2. El aviso

—Los hombres no descansarán esta noche —anunció Dalzhel, mientras pasaba por la abertura retorcida de la puerta.

Dalzhel era un hombretón de casi dos metros de estatura, que parecía un oso tanto por su aspecto físico como por sus modales. Tenía los hombros anchos y caídos, una barba negra muy espesa, y llevaba los cabellos peinados en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Sus ojos castaños tenían una mirada tranquila y penetrante.

Cyric no respondió al comentario de Dalzhel. En cambio, observó atento a su lugarteniente cuando este entró en el aposento. El ladrón y sus hombres estaban a ocho kilómetros al norte de Estrella del Anochecer, en el salón principal de un castillo en ruinas. La sala medía quince metros de largo por seis de ancho. Una imponente chimenea ocupaba un extremo del sucio recinto; el resplandor de la gran hoguera que ardía en el hogar proveía de la única iluminación. En medio del salón había una mesa de banquete de nueve metros de largo, desvencijada y mugrienta por el paso de los años y la falta de cuidados. Alrededor de la mesa y dispersas por las esquinas de la sala había una docena de sillas destartaladas.

Cyric había colocado la silla en mejor estado delante de la chimenea, y ahora estaba sentado en ella. Con su nariz aguileña, el mentón estrecho y sus ojos oscuros y tormentosos, sus facciones afiladas eran idóneas para el humor sardónico o la más terrible cólera. Una espada corta, que había conseguido no hacía mucho, descansaba sobre el regazo del ladrón. El lustre rojizo de la hoja indicaba a las claras que se trataba de un arma extraordinaria.

Dalzhel se quitó la capa empapada, y se acercó al fuego. Debajo de la capa, el soldado zhentilés llevaba por camisa una cota de malla negra. La armadura pesaba como mínimo unos quince kilos, pero él solo se la quitaba para dormir y eso únicamente cuando estaba en un refugio bien seguro.

—No podríais haber encontrado una madriguera más oscura —comentó Dalzhel, mientras se calentaba las manos en la hoguera—. Los hombres han bautizado este lugar con el nombre de los Salones Embrujados.

Si bien no lo manifestó en voz alta, Cyric comprendió el sentimiento de sus soldados. Ubicada en el fondo de una garganta muy profunda y de cara a las turbulentas corrientes del río de las Estrellas, las minas eran la cosa más desolada que jamás había visto. El castillo había sido construido antes de que Cormyr se convirtiera en un reino, pero no obstante la mayoría de sus gruesos muros y torres negras permanecían intactos. Tenía unos cien metros de largo por unos cincuenta de ancho, y las murallas todavía alcanzaban, en algunos puntos, una altura de nueve metros. Las garitas de las entradas no mostraban ninguna señal de la antigüedad del castillo, si bien sus muy elaborados rastrillos hacía ya mucho que no servían de nada.

El gran salón, la zona de vivienda, las cocinas y los establos habían estado una vez adosados a la muralla interior, y sus puertas y ventanas se abrían al patio de armas. Pero de todo esto, solo el salón —edificado con la misma piedra de granito negro utilizada en las garitas— se conservaba intacto. El resto, construido con un material de inferior calidad, se había desmoronado con el paso de los años.

A la vista de la combinación formada por las paredes derrumbadas y las edificaciones imponentes, Cyric no encontró extraño que sus hombres se inquietaran en semejante lugar. Sin embargo, no estaba de humor para ocuparse de sus quejas. Dalzhel y el resto de la tropa habían llegado al castillo aquella misma mañana, con tiempo suficiente para escapar de la tormenta que había durado toda la tarde. Él, en cambio, no había llegado hasta el anochecer, cansado, con frío y empapado después de pasar horas en medio de la lluvia. No tenía ningunas ganas de escuchar las reclamaciones de la tropa. Sin desanimarse por el humor de su comandante, Dalzhel continuó con su informe.

—Hay alguna cosa más allá de la muralla exterior —dijo, en un intento por despertar el interés de Cyric. Se despojó de la espada y la colocó sobre la mesa polvorienta—. Al menos eso es lo que dice el centinela.

