor se acercó y sin preocuparse dio un puntapié al cuerpo herido de Cyric.
—¡Mira lo que hay en medio de la carretera como un montón de estiércol! —gruñó el guerrero. Se puso en cuclillas y buscó el pulso en el cuello de Cyric—. ¡Y está vivo!
El ladrón comprobó que tenía la espada bien sujeta.
—¡Cyric! —siseó Adon, furioso. Se puso de pie y miró a Medianoche—. ¿Por qué lo has traído?
—Créeme, no ha sido voluntad mía —respondió la hechicera, tajante. Contempló el cuerpo inmóvil del ladrón con el entrecejo fruncido—. Además, creía que trabajabais con él.
—Trabajábamos —dijo Kelemvor, y desenvainó su espada—. Pero ya es hora de acabar con toda esta historia.
Cyric apenas si abrió un ojo para espiar al guerrero, e intentó reunir fuerzas para levantar la espada.
Adon se interpuso entre el cuerpo caído y el arma de Kelemvor.
—No podemos matarlo a sangre fría —afirmó.
—¿Qué? —exclamó Kelemvor—. Pero si hace diez minutos no querías que lo ayudara a luchar contra Bhaal. —Intentó pasar junto al clérigo.
—En aquel momento, representaba un peligro para nosotros —contestó Adon, moviéndose para mantenerse entre el ladrón y el guerrero—. Ahora, ya no lo es.
—Yo lo vi degollar a un halfling medio ahogado y torturar a otro —intervino Medianoche, apuntando con un dedo acusador a la cabeza de Cyric.
—No podemos matarlo mientras está indefenso —insistió, Adon, con la mirada puesta en la muchacha. Sin embargo, no era fácil convencer a Medianoche.
—Cyric merece morir —declaró la maga, no del todo convencida.
—Sí, pero no es nuestro derecho juzgar a nuestros semejantes —manifestó Adon, sin alzar la voz, mientras contenía al guerrero—. No tenemos más derecho que los arpistas que nos condenaron a muerte a ti y a mí.
En el rostro de Kelemvor apareció una expresión muy seria, y luego envainó su espada. Durante la batalla del valle de las Sombras, Elminster había desaparecido. Los lugareños habían llegado a la inmediata conclusión de que alguien había asesinado al mago, y acusaron a Medianoche y al clérigo del crimen. Si Cyric no los hubiese rescatado de la prisión, la pareja habría acabado en el cadalso.
—Esto es diferente —recalcó Medianoche—. Nos ha traicionado y me tomó por tonta. —La muchacha tendió la mano para coger la espada de Kelemvor, pero él se lo impidió.
—No —dijo—. Adon está en lo cierto.
—Si lo matamos —dijo Adon, señalando el cuerpo postrado—, nos convertiremos en asesinos como él. ¿Es eso lo que deseas?
Medianoche reflexionó unos momentos; y luego apartó la mano de la espada. Dio media vuelta y comenzó a caminar carretera arriba.
—Entonces, dejadle donde está. De todas maneras, morirá —dijo sin volverse.
Kelemvor miró al clérigo a la espera de instrucciones.
—No podemos matar a un hombre indefenso —manifestó Adon—, pero tampoco tenemos por qué ayudarlo. Ya no puede hacernos más daño. Ha perdido a sus hombres y si nos damos prisa, estaremos lejos antes de que despierte. —Echó a andar detrás de Medianoche—. Apresúrate, no vaya a ser que la volvamos a perder.
—¿Adónde vamos? —preguntó Kelemvor, en cuanto se reunieron con la hechicera.
Medianoche hizo una pausa. Aunque por muy poco, todavía estaba al alcance del oído de Cyric. Si en aquel instante hubiese mirado al ladrón, lo habría visto mover la cabeza para escuchar su respuesta.
—Yo voy al castillo de Lanza de Dragón —anunció Medianoche, con los brazos en jarra.
—Entonces vamos todos en la misma dirección —comentó Adon, muy tranquilo—. ¿Esta vez Kelemvor y yo tendremos que repartirnos las guardias para evitar que te escapes, Medianoche?
—Los propios dioses están en mi contra —les advirtió la hechicera. Miró los rostros de sus amigos y se dio la vuelta—. Os jugáis la vida.
—Arriesgaremos más si te dejamos sola —replicó Adon, con una sonrisa.
Kelemvor sujetó a Medianoche por el codo y la hizo girar para poderla mirar directamente a los ojos.
—Dioses o no —afirmó—, yo voy contigo.
Medianoche se sintió alentada por la devoción de sus amigos, pero todavía no estaba muy convencida de aceptar su oferta. Cuando respondió, si bien hablaba para los dos, lo hizo con la mirada puesta en los ojos del guerrero.
—La elección es vuestra, pero prestadme atención antes de decidir. En algún lugar por debajo del castillo de Lanza de Dragón hay un puente que lleva al reino de la Muerte —dijo la maga.
—¿En Aguas Profundas? —gritó Kelemvor, incrédulo. El joven creyó que la maga se refería al famoso cementerio de la ciudad, que llevaba el nombre de «La Ciudad de la Muerte».
—No, el reino de la Muerte —lo corrigió la hechicera. Luego miró al clérigo—. La otra tabla está en el castillo de Myrkul.
Kelemvor y Adon se miraron el uno al otro, estupefactos. No podían dar crédito a que ella se estuviese refiriendo al lugar de reposo de las almas.
—No tengáis remordimientos si optáis por volver a casa —añadió Medianoche, al interpretar su asombro como vacilación. Con gentileza, apartó el codo de la mano de Kelemvor—. En realidad, creo que no deberíais venir.
—Pensé que la elección era nuestra —exclamó Adon, recuperado de la sorpresa.
—¡Sí! No te volverás a librar de nosotros con tanta facilidad —afirmó el guerrero, sujetando una vez más el brazo de Medianoche.
Esta vez fue el turno de Medianoche para quedarse pasmada. No se había permitido la esperanza de pensar que Kelemvor y Adon quisieran acompañarla. Pero ahora que ambos habían manifestado su intención de participar en la aventura, se sentía mucho menos sola y muchísimo más confiada. Medianoche se arrojó a los brazos de Kelemvor y le dio un fuerte y prolongado beso.