7. Sobre la cumbre

Había transcurrido la tarde y la tarea todavía permanecía inacabada. Delante de la torre de la puerta interior, una docena de soldados cormytas se afanaban con cuerdas y poleas para levantar del suelo a Bhaal encerrado en su prisión ámbar. Por la mañana, los albañiles habían instalado unas vigas en las paredes por encima de la puerta. La intención de los soldados era subir a Bhaal hasta las vigas y dejarlo colgado como un trofeo de guerra.

En la menguante luz del crepúsculo, el lord comandante Kae Deverell se paseaba arriba y abajo por delante de la torre, con un rollo de pergamino entre sus dedos. La cresta del dragón púrpura, sello real del rey Azoun, todavía colgaba de uno de los bordes del pergamino en el lugar donde Deverell había roto el lacre. El comandante golpeó el rollo contra su pierna, como si airear su frustración fuese a acelerar el trabajo.

El mensaje de Suzail había llegado al mediodía: «El lord alto mariscal duque Bhereu cabalga a Cuerno Alto para investigar ebriedad y desmoralización. En estos tiempos de crisis, tal comportamiento debe ser evitado. Acepte sus recomendaciones como mis deseos. Espero que este mensaje encuentre buen tiempo. Su Majestad, rey Azoun IV».

—¡Ebriedad y desmoralización! —masculló Deverell—. Ya lo veremos.

El lord comandante tenía un plan para convencer al duque Bhereu de que el rey estaba mal informado. Este era el motivo por el que sus soldados se disponían a colgar al señor de los Asesinos por encima de la puerta. En el momento que el alto mariscal entrara en Cuerno Alto se encontraría con Bhaal delante mismo de sus ojos. El duque no tendría otra alternativa que la de preguntar acerca del trofeo. Cuando Deverell acabara con las explicaciones, Bhereu se vería forzado a informar que todo funcionaba a la perfección en Cuerno Alto. Después de todo, los borrachos y los cobardes no solían capturar dioses.

Se levantó una brisa, y con ella llegó una lluvia helada. Deverell miró en la dirección del viento y vio un banco de nubes oscuras que se aproximaba a la fortaleza. La guardia pasaría una noche de frío.

Se volvió hacia Pell Beresford, capitán de la guardia nocturna, y dijo:

—Me esperan para la cena. Ocúpate de que cuelguen la prisión ámbar y la dejen bien amarrada.

—Con su venia, señor, tal vez sería prudente dejarla en tierra hasta la mañana —manifestó el capitán, con la mirada puesta en la tormenta, y se cubrió la cabeza con la capucha del capote—. El viento puede sacudirla con mucha fuerza.

El lord comandante también miró los nubarrones, pero sacudió la cabeza.

—Quiero que esté en su sitio cuando salga el sol —insistió—. Solo vigila que quede bien sujeta.

Deverell se marchó sin más comentarios. No advirtió el resentimiento que ardía en los ojos de su subordinado, ni tampoco cómo la mano de Bhaal, la única parte del avatar que sobresalía del granito dorado, se cerraba en un puño.

—Como ordenéis, mi señor —siseó el capitán de la guardia.

Pell reconoció que su ansiedad no solo la provocaba la mole de piedra ámbar. No consideraba que el objeto fuese un trofeo del cual vanagloriarse. La criatura encerrada en su interior, unida a la borrachera de Deverell, había costado la vida a un montón de hombres buenos.

Si el incidente hubiese sido algo aislado, Beresford no se habría preocupado tanto. Pero, con demasiada frecuencia, el capitán había tenido que permanecer de guardia mucho después del amanecer porque su comandante había pasado la noche de juerga con los oficiales de día. Pell todavía esperaba ver al lord lúcido, o al menos sobrio, a la hora del desayuno. El hecho de haber tenido que soportar la indignidad de ver cómo ofrecían su cargo nada menos que a un halfling, había sido la gota que colmó el vaso.

El capitán había enviado un mensajero a Suzail con una protesta formal. No había confiado mucho en que el rey enviase al alto mariscal a investigar, pero Pell sabía que sus quejas no eran las primeras recibidas contra Deverell. No obstante, por las razones que fuesen, aguardaban la llegada del duque Bhereu para las primeras horas de la mañana, y si la grotesca prisión ámbar no estaba colgada sobre la puerta interior como «prueba» de la competencia de Kae Deverell, Pell no lo iba a lamentar.