A Cyric no le preocupaba en lo más mínimo lo que pudiera haber al otro lado de las murallas para atemorizar a sus hombres. Decidido a cambiar de tema, preguntó:

—¿Cómo está mi caballo? Se ha comportado de maravilla, a pesar de la dureza del viaje y de mis exigencias.

—Se recuperará con un poco de descanso, siempre que alguien no lo mate antes —contestó Dalzhel, y se arrimó un poco más a la chimenea—. Hay quien dice que come mejor que los hombres.

—¡Ha demostrado ser más útil! —replicó Cyric. El caballo había recorrido casi ciento ochenta kilómetros en los últimos tres días. Ni un caballo de guerra lo hubiese hecho mejor. Consideró la posibilidad de amenazar con la pena de muerte a cualquiera que se animara a tocar al corcel, pero descartó la idea. La orden podía provocar más encono, y alguno podría sentirse tentado a aceptar el reto—. Si todavía está vivo por la mañana, llévalo a la llanura y suéltalo.

—Sí. Será lo mejor para todos —respondió Dalzhel, sorprendido por el inesperado rasgo de compasión de su comandante—. Los hombres están de un humor terrible. ¿No podríamos habernos quedado en algún otro lugar?

—¿Se te ocurre algún otro lugar mejor? —gruñó Cyric, con la mirada fija en la figura de Dalzhel—. ¿Quizás Estrella del Anochecer?

—Desde luego que no, señor —contestó el soldado, envarado.

Dalzhel había tenido la intención de que su pregunta fuera retórica. A la vista de que él y sus hombres vestían armaduras zhentilesas, nada hubiese sido más estúpido que buscar alojamiento en una ciudad cormyta.

—¡Jamás cuestiones mis órdenes! —Cyric desvió su mirada y contempló el fuego. Dalzhel no respondió. El ladrón de nariz aguileña decidió castigar todavía más a su subordinado, y tocó un tema especialmente delicado. Con voz dura, preguntó—: ¿Dónde están tus mensajeros?

—Encamados con algunas mujerzuelas baratas de uno a otro extremo de Cormyr —contestó Dalzhel, con voz agria, y sin abandonar su posición de firmes.

Cyric había ordenado la colocación de vigías en todas las carreteras que salían de Cormyr, y había recaído en los hombros de Dalzhel la responsabilidad de ejecutar la orden. Hasta el momento, no se había presentado ni uno solo de los guardias.

—Y yo estaría con ellos —añadió Dalzhel— si mi madre me hubiese bendecido con los sesos de un buey.

Cyric se volvió hacia Dalzhel, con la espada de color rosa en su mano, dispuesto a clavarla en el pecho de su subordinado. A su vez, el teniente zhentilés dio un paso atrás y recogió de un manotazo la espada que había dejado sobre la mesa; luego se enfrentó, un tanto perplejo, a la mirada furiosa de su comandante. Su réplica había estado fuera de lugar, pero nunca antes Cyric había respondido a la insolencia de esta manera.

Tres golpes vacilantes sonaron en la puerta. La interrupción hizo que Cyric recuperara la cordura; envainó la espada, y gritó:

—¡Adelante!

El sargento Fane, encargado de la guardia nocturna, entró temeroso. Era un hombre robusto con una barba roja rala. El agua que chorreaba de su capa formó un pequeño charco en el suelo, mientras él se volvía hacia Dalzhel para dar su informe.

—Alrik ha desaparecido de su puesto —dijo.

—¿Lo habéis buscado? —preguntó Dalzhel, dejando la espada sobre la mesa.

—Sí —replicó Fane, sin casi atreverse a enfrentar la mirada de su jefe—. ¡No aparece por ninguna parte!

Dalzhel maldijo por lo bajo.

—Manda a otro que ocupe su lugar —ordenó—. Nos ocuparemos de Alrik por la mañana. —Le volvió la espalda al sargento, como una indicación de que la audiencia había acabado, pero Fane no se retiró.

—Alrik no es de los que desertan —insistió el soldado.

—Entonces dobla la guardia —gruñó Dalzhel, con la mirada puesta en el sargento—. Pero no permitas que los hombres vengan a quejarse por ello. Ahora vete.

Sin poder evitar dirigir una mirada de irritación a su comandante, Fane asintió y retrocedió hacia la puerta.

Mientras el sargento salía, Cyric comprendió que se había vuelto en contra de Dalzhel por una falta menor. No era una actitud inteligente. Todos sus hombres eran asesinos y ladrones, y necesitaba a alguien como su lugarteniente para que le cuidara las espaldas. No le haría ningún bien tener a un custodio enfadado con él. A modo de disculpa, dijo:

—Todo depende de los mensajeros.

Dalzhel comprendió el verdadero sentido de la explicación, y la aceptó con un gesto.

—No les habrá resultado fácil eludir a las patrullas cormytas. Además, la tormenta ha debido convertir las carreteras en auténticos fangales, y eso dificultará su regreso. Parece que Talos está en contra nuestra.

—Sí —replicó Cyric, mientras volvía a sentarse—. Todas las deidades están contra nosotros, no solo el dios de las Tormentas. —El ladrón recordó el episodio ocurrido cinco noches antes, cuando había estado espiando el campamento de Medianoche, y de repente había aparecido un grupo de jinetes zombis. Cabía la posibilidad de que hubiese sido una manifestación más del caos en los Reinos, pero Cyric pensó como más probable que un dios los hubiese enviado para capturar a Medianoche y apoderarse de la tabla.

—No es que me infunda miedo, créame —dijo Dalzhel, con la mirada clavada en Cyric—, pero este asunto no parece ser un tema propio de simples soldados. Resulta extraño para cualquiera.

Cyric no respondió, porque cualquiera que tuviese conocimiento de sus intenciones podría intentar ocupar su posición.

—El rencor entre usted y los tres que buscamos debe de ser muy profundo —insistió el lugarteniente.

—Hubo un tiempo… en el que fuimos casi amigos —contestó Cyric, con cautela. Consideró que no había riesgo en admitirlo.

—¿Y qué hay de la piedra? —preguntó Dalzhel, intentando dar un tono natural a su pregunta, pero su interés distaba mucho de ser casual.

Cyric quería tanto apoderarse de la tabla de piedra que llevaba el trío como capturar a sus miembros. Dalzhel quería saber el motivo.

—Mis órdenes son de recuperarla. —Cyric intentó intimidar a Dalzhel con una mirada imperiosa—. No me interesa saber el porqué.

Cyric mentía. Antes de la batalla del valle de las Sombras, él y sus compañeros habían ayudado a la diosa Mystra en su intento de abandonar los Reinos. El dios Helm se había negado a dejarla pasar a menos que ella presentara las Tablas del Destino que le habían sido robadas a Ao, el misterioso señor de los dioses. Cyric sabía muy poco más acerca de las tablas, pero sospechaba que Ao pagaría un rescate muy generoso por su devolución.

Durante la mayor parte de sus años, Cyric se había ganado el sustento por medio del robo y las peleas, sin preocuparse de tener una meta o encontrar sentido a su existencia. A lo largo de más de una década, había vagado de un lugar a otro sin ninguna esperanza, pero el ladrón había sido incapaz de encontrar un destino superior para su vida. Cada vez que lo intentaba, las cosas acababan como en el valle de las Sombras: nadie apreciaba sus esfuerzos. De una manera u otra, Cyric se encontraba con que las mismas personas a quienes había pretendido ayudar acababan por echarlo de la ciudad.

Después de los sucesos en el valle de las Sombras, Cyric había llegado a la conclusión de que únicamente podía creer en sí mismo, y no en el concepto abstracto del «bien», la santidad de la amistad, o en la esperanza del amor. Si su vida debía tener un objetivo, este debería ser su propio beneficio. Después de haberlo decidido, Cyric comenzó a elaborar un plan que no solo daría sentido a su existencia, sino que también le permitiría escoger su propio destino. Recuperaría las Tablas del Destino y se las entregaría a Ao a cambio de una recompensa que, sin ninguna duda, lo convertiría en alguien tan rico como cualquier rey.

Sin llamar, alguien pasó por el hueco de la puerta entreabierta y penetró en el salón. Cyric se puso de pie y enarboló su espada. También Dalzhel empuñó la suya. Los dos hombres se prepararon para hacer frente al intruso.