Sin embargo, su comandante le había dado una orden directa, y Beresford era demasiado buen oficial para desobedecer. Se ocupó del trabajo como si fuese una idea propia. Sin la presencia de Deverell que ponía nerviosos a sus hombres, el capitán acabó con su cometido al cabo de una hora.

Beresford pasó el resto de la noche bien envuelto en su capa, dedicado a realizar sus rondas, preocupado por mantener a sus hombres alertas y en sus puestos. El capitán pasó por debajo de Bhaal una docena de veces, y en cada ocasión hizo una pausa para inspeccionar las amarras del trofeo y asegurarse de que aguantaban la fuerza del viento. Incluso colocó a dos soldados en el lugar, como una medida de precaución ante la posibilidad que el viento hiciese caer la prisión ámbar de las vigas.

Pero en la oscuridad, Beresford y sus guardias no advirtieron que el señor de los Asesinos utilizaba su mano libre para deshilachar la soga que lo mantenía en posición. Para el momento en que amainó el viento nocturno y la luz gris de la falsa aurora apareció detrás de los picos orientales, solo una hebra soportaba el peso de la prisión de Bhaal.

Pell se instaló en la muralla del lado oeste, dispuesto a disfrutar de su hora favorita durante la guardia. El aire de la noche dejaba de ser tan helado, y el castillo permanecía silencioso y tranquilo como un banco de nieve; solo se oía, de tanto en tanto, el eco de las toses secas y los susurros de los hombres devuelto por las piedras escarchadas. Eran momentos de paz en los que un hombre podía pensar en el desayuno y una cama caliente.

Pero un fuerte estrépito avisó al capitán que aquella mañana no disfrutaría de ninguna de las dos cosas. Beresford se volvió hacia su paje y le ordenó:

—Despierta a lord Deverell y dile que su trofeo se ha caído.

Sin perder ni un instante, el oficial se encaminó hacia la prisión de Bhaal. No necesitaba de ningún informe para saber qué había ocurrido.

En la puerta interior se encontró con un espectáculo mucho peor de lo que se había imaginado. Delante mismo de la puerta, la celda de granito ámbar aparecía partida en dos trozos y vacía. Los dos guardias apostados debajo de ella estaban muertos, y la sangre derramada cubría el adoquinado. Había otros dos hombres arrodillados en los charcos de sangre, dedicados a recoger los trozos de la sustancia ámbar como niños que han roto el jarrón favorito de su madre.

—¿Dónde está Bhaal? —preguntó Pell. De un puntapié dispersó los fragmentos dorados.

Los guardias se pusieron de pie.

—No está aquí, señor —respondió uno de ellos.

—Eso ya lo veo —exclamó el capitán, mientras señalaba la prisión rota de Bhaal.

—No estaba aquí cuando llegamos —añadió el otro, sin soltar los fragmentos que tenía en la mano.

A Pell le dio un vuelco el corazón. No podía comprender cómo el avatar había podido seguir con vida en el interior de la masa de granito, pero ahora no era el momento para analizar el tema. Ordenó:

—Dad la alarma. Despertad a todos los hombres y que se los provea de armas…

—¡Bhaal, señor! —El grito del paje que apareció corriendo en el patio interrumpió a Beresford—. ¡Está en la cámara de lord Deverell!

Sin perder tiempo en preguntas, Pell y los centinelas corrieron hacia el alcázar, y subieron por la escalera central en menos de un minuto. Cuando llegaron al último piso, el capitán abrió de un empujón la puerta del lord comandante y se adelantó al interior del aposento, espada en alto.

Se encontró con una docena de guardias formados en círculo, con las alabardas bajadas apuntando a una forma inmóvil. Beresford apartó a los soldados. Un cuerpo enjuto y sin vida yacía en el suelo. Los tatuajes en la cabeza del cadáver no dejaban ninguna duda de que se trataba del mismo hombre atrapado en el granito ámbar. Pero el fuego había desaparecido de sus ojos, y su aspecto no resultaba en absoluto amenazador. Pell estaba seguro que había perdido su alma hacía mucho tiempo.

—¿Quién lo mató? —preguntó el capitán.

—Nadie —respondió el paje—. Es así como lo encontré.

—¿Dónde está lord Deverell?