—¡Os pido perdón, mis comandantes! —Era Fane una vez más, calado hasta la médula. Su mirada estaba fija en las espadas empuñadas por Cyric y Dalzhel, y en su rostro había una expresión de miedo. Jadeó—: Solo he venido a informar.

—¡Entonces, hazlo! —ordenó Dalzhel.

—El puesto de Edan también está vacío. —Fane medio se encogió al decir estas palabras, como si esperase que su jefe le atizara un mandoble.

Pero el teniente zhentilés se limitó a fruncir el entrecejo.

—Podría estar oculto con Alrik —sugirió Dalzhel.

—Edan no es mucho de fiar —admitió el sargento.

—Si dos hombres han abandonado sus puestos —le increpó Cyric a su lugarteniente—, significa que tu disciplina no es ni la mitad de férrea de lo que dices.

—Ya me ocuparé del asunto por la mañana —gruñó Dalzhel—. Pero… ¿has doblado la guardia?

—No —contestó Fane, con el rostro lívido—. No creí que fuese una orden.

—Pues hazlo de inmediato —gritó Dalzhel—. Después busca a Alrik y Edan. Tu castigo por desobedecer mis órdenes dependerá de la rapidez con que los encuentres. —Fane tragó saliva, pero permaneció en silencio—. Retírate.

El sargento dio media vuelta y corrió hacia la puerta. El lugarteniente se volvió hacia su comandante:

—Esto es malo. Los hombres están desmoralizados, y los soldados sin moral son malos guerreros. Quizá los animaría un poco saber que les aguarda una recompensa; aquella aldea de los halflings que asaltamos dio un botín bastante pobre.

—No puedo hacer nada por aliviar los sentimientos de los hombres. Tenemos nuestras órdenes —mintió Cyric. Si conseguía mantener a raya a sus hombres durante una o dos semanas más, las tablas serían suyas.

—Señor, los hombres no son tontos —dijo Dalzhel, sin envainar su espada—. Os hemos seguido desde Tantras porque habéis tenido la inteligencia suficiente para conseguir que no nos mataran a todos. Pero jamás hemos creído que vuestras órdenes provinieran de Zhentil Keep. Si sois un oficial zhentilés yo soy Nuestra Señora de la Luna Plateada, y eso es algo que sabemos desde hace mucho tiempo. Nuestra lealtad es única y exclusivamente para vos. —Dalzhel hizo una pausa, y miró de frente a los ojos de Cyric—. Unas pocas respuestas ayudarían mucho a mantener esa lealtad.

Cyric miró furioso a su lugarteniente, molesto por la velada amenaza formulada por Dalzhel. Sin embargo, reconoció la verdad que había en sus palabras. Los hombres llevados por el resentimiento se habían vuelto rebeldes. Sin la promesa de una recompensa, no tardarían en desertar o amotinarse.

—Supongo que debo sentirme halagado por el hecho de que los hombres me hayan escogido a mí antes que a su patria —dijo Cyric. Luego hizo una pausa para pensar en las cosas que podía revelar a Dalzhel.

Podía hablarle acerca de las Tablas del Destino o de la caída de los dioses. Cyric podía incluso informar a su guardaespaldas de su sospecha referente a que uno de los miembros del trío que perseguían poseía el poder de la difunta diosa Mystra. El ladrón de nariz aguileña sacudió la cabeza. Si él tuviese que escuchar esta historia por primera vez, no le daría mucho crédito.

—¿Qué es lo que buscáis? —preguntó Dalzhel. La larga pausa de Cyric había despertado aún más su curiosidad.

—Solo te diré una cosa —respondió el ladrón, sin apartar la mirada de Dalzhel—. La piedra que busco es la mitad de la llave de acceso a un inmenso poder. La otra mitad está en Aguas Profundas, hacia donde van la mujer y sus amigos. La mujer, Medianoche, tiene la fuerza necesaria para hacer girar la llave. Nosotros la capturaremos a ella y a la piedra; luego iremos a Aguas Profundas para buscar la otra piedra. Una vez hecho esto, Medianoche pondrá la llave en la cerradura… ¡y yo la haré girar! Seré más poderoso que cualquier otro hombre de los Reinos, y os daré a ti y a tus hombres todo el oro, o cualquier cosa que os apetezca. —Cyric se volvió hacia la hoguera—. Esto es todo lo que diré. No quiero que nadie cometa el error de creer que puede ocupar mi lugar.

Dalzhel contempló a Cyric durante un buen rato, mientras analizaba sus palabras. Las promesas eran importantes, pero también poco precisas. Al parecer, Cyric esperaba convertirse en un emperador sin necesidad de batallas. En una ocasión Dalzhel había luchado al servicio de un noble sembiano de poco rango, el duque Luthvar Garig, cuyo delirio de grandeza había acabado en la destrucción de todo un ejército. Había sido una experiencia que Dalzhel no tenía ningunas ganas de repetir.

Sin embargo, Cyric había hablado con una decisión y lucidez que Luthvar no había tenido, y Dalzhel jamás había considerado a su comandante como un hombre dado a imaginar cosas imposibles. Además, los Reinos estaban sumidos en el caos, y Dalzhel conocía sus leyendas lo suficientemente bien para saber que los reyes no eran más que mercenarios con el coraje necesario para ganarse un trono fuera de la anarquía. Al parecer, estaba al servicio de un hombre que iba para rey.

—Si cualquier otro hombre me hubiese hecho semejantes promesas —dijo Dalzhel—, lo habría tomado por un loco y abandonado su servicio. Pero te juro fidelidad, y lo mismo harán los demás.

—Tened cuidado con lo que prometéis —le advirtió Cyric, con su mejor sonrisa.

—Sé lo que hago —replicó Dalzhel. Se echó la capa sobre los hombros y envainó la espada—. Con vuestro permiso, iré a ocuparme de los hombres.

Cyric asintió y observó la marcha de Dalzhel, sin poder evitar pensar si su lugarteniente era consciente de que su promesa podía significar el enfrentamiento con los propios dioses. El ladrón no dudaba de que uno o dos dioses, como mínimo, perseguirían a Medianoche tan pronto como se enteraran de que ella tenía la tabla.

La primera intención de Cyric, cuando persiguió a la maga desde Tantras, había sido apoderarse de ella y la tabla en cuanto el barco en que viajaba hiciese escala en Ilipur. Pero, cuando había entrado en las aguas tranquilas del Dragonmere, una tormenta había estallado de pronto. Había sido imposible saber si la tormenta era obra de alguna deidad, o solo otro de los tantos fenómenos provocados por el caos desatado en los Reinos.

Pero daba igual el origen de la tempestad, lo importante había sido que por ella el barco de Medianoche se desvió hacia el norte. Cyric había hecho todo lo posible para mantener el contacto, pero fue en vano. Por fin, en la tarde del tercer día, cesó la tormenta. El ladrón había navegado hacia el norte, en la suposición correcta de que la galera buscaría el refugio del puerto de Marsember. No había tardado mucho en dar alcance al pequeño barco, pero descubrió que el supersticioso capitán había abandonado a sus pasajeros en algún punto cercano a la boca del Canal de Immer. Cyric había cambiado el curso y, a lo largo de noventa kilómetros de costa, había repartido exploradores con la misión de buscar a sus antiguos amigos.

Había sido el propio Cyric quien encontró el campamento de Medianoche, en un bosquecillo cercano a la desembocadura del río. Había enviado a su compañero a buscar a Dalzhel y a los veinticinco hombres que tenía de reserva en su barco. Luego se había acercado al campamento, con la esperanza de secuestrar a la maga o robar la tabla.

Pero la tormenta había convertido los campos en lodazales, y esto demoró la llegada de los refuerzos. Antes de que Dalzhel pudiese reunirse con él, los misteriosos jinetes zombis habían atacado el campamento de Medianoche. Sin dejarse ver, Cyric había utilizado su arco para ayudar a sus antiguos aliados y evitar así que la tabla cayera en manos de los zombis.

Durante el combate, uno de los hechizos de Medianoche no había dado el resultado esperado, sino que había incendiado el bosque. Por desgracia, Cyric había quedado a un lado del fuego, y Medianoche y la tabla en el otro. Ella, Adon y Kelemvor habían conseguido huir antes de que él pudiera impedirlo.