La mirada del paje recorrió la habitación como si buscase al señor del castillo. Por fin, respondió:

—Ha desaparecido, mi señor.

Kelemvor dio otro paso, tropezó, y una roca se desprendió ladera abajo. El guerrero respiró con fuerza, tiró del cabestro de su poni, y volvió a avanzar. Tenía un terrible dolor de cabeza.

Con la esperanza de mantener sus pensamientos ocupados con cualquier otra cosa aparte del dolor, el joven repasó los acontecimientos de los últimos días. Después de la muerte de Hurón, él, Medianoche y el clérigo continuaron la marcha por el paso de la Serpiente Amarilla. Dos días más tarde, los compañeros habían encontrado una enorme cortina de vacío oscuro. El obstáculo no era físico. Solo era un límite más allá del cual no se podía ver.

Por desgracia, la barrera se extendía a todo lo ancho del cañón, con lo cual no había ninguna esperanza de poder rodearla. El trío había discutido acerca de la naturaleza de la cortina, y finalmente llegaron a la conclusión de que se trataba del residuo de un hechizo fallido o alguno de los tantos fenómenos caóticos que asolaban los Reinos. Pero habían tenido muy claro el peligro que representaba adentrarse en el vacío. Adon había introducido un palo en la oscuridad, y cuando lo retiró faltaba la mitad.

El grupo había decidido no arriesgarse y, en cambio, seguir por un pequeño sendero descubierto por Kelemvor en la pared sur del cañón. Los compañeros habían seguido el camino con la esperanza de que aquel que lo había abierto no hacía mucho, sabría cómo cruzar los Picos del Ocaso. Esto había sido un día y medio atrás, tres días y medio después de la muerte de Hurón.

El sendero no había tardado en convertirse en un camino de cabras cada vez más empinado, lleno de piedras sueltas y una arena de color rosa, y luego en un sinfín de vueltas y revueltas que era por donde Kelemvor caminaba ahora. A cada paso acababa con un pie hundido en la arena o apoyado en equilibrio precario en una roca suelta. Una docena de metros más arriba, la pendiente acababa en un repecho entre dos picos escarpados. Al otro lado solo se veía el azul del cielo, pero esto no fue consuelo para el guerrero. En demasiadas ocasiones, habían escalado otros repechos parecidos solo para ver otro más alto a la distancia.

Un viento helado sopló sobre la cresta y le castigó el rostro. Kelemvor se detuvo un segundo a descansar. El solo hecho de respirar representaba un esfuerzo, y los esfuerzos aumentaban todavía más su dolor de cabeza. Unos doscientos pasos detrás del guerrero, Adon avanzaba poco a poco. A una distancia casi cinco veces mayor, Medianoche descansaba en un punto donde el sendero casi se invertía. Para evitar ser alcanzados por las piedras que desprendían a su paso, Kelemvor había recomendado mantenerse un tanto separados, pero Medianoche parecía abusar de la prudencia.

Más abajo del lugar donde estaba la maga y sobre el lado izquierdo, Kelemvor todavía podía ver la cortina negra que los había obligado a dejar el paso. A la derecha, el cañón principal serpenteaba hasta la llanura de Tun. La distancia en línea recta no era de más de treinta kilómetros, pero se duplicaba en los senderos que se abrían paso por el fondo del valle. Un bosque de pinos se extendía desde la llanura hasta la base de la ladera, pero acababa allí.

Kelemvor no tenía ninguna duda de que Cyric y sus zhentileses se encontraban en algún lugar del bosque, y que avanzaban a toda prisa. Pero lo que hubiera sorprendido al guerrero, de haberlos podido ver, era la presencia de cuarenta halflings cerca de la entrada del cañón. A casi cien kilómetros de Fuerte Tenebroso, uno de sus exploradores había encontrado el rastro de Cyric, y el grupo de Robles Negros viró hacia el norte, en su persecución. Acababan de encontrar al cadáver de Hurón, y esto les había confirmado que seguían la pista correcta.

Sin acordarse de los halflings, Kelemvor contempló el terreno donde estaba. Había florecillas blancas que crecían entre montículos de hierba muy fina que parecía musgo. En algunos lugares, líquenes de un color verde claro aparecían en las rocas de color rojo óxido. Ningún otro tipo de planta podía soportar un clima tan riguroso, y el entorno inhóspito aumentó la sensación de aislamiento y tristeza de Kelemvor.

—Venga, Adon —gritó el guerrero, un poco con la esperanza de que ofrecer aliento lo haría sentirse mejor—. Tarde o temprano llegaremos a la cima.

—Tarde —replicó el clérigo, con voz fatigada.

Kelemvor tuvo un escalofrío y reanudó la marcha. Había comenzado a sudar por el esfuerzo de la subida, y el viento le helaba el sudor sobre la piel. Por un momento pensó en abrigarse con las prendas de invierno que les habían dado en Cuerno Alto, pero decidió que no era prudente. Cargarse con más ropa solo le haría sudar más.

La ladera de la montaña era un lugar frío y solitario, y el guerrero no pudo menos que lamentar poner en riesgo su vida en semejante sitio. Cuando el trío había iniciado su viaje a Aguas Profundas, la misión le había parecido muy atractiva. Ahora, tras la muerte de Hurón y los problemas entre él y Medianoche, volvía a sentirse como un mercenario.

El enfado con la muchacha empeoraba su humor. En dos ocasiones había tenido a Cyric en su poder, y en ambas la hechicera había liberado al ladrón. El guerrero no podía comprender por qué ella se mostraba tan ciega ante la traición de Cyric.

El amor que sentía por Medianoche solo servía para empeorar las cosas. Cuando ella había salvado al ladrón, Kelemvor había pensado que la joven lo engañaba. Él sabía que no había nada entre Cyric y Medianoche que pudiera provocar sus celos, pero el saberlo no le servía de mucho consuelo.

El guerrero había intentado disipar su furia con mil y un razonamientos. Medianoche no había visto a Cyric ir de un campamento a otro como espía en Arabel, y no sabía lo traidor que podía llegar a ser. La hechicera creía con toda su ingenuidad que el ladrón poseía un espíritu noble y que los ayudaría.

—Espero que sea la cumbre —gritó Adon—. He perdido mi entusiasmo por la escalada.

—Tal vez hubieras preferido intentarlo con la cortina —respondió Kelemvor, indicando con un gesto la barrera negra que cerraba el valle.

El clérigo hizo una pausa y miró hacia abajo, como si estuviera pensando en la sugerencia de su compañero.

—No me tientes —dijo por fin.

Kelemvor rio, y después dio otro paso. Su pie se apoyó en tierra firme. Un viento constante y gélido empujó contra su pecho con la fuerza suficiente para que resultase difícil conservar la vertical. El guerrero miró a su alrededor y vio que se encontraba en el repecho. Un poco más allá la ladera iniciaba el descenso, había alcanzado la cima.

El sendero continuaba por el otro lado del repecho hasta una cresta muy afilada, que se prolongaba en línea recta por unos veinte kilómetros, como el lomo de un libro enorme, hasta unirse a una pequeña cadena de picachos puntiagudos. En lo alto, el sendero se bifurcaba. El más utilizado corría por el lado izquierdo hasta un prado de hierba muy verde, para luego desaparecer en la espesa arboleda de un cañón que se retorcía en dirección oeste por unos campos de pastoreo.

La otra rama del sendero descendía por la ladera derecha de la cresta, hasta las orillas de un pequeño lago de montaña. A partir de allí, el camino rodeaba las aguas de color azul violeta hasta un arroyuelo, y un poco más adelante corría paralelo a un río hasta una garganta de paredes casi verticales hacia el noroeste.

Después de estudiar el panorama, Kelemvor dio media vuelta e hizo una señal a Adon. De pronto, la carga se le hizo liviana, y su mal humor se esfumó como si hubiese bebido una jarra de la excelente cerveza de lord Deverell.

—¡Es la cumbre! —gritó con todas sus fuerzas.

Adon lo miró y encogió los hombros, luego se llevó una mano a la oreja. El guerrero comprendió que no podía hacerse oír por encima del aullido del viento, así que trazó un arco en el aire con la mano, en dirección al otro lado de la montaña, y después alzó los brazos en señal de triunfo.

Al cabo de unos minutos, Adon se reunió con él. Había recorrido a gatas los últimos metros.

—¿Hemos llegado a la cima? —jadeó el clérigo. Estaba tan cansado que no tenía ni siquiera fuerzas para echar una mirada.

—Compruébalo tú mismo —le respondió el guerrero.