En cuanto Dalzhel llegó con sus hombres, Cyric puso en marcha un plan desesperado que era casi su última baza. A la vista de que no tenía muchas posibilidades de encontrar a Medianoche y a sus amigos en territorio cormyta, donde cualquier soldado con armadura zhentilesa era muerto en el acto, debía llevar a la maga hacia una trampa. Decidió empujarla hacia el norte, y asegurarse de que el trío no tuviese muchas ocasiones para descansar. Su intención era atacarla después de su llegada a Estrella del Anochecer.

Colocó patrullas de seis hombres a lo largo de todas las carreteras principales que llevaban al sur. Las patrullas tenían orden de permanecer ocultas hasta que vieran al grupo de Medianoche. Entonces debían atacar para obligarla a marchar hacia el norte.

Cyric y el resto de su gente marcharían a pie con rumbo noroeste, siempre de noche, para evitar las patrullas cormytas. En su avance, el ladrón visitó las ciudades de Wheloon e Hilp, donde dejó preparado un recibimiento hostil en caso de que Medianoche y sus compañeros se detuviesen allí. Al norte de Hilp, los soldados de Cyric habían encontrado un solitario poblado halfling. No habían desaprovechado la ocasión para saquearlo, y allí fue donde su comandante había conseguido su nueva espada y el caballo.

Después, Dalzhel y sus hombres habían continuado su caminata hacia el norte, y dejaron centinelas en cada uno de los cruces de carreteras. Cyric había montado su caballo y recorrido todas las otras ciudades de la zona para ocuparse de que Medianoche no encontrase refugio.

El ladrón consideraba que su plan era tan bueno como sutil. Pero al no tener noticias de sus mensajeros, no podía saber si había dado resultado.

Las reflexiones de Cyric se vieron interrumpidas por la llamada a la puerta de Fane, quien entró en la sala sin esperar permiso. Su rostro estaba blanco como el de un cadáver.

—Hemos encontrado a Alrik y Edan —dijo—. El teniente Dalzhel solicita vuestra presencia.

Cyric frunció el entrecejo, luego se levantó y recogió su capa.

—Muéstrame el camino —dijo y empuñó su espada corta, como medida de precaución ante la posibilidad de que Fane lo llevara a una emboscada preparada por soldados amotinados.

Cruzaron la puerta retorcida del salón y salieron a la oscuridad del patio de armas. Las botas de Cyric se hundieron en el fango hasta los tobillos. Una lluvia torrencial, que por lo fría debía de ser aguanieve, le azotó el rostro. El siniestro aullido del viento resonó entre las murallas de piedra.

En la esquina opuesta del patio, se veía la luz de las antorchas entre lo que antaño habían sido los barracones de los guardias y la herrería. Allí era donde se encontraba el gran pozo. Fane encabezó la marcha a través del patio, y cada uno de sus pasos creaba un pequeño cráter que embalsaba el agua de la lluvia. Tres hombres estaban debajo de unos aleros, en un intento de resguardar las antorchas y a sí mismos de la lluvia. Era evidente que dos de los hombres trataban de apartar sus miradas del pozo. Dado que todavía suministraba agua, era lo único del castillo que sus ocasionales visitantes mantenían en buen estado.

Un gemido, ahogado y estremecedor, surgía del pozo. Atada al brocal había una cuerda gris que se perdía en la oscuridad del agujero. Dalzhel se adelantó y sujetó la soga. Sin pronunciar palabra, comenzó a tirar. De inmediato, se oyó un grito de agonía que surgía de las profundidades del pozo. El oficial dejó que el grito se prolongara por unos cuantos segundos antes de soltar la soga.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cyric, mientras espiaba en el interior del pozo.

—Pensamos que es Edan —respondió Dalzhel.

—Todavía está con vida —añadió Fane—. Cada vez que intentamos izarle, grita.

Si bien había visto muchas muertes lentas, e incluso había sido responsable de un par, a Cyric se le revolvió el estómago mientras intentaba imaginar qué estaba ocurriendo al otro extremo de la soga.

El sargento desenvainó su espada para cortar la cuerda. Cyric sujetó el brazo de Fane, y dijo:

—No, necesitamos el pozo. —Se volvió hacia los hombres que sostenían las antorchas y ordenó a dos de ellos—: Vosotros, sacadlo y acabad con sus sufrimientos.