En cuanto recuperó un poco el aliento, Adon se puso de pie y miró hacia el lago. El espectáculo le levantó el espíritu, igual como le había ocurrido a Kelemvor. Pletórico, gritó:

—¡Ya estamos aquí! ¡A partir de ahora todo es cuesta abajo!

—¿Qué tal le va? —preguntó Kelemvor, con la mirada puesta en Medianoche.

Adon se volvió, otra vez entristecido.

—Todavía le duele la muerte de Hurón —contestó. Kelemvor le pasó las riendas de su poni a Adon, y se dispuso a retroceder. Al instante, el clérigo puso una mano sobre su hombro para contenerlo—. No.

—¡Pero si está agotada! —protestó Kelemvor, mientras se giraba para enfrentarse a su amigo—. Y yo soy lo bastante fuerte como para cargarla en mis brazos.

—No quiere que la ayuden —le informó Adon.

Dos horas antes, el clérigo se había ofrecido a hacerse cargo del poni. La respuesta de la hechicera había sido la amenaza de convertirlo en un cuervo. Kelemvor volvió a mirar el lento avance de la muchacha, y dijo:

—Es hora de que hablemos.

—¡Estoy de acuerdo! —exclamó Adon, aliviado al ver que el guerrero estaba dispuesto a dejar de lado su empecinamiento—. Pero deja que acabe el ascenso ella sola. Ahora no es el momento para insinuar que no es capaz de cargar con su propio peso.

—Hace cinco minutos —objetó Kelemvor— hubiese dado mi espada a cualquiera dispuesto a cargarme a través del paso. No creo que lo interprete mal.

—Confía en mí —insistió el clérigo—. La escalada te da tiempo para pensar. A pesar de los calambres en las piernas, el martilleo en los oídos y la niebla en el cerebro, la escalada estimula la reflexión.

El guerrero frunció el entrecejo. En él, no había estimulado otra cosa que un terrible dolor de cabeza.

—¿De verdad?

—Sí —replicó Adon. Soltó el hombro de su compañero—. Mientras subía penosamente por el sendero, se me ocurrieron unas cuantas cosas. Medianoche salvó a Cyric, luego Cyric mató a Hurón. Si tú estuvieses en su lugar, ¿no te sentirías culpable?

—Desde luego que sí —respondió Kelemvor, en el acto—. Y le dije que… —El guerrero se interrumpió al recordar la amarga discusión que había seguido a la muerte del halfling.

—¡Exactamente! —asintió Adon—. ¿Y cuál fue su respuesta?

—No tenía mucho sentido —contestó Kelemvor, a la defensiva—. Dijo que la culpa de la muerte de Hurón era nuestra. Dijo que Cyric había venido a hablar y nosotros lo atacamos. —En el rostro del guerrero apareció una expresión preocupada—. ¿Insinúas que tenía razón?

—Nosotros atacamos primero —manifestó Adon, muy serio.

—No —objetó Kelemvor. Levantó una mano como quien rechaza un ataque—. Jamás he matado a la ligera, ni siquiera antes… —Dejó morir las palabras.

—¿Antes de que Bane te librara de tu maldición? —Adon completó la frase por él—. Estás preocupado porque crees que estar libre de la maldición no significa ser menos animal.

Kelemvor desvió la mirada.

El clérigo comprendió que era un buen momento para sincerarse con su amigo.

—Todos tenemos nuestras dudas. En mi caso, no dejo de pensar si obré bien al apartarme de Sune.

—Un hombre ha de seguir los dictados de su corazón —afirmó el guerrero. Puso su mano sobre el hombro del clérigo en señal de afecto—. No podías hacer ninguna otra cosa. —Los pensamientos de Kelemvor volvieron una vez más a las palabras que había dicho Medianoche respecto al ataque contra su exaliado—. ¿Nos habremos equivocado con Cyric?

—Es lo que cree Medianoche —respondió Adon, resignado. Kelemvor soltó un gemido, y el clérigo se apresuró a añadir—: Pero yo estoy convencido de que nosotros tenemos razón. Los hombres de Cyric nos tenían rodeados, y dudo que viniese con la intención de hablar. No hay nada malo en golpear primero si tu blanco pretende hacerte daño.

El clérigo hizo una pausa para que sus palabras calaran en la mente del joven. Luego abordó el punto principal.

—Pero todo esto no tiene importancia. Ahora, lo único importante es cómo reaccionamos tú y yo ante el comportamiento de Medianoche.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kelemvor, mirando nuevamente a la maga. Todavía se esforzaba en el sendero; su avance era lento pero continuo.

—Cuando sugerí que habíamos cometido un error al atacar, tú te pusiste a la defensiva, ¿verdad? —Kelemvor asintió—. ¿Cómo crees que se siente Medianoche? Desde la muerte de Hurón, apenas si has hablado con ella. Por mi parte, no he hecho otra cosa que sermonearla acerca de Cyric. ¿No piensas que se siente peor que nosotros?

—Es probable —murmuró Kelemvor, con la cabeza gacha. Medianoche siempre parecía tan compuesta que jamás se le había ocurrido que ella podía sufrir la misma confusión y remordimientos que él.

Adon miró el gesto contrito de su amigo, y añadió:

—Al echarle la culpa por la muerte de Hurón, es probable que, no importa lo que diga en voz alta, ella misma también se culpe.

—Está bien —dijo el guerrero. Se volvió hacia el lado oeste de la cresta, de espaldas al clérigo y Medianoche—. Entiendo lo que me has querido decir. Que ella ya se siente lo bastante mal sin necesidad de que nosotros echemos más sal en la herida. —Kelemvor se avergonzó de su comportamiento desde que habían dejado Estrella del Anochecer. Sin mirar a su amigo, agregó—: La vida resultaba mucho más sencilla cuando la maldición me impedía pensar en nadie más. Al menos, tenía una excusa para ser egoísta. —El joven sacudió la cabeza, furioso—. ¡No he cambiado en nada! ¡Sigo siendo un maldito!

—Desde luego —replicó Adon—. Pero más o menos como cualquier otro hombre.

—Más a mi favor entonces para ir a buscarla. —Kelemvor se volvió para mirar a Medianoche—. Podré disculparme por mis palabras tan duras.

Adon meneó la cabeza, y pensó si el guerrero había comprendido algo de todo lo dicho.

—Todavía no —dijo—. Medianoche ya se siente como una carga, y si te ofreces a cargarla, solo servirá para convencerla de que en realidad lo es. Siéntate y espera a que llegue por sus propios medios.

El joven atendió el pedido del clérigo, a pesar de que en el cielo comenzaban a aparecer nubarrones. El repecho no era lugar para estar durante una tormenta, pero las palabras de su amigo parecían muy sabias. Además, incluso si estallaba la tempestad, el descenso por la cara oeste de la cresta solo les llevaría una fracción del tiempo que habían necesitado para llegar hasta la cima.

Adon se acercó a su poni y buscó entre las provisiones de Cuerno Alto. Un minuto después, sacó un mapa de pergamino y, mientras lo sujetaba bien fuerte para protegerlo del viento, se enfrascó en su estudio.

Por su parte, Kelemvor se dedicó a pensar en los cambios de su amigo. El clérigo había recuperado la confianza en sí mismo, pero también una compasión que había estado ausente antes de Tantras. De dónde había surgido la transformación era algo que ni siquiera podía adivinar. Pero se alegró por su recién encontrada sabiduría, incluso si Adon todavía necesitaba emplear mil palabras para explicar aquello que se podía decir en diez. Por fin, mientras miraba a su amigo muy ocupado con el mapa, dijo:

—Me sorprendes, Adon. No sabía que fueses tan experto en los asuntos del corazón.

—Estoy tan sorprendido como tú —replicó el clérigo.

—Quizá Sune está más cerca de ti de lo que piensas —sugirió el guerrero de ojos verdes, al recordar que el clérigo había mencionado sus remordimientos por haberse apartado de su fe.

Por su parte, Adon sonrió con tristeza, al pensar lo lejos que se sentía de su vieja deidad.

—Lo dudo. —Por unos instantes, se sumergió en sus pensamientos, pero de inmediato volvió a la realidad—. De todas maneras, gracias.

Un tanto avergonzado por el desacostumbrado sentimentalismo del momento, Kelemvor desvió la mirada y observó los esfuerzos de Medianoche. Se movía muy despacio, y a cada paso hacía una pausa para descansar, siempre con la mirada puesta en el suelo. El guerrero no pudo menos que admirar su gracia y cómo reflejaba su fuerza interior. De pronto, le invadió una preocupación por ella. Preguntó:

—¿Crees que sobrevivirá a todo esto?