Los soldados palidecieron, pero no pusieron ninguna objeción.

Un instante después, Dalzhel y Fane se dirigieron a una de las antiguas letrinas junto a la muralla exterior. El castillo llevaba demasiado tiempo abandonado como para que el lugar apestara por el uso, pero quedaba aún un olor metálico que era, por partes iguales, de sangre y bilis. Del interior, surgió un gemido.

—Es Alrik —informó el sargento.

Cyric espió en la letrina. Alrik estaba de cara a un rincón, de rodillas en un charco formado por su propia sangre. Mantenía las manos unidas junto a su vientre. Una punta con lengüetas sobresalía de su espalda casi a la altura de los riñones; al parecer, lo habían atravesado con una lanza. Debido a las lengüetas, no se podía quitar la lanza sin arrancar los intestinos de Alrik al mismo tiempo. Cuando su comandante se apartó de la puerta, Dalzhel dijo:

—Jamás he visto nada tan cruel. Le haré sentir el filo de mi espada a quien ha…

—No prometas algo que tal vez no te atrevas a cumplir —lo interrumpió Cyric, con un tono helado—. Libra a Alrik de su dolor. Fane, despierta a todos los hombres y envíalos de ronda en patrullas de tres.

—Ya están despiertos —contestó el sargento—. Me ocu… —Un grito de terror que provenía de la caseta de guardia interior cortó las palabras de Fane.

—¡No! —Un chillido muy agudo siguió a la exclamación. La nota se mantuvo, incluso después de que la garganta del hombre hubiera enronquecido.

Cyric se volvió hacia la garita de guardia, sin saber muy bien con qué se iba a encontrar. Eran pocos los humanos capaces de ejercer la eficaz brutalidad demostrada en la tortura de Alrik y Edan. Sin embargo, el ladrón caminó con su mejor paso. Si demostraba tener miedo del asesino, sus hombres dejarían de temerle, y eso sería una invitación a que se amotinaran.

Dalzhel y Fane lo siguieron de cerca. Cuando llegaron a la garita de guardia, ya no se oía el grito. Una docena de hombres se había reunido en la escalera, en una fila que llegaba hasta el segundo piso. Sus antorchas proyectaban una luz amarillenta sobre las paredes.

Los soldados no advirtieron la llegada de Cyric, y el sargento gritó:

—¡Dejad paso! ¡Haceos a un lado!

Al ver que los hombres no acataban la orden, Fane se abrió camino escaleras arriba por la fuerza seguido por Cyric y Dalzhel, hasta conseguir llegar a la puerta de una habitación. En el interior había cinco hombres, que contemplaban a un cuerpo encogido en el suelo. Un charco oscuro se extendía ante sus pies, y el hombre moribundo lanzaba un gemido audible.

—¡Dejad paso a vuestros superiores! —exigió Fane, al tiempo que apartaba a empujones a los soldados.

Cyric y Dalzhel lo siguieron.

—¡Acabad con su suplicio! —ordenó Cyric—. Y que esta noche nadie salga solo.

Fane obedeció la orden de inmediato, y asestó el golpe de gracia con una frialdad sorprendente. Uno de los hombres que estaba en la entrada afirmó:

—¡En cuanto llegue la mañana, yo me largo! —Quien había hecho la afirmación era Lang, un hombre larguirucho muy diestro en el manejo de la espada y el arco—. Yo no me alisté para luchar contra fantasmas.

Rápido como el rayo, Dalzhel desenvainó la espada y apuntó con ella al amotinado.

—¡Tú harás lo que se te diga y nada más! —dijo.

Cyric se colocó a la izquierda de su lugarteniente, hombro con hombro. Si el enfrentamiento acababa en combate, ganarían o caerían juntos.

—¡Yo también he corrido demasiados peligros sin conseguir más que un botín miserable! —gritó Mardug, quien se encontraba detrás de Cyric y Dalzhel—. ¡Yo estoy con él!

—Entonces irás con Lang al reino de los Muertos —afirmó Dalzhel, al mismo tiempo que se giraba con la espada en alto. La descargó de plano en la cabeza de Mardug, quien cayó de rodillas.