—Desde luego que sí —contestó Adon, sin apartar su atención del mapa—. Es tan fuerte como tú o yo.

—No es a eso a lo que me refiero. Nosotros solo somos un par de soldados que se encuentran en el lugar equivocado a la hora errónea. Pero esto es muy distinto para ella. —El guerrero recordaba el amuleto que la hechicera había llevado para Mystra—. Esto la involucra. No sé cómo explicarlo, pero ¿podría ser que la magia la hubiese transformado de alguna manera?

Adon dejó de mirar el mapa, y pensó por un momento.

—No sé nada sobre magia —replicó—. Tampoco serviría de mucho saberlo. Pero no hay ninguna duda de que los poderes de Medianoche aumentan. Lo que esto pueda significar no lo sé, pero sospecho que la cambiará.

Como si hubiese adivinado que los dos hombres hablaban de ella, Medianoche miró hacia el repecho. Su mirada se cruzó con la de Kelemvor, y el joven se sintió eufórico. Afirmó:

—No podría soportar volver a perderla. Acabo de encontrarla una vez más.

—Ten cuidado, amigo mío —le aconsejó Adon—. Medianoche es la que decidirá el momento.

De pronto, cesó el viento. Los nubarrones cubrían todo el cielo. Medianoche estaba a unos quinientos pasos de la cima y Kelemvor tuvo que hacer un esfuerzo para no ir a buscarla. Mala suerte si comenzaba a llover. Estaba dispuesto a no hacerla infeliz por ayudarla. Adon le pasó el mapa al guerrero, sin preocuparse del cambio del tiempo.

—Echa una ojeada —dijo—. El camino más corto hasta Lindecolina es por el cañón occidental. —El clérigo señaló el cañón en el mapa—. Pero si construimos una balsa, podría resultar más rápido dejarnos llevar por el curso del río Tortuoso. —Indicó el río que se iniciaba en el pequeño lago—. ¿Tú qué opinas?

Kelemvor no prestó atención al mapa. Miró hacia el río, y contestó:

—Después de lo ocurrido en el Ashaba, creía que estabas hasta las narices de botes.

Adon hizo una mueca al recordar las penurias del viaje desde el valle de las Sombras hasta el puente de la Pluma Negra, pero sin arredrarse insistió:

—Nos podríamos ahorrar una semana.

Kelemvor no hizo más que mover la cabeza. Adon podía haber aprendido algunas cosas acerca de la gente, pero cuando se trataba de escoger una ruta carecía del sentido común de las mulas.

—No podemos construir una balsa capaz de soportar las aguas turbulentas de aquel cañón —respondió el guerrero, señalando el terreno abrupto más allá del lago—. Aun en el caso de que no se desarmara y nos ahogáramos todos, acabaríamos muertos un poco más adelante en cualquier cascada.

—Tienes razón. Ahora lo veo —dijo Adon, después de estudiar el cañón.

Cinco minutos más tarde, se cernió sobre ellos la oscuridad de la tormenta. Medianoche todavía debía recorrer una docena de pasos para alcanzar la cima, y Kelemvor a duras penas podía esperar que ella llegara. Al recordar cómo se había animado cuando pisó el repecho, no quería perder la oportunidad de disculparse. Después, el resto del viaje sería más placentero para todos. Con un esfuerzo supremo, Medianoche recorrió los últimos metros y llegó al repecho. Soltó un suspiro de alivio al ver que habían llegado a la cima. Kelemvor, incapaz de contenerse, gritó entusiasmado:

—Ya estás aquí.

La hechicera se volvió hacia él.

—Así es. —Si bien no había pasado por alto el tono alegre de su compañero, no compartió su deleite.

La joven estaba aún demasiado enojada, si bien ya no sabía el motivo. En un primer momento, había echado las culpas por la muerte del halfling a Kelemvor y Adon. Después de todo, ellos habían atacado a Cyric sin ninguna provocación, y luego había ocurrido todo lo demás. Pero ahora comenzaba a sospechar que su viejo amigo la había tomado por tonta. Deseaba haber podido ver lo ocurrido entre Cyric y Hurón en la soga, saber si el hombre había actuado en defensa propia o matado al halfling a sangre fría.

De repente se descargó una lluvia de gotas negras. El agua era tan fría que parecía hielo, y donde tocaba la piel de los compañeros, dejaba unas manchas rojas urticantes.

Entre los picos a su alrededor resonó un aullido que no hubiese tenido nada de extraño de haber soplado una brisa. Pero no había viento y el aire permanecía en calma. En otro momento o lugar, los hubiese intrigado la lluvia negra y el aullido sobrenatural, pero ahora no resultaba más que una nueva molestia. Sin preocuparse de la lluvia, Kelemvor exclamó:

—¡A partir de aquí, es todo cuesta abajo!

—Entonces sugiero que nos pongamos en marcha antes de que esta lluvia nos queme vivos. —Medianoche tiró de las riendas de su poni, y comenzó el descenso.

El tono desabrido de la hechicera desinfló los ánimos de Kelemvor y Adon. Mientras se apresuraban a seguirla, el guerrero susurró:

—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que nos perdone?

—Yo en tu lugar, me lo tomaría con calma —respondió el clérigo.

Les había llevado casi dos días subir el lado este del puerto, pero solo tardaron una cuarta parte en descender por el lado oeste. Ateridos y molestos por los picores producidos por la lluvia negra, los tres compañeros llegaron a la cresta que los separaba del lago y el cañón, minutos antes del anochecer. Kelemvor descubrió un pequeño acantilado en la ladera oeste. Debajo de un saliente de piedra, encontraron abundante musgo para tender sus mantas y refugio de las inclemencias del tiempo. Después de asignar los turnos de guardia y comer unos cuantos bocados, la compañía se dispuso a dormir.

Las dos primeras guardias transcurrieron sin incidentes, excepto que dejó de llover durante la segunda. Medianoche, a pesar de tener el tercer turno, durmió poco. Después de algunos intentos, comprendió que debía renunciar a hacerlo, y ocupó su mente en tratar de descubrir por qué su magia había fallado contra los hombres de Cyric. La hechicera no conseguía entender por qué habían aparecido los tentáculos de humo en lugar de una cortina de fuego. Había ejecutado todos los gestos y pronunciado todas las palabras tal como habían aparecido en su mente.

Había mil y una explicaciones posibles para el fracaso. Quizá los gestos y las palabras no eran los correctos. Haber dejado caer antes el fósforo habría alterado el orden del hechizo. Pero era muy probable que la magia estuviese alterada como todo lo demás desde el día del Advenimiento.

Medianoche solo pudo sacar una conclusión de todo el incidente: su relación con el tejido mágico era completamente diferente a la de cualquier otro hechicero. En caso contrario, jamás hubiera tenido conocimiento del hechizo, fuese correcto o no.

Pero durante la mayor parte de la noche, la joven no pudo evitar que sus pensamientos volvieran a la batalla en lo alto del acantilado. Una y otra vez, escuchaba a Kelemvor pedirle que mantuviese a raya a los hombres de Cyric para poder matar al ladrón, y se escuchaba a sí misma negarse a su pedido. Entonces, la imagen pasaba a Hurón descolgándose por la cuerda detrás de Cyric, y luego a la caída de su cuerpo al fondo del barranco. Por último, oía la voz del guerrero que la culpaba por la muerte del halfling.

Cuando llegó su turno de guardia, Medianoche había decidido dejar la compañía. Mientras estaban en Estrella del Anochecer, Cyric había dicho que ella ponía en peligro la vida de sus amigos. El ladrón había intentado convencerla, sin conseguirlo, de que se uniera a él en lugar de permanecer con Kelemvor y Adon. Pero la muerte de Hurón era una prueba evidente de que Cyric estaba en lo cierto. Si continuaba con el guerrero y el clérigo, sus vidas se verían amenazadas, por Cyric, los zhentileses y Bhaal.

Faltaba una hora para el amanecer, cuando Medianoche juzgó que había llegado el momento oportuno para abandonar el campamento. La noche había transcurrido sin incidentes y sus compañeros dormían protegidos por el acantilado. La hechicera ensilló los ponis, cogió las alforjas con la tabla y las ató al pomo de su montura.

Por último, se despidió de sus amigos en silencio y se alejó con los tres ponis. Dejaría los animales de Kelemvor y Adon en algún lugar del sendero, después de haber cabalgado lo suficiente para asegurarse de que les resultaría difícil alcanzarla.