Lang desenvainó su arma y lanzó su ataque contra la espalda del teniente. Cyric interceptó la carga, y sin ninguna dificultad desvió la espada del soldado con la suya. Luego propinó un puntapié en el estómago de Lang, enviándolo contra el marco de la puerta. Antes de que el amotinado tuviera tiempo de recuperarse, Cyric le puso la punta de la espada en la garganta.

—Cualquier otra noche, acabaría contigo —siseó, con una furia terrible. Una sed de sangre como no había experimentado jamás recorría sus venas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no hundir la espada en la carne del soldado—. Pero todos estamos trastornados por la muerte de nuestros compañeros, así que te perdono.

El ladrón dejó que el silencio cargado de amenazas se prolongara durante unos momentos, y luego, volviéndose hacia Dalzhel, añadió:

—Quien quiera marcharse puede unirse a ellos. Los demás que permanezcan aquí por la mañana seguirán conmigo hasta el final.

—Sí. —Dalzhel se volvió hacia los dos amotinados—. Marchaos antes de que vuestro comandante cambie de opinión.

Los dos hombres salieron de la habitación y bajaron las escaleras a la carrera. Nadie más se movió para unirse a ellos.

Cyric permaneció en silencio. El ansia de matar que se había adueñado de él cuando había empuñado su espada todavía no había desaparecido. Por el contrario, se había hecho más fuerte. Si bien nunca había sentido escrúpulos a la hora de matar, esto era algo nuevo para él. Ahora no solo deseaba matar, sino que dudaba poder descansar si no lo hacía. Fane interrumpió sus pensamientos, cuando preguntó:

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Acerca de qué? —replicó Cyric, sin prestarle mucha atención.

—Del asesino —contestó el sargento. Con la punta del pie puso boca arriba al cadáver, extrañamente fascinado por sus espantosas heridas—. Tenemos que encontrarlo.

—Podría ser una tontería —opinó Dalzhel, sin poder ocultar un gesto de repulsión ante la manera con que Fane movía al muerto—. Si enviamos más hombres detrás del asesino, los expondremos a nuevos ataques.

Cyric y su lugarteniente seguían la misma línea de pensamiento. A lo largo de su vida, el ladrón había conocido a muchos hombres malvados, pero ninguno de ellos era capaz de hacer algo como lo que había visto esta noche. Ordenó:

—Que los hombres se reúnan en grupos de a seis. Un grupo en el salón principal… —Un terrible relincho interrumpió las órdenes de Cyric.

—El establo —apuntó Dalzhel.

Los hombres murmuraron, pero permanecieron firmes, y esperaron sus instrucciones. Una vez más, se oyó un relincho de espanto, y su sonido hizo correr un sudor frío por la espalda del ladrón.

—Será mejor que echemos una mirada —dijo Cyric, temeroso de antemano de lo que pudiesen ver.

Los soldados que estaban en la escalera se pusieron en marcha, de mala gana, hacia el establo, seguidos por Cyric y Dalzhel.

En el momento en que el hombre de nariz aguileña llegó a la planta baja, el caballo había dejado de relinchar. Cuando Cyric salió al patio de armas, un aullido espectral resonó por todo el castillo. Delante del establo, había diez soldados con las espadas desenvainadas que espiaban el interior y, evidentemente, sin ninguna voluntad de entrar. El ladrón cruzó el patio, y los apartó a empujones. Sujetó una antorcha, y penetró en la cuadra, ansioso por descargar su espada contra lo primero que se cruzara en su camino.

El caballo yacía muerto en la paja del pesebre, con un enorme y desgarrado agujero sobre el corazón. Tenía la boca retorcida en una mueca de terror, y uno de sus ojos miraba sin ver a Cyric.

Dalzhel se acercó para ponerse junto a su comandante. Por un instante, observó la escena en silencio, sin poder evitar pensar si Cyric lloraba la muerte de la bestia. Luego, vio algo en la viga que cerraba el pesebre.

—¡Mirad! —gritó.

Un círculo de puntos había sido dibujado con sangre sobre el madero. Cyric no tuvo ninguna dificultad en reconocer el Círculo de Lágrimas. Era el símbolo de Bhaal, dios de los Asesinos.